Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de diciembre, 2013

Lo que sé de lo prohibido

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Hace tres lustros y medio tuve un lío ocasional con mi profesora de inglés. Mi historia con la teacher Ana, bellezón cordobés doce años mayor que yo, surgió de la forma más rara y excitante que cabría imaginar. Todo empezó a mitad de curso de 3º de BUP: Yo andaba haciendo novillos en un parque cercano al instituto, leyendo los Trópicos de Henry Miller y bebiendo vino en tetrabrick, fascinado como de costumbre por el embrujo de la bohemia y la libertad cuando, de repente, la profe y a la sazón tutora Ana apareció de súbito en antológica pillada. Nada más verme fumándome las clases y bebiendo vino tinto se puso hecha una furia, amenazándome incluso con llamar a mis padres y dar el correspondiente parte de expulsión al director del centro (fraile de rectas costumbres, para más señas). Yo me vi entre las cuerdas, sin salida. Y tal vez por eso, como no tenía nada que perder, me dejé llevar por una mezcla de instinto desesperado y la ingesta de medio litro de vino barato, y sin mediar palabra, me acerqué a ella y la besé.

Ana se quedó petrificada. Tardó en reaccionar unos instantes, pero luego de inmediato me apartó y se marchó corriendo. Al día siguiente acudí al instituto en calidad de condenado a muerte, pensando que aquel sería mi último día como alumno de aquel centro. Pero nada más acabar su clase (la hora más tensa que recuerdo haber vivido nunca), justo al sonar la campana, la teacher soltó en castellano y con tono grave: «Pueden marcharse excepto Daniel Díaz. Usted, quédese». Salieron todos mis compañeros, y al quedarnos ya solos en el aula, ella cerró la puerta y, sorprendentemente, me empujó contra la pared y me besó. Apretándome los brazos con las uñas.

Lo siguiente fue citarnos esa misma tarde en su pequeño apartamento, a escasas tres manzanas del colegio. Han pasado muchos años de aquello, pero aún recuerdo con extrema nitidez las imágenes más tórridas de aquel sofá: mi mano abriendo uno a uno los botones de sus ceñidos Levis, tanteando la goma de sus bragas con los dedos y bajando despacio como culebras, rebasando lentamente el pubis hasta notar su humedad, o el impacto que supuso en mí despojarla del sostén lentamente y besar y acariciar sus pechos y sus pezones cálidos y sin embargo duros y sin embargo suaves por vez primera, en esa especie de revelación mística que supone convertir tu más alta fantasía adolescente en realidad palpable y sin mesura.

Nuestros encuentros fueron cada vez más continuos: primero, cada tres o cuatro días máximo, que era el límite soportable de su lucha por salvar las distancias de lo prohibido. Después, todas las tardes a partir de las seis. Lo llamábamos «clases particulares de ingles», sin tilde, y en ellas aprendí muchas de esas palabras que no figuran en el plan educativo tales como pussy, dick, tits, cumshot y demás terminología de la anatomía sucia. No sabría decir si llegué a enamorarme de ella o más bien me dejaba llevar por el contexto adulador del alumno díscolo y la profe pibón y vulnerable. Ella tenía un cuerpo perfecto, y siempre se mostraba insaciable y sin embargo contrariada en esa mezcla de culpa y morbo por lo incorrecto, con ganas de más y mejor y yo abrumado, exhausto, confuso. Meses después aquello se fue de madre y yo quise frenar de la única forma posible: a través de los celos.

Pensé en la táctica más niñata pero eficaz. En plena clase de inglés escribí una nota subida de tono a la chica guapa de la clase, una tal Sandra, o Claudia, no recuerdo, con la intención de que Ana la acabara interceptando antes de llegar a su destino. Pasé la nota al del pupitre de delante, y éste se la pasó a otro, y éste a otro, y al llegar al empollón previo a la destinataria, en efecto, le acabó pillando. Y después de interceptarla la leyó, por supuesto. Y suspendí la asignatura de inglés sin merecerlo (siempre se me dieron bien los idiomas). Y en septiembre aún debía seguir dolida, porque volvió a suspenderme. Y como había que pasar limpio a COU (al menos antes era así), acabé repitiendo 3º de BUP. Por culpa del inglés. O de las ingles.

Esto, como digo, sucedió hace exactamente diecisiete años. Al año siguiente repetí curso en otro colegio y no volví a saber nada más de Ana. Hasta ayer. Por una de tantas casualidades de la vida, ayer Ana montó en mi taxi. Imaginad el shock al vernos, cara a cara, en el mismo habitáculo. Lo que sucedió después, sin ánimo de alargarme demasiado, os lo cuento el año que viene. 

