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¿Por qué mi hijo tiene una enfermedad rara?

Por Lluís Montoliu* (CSIC)

Nadie las espera, casi nadie las conoce, pero la mayoría de enfermedades raras llegan sin avisar a las familias que, de la noche a la mañana, se encuentran con el nombre de una patología de la que generalmente nunca antes habían oído hablar, pero que a partir de ese momento pasará a ser el centro de sus vidas. Y entonces empiezan las preguntas, los temores, las angustias, la búsqueda de culpables, en un intento de explicar lo aparentemente inexplicable.

¿Por qué me ha tocado a mí y no a otra persona? ¿Es culpa mía o de mi pareja? ¿O de los dos? ¿Somos los únicos padres que tenemos un hijo con esta enfermedad rara? ¿Hay otras familias como nosotros? ¿Hay alguien que esté investigando esta enfermedad rara? ¿Existe algún tratamiento? Si tuviéramos otro hijo, ¿también podría tener esta misma enfermedad?

Esta es la dura situación a la que se enfrentan muchas familias en las que uno o varios de sus miembros es diagnosticado con alguna de las más de seis mil enfermedades raras que hoy conocemos. Todas extraordinariamente diversas, tanto en la parte del cuerpo u órgano que afectan como en la gravedad de la patología. Las hay que son mortales o terriblemente dolorosas o complejas de gestionar, pero también las hay que alteran mínimamente la calidad de vida. Lo único que comparten todas las enfermedades raras es su baja prevalencia en la población, un valor arbitrario: todas aquellas que aparecen con una frecuencia de menos de una de cada dos mil personas nacidas.

Lluis Montoliu junto a paciente con albinismo

Lluis Montoliu, autor de este post, junto a una paciente con albinismo. / Ana Yturralde

Cuestión de genes

La gran mayoría de las enfermedades raras son de origen genético. Las llamamos congénitas, dado que aparecen desde el nacimiento. Y es precisamente en la genética donde hay que buscar la causa de las mismas.

Todos somos mutantes. Todas las personas portamos multitud de mutaciones distribuidas por todo nuestro genoma. Ahora bien, no todos manifestamos o tenemos una enfermedad. Hay que recordar que tenemos unos veinte mil genes y que, de cada gen, generalmente tenemos dos copias: la que heredamos del padre y la que heredamos de la madre. Mientras al menos una de las dos copias génicas funcione correctamente en principio no tiene por qué pasar nada. Pero si se da la circunstancia de que una persona recibe de sus padres las dos copias del gen anómalas, la función que debería hacer ese gen, la proteína codificada, dejará de hacerse y entonces podrá aparecer la enfermedad.

Hay muchas excepciones a esta situación descrita, de mutaciones recesivas, que es la más frecuente. Por ejemplo, hay algunas enfermedades que ya se manifiestan con solo heredar una de las dos copias anómalas: son las que conocemos como de herencia dominante.

Cuando una pareja espera su hijo con la mayor de las alegrías y esperanzas y, al poco de nacer, o bien ellos o los médicos se percatan de que algo va mal, empieza un periplo que puede tardar desde unas pocas semanas a años hasta encontrar la causa de aquellos síntomas. Obtener un diagnóstico genético concluyente es más complejo de lo que parece, pues lo que siempre hacemos los genetistas es comparar el genoma de la persona estudiada con genomas de referencia. Y, claro, según qué genoma de referencia usemos podemos tener resultados distintos. Además, no es cierto que solo tengamos unas pocas diferencias entre cada uno de nosotros. La realidad es que entre una persona y otra hay entre tres y seis millones de cambios de letras. Y no es fácil descubrir cuál de esos cambios es el causante de la enfermedad.

Tampoco sabemos a ciencia cierta las causas genéticas que explican las enfermedades raras. Frecuentemente hay personas diagnosticadas clínicamente a las cuales no les encontramos mutación alguna. O, al revés, personas que portan mutaciones que deberían causarles enfermedad y, sin embargo, están sanas. Esto nos sugiere que todavía no sabemos todo lo que necesitamos de nuestro genoma y de las complejas interacciones que se establecen entre todos nuestros genes. Y esto hay que explicarlo a las familias.

Para seguir avanzando en nuestro conocimiento sobre las enfermedades raras y poder ofrecer respuestas a quienes las sufren y sus allegados, en el CSIC se llevan a cabo diversas investigaciones. En el Instituto de Investigaciones Biomédicas “Alberto Sols”, Isabel Varela Nieto estudia distintos tipos de sorderas en ratones y Víctor Ruiz, otra enfermedad rara: la osteogénesis imperfecta. El grupo de Paola Bovolenta, del Centro de Biología Molecular “Severo Ochoa”, analiza los genes cuyas mutaciones causan enfermedades raras de la visión. Y yo mismo, en el Centro Nacional de Biotecnología, llevo más de 25 años investigando sobre los diversos tipos de albinismo que conocemos. Todos estos grupos formamos parte del Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER), del Instituto de Salud Carlos III.

 

* Lluís Montoliu es investigador del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC y del Centro de Investigación Biomédica en Red en Enfermedades Raras (CIBERER) del ISCIII. Para intentar dar una respuesta a las familias que acaban de conocer la noticia, ha escrito el libro ¿Por qué mi hijo tiene una enfermedad rara? (Next Door Publishers). En él recopila respuestas a decenas de preguntas que ha tenido ocasión de responder desde hace años conversando con muchas familias. Es también autor de otros títulos de divulgación, como Genes de colores, Editando genes: recorta, pega y colorea o El albinismo

¿Por qué tú y yo percibimos olores diferentes?

Por Laura López-Mascaraque* y Mar Gulis (CSIC)

¿Por qué cuando olemos algo, hay a quienes les encanta y a quienes, sin embargo, les produce rechazo? Es importante considerar la variabilidad individual que puede existir en la percepción olfativa debido a diferencias o mutaciones en los genes que codifican los olores. Ninguna persona huele igual.

Los seres humanos tenemos alrededor de 1.000 genes que codifican los receptores olfativos, aunque solo 400 son funcionales. Se conocen como proteínas receptoras olfativas que, de alguna manera, trabajan juntas para detectar una gran variedad de olores. El patrón de activación de estos 400 receptores codifica tanto la intensidad de un olor como la calidad (por ejemplo, si huele a rosa o limón) de los millones, incluso billones, de olores diferentes que representan todo lo que olemos. La amplia variabilidad en los receptores olfativos influye en la percepción del olor humano aproximadamente en un 30%. Esta variación sustancial se refleja a su vez en la variabilidad de cómo cada persona percibe los olores. Un pequeño cambio en un solo receptor olfativo es suficiente para afectar la percepción del olor. Esto influye en cómo una persona lo percibe, y provoca respuestas hedónicas muy dispares: «me encanta» o «lo odio».

Variaciones en el gen OR6A2 hacen que el sabor del cilantro sea algo parecido al jabón para algunas personas

Y si hay un alimento que genera tanto amor como rechazo, ese es el cilantro. En este caso, variaciones en el gen OR6A2 hacen que su sabor sea algo parecido al jabón para algunas personas mientras que otras lo definen como verde y cítrico. Alteraciones en el gen OR2M7 son responsables de detectar el fuerte olor de la orina al comer espárragos. O hay quienes no detectan el olor a violeta, relacionado con la variación en el gen β-ionona. Dos sustituciones de aminoácidos en el gen OR7D4 provocan que la androsterona, presente en la carne de cerdos machos, sea indetectable para algunas personas, otros lo relacionan con olor a orina y sudor, mientras que hay quienes la describen como un olor dulce o floral. A lo largo de nuestra vida se puedan activar o desactivar ciertos genes que codifican para unos receptores olfativos específicos, lo que podría provocar cambios en nuestro sentido del olfato. Esto podría explicar el por qué un olor determinado lo percibimos de forma diferente a lo largo de los años.

