FOTO: Anja Stiegler
Todos pensaban que no servían de nada mis castillos en el aire. Yo me esmeraba en construirlos al detalle, ensimismado, en mi cabeza. Pasaba las horas muertas imaginando los cimientos, la estructura, cada muro con sus puertas de madera, sus ventanas, sus estancias, sus alfombras y sus cuadros. Y cuando daba por concluido uno de esos castillos, pasaba a edificar el siguiente, y luego otro, y luego casas alrededor, y también un parque, y una escuela, y un taller, y una taberna, y un lupanar.
Recuerdo que en 6º de EGB, el cura de Lengua nos pidió que describiéramos un pueblo, cada uno el suyo. El resto de mis compañeros de clase solía pasar los veranos en el pueblo de sus padres o abuelos: tenían un pueblo. Pero mis padres nacieron en Madrid, y también mis cuatro abuelos. Por eso mismo, como no tenía un pueblo físico, me dispuse a escribir al detalle el pueblo que tenía en la cabeza. Además, para dotarlo de vida, pensé en aderezarlo con sensaciones en lugar de habitantes: El alcalde sería el miedo, el tabernero la alegría, el maestro la cordura y la princesa el amor.
Lo escribí del tirón, como víctima de mi primer ataque creativo. La redacción, de cuatro folios por ambas caras (aún los conservo), comenzaba así. «Mi pueblo está en mi cabeza».
Terminamos de escribir y cada alumno se dispuso a leer lo suyo. Todos los pueblos que describían mis compañeros se me antojaron igual de aburridos: una iglesia, una plaza, niños jugando y abuelos sentados a la sombra de un enorme árbol. Pero luego llegó mi turno: me levanté del pupitre y, confiado en ofrecer algo distinto y rompedor, comencé: «Mi pueblo está en mi cabeza».
El cura apenas me dejó leer medio folio. Acabó interrumpiéndome de súbito, al grito de «¡¿Pero qué mamarrachada es esa?! ¡Fuera de clase!». Recuerdo que, al salir del aula, en el pasillo frío, me acurruqué en el suelo y rompí a llorar.
Me resultó irónico que el mismo cura que aseguraba que el hijo de Dios había nacido de la unión de una virgen y una paloma le pareciera «una mamarrachada» mi pueblo imaginario. En cualquier caso, gracias a aquello, comencé a creer cada vez más en mi pueblo y menos en su Dios. Y de este modo fue creciendo mi afición a la literatura (así como mi tirria hacia los curas en general).
Más de veinte años después puedo decir que me gano la vida escribiendo. Y que, gracias a mis escritos, conocí a la mujer de mi vida. Y que esa misma mujer ahora comparte conmigo el torreón más alto de ese pueblo que tengo en mi cabeza. Y que aquel cura, sin embargo, sigue soltero.