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Reciclaje en la farmacia: el 75% de los medicamentos pueden tener nuevos usos terapéuticos

Por Mar Gulis (CSIC)

Crear un nuevo fármaco y ponerlo en las farmacias cuesta una media de 2.600 millones de euros y entre 10 y 15 años de trabajo. Además, este largo y costoso proceso tiene una tasa de éxito bastante baja: de las decenas de miles de compuestos que inician esta carrera de obstáculos, solo el 12% llega a convertirse en medicamento. Ante estas cifras, parece lógico pensar en una alternativa a la estrategia tradicional de búsqueda de nuevas moléculas con potencial terapéutico. El reposicionamiento y la reformulación de fármacos son dos de las opciones más usadas y efectivas para acelerar los plazos y reducir los elevados costes de la producción de nuevos medicamentos.

El reposicionamiento busca nuevas aplicaciones para fármacos ya aprobados y en uso clínico. También puede investigar una nueva indicación para compuestos que no hayan llegado a las fases clínicas. “Se trata de una suerte de reciclaje de aquellos compuestos que se quedaron en alguna etapa del difícil camino hacia la obtención de un medicamento”, explican las investigadoras del CSIC Nuria E. Campillo, Mª del Carmen Fernández y Mercedes Jiménez en el libro Nuevos usos para viejos medicamentos (CSIC-Catarata). Esta técnica permite minimizar el riesgo de fallo, ya que el fármaco reposicionado ha demostrado ser seguro en ensayos clínicos en humanos. Además, se reduce el tiempo de desarrollo, porque los estudios de seguridad e incluso la definición de formulaciones ya están completados. Según las científicas, “se estima que hasta el 75% de los fármacos conocidos pueden tener nuevos usos terapéuticos y que los medicamentos en uso clínico podrían utilizarse hasta en 20 aplicaciones diferentes de aquellas para las que fueron aprobados originalmente”.

Los medicamentos en uso clínico podrían utilizarse hasta en 20 aplicaciones diferentes de aquellas para las que fueron aprobados originalmente.

Nuevas fórmulas para un mismo medicamento

Por su parte, la reformulación de fármacos consiste en la búsqueda de nuevas presentaciones para un mismo medicamento. “La formulación farmacéutica consiste en combinar el principio activo, el fármaco, y los excipientes para producir un medicamento final que sea estable y aceptable para el paciente. Dependiendo de la forma de administración, cambiará su formulación. Por ejemplo, para administrar un medicamento por vía tópica utilizaremos una crema, y para hacerlo por vía oral, un jarabe o una cápsula”, comentan las investigadoras. “Las reformulaciones pueden ser de diferentes tipos: desde cambios en el modo de liberar la sustancia activa en el organismo, hasta modificaciones en los excipientes o en la vía de administración, e incluso en la estructura del principio activo”, añaden.

¿Cómo se reposiciona o se reformula un fármaco? Para darle ‘una nueva vida’ a medicamentos existentes, la comunidad científica puede utilizar estrategias experimentales o computacionales. En el primer caso, se recurre a ensayos masivos de quimiotecas de fármacos. “Se utilizan modelos celulares o animales de enfermedad para identificar compuestos que provocan un cambio en el fenotipo. Por ejemplo, se pueden medir los niveles de diversas proteínas”, afirman las científicas del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC). Para las aproximaciones computacionales, uno de los métodos más utilizados es la técnica de acoplamiento molecular o docking. Con él se pretenden estudiar las interacciones fármaco‑diana para predecir la afinidad entre ambas mediante ecuaciones matemáticas. “Las grandes quimiotecas pueden ser evaluadas frente a una o varias dianas en un tiempo relativamente corto, mediante un screening virtual. Así se identifican aquellos fármacos más prometedores virtualmente”, exponen.

La utilidad del reposicionamiento se ha demostrado en las últimas décadas. No obstante, de acuerdo con las investigadoras, “no hay que olvidar que los medicamentos identificados mediante esta técnica también tienen que pasar los correspondientes ensayos clínicos y ser aprobados por las agencias evaluadoras. Se trata de un proceso costoso, pero imprescindible”.