El sabor: olfato y gusto

Hasta ahora hemos hablado del olfato, pero el sabor es la combinación de olfato y gusto: el olor en la nariz y el gusto en la lengua. Sin embargo, el gusto está limitado a lo dulce, amargo, salado, ácido y al umami (sabroso en japonés, uno de los sabores básicos junto con los anteriores). Mientras que es el olor el que contribuye casi en un 80% al sabor. Cada receptor gustativo, situado en las papilas gustativas en la lengua, se especializa en la detección de uno de los cinco tipos, aunque todas las papilas contienen los cinco receptores. En el gusto también influye la genética. El término “supergustador” o “supercatador” se aplica a aquellas personas muy sensibles al gusto amargo, debido a polimorfismos en el gen TAS2R38. También existen determinadas sustancias que son transformadoras del sabor. Por ejemplo, la miraculina, una proteína que se encuentra en una baya roja (Synsepalum dulcificum), obstaculiza las papilas gustativas. Así impide que la lengua perciba los sabores ácidos y amargos, aunque intensifica la capsaicina (compuesto químico que aporta una sensación picante).

Una proteína de la baya roja Synsepalum dulcificum obstaculiza las papilas gustativas

Y no podemos olvidar que en la experiencia de saborear también entra en juego el tacto. Percibimos texturas suaves, más duras, crujientes… Al masticar, el nervio trigémino detecta la temperatura, la sensación picante o un sabor mentolado, y transmite la información sensorial al cerebro. Pero esto mejor lo dejamos para otro post.

*Laura López-Mascaraque es investigadora en el Instituto Cajal del CSIC.

La enfermedad de la orina negra: un enigma genético que resolvió el CSIC

Por Mar Gulis (CSIC)

A comienzos del siglo XX, el médico inglés Archibald Garrod se interesó por el extraño trastorno que sufrían algunos de sus pacientes, cuya orina se teñía de color oscuro al entrar en contacto con el aire. La alcaptonuria, nombre con el que se lo conocía, era considerada entonces una curiosidad sin mayor trascendencia clínica, pero con el tiempo se hizo patente que las personas afectadas padecían síntomas mucho más graves: a partir de los 20 años, la mayoría comenzaban sufrir dolor de articulaciones, una molestia que solía ir en aumento hasta acabar convirtiéndose en una artrosis incapacitante.

El estudio de estos síntomas llevó a Garrod a aventurar dos audaces hipótesis para su época. La primera fue que el patrón de herencia de la enfermedad respondía a las leyes que Mendel había formulado en sus experimentos con guisantes, en ese tiempo aún poco conocidas. Y la segunda, que su origen era el mal funcionamiento de una enzima, provocado por un defecto en las instrucciones para producirla; lo que supuso una aproximación muy acertada a la función que realizan los genes en los seres vivos.

Gracias a Garrod, esta enfermedad rara que afecta a una de cada 250.000 personas en el mundo pasó a la historia como la primera patología de origen genético descrita. No obstante, las ideas del médico inglés necesitaron casi un siglo de avances genéticos para ser confirmadas: hubo que esperar a 1996 para que el gen responsable del trastorno fuese identificado por un equipo del CSIC liderado por Santiago Rodríguez de Córdoba y Miguel Ángel Peñalva. Este hito, del que se cumplen ahora 25 años, puso fin al enigma de la alcaptonuria y a una trepidante competición internacional por localizar y describir el gen que la producía.

Miguel Ángel Peñalva en su laboratorio del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC) mientras observa una placa del hongo ‘Aspergillus nidulans’ con el gen de la alcaptonuria. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El descubrimiento de los errores congénitos

La historia de este hallazgo comienza en el Hospital de St. Bartholomew en Londres. Allí Garrod no tardó en darse cuenta de que la enfermedad que padecían sus pacientes era congénita, ya que todos habían teñido los pañales de negro desde el nacimiento, mucho antes de que el resto de síntomas comenzaran a aparecer.

El médico inglés observó además que la alcaptonuria solía darse en descendientes de matrimonios entre primos, lo que reforzaba la idea de que tuviera un origen hereditario, y que era relativamente frecuente incluso cuando ambos progenitores estaban sanos. Con ayuda de su amigo William Bateson, advirtió que este tipo de herencia se ajustaba a la de un carácter recesivo mendeliano: es decir, que para que la enfermedad se expresara en un individuo, era necesario que heredara dicho carácter tanto del padre como de la madre. En caso de heredar un carácter ‘normal’ y otro mutado, una persona no sufría la enfermedad, pero sí era portadora y podía transmitirla a su descendencia. Era la primera vez que las leyes de Mendel, por aquel entonces prácticamente desconocido en el mundo angloparlante, se utilizaban para explicar una patología humana.

Esquema de la herencia de un caracter recesivo en el caso de que ambos progenitores sean portadores no afectados.

Sin embargo, la aportación más importante de Garrod fue formular una idea bastante cercana a lo que hoy entendemos por gen. Lo hizo razonando a partir de sus conocimientos de química. Garrod se había dado cuenta de que el motivo por el que la orina se tornaba oscura era el ácido homogenístico, una sustancia que podía ser producto del metabolismo humano. Esto le llevó a pensar que las personas con alcaptonuria no lograban descomponerlo porque, a diferencia de lo que ocurre con las sanas, el catalizador que debía hacerlo no funcionaba correctamente. En el cuerpo humano lo único que podía actuar como un catalizador era una enzima. Y, si una enzima funcionaba mal como consecuencia de la herencia, esto significaba que lo que nos transmiten nuestros antepasados son instrucciones específicas para fabricar esta y el resto de sustancias químicas de nuestro organismo. De manera intuitiva pero acertada, Garrod se había aproximado mucho a la definición de gen que usamos en la actualidad: una unidad de información que codifica una proteína (la mayoría de las enzimas son proteínas).

En la actualidad, hay listados más de 4.000 genes cuyas mutaciones producen enfermedades o “errores congénitos del metabolismo”, la expresión que Garrod utilizó para referirse a la alcaptonuria y también al albinismo y la cistinuria. Esto da una idea del impacto médico y social de sus trabajos, que sin embargo pasaron desapercibidos durante varias décadas.

Un siglo de avances

No fue hasta 1956, casi 20 años después de su fallecimiento, cuando se descubrió la enzima que funciona incorrectamente en la alcaptonuria: la enzima HGO, cuya función es realizar uno de los pasos necesarios para la degradación de dos aminoácidos –la fenilalanina y la tirosina– que obtenemos de los alimentos que contienen proteínas. Cuando esta enzima está ausente, se acumulan en la sangre compuestos que se van depositando en los cartílagos, lo que provoca una degeneración progresiva de las articulaciones.

La identificación del gen responsable de la alcaptonuria tuvo que esperar aún más. A mediados de los 60 ya se conocía la estructura del ADN y a inicios de los 80 comenzaron a secuenciarse los primeros genes. Aun así, la primera secuencia del genoma humano solo pudo completarse en el año 2000. Hasta ese momento las técnicas para identificar los genes de nuestra especie fueron bastante más rudimentarias y costosas que en la actualidad. Esto explica que los primeros esfuerzos en este ámbito se centraron en patologías más graves y frecuentes que la alcaptonuria.

