Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de diciembre, 2013

Sentirme

FOTO: Domie Darko

FOTO: Domie Darko

Puedo sentir frío, o sueño, o euforia, o envidia, o celos, o hambre, o dolor; puedo sentirme ansioso, ávido, desconcertado, tranquilo, ¿pero español? ¿Cómo puede uno sentirse español, catalán o vallisoletano? ¿Cómo puede uno sentirse el suelo donde habita? Yo una vez lo intenté. Quería sentir lo mismo que dicen sentir otros, así que tomé un puñado de tierra, y me la tragué. Aquello sólo me produjo una digestión pesada. ¿Acaso es eso el patriotismo?, ¿ardor de estómago?

Pero entonces me dijeron, no: España es su gente. Y en esto recordé una imagen que días atrás había visto en el periódico. Era una foto del anterior presidente de los empresarios, Gerardo Díaz Ferrán, declarando ante el juez.

Me llamó la atención que el condenado llevara en su muñeca una pulsera con los colores de España. Si España es su gente, pensé, si España es Ferrán, Blesa, Bárcenas, Fabra, Matas o el partido que los arropó y los encumbró; el mismo partido que enarbola la bandera rojigualda en cada acto, en cada marcha a favor de causas que no comparto, prefiero desertar. O sentirme, no sé, protozoo.

Punto y final

Algunas y algunos no saben o no pueden o no quieren estar solos porque en el fondo se sienten mitad de algo o una pieza inseparable de un conjunto, aunque esa mitad parezca no encajar del todo y entre ambas piezas se perciba cierta holgura y los demás también lo noten, incluso él también lo note y ella también lo note y disimulen porque es prioridad no estar solos, pasear con alguien aunque sea en silencio, sentir otra presencia siempre a su lado, el calor que desprende un cuerpo distinto a su mismo cuerpo, la paz de compartir la misma cama o equilibrar el polo opuesto de la cama aunque no interactúen y pasen el rato leyendo libros distintos o duerman de espaldas al otro pero tranquilos los dos porque el colchón y sus sueños estarán compensados, sin partes vacías o frías, tranquilos porque al menos ambos saben que hay algo en común que es la base: su mutua comprensión de saberse afines en ese preciso miedo a la soledad, que no es otra cosa que el miedo a morir y que nadie llore su nombre y se pierda en el eco del olvido y su tumba acabe sucia, sin flores o peor, rodeada de flores silvestres que tapen la fecha, y con tal de evitar ese extremo vivirán con el miedo enquistado en sus huesos, y por eso procuran no perder la más frágil oportunidad de compañía y buscan insaciables y no dejan huecos ni párrafos, sólo comas, porque igual que en este texto, después de los dos puntos: él y ella encima y debajo, sólo ansían un único punto: el punto y final.

Olvido y el ramo de flores

Estando yo en la parada de taxis de Ortega y Gasset aparcó a mi lado una furgoneta de floristería y salió el repartidor con un enorme ramo de rosas en dirección al bloque de oficinas contiguo. Luego entró por la puerta de acceso, habló con el vigilante, pero éste le denegó la entrada y le pidió que se quedara en la calle. Le hice una foto desde mi taxi:

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No entendía por qué no le habían dejado entrar hasta que, instantes después, comenzó a salir en tropel todo el personal de la oficina. Según parecía, en ese mismo instante estaban evacuando el edificio quizá por un aviso de bomba o un simulacro. Salieron decenas de personas y el repartidor miró a un lado y al otro sin saber a quién entregarle el ramo: sólo tenía un nombre y unas señas. Minutos después, una vez evacuado todo el edificio, el hombre  se acercó a un pequeño grupo y preguntó si alguno de ellos conocía a la receptora en cuestión, una tal Olvido. De entre todos ellos salió una mujer y alzó la mano:

– ¡YO LA CONOZCO!, ¡ES MI COMPAÑERA DE MESA! No está por aquí. Vendrá en una media hora. Ahora está con un cliente.

El repartidor le entregó el ramo y le pidió que, por favor, se lo diera ella misma. La mujer lo agarró sin pensarlo, firmó el albarán y así se quedó: sujetando unas flores que no eran, en fin, para ella:

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El resto del grupo continuó charlando mientras ella no podía evitar mirar el ramo que sostenía con ojos de envidia, acercando la nariz disimuladamente para olerlo. De vez en cuando lanzaba miradas fugaces a los otros grupos de su oficina tal vez para que pensaran que ese ramo era suyo, que había llegado un repartidor para entregárselo precisamente a ella de parte de su marido o de un novio nuevo y secreto.

Minutos más tarde salió el vigilante del edificio, y dijo en alto que ya se podía entrar: falsa alarma. Los grupos apuraron sus cigarros y fueron entrando lentamente en la oficina. La mujer del ramo, sin embargo, simuló de repente atender una llamada en su móvil (que no sonó), y se quedó remoloneando hasta que todos se marcharon.