Feliz 2014 a todos.

La familia (como dios manda)

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Un extraterrestre disfrazado de jubilado (pantalón de pana, gorra verde) tomó mi taxi en el Paseo de la Castellana dirección sur, pero a la altura de Colón nos encontramos con vallas y agentes de policía desviando el tráfico. Nos dijo un policía que en esos instantes se estaba celebrando una Misa por la Familia Cristiana, lo cual a mi usuario le sonó a chino y quiso asomarse para ver qué demonios era eso.

En la plaza había un inmenso escenario custodiado por una enorme cruz, y pantallas gigantes emitiendo imágenes de un nutrido grupo de señores mayores con túnicas blancas. Por los altavoces, uno de ellos hablaba con voz profunda de lo que tenía que ser la familia. El usuario me preguntó que, si esos señores se las daban de expertos en familia, por qué no había una sola mujer sobre el escenario. Yo le dije que esos hombres con sotana no podían casarse ni procrear, pero que hablaban en nombre de un personaje nacido hace siglos de la unión de una virgen y una paloma y que después lo mataron y colgaron en una cruz y acabó resucitando para salvarnos a todos.

-¿Salvarnos de qué? -me preguntó.

-Del mal, supongo.

-¿Con «el mal» se refieren, por ejemplo, a las plagas, las guerras o las catástrofes naturales?

-No. No sé. Tal vez se refieran a salvarnos del mal que pudiéramos albergar dentro.

-¿El mal de dentro? ¿Hablas de engendrar a un bebé enfermo o con malformaciones? ¿Hablas de erradicar ese mal para evitar que sufra en vida?

-No, bueno… es justo lo contrario. En ese caso han conseguido cambiar la ley para obligar a las mujeres a que ese niño nazca.

En esto el extraterrestre hizo una llamada: “Oye, que yo lo dejo. Venid a buscarme”, le escuché decir.

Y salió corriendo.

Los hombres de Samantha

IMAGEN: Wikipedia

IMAGEN: Wikipedia

Samantha me habló de sus cinco hombres: dos para el sexo (Calmo y Bruto, los llama), otro para ir de compras («Marcos tiene buen gusto e infinita paciencia»), otro para charlar de todo, su confidente, y un último para exhibirse (guapo, elegante, de cuerpo escultural y sin embargo escasa o nula conversación). Los cinco sabían de la existencia del resto y lo asumían sin problema. El «empotrador» del sexo bruto era consciente de que a veces ella necesitaba más caricias, más cariño, para lo cual él no servía y en esos casos Samantha recurría al tierno y sosegado Calmo. El cachas, por su parte, trabajaba su cuerpo pero no su mente; era consciente de las virtudes que a Samantha le interesaban de él y entendía que sólo servía de acompañante para actos sociales (tuvieron un conato de sexo una vez, pero no hubo feeling entre ambos). El «conversador», por su parte, era feo como un demonio y poco o nada entregado para el amor, pero su vasta cultura y su experiencia resultaba de lo más interesante para ella.

Samantha me habló de la diferencia entre los insectos y las personas: «Los insecto, desde un punto de vista evolutivo, son seres perfectos. Las cucarachas, por ejemplo, desempeñan una función concreta y por lo tanto no cambian, no mutan: son físicamente iguales que hace miles de años. Los seres humanos, sin embargo, siguen en constante cambio; de los homínidos bípedos de hace siete millones de años hasta el homo sapiens actual. Luego están las excepciones: hombres que conocen sus virtudes y defectos y por tanto se mantienen ingrávidos, no cambian. Yo soy cambiante: a veces el cuerpo me pide una cosa y a veces otra; así que estos cinco hombres son mis particulares insectos».

Poco antes de llegar a su destino me dijo:

-Por cierto, ¿querrías ser el sexto?

-¿Cómo dices?

-Necesito un taxista de confianza. Uso muchos taxis a lo largo del día, y me vendría bien contar con alguien como tú.

-¿Me estás llamando cucaracha?

-Conmigo no te faltará trabajo… y anécdotas.

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Nota: Y así fue cómo me convertí en el sexto insecto de Samantha.

El busto es mío

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Ayer montaron en mi taxi una madre con su hija de tres o cuatro años que llevaba consigo, bajo el brazo, un busto de muñeca. Tomaron asiento y la niña dejó la cabeza de muñeca en sus rodillas y se dispuso a peinarla con un cepillo de juguete que le tendió su madre. Luego volteó el busto y abrió en su base una especie de trampilla, de cuyo interior comenzó a sacar pinturas, pintalabios y botes de purpurina. Aquello me pareció fascinante: ¡una cabeza de tamaño real y rasgos reales completamente hueca por dentro donde poder guardar o esconder objetos!