Archibald Garrod.

El hongo que abrió la puerta del descubrimiento

La historia que se había iniciado en Londres a comienzos de siglo iba a cerrarse en Madrid y en Sevilla más de noventa años después. Por aquel entonces, dos investigadores del CSIC, Miguel Ángel Peñalva y José Manuel Fernández Cañón, trabajaban en su laboratorio del Centro de Investigaciones Biológicas (CIB-CSIC) con el moho Aspergillus nidulans. Su objetivo distaba mucho de descubrir el origen de la alcaptonuria: buscaban un nuevo modo de producir penicilina que generase menos residuos contaminantes. Sin embargo, pronto descubrieron que la ruta de descomposición de la fenilalanina era muy similar en el hongo y en el hígado humano, por lo que se les ocurrió la idea de tratar de identificar genes humanos que interviniesen en este proceso comparándolos con los del hongo.

El primer gen fúngico que lograron caracterizar fue el de una enzima cuyo déficit causa tirosinemia de tipo 1 en el organismo humano, una enfermedad que sufren una de cada 100.000 personas y afecta gravemente al hígado. Llegaron tarde: el gen humano de esta enfermedad había sido caracterizado años antes; pero esto les sirvió para compararlo con el del hongo y constatar su parecido.

El siguiente paso consistió en mutar el gen que suponían que producía la enzima HGO en el hongo. El resultado fue, de nuevo, alentador: los hongos con la mutación acumulaban el pigmento característico de la alcaptonuria, igual que los pacientes humanos y los ratones de laboratorio. A continuación, caracterizaron el gen del hongo, al que denominaron AKU, y tomándolo como referencia empezaron a buscar el gen humano en bases de datos públicas. Con los fragmentos de ARN mensajero del gen que encontraron, publicaron sus primeros resultados.

Muestra del hongo ‘Aspergillus nidulans’ con el gen de la alcaptonuria. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El primer gen humano completamente secuenciado en España

Comenzó entonces una carrera con otros laboratorios del mundo por ser los primeros en caracterizar el gen AKU humano. En ella jugaron un papel decisivo Santiago Rodríguez de Córdoba y Begoña Granadino, también del CIB-CSIC, quienes reconstruyeron el ARN mensajero completo y, a partir de él, consiguieron reconstruir el gen humano. El gen, que se convirtió en el primer gen humano completamente secuenciado en España, estaba formado por 54.000 pares de bases; un número mayor que las aproximadamente 30.000 que contiene todo el genoma del coronavirus SARS-CoV-2.

El avance era importante, pero todavía había que probar la relación del gen con la alcaptonuria. Para ello, el equipo logró demostrar que el gen estaba situado en la misma región del cromosoma tres en la que la causa de la enfermedad había sido cartografiada meses antes. Poco después, con la ayuda de Magdalena Ugarte, directora del Centro de Diagnóstico de Enfermedades Moleculares de la UAM, localizaron en Sevilla a tres hermanos que sufrían la enfermedad y compararon su gen AKU con el de sus familiares sanos. En efecto, los enfermos tenían en ambos cromosomas una mutación del gen que prácticamente anulaba la actividad de la enzima HGO. El resto de integrantes de la familia tenían dos versiones ‘normales’ del gen o bien una versión mutada y otra sana.

Miguel Ángel Peñalva sostiene el número de ‘Nature Genetics’ en el que se publicó el hallazgo. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El CSIC había ganado la carrera. Los resultados se publicaron en la portada de la prestigiosa revista Nature Genetics, que trató el hallazgo como un verdadero acontecimiento. Poco después, el divulgador británico Matt Ridley afirmaría que la historia del hallazgo del gen de la alcaptonuria encerraba “la historia de la genética del siglo XX en miniatura”.

Por desgracia, todavía no existe una cura para esta enfermedad. El tratamiento consiste en controlar sus síntomas por medio de una dieta baja en proteínas y de la terapia física, destinada a fortalecer la musculatura y la flexibilidad. Cuando el dolor articular es muy severo, es necesario recurrir a la cirugía. La buena noticia es que, a principios de este año, la Agencia Europea del Medicamento ha aprobado un fármaco, denominado Orfadin, que mejora notablemente la sintomatología y alivia el progreso de la enfermedad. Garrod y sus pacientes estarían contentos.

Si quieres saber más sobre este hallazgo del CSIC, puedes ver la conferencia virtual ‘Alcaptonuria: 25 años de la clonación molecular del gen responsable de la enfermedad que dio origen a la genética humana’, que Santiago Rodríguez de Córdoba y Miguel Ángel Peñalva ofrecerán el jueves 23 de septiembre, a las 18:30, desde la Librería Científica del CSIC.

Referencias científicas:

Fernández-Cañón, J.M., Granadino, B., De Bernabé, D., Renedo, M., Fernández-Ruiz, E., Peñalva, M.A. & Rodríguez de Córdoba, S. The molecular basis of alkaptonuria. Nat Genet 14, 19–24 (1996). https://doi.org/10.1038/ng0996-19

Fernández-Cañón, J.M. & Peñalva, M.A. Molecular characterization of a gene encoding a homogentisate dioxygenase from Aspergillus nidulans an identification of its human and plants homologues. J. Biol. Chem 270. 21199-21205 (1995).

Fernández-Cañón JM & Peñalva MA (1995) Fungal metabolic model for human type I hereditary tyrosinaemia. Proceedings of the National Academy of Sciences USA 92: 9132-9136 (1995)

Granadino B, Beltrán-Valero de Bernabé D, Fernández-Cañón JM, Peñalva MA, Rodríguez de Córdoba S (1997) The human homogentisate 1,2-dioxygenase (HGO) gene. Genomics 43: 115-122

Barbara McClintock, la descubridora de los genes saltarines

Por Sònia Garcia (CSIC)*

A principios del siglo XX, antes del descubrimiento de la estructura del ADN, los genes no eran mucho más que entidades abstractas para la mayoría de la comunidad científica. En la Universidad de Cornell (Nueva York), una joven Barbara McClintock (1902-1992) empezaba a estudiar los genes del maíz. Aunque en aquella época aún no se permitía a las mujeres la especialización en Genética, McClintock, que se doctoró en Botánica en 1927, se convirtió en un miembro fundamental del grupo de trabajo en citogenética del maíz. La investigadora quería resolver lo que para ella era un misterio: el porqué de la diversidad de colores que se pueden encontrar en una sola mazorca de maíz, incluso dentro del mismo grano. ¿Cómo podía ser que, desarrollándose únicamente a partir del tejido de la planta maternal y por lo tanto compartiendo el mismo material genético, existiera tal variedad cromática en una mazorca?

Barbara McClintock en su laboratorio en 1947. / Smithsonian Institution Archives.

A través de la observación de los cromosomas de esta especie en el microscopio (para lo que ideó nuevos métodos de tinción), Barbara se dio cuenta de que determinados fragmentos de ADN poseían la habilidad de ‘saltar’ de un cromosoma a otro. Con este movimiento, denominado transposición, los genes responsables del color de los granos se activaban o desactivaban de una célula a otra. Estos procesos de transposición de los genes, que se dan al azar –es decir, afectando a unas semillas sí, a otras no y a otras parcialmente–, son los responsables del patrón multicolor de las mazorcas de algunas variedades de maíz.