El compuesto activo de la viagra, el sildenafilo, se probó en los 80 para tratar la angina de pecho. / Tim Reckmann. Flickr

Talidomida y viagra: dos casos de serendipia en farmacología

Aunque en la actualidad el reposicionamiento de fármacos se acomete siguiendo un protocolo específico y métodos bastante sofisticados, también hay ejemplos en la historia de la medicina en los que la serendipia ha hecho posible un nuevo uso de compuestos. Es el caso de la talidomida, conocida por causar en los años 60 deformaciones congénitas en recién nacidos tras ser administrada a embarazadas para mitigar las náuseas. El medicamento se retiró, pero en 1998 fue aprobado en Estados Unidos para el tratamiento de la lepra, y desde 2012 también se utiliza para tratar el mieloma múltiple. No obstante, los pacientes que reciben este fármaco también toman medicación para el control de la natalidad.

La famosa viagra es otro ejemplo de reposicionamiento de fármacos por serendipia. Su compuesto activo, el sildenafilo, se estaba probando en la década de los 80 para tratar la angina de pecho, pero en los ensayos clínicos se demostró que podía ser un fármaco eficiente contra la disfunción eréctil.

Nuevas vías para tratar enfermedades raras y emergentes

Las estrategias de reposicionamiento son la gran esperanza para muchas enfermedades raras. Bajo este término existen cerca de 7.000 patologías diferentes que, aunque afectan a un reducido número de pacientes, en su conjunto aquejan a un 7% de la población mundial. Estas enfermedades carecen de interés para la industria farmacéutica por su menor incidencia en comparación con otras patologías, por lo que según las investigadoras, “la aplicación de técnicas de reposicionamiento es, a veces, la única vía para el desarrollo de terapias para tratarlas”. El reposicionamiento permite disponer de tratamientos con un perfil de seguridad y eficacia conocido, lo que reduce su tiempo de aprobación y sus costes. Un ejemplo es el Orfadin, un fármaco que se utiliza desde hace años para el tratamiento de la tirosinemia tipo 1, una enfermedad rara que afecta a una de cada 100.000 personas en el mundo, que acaba de ser aprobado para tratar una patología aún menos frecuente: la alcaptonuria, que padecen una de cada 250.000 personas.

El proyecto SOLIDARITY es un ejemplo de reposicionamiento de fármacos. / Adobe Stock

Las enfermedades emergentes también pueden hallar posibles soluciones gracias a esta vía de investigación. El ejemplo más cercano lo tenemos en la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2. “Las instituciones de investigación y las compañías farmacéuticas disponen de quimiotecas de compuestos farmacológicos ya desarrollados o fabricados para explorar su potencial como tratamiento para diversas enfermedades. Cuando comenzó la pandemia por COVID‑19, muchos laboratorios recuperaron los compuestos de estas colecciones para ver si alguno poseía efectos antivirales contra el SARS‑CoV‑2”. Solo en España, se han iniciado a fecha de abril de 2021 más de 160 ensayos clínicos con este objetivo, de los que aproximadamente 120 se corresponden con reposicionamiento.

En el resto del mundo, más de 100 países se han agrupado en el proyecto Solidarity, coordinado por la OMS, y que ha constituido el mayor esfuerzo de reposicionamiento de la historia de la medicina. Este ensayo contempla el reclutamiento de pacientes y el tratamiento con protocolos unificados utilizando fármacos previamente aprobados contra otras enfermedades infecciosas.

* Este texto está basado en el libro Nuevos usos para viejos medicamentos (CSIC-Catarata) de la colección ‘¿Qué sabemos de?’.

