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¿Por qué tú y yo percibimos olores diferentes?

Por Laura López-Mascaraque* y Mar Gulis (CSIC)

¿Por qué cuando olemos algo, hay a quienes les encanta y a quienes, sin embargo, les produce rechazo? Es importante considerar la variabilidad individual que puede existir en la percepción olfativa debido a diferencias o mutaciones en los genes que codifican los olores. Ninguna persona huele igual.

Los seres humanos tenemos alrededor de 1.000 genes que codifican los receptores olfativos, aunque solo 400 son funcionales. Se conocen como proteínas receptoras olfativas que, de alguna manera, trabajan juntas para detectar una gran variedad de olores. El patrón de activación de estos 400 receptores codifica tanto la intensidad de un olor como la calidad (por ejemplo, si huele a rosa o limón) de los millones, incluso billones, de olores diferentes que representan todo lo que olemos. La amplia variabilidad en los receptores olfativos influye en la percepción del olor humano aproximadamente en un 30%. Esta variación sustancial se refleja a su vez en la variabilidad de cómo cada persona percibe los olores. Un pequeño cambio en un solo receptor olfativo es suficiente para afectar la percepción del olor. Esto influye en cómo una persona lo percibe, y provoca respuestas hedónicas muy dispares: «me encanta» o «lo odio».

Variaciones en el gen OR6A2 hacen que el sabor del cilantro sea algo parecido al jabón para algunas personas

Y si hay un alimento que genera tanto amor como rechazo, ese es el cilantro. En este caso, variaciones en el gen OR6A2 hacen que su sabor sea algo parecido al jabón para algunas personas mientras que otras lo definen como verde y cítrico. Alteraciones en el gen OR2M7 son responsables de detectar el fuerte olor de la orina al comer espárragos. O hay quienes no detectan el olor a violeta, relacionado con la variación en el gen β-ionona. Dos sustituciones de aminoácidos en el gen OR7D4 provocan que la androsterona, presente en la carne de cerdos machos, sea indetectable para algunas personas, otros lo relacionan con olor a orina y sudor, mientras que hay quienes la describen como un olor dulce o floral. A lo largo de nuestra vida se puedan activar o desactivar ciertos genes que codifican para unos receptores olfativos específicos, lo que podría provocar cambios en nuestro sentido del olfato. Esto podría explicar el por qué un olor determinado lo percibimos de forma diferente a lo largo de los años.

El sabor: olfato y gusto

Hasta ahora hemos hablado del olfato, pero el sabor es la combinación de olfato y gusto: el olor en la nariz y el gusto en la lengua. Sin embargo, el gusto está limitado a lo dulce, amargo, salado, ácido y al umami (sabroso en japonés, uno de los sabores básicos junto con los anteriores). Mientras que es el olor el que contribuye casi en un 80% al sabor. Cada receptor gustativo, situado en las papilas gustativas en la lengua, se especializa en la detección de uno de los cinco tipos, aunque todas las papilas contienen los cinco receptores. En el gusto también influye la genética. El término “supergustador” o “supercatador” se aplica a aquellas personas muy sensibles al gusto amargo, debido a polimorfismos en el gen TAS2R38. También existen determinadas sustancias que son transformadoras del sabor. Por ejemplo, la miraculina, una proteína que se encuentra en una baya roja (Synsepalum dulcificum), obstaculiza las papilas gustativas. Así impide que la lengua perciba los sabores ácidos y amargos, aunque intensifica la capsaicina (compuesto químico que aporta una sensación picante).

Una proteína de la baya roja Synsepalum dulcificum obstaculiza las papilas gustativas

Y no podemos olvidar que en la experiencia de saborear también entra en juego el tacto. Percibimos texturas suaves, más duras, crujientes… Al masticar, el nervio trigémino detecta la temperatura, la sensación picante o un sabor mentolado, y transmite la información sensorial al cerebro. Pero esto mejor lo dejamos para otro post.

*Laura López-Mascaraque es investigadora en el Instituto Cajal del CSIC.

¿Cómo detectamos el ‘umami’ y otros sabores?

Por Laura López Mascaraque* y Mar Gulis

Cierra los ojos. Piensa en algo ácido. ¿Qué te viene a la mente? ¿Un limón, una naranja? Seguro que también visualizas rápidamente alimentos asociados a sabores dulces, salados y amargos. Pero, ¿puedes pensar en el sabor umami? Probablemente muchas personas se quedarán desconcertadas ante la pregunta, por desconocer la existencia de este quinto sabor o no identificar los alimentos vinculados al mismo. Aquí van algunos ejemplos: el queso parmesano, las algas, la sopa de pescado y la salsa de soja comparten este sabor, que se suma a los otros cuatro clásicos: dulce, salado, ácido y amargo.