Precursora de la revolución molecular

Con la investigación de McClintock, el mecanismo de transposición y los fundamentos de la regulación de la expresión génica se habían puesto sobre la mesa. Pero sus nuevas hipótesis chocaban con la concepción estática que se tenía de los genes en aquella época. La idea dominante era que estos se ubicaban en los cromosomas como si fueran las perlas de un collar, cada uno con una posición determinada e inalterable.

Granos de maíz de diferentes colores

Mazorcas de maíz en las que se observa el patrón de color ocasionado por los genes saltarines.

A pesar de la importancia de su descubrimiento, este fue acogido con escepticismo entre la comunidad científica, quizás porque su trabajo era conceptualmente complejo y demasiado rompedor. Ella misma interpretó hostilidad y perplejidad en las reacciones de sus colegas, pero siguió fiel a su línea de investigación. A finales de los años 70 y principios de los 80, la ‘revolución molecular’ reivindicaría las ideas de McClintock sobre los genes saltarines, denominados también transposones o elementos transponibles. Además, con posterioridad al planteamiento de su hipótesis sobre la transposición, otros investigadores demostraron su existencia en la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster), en bacterias, levaduras o virus.

Incluso varios años después, en la década de los 90, se demostró que el carácter rugoso de los famosos guisantes de Mendel, con los que este sentó las bases de la genética, era causado por la inserción permanente de un transposón en el gen que codifica la enzima de ramificación del almidón, inactivándolo. Si esta enzima no está presente, los guisantes aumentan su contenido en azúcar. Esto promueve la acumulación de agua y su hinchamiento en una etapa temprana de su desarrollo, lo que, con la posterior deshidratación, acaba dándoles un aspecto rugoso. Al secuenciar este gen en las semillas rugosas se vio que era algo más largo que el de las semillas lisas. El fragmento adicional tenía una estructura similar a los elementos detectados en el maíz.

Guisantes

Guisantes verdes o amarillos, lisos o rugosos, como los que utilizó Mendel en sus experimentos. / Rafael Navajas.

Los elementos transponibles, claves para la evolución

Los elementos transponibles constituyen el componente más abundante de la mayoría de los genomas eucariotas. En el caso del maíz llegan al 80% y en el ser humano se estima que hasta un 45% estaría formado por este tipo de elementos. En muchas ocasiones estos genes saltarines están en realidad ya fijados en el genoma y han perdido la capacidad de moverse. Actualmente se conoce una enorme diversidad de elementos transponibles, y cada vez se comprenden mejor sus efectos.

Aunque normalmente las mutaciones aleatorias que inducen son inocuas, en algunos casos pueden generar beneficios para el organismo, mientras que en otros pueden ser perjudiciales. Existe el fenómeno de la ‘domesticación’ de elementos transponibles, en el que el genoma huésped aprovecha ciertas inserciones en su favor: por ejemplo, la presencia del transposón Alu en el gen de la enzima convertidora de la angiotensina (ECA) tiene un rol preventivo del infarto de miocardio al inactivar esta enzima, que aumentaría la presión arterial y estimularía la aparición de trombos plaquetarios. No obstante, los elementos transponibles también pueden alterar negativamente la expresión de ciertos genes y dar lugar a enfermedades como leucemias, esclerosis múltiple, lupus, psoriasis, esquizofrenia o autismo, entre otras. Se considera que más de 50 enfermedades genéticas estarían relacionadas con este tipo de secuencias, y probablemente este número irá en aumento conforme avance la investigación. Por otro lado, y aunque algunas de  las mutaciones al azar provocadas por los elementos transponibles puedan ser letales o deletéreas, han contribuido indudablemente a la evolución de las especies a lo largo de millones de años y son probablemente uno de sus principales motores.

Los trabajos de Barbara McClintock con el maíz, hace ya más de 60 años, han permitido comprender las bases de muchas enfermedades, lo que puede redundar en posibles tratamientos. Este es un excelente ejemplo de la necesidad de proteger la ciencia básica. Igual que la investigación en virus de pangolines o murciélagos, que hasta hace poco tiempo podía considerarse irrelevante para la sociedad, puede desembocar en un tratamiento efectivo de la COVID19.

Premio Nobel

Barbara McClintock, en la ceremonia de entrega de su Premio Nobel (1983). / Cold Spring Harbor Laboratory.

McClintock fue una investigadora prolífica e incansable y, aunque inicialmente sus ideas fueron cuestionadas, tuvo numerosos reconocimientos durante su trayectoria. Fue la primera mujer en convertirse en presidenta de la Sociedad de Genética de America (1944), obtuvo cuantiosas becas de la National Science Foundation y de la Rockefeller Foundation (1957), recibió la National Science Medal, entregada por el presidente de los EEUU (1971), y la MacArthur Foundation Grant, una prestigiosa y vitalicia beca de investigación. En 1983 logró el Premio Nobel en Fisiología y Medicina por su trabajo sobre los elementos transponibles, lo que la convirtió en la primera persona en obtener el galardón en solitario en esta categoría. Trabajó en su laboratorio de Cold Spring Harbor (Nueva York) hasta poco antes de morir, el 2 de septiembre de 1992, a los 90 años.

* Sònia Garcia es investigadora del Institut Botànic de Barcelona (CSIC, Ajuntament de Barcelona).

‘Top models’ de la ciencia: descubre a los seres vivos más utilizados en el laboratorio

Por Mar Gulis (CSIC)

Entre probetas, microscopios o tubos de ensayo, camuflados o a la vista, podrías encontrarlos en cualquier parte de un laboratorio. Hablamos de una bacteria del intestino humano, de la mosca de la fruta y del ratón; tres especies en principio poco llamativas, o incluso molestas. Sin embargo, la ciencia utiliza estos ‘bichitos’ como modelos de los seres vivos desde hace años. Gracias a ellos, se han hecho importantes descubrimientos sobre los mecanismos de la vida o diseñado tratamientos contra el cáncer. Te invitamos a conocer desde tu casa a estos ‘top model’ de la investigación, que forman parte de la exposición virtual del CSIC Seres modélicos. Entre la naturaleza y el laboratorio.

1. La bacteria que se volvió famosa por cambiar la biología

Aunque a simple vista sea inapreciable, la bacteria Escherichia coli es la más conocida en los laboratorios. Inicialmente se llamó Bacterium coli por ser la bacteria común del colón. Comenzó a estudiarse por las infecciones que causaba, pero a mediados del siglo XX se convirtió en modelo biológico gracias a su estructura sencilla, rápido crecimiento y los medios empleados para su cultivo, que aumentaron las posibilidades experimentales. Su utilización permitió hallar algunos de los principios básicos de la vida, pero E. coli alcanzó el estrellato con el descubrimiento de la técnica de ‘corta y pega’ del ADN, en la cual se usan enzimas para quitar e insertar segmentos de código genético y que supuso el inicio de la ingeniería genética. Hoy en día se emplea en la selección de genes concretos, estudiados posteriormente en otros organismos más complejos.

Micrografía electrónica de Escherichia coli a 10.000 aumentos.

Esta bacteria sabe mucho de los seres humanos. El genoma de E. coli, compuesto por cerca de 4.300 genes, contiene una séptima parte de nuestros genes. Además, habita en el intestino humano, donde forma parte junto a cientos de especies de la mibrobiota intestinal –también conocida como flora intestinal–, que cumple un papel fundamental en la digestión y en la defensa frente a patógenos.

E. coli es un instrumento más del laboratorio. El interés de su investigación reside todavía en las infecciones, ya que cada vez existe una mayor resistencia a los antibióticos, pero también en los mecanismos que se ponen en marcha al dividirse la célula, y cuyo mejor conocimiento permitiría diseñar, con ayuda de técnicas genómicas, fármacos con menor resistencia.