Llegamos a su destino, la madre me pagó y entonces sugerí a la niña sujetarle el busto para que pudiera bajar más cómoda.

Pero al bajar las dos del taxi, aceleré y me quedé con el busto.

Anduve con él a mi lado el resto del día, acariciando su pelo y su cuello y su nuca mientras conducía por las calles de Madrid. Luego, al llegar a casa, se me ocurrió teñirle el pelo con el tinte rubio que habías dejado a medias justo antes de marcharte ayer para no volver nunca, y le pinté los labios con la barra que olvidaste en el cajón de la mesilla. También saqué de debajo de la cama la caja de zapatos con todos tus recuerdos: aquellas fotos en Ibiza, el collar que te regalé, el envase abierto de nuestro primer Predictor, y abrí la trampilla de la muñeca y lo metí todo dentro. A presión.

Y nos quedamos dormidos: tu cabeza sobre la almohada cargada de recuerdos y yo, abrazado a tu cuerpo fantasma. Y juro que, al día siguiente, amaneciste con el rímel corrido.

Quererte me apartó de quemar contenedores

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Uno puede vivir instalado en el desánimo, acumulando penas como pelos en el desagüe. Uno puede creer que ya ha tocado fondo, y acostumbrarse a la sombra y al fango de ese fondo, y construirse un loft en ese fondo con vistas al muro de las lamentaciones. Uno puede ser taxista y conducir su taxi lánguido, agachando la cabeza cuando sube la mujer de sus sueños, o moviendo el espejo hacia el techo cuando alguien se atreve a mirarle a los ojos. Uno puede sumirse en la tristeza y convertir la risa en eco, o creerse más frágil que el resto, o en un mundo distinto, más pequeño, más diáfano, y hacerse el derrotado antes incluso de iniciar cualquier guerra.

Pero hay una batalla dentro que te empuja a lo contrario. Despertar a las tres y once minutos de la noche, abrir los ojos y ver la nuca de ella en tu misma almohada. Saber que duerme y que, al otro lado de su rubio cráneo, hay amor; un amor incombustible a prueba de bomberos pirómanos, de leyes misóginas, o de fantasmas franquistas. Un amor que nació espontaneo y ningún dios inventado podrá moldearlo o amordazarlo, ni habrá liberado sindical capaz de organizar una huelga en sus latidos, ni piquetes en su forma de quererte. Acercarte a ella y notar que respira suave, como si su aliento sirviera de filtro para tus desdichas. Inspira (tu mala sangre), sus pulmones purifican tu deseo de venganza y, por último, expira (la vida oxigenada que te queda por delante).

Y entonces crees que, si aún no te quemaste a lo bonzo a las puertas del Congreso, es por ella. Y que si nadie hasta ahora se quemó a lo bonzo en las puertas del Congreso, es porque hay más ellas como ella, o ellos como él, y que todas las energías y que todos los impulsos y esa ira se acaba transformando y canaliza en una sola dirección. En fliparlo con tu misma vida que es la suma de la suya dividida entre dos, o más concretamente le diste a ella el 51% y ahora gobierna tu mente por mayoría simple. Y tú feliz en minoría, libre en tu 49%, como el hijo del dueño de los autos de choque.

Golpe de suerte

FOTO: Fernando Mafra

FOTO: Fernando Mafra

Aquí el testimonio de un hombre de unos cuarenta años en el asiento trasero de mi taxi:

“Yo fui uno de esos niños de San Ildefonso, y tuve el dudoso honor de cantar el gordo de Navidad de hace veintitantos años. Recuerdo que me regalaron una moto pequeña de campo, y muchos flashes, y mis padres besándome en la frente, diciendo a la tele lo orgullosos que se sentían de mí. Yo estaba alucinado, imagínate: lees unos números impresos en bolas que salen de un bombo manejado por el empollón de la clase, cantas un premio, y te llevas el mérito. Y claro, después de aquello, a tus doce años, piensas: ¡Hay que ver lo fácil que es triunfar en la vida! Así que a partir de entonces me dejé arrastrar, como creyéndome tocado por la gracia de Dios o algo así. Y ese año y los siguientes suspendí todas. No di un palo al agua. Luego vino lo de la separación de mis padres, y el accidente con aquella moto de campo. En fin, dos costillas rotas. Y el fémur”.