La enfermedad de la orina negra: un enigma genético que resolvió el CSIC

Por Mar Gulis (CSIC)

A comienzos del siglo XX, el médico inglés Archibald Garrod se interesó por el extraño trastorno que sufrían algunos de sus pacientes, cuya orina se teñía de color oscuro al entrar en contacto con el aire. La alcaptonuria, nombre con el que se lo conocía, era considerada entonces una curiosidad sin mayor trascendencia clínica, pero con el tiempo se hizo patente que las personas afectadas padecían síntomas mucho más graves: a partir de los 20 años, la mayoría comenzaban sufrir dolor de articulaciones, una molestia que solía ir en aumento hasta acabar convirtiéndose en una artrosis incapacitante.

El estudio de estos síntomas llevó a Garrod a aventurar dos audaces hipótesis para su época. La primera fue que el patrón de herencia de la enfermedad respondía a las leyes que Mendel había formulado en sus experimentos con guisantes, en ese tiempo aún poco conocidas. Y la segunda, que su origen era el mal funcionamiento de una enzima, provocado por un defecto en las instrucciones para producirla; lo que supuso una aproximación muy acertada a la función que realizan los genes en los seres vivos.

Gracias a Garrod, esta enfermedad rara que afecta a una de cada 250.000 personas en el mundo pasó a la historia como la primera patología de origen genético descrita. No obstante, las ideas del médico inglés necesitaron casi un siglo de avances genéticos para ser confirmadas: hubo que esperar a 1996 para que el gen responsable del trastorno fuese identificado por un equipo del CSIC liderado por Santiago Rodríguez de Córdoba y Miguel Ángel Peñalva. Este hito, del que se cumplen ahora 25 años, puso fin al enigma de la alcaptonuria y a una trepidante competición internacional por localizar y describir el gen que la producía.

Miguel Ángel Peñalva en su laboratorio del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC) mientras observa una placa del hongo ‘Aspergillus nidulans’ con el gen de la alcaptonuria. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El descubrimiento de los errores congénitos

La historia de este hallazgo comienza en el Hospital de St. Bartholomew en Londres. Allí Garrod no tardó en darse cuenta de que la enfermedad que padecían sus pacientes era congénita, ya que todos habían teñido los pañales de negro desde el nacimiento, mucho antes de que el resto de síntomas comenzaran a aparecer.

El médico inglés observó además que la alcaptonuria solía darse en descendientes de matrimonios entre primos, lo que reforzaba la idea de que tuviera un origen hereditario, y que era relativamente frecuente incluso cuando ambos progenitores estaban sanos. Con ayuda de su amigo William Bateson, advirtió que este tipo de herencia se ajustaba a la de un carácter recesivo mendeliano: es decir, que para que la enfermedad se expresara en un individuo, era necesario que heredara dicho carácter tanto del padre como de la madre. En caso de heredar un carácter ‘normal’ y otro mutado, una persona no sufría la enfermedad, pero sí era portadora y podía transmitirla a su descendencia. Era la primera vez que las leyes de Mendel, por aquel entonces prácticamente desconocido en el mundo angloparlante, se utilizaban para explicar una patología humana.

Esquema de la herencia de un caracter recesivo en el caso de que ambos progenitores sean portadores no afectados.

Sin embargo, la aportación más importante de Garrod fue formular una idea bastante cercana a lo que hoy entendemos por gen. Lo hizo razonando a partir de sus conocimientos de química. Garrod se había dado cuenta de que el motivo por el que la orina se tornaba oscura era el ácido homogenístico, una sustancia que podía ser producto del metabolismo humano. Esto le llevó a pensar que las personas con alcaptonuria no lograban descomponerlo porque, a diferencia de lo que ocurre con las sanas, el catalizador que debía hacerlo no funcionaba correctamente. En el cuerpo humano lo único que podía actuar como un catalizador era una enzima. Y, si una enzima funcionaba mal como consecuencia de la herencia, esto significaba que lo que nos transmiten nuestros antepasados son instrucciones específicas para fabricar esta y el resto de sustancias químicas de nuestro organismo. De manera intuitiva pero acertada, Garrod se había aproximado mucho a la definición de gen que usamos en la actualidad: una unidad de información que codifica una proteína (la mayoría de las enzimas son proteínas).