2. ¿Cómo conseguir la apariencia de una mosca?

Imagina lo molesto que resulta el zumbido de una mosca al merodear por nuestras cabezas. A partir de ahora puede que cambies de opinión cuando descubras que las moscas del vinagre o de la fruta (Drosophila melanogaster) son usadas como modelo en biología animal. Es habitual verlas en cualquier lugar, pero son más abundantes en terrenos agrícolas, cuando hace buen tiempo y, desde hace más de un siglo (esta especie se estudió por primera vez en 1901), también en los laboratorios. Saber de la mosca significa saber del ser humano porque ha sido clave en investigaciones sobre enfermedades neurodegenerativas, tumores y metástasis.

Visión dorsal y lateral de un macho y una hembra de Drosophila melanogaster. / Benjamin Prud’homme. Institut de Biologie du Développement de Marseille-Luminy. Parc Scientifique de Luminy.

Uno de los objetivos de su estudio es conocer cómo este pequeño insecto consigue su apariencia. La secuenciación de los genomas ha permitido determinar que la mayoría de genes de la mosca de la fruta son homólogos a los humanos. Por tanto, investigando los genes de esta mosca, que es un modelo de experimentación mucho más simple, se puede tener una idea de la acción de los genes en los humanos.

Sin duda su filón para la genética es más que evidente, y no solo porque el genoma de la mosca del vinagre alberga alrededor de 13.600 genes, un tercio de los que contiene el genoma humano. Además, a partir de cruces entre más de 100 tipos de moscas, el investigador Thomas H. Morgan (1866-1945) estableció que los caracteres se encuentran en los cromosomas y se heredan de generación en generación. Con ello dio lugar a la teoría cromosómica de la herencia, que le hizo merecedor del Nobel de Medicina en 1933.

3. ¡Roedores en el laboratorio!

Llaman la atención por su par de dientes incisivos y por su minúsculo tamaño. Los encontrarás en bosques, en tu ciudad y, cómo no, en un laboratorio. Así son los ratones, o Mus musculus si atendemos a su nombre científico. Utilizados como objeto de experimentación, desde hace más de un siglo son piezas clave en el estudio de la diabetes, el cáncer o los trastornos neurológicos; incluso los misterios del cerebro se exploran antes en los ratones que en el ser humano. Entre la comunidad científica hay quien los llama ‘seres humanos de bolsillo’.

En el año 2002 se dio a conocer la secuencia de su genoma, la primera de un mamífero: con cerca de 30.000 genes, aproximadamente los mismos que nuestra especie, el 99% de estos tiene su homólogo humano. Además, en ellos se reproducen enfermedades humanas como la obesidad o el párkinson, se realizan pruebas de toxicidad y se ensayan terapias futuras con células madre o nuevos materiales. Estos experimentos se han podido llevar a cabo a partir de ratones transgénicos y knock outs, es decir, aquellos producidos con un gen inactivado en todas sus células. En todos los casos, se han utilizado solo ratones machos para evitar que las hormonas sexuales afecten a los resultados.

Foto publicitaria del Jackson Laboratory. De izquierda a derecha, George Woolley, Liane Brauch, C.C. Little, desconocido y W.L. Russell. Década de 1940. / Cortesía del Jackson Laboratory.

Cuando las voces en contra de la experimentación animal comenzaron a alzarse, la defensa de los ratones no formó parte de las primeras reivindicaciones. La regulación llegó al mundo de los roedores con normativas y protocolos a nivel europeo. En ellas se establece que se debe reemplazar al ratón por otro sistema cuando sea posible y reducir el número de individuos en la investigación, para evitar así el sufrimiento animal.

E. coli, la mosca del vinagre y el ratón son solo algunos de las especies más comunes utilizadas como modelo. La muestra Seres modélicos. Entre la naturaleza y el laboratorio, cuyos contenidos puedes consultar online y descargar en alta calidad desde casa, se ocupa también de organismos como la levadura de la cerveza, un gusano minúsculo del suelo, una hierba normal y corriente y un pez de acuario. Elaborada originalmente por la Delegación del CSIC en Cataluña y ampliada en el marco del proyecto de divulgación Ciudad Ciencia, la exposición se complementa con entrevistas a especialistas en cada uno de estos seres modelo.

CRISPR: cómo las bacterias nos enseñan a editar los genes

Por Lluís Montoliu (CSIC)*

Frecuentemente pensamos en las bacterias como fuente de problemas. Efectivamente, son las causantes de enfermedades infecciosas tan graves como la tuberculosis, el cólera o la peste, pero también son las que nos proporcionan yogures y otros derivados lácteos. Además, las bacterias llevan miles de millones de años sobre la Tierra, muchísimos más que nosotros. Durante todo este tiempo han desarrollado un sistema de defensa muy eficaz que les permite zafarse de la infección por virus.

El sistema inmune de las bacterias fue descubierto por Francisco Juan Martínez Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante, que lleva más de 25 años investigando sobre este tema. ¿Qué hace que este mecanismo de defensa sea tan especial? Pues, entre otras cosas, que se transmite genéticamente, de unas bacterias a sus hijas o descendientes. Por ejemplo, cuando nosotros nos vacunamos contra el virus del sarampión adquirimos unas defensas que evitan que desarrollemos esta enfermedad. Ahora bien, nuestros hijos no heredan esta defensa. Si queremos que ellos estén protegidos contra el sarampión, también tenemos que vacunarlos (algo sobre lo que nadie debería albergar hoy en día ninguna duda, por cierto). Las bacterias son más inteligentes que nosotros. Una vez aprenden a defenderse de un virus son capaces de transmitir esta defensa a sus hijas, y éstas a sus nietas, etc., perpetuando esta defensa. Este descubrimiento básico de Mojica, realizado en 2003, sirvió para que otros investigadores se dieran cuenta de que el mecanismo por el cual las bacterias se defienden de los virus también puede usarse, sorprendentemente, para editar los genes con una precisión nunca antes vista.

En 2012 varios científicos, entre ellos las investigadoras Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, describieron este sistema de edición basándose en los trabajos de Mojica. El sistema está formado por una proteína, denominada Cas, que actúa como una tijera molecular capaz de cortar el ADN de forma muy precisa dirigida por una guía, una pequeña molécula de ARN que le dice a la tijera Cas dónde tiene que cortar. Este sistema se denomina CRISPR (pronúnciese “crisper”), acrónimo en inglés que describe las características de estas secuencias genéticas que dirigen el corte de la tijera molecular. Éste fue el nombre, hoy en boca de investigadores de todo el mundo, acuñado también por Mojica en 2001.

El mecanismo por el cual las bacterias se defienden de los virus también puede usarse para editar los genes. / geneticliteracyproject.org

¿Qué podemos hacer con las herramientas CRISPR? Igual que cuando nos equivocamos al escribir un texto en el ordenador y podemos volver atrás y corregir, eliminar o sustituir la palabra o letras erróneas, con las herramientas CRISPR podemos editar los genes. Podemos añadir letras si faltan, eliminar letras si sobran, sustituirlas o corregirlas por otras. En definitiva, podemos modificar los genes a voluntad. Esto ha provocado una verdadera revolución en biología, biomedicina y biotecnología.