La muerte pasó de moda

FOTO: Kus Cámara

FOTO: Kus Cámara

Lo fantástico, lo extraordinario, es seguir vivo después de todas las mierdas que me he metido en el cuerpo, alquitranes y alcohol y otras sustancias, o después de las veces que he llegado a ver la muerte soplarme la nuca. Como aquellas, quince o veinte, que estuve a punto de estamparme con el taxi por despistes, o sueño, o copas de más, o ese cigarrillo incandescente que cae al suelo y buscas a tientas en plena autopista, o esa avispa entrando por la ventanilla directa a tus ojos. O como aquellos amores truncados que llevan consigo dolor, y no te dejan dormir, y todo es negro y piensas que será negro siempre, que no habrá futuro porque Mamen, tu Mamen, se fue a mamarla por ahí.

No creo en dios y si dios existiera, dudo mucho que me eligiera precisamente a mí para salvar mi culo pecador con su dedo mágico. Y si así lo hiciera sería un dios injusto, dejando morir a gente más santa y más buena que yo, o permitiendo que vivan plácidos y con salud de hierro genocidas por la gracia de dios, violadores, maníacos, sátrapas o ministros de hacienda.

Ya sólo me queda pensar que tuve suerte, que nací con estrella. Que soy inmortal mientras no se demuestre lo contrario. Aunque bien es cierto que ya no me apetece vivir tan al límite como antes. Ahora soy más consciente de la parte burocrática de la muerte. Cuando mueres, otros tendrán que firmar muchos papeles. Y dar de baja tus tarjetas. Y el móvil. Con lo difícil que es eso. Y el ADSL. Y los recibos del agua y de la luz. Y la tele por cable. Y la suscripción a infolibre, a eldiario, a putalocura, a cumlouder. Y la licencia del taxi.

¿Quién se quedará con mi licencia de taxi? ¿Quién mancillará mi espejo retrovisor? ¿Crees que llegaría a consentirlo? Antes muerto.

El síndrome de la clase media

se vende

La falsa sensación de clase media fue un mal sueño para muchos. En plena burbuja te dijeron: «¡Ahora tu piso vale ciento cincuenta mil euros más que cuando lo compraste hace sólo tres años! ¡Están subiendo como la espuma!». Aún te quedaba demasiada hipoteca por pagar, pero casi de un día para otro te creíste poseedor de un patrimonio mayor del que pensabas. «¡Mi piso ahora vale trescientos mil!». Y pasaban los meses y todo era buenas noticias: «¡Mi piso ahora cuesta trescientos cincuenta mil!». Dado que el resto de los pisos de tu entorno también subían en la misma proporción que el tuyo, no podías plantearte venderlo y comprar otro mejor; sin embargo, tu sensación de estatus fue creciendo, y aunque siguieras ganando lo mismo y Charo siguiera ganando lo mismo, esa cifra en ascenso imparable quedó grabada a fuego: «¡Pagué ciento cincuenta mil por un piso que ahora vale cuatrocientos mil!».

Y como todo el mundo sabe, alguien que vive en un piso de cuatrocientos mil necesita un Audi a juego, así que convenciste a Charo y fuiste al banco. Y el tipo del banco te lo puso facilísimo, todo sonrisas: te aconsejó ampliar la hipoteca tres años más (¿qué son tres años en el país de las oportunidades y el dinero fácil?) Y además, te regaló un juego de cuchillos japoneses afilados a láser. De los buenos.

Corría el año 2008. Recuerdo que ese chico tomó mi taxi en su casa de Moratalaz para ir al concesionario donde le esperaba su nuevo y flamante Audi full equip. Recuerdo que me contó feliz y orgulloso todo esto, y me acabó dando una propina digna de alguien que le sobra el dinero o apenas le cuesta ganarlo.

Curiosamente ayer pasé por ese mismo portal y me llamó la atención ver un Audi aparcado en la calle con matrícula GFH (del año 2008), del mismo color que me dijo, gris daytona, y un cartel de «SE VENDE» pegado en la luna.  A su vez, en el segundo balcón de ese mismo edifico vi colgado otro cartel de «SE VENDE». El número de teléfono del cartel del piso coincidía con el que figuraba en el cartel del coche.

Por curiosidad, consulté el piso en cuestión en idealista: salón, dos dormitorios y un baño. Valor, 150.000 euros (anuncio publicado en febrero de este año y seguía en venta, tras tres bajadas sucesivas de precio).

Ciento cincuenta mil era exactamente lo mismo que les costó cuando lo compraron en 2006.