En la actualidad, hay listados más de 4.000 genes cuyas mutaciones producen enfermedades o “errores congénitos del metabolismo”, la expresión que Garrod utilizó para referirse a la alcaptonuria y también al albinismo y la cistinuria. Esto da una idea del impacto médico y social de sus trabajos, que sin embargo pasaron desapercibidos durante varias décadas.

Un siglo de avances

No fue hasta 1956, casi 20 años después de su fallecimiento, cuando se descubrió la enzima que funciona incorrectamente en la alcaptonuria: la enzima HGO, cuya función es realizar uno de los pasos necesarios para la degradación de dos aminoácidos –la fenilalanina y la tirosina– que obtenemos de los alimentos que contienen proteínas. Cuando esta enzima está ausente, se acumulan en la sangre compuestos que se van depositando en los cartílagos, lo que provoca una degeneración progresiva de las articulaciones.

La identificación del gen responsable de la alcaptonuria tuvo que esperar aún más. A mediados de los 60 ya se conocía la estructura del ADN y a inicios de los 80 comenzaron a secuenciarse los primeros genes. Aun así, la primera secuencia del genoma humano solo pudo completarse en el año 2000. Hasta ese momento las técnicas para identificar los genes de nuestra especie fueron bastante más rudimentarias y costosas que en la actualidad. Esto explica que los primeros esfuerzos en este ámbito se centraron en patologías más graves y frecuentes que la alcaptonuria.

Archibald Garrod.

El hongo que abrió la puerta del descubrimiento

La historia que se había iniciado en Londres a comienzos de siglo iba a cerrarse en Madrid y en Sevilla más de noventa años después. Por aquel entonces, dos investigadores del CSIC, Miguel Ángel Peñalva y José Manuel Fernández Cañón, trabajaban en su laboratorio del Centro de Investigaciones Biológicas (CIB-CSIC) con el moho Aspergillus nidulans. Su objetivo distaba mucho de descubrir el origen de la alcaptonuria: buscaban un nuevo modo de producir penicilina que generase menos residuos contaminantes. Sin embargo, pronto descubrieron que la ruta de descomposición de la fenilalanina era muy similar en el hongo y en el hígado humano, por lo que se les ocurrió la idea de tratar de identificar genes humanos que interviniesen en este proceso comparándolos con los del hongo.

El primer gen fúngico que lograron caracterizar fue el de una enzima cuyo déficit causa tirosinemia de tipo 1 en el organismo humano, una enfermedad que sufren una de cada 100.000 personas y afecta gravemente al hígado. Llegaron tarde: el gen humano de esta enfermedad había sido caracterizado años antes; pero esto les sirvió para compararlo con el del hongo y constatar su parecido.

El siguiente paso consistió en mutar el gen que suponían que producía la enzima HGO en el hongo. El resultado fue, de nuevo, alentador: los hongos con la mutación acumulaban el pigmento característico de la alcaptonuria, igual que los pacientes humanos y los ratones de laboratorio. A continuación, caracterizaron el gen del hongo, al que denominaron AKU, y tomándolo como referencia empezaron a buscar el gen humano en bases de datos públicas. Con los fragmentos de ARN mensajero del gen que encontraron, publicaron sus primeros resultados.

Muestra del hongo ‘Aspergillus nidulans’ con el gen de la alcaptonuria. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El primer gen humano completamente secuenciado en España

Comenzó entonces una carrera con otros laboratorios del mundo por ser los primeros en caracterizar el gen AKU humano. En ella jugaron un papel decisivo Santiago Rodríguez de Córdoba y Begoña Granadino, también del CIB-CSIC, quienes reconstruyeron el ARN mensajero completo y, a partir de él, consiguieron reconstruir el gen humano. El gen, que se convirtió en el primer gen humano completamente secuenciado en España, estaba formado por 54.000 pares de bases; un número mayor que las aproximadamente 30.000 que contiene todo el genoma del coronavirus SARS-CoV-2.