El sabor umami es típico de la cocina asiática, en la que son habituales sopas que cuentan con soja y algas entre sus ingredientes / Zanpei

En 1908 el japonés Kikunae Ikeda descubrió el umami. Químico de la Universidad Imperial de Tokio, eligió esta palabra, que proviene del japonés y significa “buen sabor”, “sabroso” o “delicioso”, para designar su hallazgo. Ikeda dedujo que el glutamato monosódico era el responsable de la palatabilidad del caldo del alga kombu y otros platos. De hecho, el umami es característico de cocinas como la japonesa, la china, la tailandesa y también la peruana, donde se conoce como ajinomoto. El glutamato monosódico es un compuesto que se deriva del ácido glutámico, uno de los aminoácidos no esenciales más abundantes en la naturaleza (se denominan no esenciales porque el propio cuerpo los puede sintetizar, es decir, fabricar).

Pero, ¿cómo detectamos el umami? ¿O por qué decimos que algo está demasiado salado o dulce? ¿Qué proceso fisiológico desencadena estas percepciones? La mayor parte de lo que llamamos sabor tiene que ver, en realidad, no con el gusto, sino con el olfato. Por eso los sabores parecen desvanecerse cuando estamos resfriados. Juntos, el olfato y el gusto constituyen los denominados sentidos químicos, pues funcionan mediante la interacción directa de ciertos compuestos químicos con receptores situados en el epitelio olfatorio, localizado en la parte superior de la nariz, y las papilas gustativas, situadas en la lengua.

El olor llega al cerebro por dos vías; una directa y ortonasal y la otra indirecta o retronasal. La primera se da cuando inhalamos directamente a través de la nariz. La otra, cuando, al masticar o tragar el alimento, se liberan moléculas que alcanzan la cavidad nasal desde la boca (vía retronasal), es decir, cuando exhalamos. Con la masticación y la deglución, los vapores de las sustancias ingeridas son bombeados en la boca por movimientos de la lengua, la mandíbula y la garganta hacia la cavidad nasal, donde se produce la llamada percepción olfativa retronasal. Así, gran parte de las sensaciones percibidas en alimentos y bebidas se deben al olfato.

Las sensaciones gustativas las percibimos a través de las miles de papilas gustativas que tenemos en la lengua / Pixabay

Por otra parte, ciertos alimentos considerados irritantes (condimentos picantes, quesos muy fuertes, etc.) pueden ser percibidos como olores/sabores a través del sistema quimiosensitivo trigeminal, con receptores localizados en la cavidad nasal y la boca.

En resumen, los receptores del olfato, el gusto y el nervio trigémino contribuyen al sabor, que se define por la suma de tres sensaciones: olfativas, gustativas y trigeminales. Las olfativas se perciben por la nariz desde concentraciones muy bajas y son las más variadas y complejas. Las gustativas lo hacen gracias a los receptores de la lengua y el paladar, localizados en las aproximadamente 5.000-10.000 papilas gustativas, que conducen información de la composición química de los alimentos hacia una parte del cerebro especializada en interpretar estos mensajes de acuerdo a las cinco cualidades gustativas básicas que mencionábamos al principio: salado, dulce, amargo, ácido y umami.

Cada uno de estos sabores puede asociarse a una o varias sustancias químicas caracterizadas por tener fórmulas y propiedades específicas que permiten su reconocimiento. Por ejemplo, los ácidos, como el zumo de limón o el vinagre, liberan iones de hidrógeno y, por lo tanto, presentan sabor ácido, mientras que la sal de cocina libera iones sodio y cloruro y, así, manifiesta sabor salado. Lo mismo les sucede a las moléculas de glucosa o azúcar con el dulce, a las del café o el bíter que libera alcaloides con el amargo, y al glutamato monosódico y otros aminoácidos con el umami. Actualmente se investiga la posibilidad de que existan receptores específicos en la lengua para reconocer el sabor de la grasa y el de las harinas o el almidón (sabor starchy).

En cuanto a las sensaciones trigeminales, estas se perciben en las terminaciones del nervio trigémino de la nariz y la boca a través de bebidas y alimentos que producen una sensación de irritación (picor, frío…). Por tanto, cuando hablamos de percepción del sabor, nos referimos a una respuesta conjunta de señales que provienen del olfato, del gusto y del trigémino, combinadas con otras características físicas como la textura, la temperatura y la presión.

 

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal  del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.