La androide Esmeralda

Gerhard Uhlhorn

Gerhard Uhlhorn

Después de leer mi último relato en el programa Hablar por Hablar de la Cadena SER, salí de la radio en dirección al parking para coger mi taxi, y entonces alguien comenzó a seguirme. De hecho, la mujer en cuestión estaba esperándome apoyada justo en la pared contigua a la radio, y al verme salir, se incorporó y comenzó a caminar detrás de mí. Yo escuché sus tacones a mi espalda, y aceleré el paso hasta entrar deprisa por las escaleras de acceso al parking. Pagué el ticket, bajé otro tramo de escaleras, y ahí pude ver que la mujer ya no estaba. Luego salí del parking dirección Gran Vía con la idea de dar un par de vueltas en busca de clientes, o de historias. Pero justo al incorporarme a la calle me topé con esa misma mujer esperando en el borde de la acera. Y nada más ver mi taxi libre, alzó su brazo. Nervioso, paré a su lado y ella abrió la puerta trasera del taxi, como una usuaria más, y al tomar asiento me dijo:

-Gire por Gran Vía dirección Princesa.

Accioné el taxímetro y allá que fuimos, en completo silencio. Ella me miraba fijamente a través del espejo y yo desconocía su intención, así que, aprovechando un semáforo, me armé de valor y le dije:

-Sé que me has estado siguiendo. Dime quién eres. Dime qué quieres.

-Me llamo Esmeralda y llevo años leyendo y escuchando tus historias, me dijo. Tenía curiosidad por saber de qué modo me describirías si yo montara en tu taxi. Hace un rato escuché a Macarena Berlín anunciarte por la radio, así que vine con la esperanza de encontrarte. Espero que me entiendas y que aceptes mis disculpas. Estoy pasando por un mal momento; ando un tanto descolocada y necesitaba, no sé, leerme a través de tus palabras, o escucharme a través de una voz que no es la mía. O saber cómo soy desde otros ojos.

-Lo siento -dije. -No me gusta escribir condicionado. No puedo hacerlo.

Pero en esto se abrió el semáforo y el verde de la luz volvió verde su piel, y verdes sus labios como balsas varadas, y verde su nariz rompehielos, y pardos sus ojos por la suma del verde y el azul; un azul mar calmo aunque quebrado por un flequillo en forma de cascada. Y ese reflejo verde del semáforo en su rostro se me antojó de otro planeta, como si ella, la verde Esmeralda, estuviera de paso en este preciso mundo sin llegar a entenderlo del todo. La androide Esmeralda viajando por su universo y mientras yo, imaginando que mi taxi era un OVNI en misión especial por la Gran Vía.

Transboda civil

Venus, Velázquez

Venus, Velázquez

Era raro, lo reconozco. Y me apasiona lo raro.

Ayer montaron en mi taxi tres mujeres, una de ellas transexual a medio operar (su nombre era Edén y lucía unos generosos pechos aunque también se le intuía cierto bulto en los leggins) todas ellas dominicanas, de treinta y tantos años. Iban al juzgado a tramitar los papeles de su boda civil. Las contrayentes eran una de las dos chicas y la transexual, lo cual implicaba que esta segunda, aparte de haberse cambiado de sexo, o cambiado a medias, era lesbiana. O antes era lesbiano y ahora lesbiana. O lesbiana de cintura para arriba y carnalmente heterosexual de cintura para abajo (desconozco qué denominación se emplea en tales casos). La tercera en discordia, acudía con ellas en calidad de testigo.

En el trayecto estuvieron repasando, con la testigo, las respuestas a las preguntas que podría formular el funcionario. ¿Cuándo y cómo se conocieron las contrayentes?, ¿dónde tienen pensado irse de luna de miel? A simple vista no me pareció un matrimonio amañado o de conveniencia: se conocían bien y era notable que había un cierto vínculo entre las prometidas. Lo que llamó mi atención fue el hecho en sí, la rareza que escondía su historia.

Las tres se mostraron divertidas, tal vez para camuflar sus nervios. Me invitaron a la conversación, y en esto se me ocurrió algo y no pude evitar decírselo:

-¿Me haríais un favor?

-Cuéntanos -me dijo la transexual.

-¿Podríais pedir en el juzgado que os casara Ana Botella? Como oficie una boda entre dos mujeres dominicanas, una de ellas transexual, le da un ictus.

Las chicas rieron. Luego, al llegar, la transexual se santiguó. «Dios de mi vida, deséanos suerte», susurró. Además de transexual y lesbiana, era creyente.

Al bajarse en los juzgados de Pradillo pensé…

Si no fuera por estos contrastes, el mundo sería tan… aburrido.