El avance era importante, pero todavía había que probar la relación del gen con la alcaptonuria. Para ello, el equipo logró demostrar que el gen estaba situado en la misma región del cromosoma tres en la que la causa de la enfermedad había sido cartografiada meses antes. Poco después, con la ayuda de Magdalena Ugarte, directora del Centro de Diagnóstico de Enfermedades Moleculares de la UAM, localizaron en Sevilla a tres hermanos que sufrían la enfermedad y compararon su gen AKU con el de sus familiares sanos. En efecto, los enfermos tenían en ambos cromosomas una mutación del gen que prácticamente anulaba la actividad de la enzima HGO. El resto de integrantes de la familia tenían dos versiones ‘normales’ del gen o bien una versión mutada y otra sana.

Miguel Ángel Peñalva sostiene el número de ‘Nature Genetics’ en el que se publicó el hallazgo. / Mónica Fontenla y Erica Delgado (CSIC).

El CSIC había ganado la carrera. Los resultados se publicaron en la portada de la prestigiosa revista Nature Genetics, que trató el hallazgo como un verdadero acontecimiento. Poco después, el divulgador británico Matt Ridley afirmaría que la historia del hallazgo del gen de la alcaptonuria encerraba “la historia de la genética del siglo XX en miniatura”.

Por desgracia, todavía no existe una cura para esta enfermedad. El tratamiento consiste en controlar sus síntomas por medio de una dieta baja en proteínas y de la terapia física, destinada a fortalecer la musculatura y la flexibilidad. Cuando el dolor articular es muy severo, es necesario recurrir a la cirugía. La buena noticia es que, a principios de este año, la Agencia Europea del Medicamento ha aprobado un fármaco, denominado Orfadin, que mejora notablemente la sintomatología y alivia el progreso de la enfermedad. Garrod y sus pacientes estarían contentos.

Si quieres saber más sobre este hallazgo del CSIC, puedes ver la conferencia virtual ‘Alcaptonuria: 25 años de la clonación molecular del gen responsable de la enfermedad que dio origen a la genética humana’, que Santiago Rodríguez de Córdoba y Miguel Ángel Peñalva ofrecerán el jueves 23 de septiembre, a las 18:30, desde la Librería Científica del CSIC.

Referencias científicas:

Fernández-Cañón, J.M., Granadino, B., De Bernabé, D., Renedo, M., Fernández-Ruiz, E., Peñalva, M.A. & Rodríguez de Córdoba, S. The molecular basis of alkaptonuria. Nat Genet 14, 19–24 (1996). https://doi.org/10.1038/ng0996-19

Fernández-Cañón, J.M. & Peñalva, M.A. Molecular characterization of a gene encoding a homogentisate dioxygenase from Aspergillus nidulans an identification of its human and plants homologues. J. Biol. Chem 270. 21199-21205 (1995).

Fernández-Cañón JM & Peñalva MA (1995) Fungal metabolic model for human type I hereditary tyrosinaemia. Proceedings of the National Academy of Sciences USA 92: 9132-9136 (1995)

Granadino B, Beltrán-Valero de Bernabé D, Fernández-Cañón JM, Peñalva MA, Rodríguez de Córdoba S (1997) The human homogentisate 1,2-dioxygenase (HGO) gene. Genomics 43: 115-122

¿Sabes cuánto tarda un nuevo medicamento en llegar a tus manos?

Por Mar Gulis (CSIC)*

Hay que remontarse al siglo XVIII para dar con el origen de los ensayos clínicos. El cirujano escocés James Lind (1716-1794) decidió probar distintos remedios frente al escorbuto, enfermedad causada por la deficiencia en vitamina C. Así, tomó a doce pacientes, los dividió en parejas y aplicó una terapia distinta a cada una: vinagre, nuez moscada o agua de mar, entre otras sustancias. Al parecer, el resultado fue que se curaron los que recibieron cítricos, mientras que los que llevaban una dieta escasa o nula en frutas y verduras siguieron padeciendo ese mal. Con este experimento, mediante la planificación de diversas curas, se consiguió demostrar la más eficaz.