Ahora podemos desarrollar modelos celulares y animales más adecuados para el estudio de las enfermedades. Por ejemplo, tras diagnosticar a un paciente afectado por alguna de las miles de enfermedades raras de base genética que existen, y detectar el gen y la mutación causantes de esa enfermedad, podemos replicar exactamente esa misma mutación en ratones. A estos ratones que reproducen la misma alteración genética de un paciente los llamamos ‘ratones avatar’ para ilustrar la conexión existente entre ellos. Gracias a ellos podremos validar la seguridad y eficacia de nuevos tratamientos de una forma más efectiva, ya que son portadores del mismo error genético. Si somos capaces de introducir una mutación en ratones, también deberíamos poder usar las mismas herramientas CRISPR para revertir errores genéticos que afectan a los millones de personas con alguna enfermedad rara. No estamos todavía ahí, pero sí en el buen camino.

Ratones avatar modificados genéticamente con CRISPR. / Davide Seruggia

Los resultados preliminares de tratamientos genéticos basados en CRISPR probados en animales son muy esperanzadores, pero todavía no están listos para su aplicación efectiva en pacientes. ¿Por qué no podemos usar las herramientas CRISPR en el hospital? En primer lugar, la precisión que tienen las herramientas de edición genética CRISPR no es absoluta. En determinadas ocasiones pueden cortar en secuencias genéticas muy parecidas, causando alteraciones no deseadas en genes similares que no deberíamos modificar, y cuyos cambios pueden causar problemas mayores de los que queremos solucionar. Esta es una limitación que puede reducirse al mínimo si se diseñan cada vez mejores guías y se seleccionan tijeras moleculares con mayor precisión.

Pero lo más preocupante es la segunda de las limitaciones de las herramientas CRISPR. Toda la precisión que tienen para cortar el genoma en el gen y la secuencia correctas, no la tienen los mecanismos de reparación que entran en juego inmediatamente tras el corte, restaurando la continuidad del cromosoma. Estos sistemas de reparación, que tenemos en nuestras células, progresan de forma un tanto azarosa, añadiendo y quitando letras hasta conseguir enganchar los dos fragmentos del cromosoma cortado. Si bien es cierto que podemos inducir la reparación con secuencias genéticas molde que sirvan como patrón para la reparación, también sucede que no siempre las células usarán el molde y, por ello, al reparar el corte, generarán una nueva modificación genética no deseada. Tenemos que seguir investigando estos mecanismos de reparación, para poder controlarlos y hacerlos más precisos y seguros. Solamente entonces podremos recomendar, siempre con prudencia, el uso de las herramientas CRISPR en el tratamiento de enfermedades de base genética en personas.

Tras proponerlas como sistemas de edición genética en 2012, las herramientas CRISPR fueron usadas por vez primera en 2013. Hoy, apenas cuatro años más tarde, ya estamos pensando en maneras de optimizar su uso en terapias para enfermedades, para hacerlas más seguras y efectivas. Cuando estudiaba los microorganismos que habitan las salinas de Santa Pola, Mojica no podía imaginar el camino futuro que iban a tomar sus investigaciones de biología básica. Tratando de entender como esas bacterias se defendían de los virus que las acechaban, llegó hasta un hallazgo revolucionario. Ahí está la belleza y el poder de la ciencia. Un descubrimiento microbiológico, en apariencia menor, que pasa a ser la mayor revolución tecnológica en biología. Así pues, debemos de estar agradecidos a las bacterias, por mostrarnos nuevas formas de luchar contra las enfermedades. Y a Francisco Mojica, por haber descubierto este proceso de la naturaleza y habérnoslo contado, por haber descrito el sistema CRISPR que tantas aplicaciones biomédicas está produciendo.

Vídeo en el que la proteína Cas9 corta una molécula de ADN en tiempo real por microscopía de fuerza atómica. Imágenes de la Universidad de Tokio publicadas en este artículo.

 

* Lluís Montoliu es investigador del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC.

 

Gemelos y epigenética:  diferencias entre ‘clones’

Por Carlos Romá Mateo*

Uno de los recursos más utilizados en el cine de ciencia ficción, desde que la genética es una disciplina con cierta popularidad, es el de los clones. Para cualquier persona de a pie, un clon es un ser exactamente igual a otro, creado de manera artificial utilizando una muestra de su material genético. El cine nos muestra complejos procesos, laboratorios asombrosos y tanques llenos de líquido donde flotan, desnudos, los cuerpos de los escalofriantes clones. Pero realmente no hace falta tanto; la naturaleza está repleta de clones. Cuando una célula sufre un proceso de mitosis, se divide en dos células con idéntico material genético, de modo que todas las bacterias que ‘nacen’ a partir de una única bacteria fundadora son clones de esta última. Hasta que el efecto del azar, la selección natural o mecanismos de intercambio genético entre individuos terminen por variar significativamente la secuencia del genoma, podemos seguir hablando de clones.

Gemelos

/Eddy Van 3000. Wikimedia Commons.

Por lo tanto, clonar un humano no sería tan difícil como lo pintan en las películas: solo necesitaríamos echar mano de la primera célula en la generación del organismo (el cigoto recién fecundado), y a continuación forzar una división para separar las células subsiguientes, permitiéndoles desarrollar embriones independientes. Algo más lento y menos espectacular que los tanques de las películas, pero más factible. De hecho, lo que hemos descrito es algo tan común como lo que sucede en el desarrollo de los gemelos monocigóticos. Mismo genoma, desarrollo independiente. No debería sorprendernos que sean tan parecidos.

No obstante, desde que los científicos son capaces de indagar en las profundidades de los núcleos celulares y de leer los genomas (o porciones de ellos) de manera relativamente rápida y eficiente, las pequeñas diferencias –como diría el famoso Jules de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)– saltan a la vista. Fenómenos intrínsecos a la sucesión de divisiones que se producen durante el desarrollo, o microcambios en el ambiente alrededor de cada feto, van sumando diferencias que a simple vista no suelen apreciarse al contemplar a los individuos una vez nacidos.

Starwars epigenética

/Carlos Pazos (molasaber.org).

Entre todos estos mecanismos diferenciadores, destaca por su tremenda actualidad el que relaciona precisamente el ambiente con la expresión génica, lo que conocemos como epigenética. Esta disciplina, que estudia la forma en que fenómenos externos a las células (y en ocasiones incluso al organismo completo) condicionan el funcionamiento de los genes en su interior, es capaz de explicar hitos críticos en el desarrollo embrionario. Además, las denominadas marcas epigenéticas, que silencian o activan segmentos génicos completos en respuesta a señales ambientales, se hallan en la base de multitud de diferencias entre individuos sanos y enfermos. Para entender mejor esto, podríamos imaginar los genes como gruesos volúmenes de información: algunos de los cuales pueden sencillamente abrirse y ser leídos y otros se encuentran cerrados por un candado que impide su lectura. En otras ocasiones, más que un candado encontramos una notita que aporta información extra, relevante para la lectura del contenido del libro. Estos candados y notitas serían las marcas epigenéticas, que modulan el efecto de los genes sobre las funciones celulares, lo que se conoce como expresión génica.

Por lo tanto, entender la epigenética está resultando una pieza clave para completar el complejo puzle que desvela la interacción entre agentes externos, modos de vida y fisiología celular. En este sentido, los gemelos casi idénticos, estos ‘clones’ naturales, suponen una magnífica oportunidad para estudiarlo.

¿Cuánto condiciona el genoma por sí mismo y cuánto aporta el ambiente para dar lugar a las diferencias observables a simple vista? Esta pregunta resume la relación entre la información contenida en los genes y su efecto final sobre el organismo; lo que los científicos llaman genotipo frente a fenotipo.

¿Por qué los gemelos sufren distintas enfermedades?