En el siglo XIX, el médico francés Pierre Charles Alexandre Louis (1787-1872) propuso un método numérico para cuantificar los resultados de la experimentación. Cien años más tarde, el epidemiólogo británico Bradford-Hill (1897-1991) encontró una fórmula que hacía comparables los distintos grupos de estudio y estableció los “criterios de causalidad”. En ese momento se inició la era moderna de los ensayos clínicos.

Se estima que son de diez a doce años de media lo que tarda en desarrollarse un nuevo medicamento

A pesar de que para entonces empezaba a adquirirse conciencia del valor de la investigación, no fue hasta los años setenta cuando empezó a considerarse esencial el estudio de la eficacia y la seguridad de un medicamento antes de su lanzamiento al mercado. El punto de inflexión se produjo en los años cincuenta, cuando la administración de la recientemente descubierta ‘talidomida’ produjo un efecto indeseado, ocasionando malformaciones en recién nacidos, y poniendo de manifiesto la necesidad de establecer una regulación.

Actualmente se estima que son de diez a doce años de media lo que tarda en desarrollarse un nuevo medicamento. Se trata de un largo y costoso proceso en el que el fármaco ha evolucionado, sorteando obstáculos, hasta su lanzamiento como producto final, cuando se convierte en el posible remedio para nuestras dolencias. En el libro Cómo se fabrica un medicamento (Editorial CSIC – Los Libros de la Catarata), las investigadoras del Centro de Investigaciones Biológicas del CSIC María del Carmen Fernández y Nuria E. Campillo señalan que “una vez que en el laboratorio se identifica una molécula prometedora comienza el verdadero reto: ponerla en el mercado”.

El proceso se inicia con la búsqueda de la diana terapéutica, seguido de la identificación y desarrollo de moléculas que pueden interaccionar con dicha diana. De estas primeras etapas de identificación, síntesis y evaluación biológica (in vitro) nacerán las primeras moléculas o hits con potencial para llegar a ser un fármaco. Las etapas más complicadas comienzan ahora, con la fase preclínica, en la que se recurre a modelos celulares y a animales de experimentación para estudiar la seguridad y la toxicidad de las moléculas. Esta fase es el “puente necesario para pasar del laboratorio –etapa de descubrimiento– a la fase clínica”, en la que se realizan estudios en humanos, explican las investigadoras.

Esto es lo que se conoce como ‘desarrollo clínico’, del que forman parte los ensayos clínicos, centrados en descubrir o comprobar los efectos clínicos y farmacológicos, así como en identificar cualquier reacción adversa a los mismos y determinar su seguridad y eficacia en voluntarios y pacientes.

Proceso del desarrollo clínico de un medicamento

Proceso del desarrollo clínico de un medicamento. / María del Carmen Fernández y Nuria E. Campillo

Antes de que llegue hasta nuestras manos, el medicamento en cuestión debe ser autorizado y estará sujeto a diferentes regulaciones para su comercialización, por lo que el mundo farmacéutico se convierte en un entorno hiperregulado y sometido a una exigencia de alta calidad. Es una exigencia justificada porque precisamente es en las primeras fases de la investigación clínica donde pueden surgir reacciones adversas y, de hecho, alrededor de la mitad de los efectos indeseables de los fármacos se identifican solo en los ensayos clínicos en humanos, es decir, el éxito no siempre está garantizado ya que, como aseguran las investigadoras, “la probabilidad general de éxito clínico, es decir, que un fármaco pase con éxito todos los ensayos, es inferior al 12%”.

En definitiva, para comprender el proceso del desarrollo clínico habría que imaginarse un embudo: durante varios años se caracterizan entre 5.000 y 10.000 moléculas prometedoras, y solo unas 250 pasan a las fases preclínicas (un año), hasta llegar menos de 10 a los ensayos clínicos en humanos (seis-siete años). En ese momento, se da con un compuesto que podría ser el nuevo medicamento y si todo va bien… se lanza al mercado.

 

* Puedes leer más en el libro Cómo se fabrica un medicamento (Editorial CSIC – Los Libros de la Catarata), de la colección ¿Qué sabemos de?