Uno de los grupos más experimentados en el estudio de los gemelos, en el contexto de la investigación sobre el cáncer, es el de Manel Esteller. Sus trabajos han desgranado el genoma de parejas de gemelos, buscando diferencias a nivel de marcas epigenéticas (lo que se viene a llamar epigenoma) que desvelen diferente predisposición a sufrir algún tipo de cáncer. O que arrojen algo de luz sobre por qué el envejecimiento acentúa las diferencias. Es una de las únicas formas de constatar si realmente hay una importante contribución de los hábitos de vida (fumar o hacer ejercicio, por ejemplo) en la regulación epigenética, algo que todavía se debate acaloradamente. A fecha de hoy, siguen presentándose resultados que se centran en analizar las marcas epigenéticas en genes implicados en enfermedades como el Parkinson o la artritis reumatoide, utilizando como sujetos de estudio hermanos gemelos. Aun presentando la misma probabilidad genética de desarrollar la enfermedad (puesto que la versión de los genes relacionados con la patología es la misma en ambos individuos), los investigadores encuentran que algunos la padecen y otros no, y esta situación coincide precisamente con una distribución de marcas epigenéticas diferente entre ambos.

Sin embargo, experimentar con humanos no suele estar bien visto, y tampoco hay tantos gemelos monocigóticos disponibles y prestos a participar en estudios de esta índole. Una cosa es correlacionar el estado patológico con alteraciones epigenéticas, y otra, encontrar la relación causal entre el ambiente y la redistribución de estas marcas en los genes. Pero las pistas están ahí. Mientras tanto, seguiremos obteniendo información muy valiosa gracias a los animales modelo. Estudios en ratones de laboratorio genéticamente idénticos permiten afinar el tiro mucho más. gattaca-cartel-lecoolvalencia

Algunos resultados parecen indicar que incluso la generación de nuevas neuronas y la estimulación de las conexiones entre ellas se ven influidas por el comportamiento. Cuando ratones genéticamente idénticos fueron criados en diferentes condiciones de enriquecimiento ambiental, aquellos en los que se promovió la exploración, la identificación de objetos nuevos y el ejercicio mental, por decirlo de alguna manera, mostraron un mayor crecimiento neuronal. La posibilidad de que la actividad cerebral, incluso en el individuo adulto, altere la regulación génica hasta el punto de potenciar el crecimiento de nuevas células, surge como una posible explicación para las diferencias cognitivas en individuos que, genéticamente, podrían considerarse clones. La base de la individualidad, la personalidad o el esquivo componente ambiental de muchas enfermedades mentales podrían estar muy influidos por los cambios epigenéticos. Aunque falta atar muchos cabos para poder aseverar esto con rotundidad, muchos estudios en materia de neurobiología van también en esta dirección y seguro que el futuro nos depara interesantes sorpresas.

Cuando se acercaba el final del Proyecto Genoma Humano, al comienzo del presente milenio, el determinismo genético poblaba la mayoría de titulares y preocupaba enormemente a la sociedad. La magnífica película Gattaca (Andrew Niccol, 1997) se hacía eco de estas preocupaciones y lanzaba la pregunta sobre cuánto influye realmente el libro de instrucciones celular en nuestro destino, y cuánto depende de cómo nos acerquemos a dicho destino a lo largo de la vida. En la actualidad, los descubrimientos epigenéticos nos llevan hacia el otro extremo. Hoy día parece que nos preocupa cómo manejamos nuestros genes, a qué agresiones los sometemos siendo adultos, y qué  influencia puede tener esto sobre la genética de nuestros descendientes. Es más que probable, como suele suceder, que las respuestas se hallen a medio camino entre ambas posturas

*Carlos Romá Mateo es el autor del libro La epigenética, de la colección de divulgación del CSIC y Los Libros de la Catarata ‘¿Qué sabemos de?’. Es investigador en la Plataforma de Investigación en Epigenética del CIBERer y la Facultad de Medicina y Odontología de la Universitat de València, y profesor en la Universidad Europea de Valencia. Además es co-creador y guionista del cómic de divulgación The OOBIK proteo-type.

¿Pueden heredarse el estrés o la pena?

Carlos Romá 70Por Carlos Romá Mateo*

Cuando comento que he escrito un libro sobre epigenética, suelo encontrarme con preguntas del tipo “¿Y eso, qué es?” o variantes como “¿Y eso qué es… la genética de Epi?”. Si da la casualidad, no obstante, de que mi interlocutor conoce el tema, lo más probable es que me pregunte si realmente nuestro modo de vida puede afectar a nuestros hijos e hijas.

EpiGenética

Este tipo de cuestiones, que han estado revoloteando en torno al concepto de epigenética durante los últimos años, son suficientes para justificar la escritura no de un libro, sino de varios. Lo malo es que la mayoría de la gente que no está familiarizada con el ámbito científico y sus metodologías no acepta demasiado bien que se le ofrezcan respuestas como “no hay todavía suficientes datos para demostrar eso”, “existe cierta controversia al respecto”, “no en todos los casos, depende” o la que aglutina y resume todas ellas: “Aún no se sabe”.

Pero vayamos al grano. ¿Qué tiene que ver la epigenética con heredar algo tan abstracto como la pena? Primero tenemos que explicar lo que es la epigenética. Intentaré hacerlo sin necesidad de escribir otro libro.

La epigenética es un tipo de modificación de los genes, esos manuales que dictan a nuestras células cómo comportarse. Los llamados mecanismos epigenéticos retocan sutilmente la información de los genes; marcan sus ‘páginas,’ a veces las encriptan o las subrayan para concretar las instrucciones que contienen. Algunos de estos mecanismos epigenéticos también silencian la transcripción de la información genética en proteínas, que son quienes ejecutan las tareas celulares. Sin embargo, todo esto lo hacen también muchas proteínas sin considerarse epigenéticas por ello. ¿Qué diferencia hay? La distinción está en que estos cambios, que nunca afectan a la secuencia de los genes (lo que podríamos denominar el DNI de un organismo, casi siempre inmutable salvo alteraciones inesperadas que llamamos mutaciones), podrían transmitirse a una nueva célula que se genere a partir de la original.

Estructura de doble hélice de la molécula de ADN. Richard Wheeler (Zephyris) en.wikipedia.

Estructura de doble hélice de la molécula de ADN. Richard Wheeler (Zephyris) en.wikipedia.

Este hecho, bastante probado, ha provocado que a los mecanismos epigenéticos se les denomine “heredables”. Y para terminar de rizar el rizo, existe una relación entre los factores ambientales que rodean a la célula y la actividad de las moléculas que median los cambios epigenéticos. Bien, pues de aquí pasamos a que corra la voz de que los efectos ambientales a los que nos vemos sujetos puedan marcar el ADN de nuestras futuras generaciones. Hay un salto de gigante en esa afirmación. Pero tampoco es gratuita.

La responsabilidad recae sobre algunos trabajos en los que se han presentado evidencias de cómo este tipo de marcas epigenéticas se encuentran acentuadas en personas que han sufrido traumas en la infancia o en los descendientes de catástrofes humanitarias, como la hambruna de Holanda de 1944. En este caso los hijos e hijas engendrados durante el conocido como “invierno del hambre” demostraron ser especialmente proclives a padecer trastornos metabólicos relacionados con el desarrollo de diabetes, obesidad o enfermedades cardiovasculares. Todos estos trabajos sugieren que las alteraciones de carácter epigenético encontradas en dichos sujetos han sido transmitidas de padres a hijos, y que además dichas alteraciones condicionan la fisiología de los descendientes y los hace más proclives a sufrir ciertos trastornos fisiológicos. Lamentablemente, estas observaciones son solo eso: observaciones, difíciles de relacionar a un nivel de causa y efecto.

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Photograph by Rama, Wikimedia Commons, Cc-by-sa-2.0-fr.

Más información aportan experimentos con animales de laboratorio en los que, por ejemplo, se ha demostrado que las ratas que padecen un  comportamiento poco cariñoso al ser cuidadas por sus madres desarrollan alteraciones neurológicas, relacionadas también con modificaciones epigenéticas en genes específicos. O aquellos en los que la estimulación de circuitos neuronales que responden ante un peligro concreto provoca un cambio epigenético en torno a genes relacionados con el estrés y la respuesta al peligro. Este asombroso efecto se observó, por ejemplo, en roedores que parecían “heredar” el miedo de sus progenitores ante cierto olor. Todos esos trabajos apuntan a una relación firme entre la epigenética y la fisiología celular de la descendencia, pero siguen en el punto de mira para ser confirmados, replicados, y, no digamos ya, extrapolados al caso de los seres humanos.

Por el momento, los trabajos que más refuerzan la posibilidad de que se puedan dar estas herencias epigenéticas en humanos apuntan a modificaciones en el ADN de las células germinales, las células precursoras de los óvulos y los espermatozoides. Sin embargo, sigue siendo un misterio cómo estas marcas se mantienen tras la fecundación y el complejo proceso de “reinicio” genético que se produce al fusionarse ambos gametos.

Y ahí radica la belleza de todo el asunto. No hay nada de decepcionante en las respuestas del tipo “aún no se sabe”. El hecho de que nuestra biología todavía contenga inquietantes sorpresas es estimulante, y nos anima a seguir estudiándola con la esperanza no sólo de vivir más sanos, sino de entendernos mejor y de anticipar el futuro de nuestra especie. Cuanto más indagamos dentro de las células, por encima y alrededor del ADN que constituye nuestros genes, más interrogantes descubrimos. Y siempre que surge un interrogante, se abre la puerta a nuevos conocimientos y caminos sin transitar. Sin duda, se trata de una de las aventuras exploratorias más emocionantes de la historia humana.

 

Carlos Romá Mateo es el autor del libro La epigenética, de la colección de divulgación del CSIC y Los Libros de la Catarata ‘¿Qué sabemos de?’. Es investigador en la Plataforma de Investigación en Epigenética del CIBERer y la Facultad de Medicina y Odontología de la Universitat de València. Además es co-creador y guionista del cómic de divulgación The OOBIK proteo-type.

Tjio, el indonesio que descubrió el número de nuestros cromosomas investigando en Zaragoza

Por Mª Inmaculada Yruela Guerrero (CSIC)*IYruela

Hace tan solo 60 años no se conocía el número exacto de cromosomas de la especie humana, dato que hoy manejamos con completa naturalidad al abordar un estudio de diagnóstico genético. No fue hasta la publicación del trabajo The Chromosome Number of Man en la revista Hereditas, el 26 de enero de 1956, cuando quedó establecido el número de 46 cromosomas. Hasta esa fecha las propuestas habían sido variadas, desde 44 a 49; y durante más de 30 años se aceptó el número de 48. En este trascendente hallazgo intervinieron los científicos Joe Hin Tjio y Albert Levan, autores del citado artículo. El número de Tjio y Levan pronto se confirmó por otros investigadores.

placa cromosomas

Placa original de J.H. Tjio que muestra los 46 cromosomas humanos. / EEAD

El descubrimiento, del que este año se celebra el sesenta aniversario, sentó las bases para el desarrollo de la genética clínica. Hoy podemos establecer las relaciones que hay entre las anomalías cromosómicas y ciertas enfermedades genéticas como el síndrome de Down, el síndrome de Edwards o el síndrome de Turner gracias al desarrollo y avance de la citogenética (rama de la genética que se centra en los cromosomas) que se inició en aquellos años. Tjio, autor principal del hallazgo, dirigía en los años 1948-1959 el laboratorio de citogenética de plantas  en la recién creada Estación Experimental de Aula Dei (EEAD) en Zaragoza, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y compaginaba esta actividad con estancias cortas en el laboratorio de Levan en el Instituto de Genética de la Universidad de Lund, Suecia, donde trabajaba con tejidos humanos.

¿Qué hizo posible este descubrimiento? J.H. Tjio, nacido en 1919 en la Isla de Java en el sureste asiático, cuando esta pertenecía a las Indias Orientales holandesas, e hijo de padres chinos, adquirió conocimientos de fotografía gracias a su padre, un fotógrafo de retratos. De él aprendió las técnicas fotográficas básicas y las practicó mientras estudiaba en una escuela de la colonia holandesa. Su destreza con la fotografía fue esencial para sus posteriores trabajos de investigación, ya que le permitió visualizar imágenes microscópicas, como aquellas donde pudo observar los cromosomas en preparaciones procedentes de tejidos vegetales o humanos.

Sus comienzos no fueron fáciles. Estudió en la Escuela de Agronomía Bogor, en la Java Occidental, donde se licenció en 1940, mientras la Segunda Guerra Mundial sacudía el mundo. Al terminar la guerra, viajó a Holanda, donde consiguió una beca para estudiar e investigar en el laboratorio de citogenética del Real Colegio de Veterinaria y Agricultura en Copenhague. En esa época Tjio también visitó la estación agronómica de Svalöv en Suecia para realizar una estancia corta. Allí coincidió con Enrique Sánchez-Monge, un joven y prometedor ingeniero agrónomo procedente de Zaragoza. La admiración que el trabajo de Tijo produjo en Monge le llevó, a su regreso a la EEAD en Zaragoza, a proponer a su director, Ramón Esteruelas, que lo contratase para el programa de mejora genética de plantas en el Departamento de Citogenética, que finalmente Tjio dirigió entre 1948 y 1959. Los trabajos de aquellos años realizados en plantas como la cebada (Hordeum vulgare), el haba (Vicia faba) o la cebolla (Allium cepa), y publicados en la entonces reconocida revista Anales de la Estación Experimental de Aula Dei, le permitieron poner a punto y mejorar los métodos para capturar las imágenes microscópicas de las células y realizar así los análisis citológicos de los cromosomas con precisión. Tjio fue un maestro en el arte de capturar las células en el preciso instante en que se dividen, cuando los cromosomas muestran su estructura.

investidura doctor honoris causa

Investidura como Doctor Honoris Causa en la Universidad de Zaragoza. / Universidad de Zaragoza

El reconocimiento que le proporcionó su trabajo sobre los cromosomas humanos en el Congreso Internacional de Genética Humana en Copenhague (1956) le llevó a trasladarse a los Estados Unidos animado por Hermann J. Müller, premio Nobel de Fisiología y Medicina.

Desde aquellos inicios en los años cincuenta en el ámbito vegetal, la genética en España ha tenido una amplia tradición y un consolidado desarrollo. Los grupos dirigidos por Tjio y Sánchez Monge en la EEAD-CSIC pusieron los cimientos de una disciplina que se extendió posteriormente a otros ámbitos como la citogenética animal y humana.

La trascendencia de las investigaciones de este ‘aragonés de adopción’ consiguió que fuese propuesto para el Nobel. La Universidad de Zaragoza lo nombró Doctor Honoris Causa en 1981 y una de las calles de la ciudad que lo acogió durante una década lleva su nombre.

 

Mª Inmaculada Yruela Guerrero es investigadora del CSIC en la Estación Experimental de Aula Dei.