Y cuando ya no quedaba nadie, se acercó a un contenedor de basura, abrió la tapa, y tiró el ramo.

Mi pueblo está en mi cabeza

FOTO: Anja Stiegler

FOTO: Anja Stiegler

Todos pensaban que no servían de nada mis castillos en el aire. Yo me esmeraba en construirlos al detalle, ensimismado, en mi cabeza. Pasaba las horas muertas imaginando los cimientos, la estructura, cada muro con sus puertas de madera, sus ventanas, sus estancias, sus alfombras y sus cuadros. Y cuando daba por concluido uno de esos castillos, pasaba a edificar el siguiente, y luego otro, y luego casas alrededor, y también un parque, y una escuela, y un taller, y una taberna, y un lupanar.

Recuerdo que en 6º de EGB, el cura de Lengua nos pidió que describiéramos un pueblo, cada uno el suyo. El resto de mis compañeros de clase solía pasar los veranos en el pueblo de sus padres o abuelos: tenían un pueblo. Pero mis padres nacieron en Madrid, y también mis cuatro abuelos. Por eso mismo, como no tenía un pueblo físico, me dispuse a escribir al detalle el pueblo que tenía en la cabeza. Además, para dotarlo de vida, pensé en aderezarlo con sensaciones en lugar de habitantes: El alcalde sería el miedo, el tabernero la alegría, el maestro la cordura y la princesa el amor.

Lo escribí del tirón, como víctima de mi primer ataque creativo. La redacción, de cuatro folios por ambas caras (aún los conservo), comenzaba así. «Mi pueblo está en mi cabeza».

Terminamos de escribir y cada alumno se dispuso a leer lo suyo. Todos los pueblos que describían mis compañeros se me antojaron igual de aburridos: una iglesia, una plaza, niños jugando y abuelos sentados a la sombra de un enorme árbol. Pero luego llegó mi turno: me levanté del pupitre y, confiado en ofrecer algo distinto y rompedor, comencé: «Mi pueblo está en mi cabeza».

El cura apenas me dejó leer medio folio. Acabó interrumpiéndome de súbito, al grito de «¡¿Pero qué mamarrachada es esa?! ¡Fuera de clase!». Recuerdo que, al salir del aula, en el pasillo frío, me acurruqué en el suelo y rompí a llorar.

Me resultó irónico que el mismo cura que aseguraba que el hijo de Dios había nacido de la unión de una virgen y una paloma le pareciera «una mamarrachada» mi pueblo imaginario. En cualquier caso, gracias a aquello, comencé a creer cada vez más en mi pueblo y menos en su Dios. Y de este modo fue creciendo mi afición a la literatura (así como mi tirria hacia los curas en general).

Más de veinte años después puedo decir que me gano la vida escribiendo. Y que, gracias a mis escritos, conocí a la mujer de mi vida. Y que esa misma mujer ahora comparte conmigo el torreón más alto de ese pueblo que tengo en mi cabeza. Y que aquel cura, sin embargo, sigue soltero.

Amor a destiempo

FOTO: Un homme et une femme

FOTO: Un homme et une femme

Él parecía extrañamente enamorado de aquella mujer de unos cincuenta, veinte o veinticinco años mayor, o al menos la miraba con ojos distintos. La mujer, seguramente, había encontrado en el chico una suerte de divertimento revitalizante: se sentía más liviana, fugaz y más joven a su lado.  Él, sin embargo, se veía fascinado pero no por la mujer en sí, sino por la joven que antes fue. Quiero decir que parecía enamorado a destiempo de la imagen que la mujer sugería de cuando ella tenía la edad de él. La miraba como forzándose a imaginarla sin arrugas, sin sus rasgos endurecidos por los años o sin toda esa experiencia acumulada. Incluso en sus palabras, en su forma de tratarla, se intuía una intención de compensar la edad de ella con la suya en un desesperado intento por quitarle años de encima. Hablaron de ir a un bar de copas. Ninguno de los dos creía, o no les importaba que yo, como taxista, estuviera escuchando.

La charla cambió de tono cuando ella confesó que prefería tomar las copas en su casa. Tenía ganas de hacer el amor sin más preámbulos, pero él parecía resistirse y yo creí entender por qué. Imaginé a mi pareja de repente envejecida treinta años y yo con mi edad de ahora, acariciando el desfase temporal de su cuerpo junto al mío, negando sus arrugas con mis dedos, con mis ojos, o cerrando los ojos forzado a imaginar su rostro cuando ella representaba mi misma edad. O pensar que nuestras vidas ya no van sincronizadas: hubo un salto en el tiempo inevitable, una experiencia dispar prolongada en ella: ¿cuántas cosas vivió que a mí aún me faltan? ¿cuándo alcanzaré su madurez o sus costuras? ¿cómo compensar sus labios gastados por el uso con mis ganas de besar su presente?

Yo me hice el sordo cuando ella le propuso cambiar el destino a su casa, y al final les dejé en la zona de copas que él había dicho. Pagó el chico, aliviado, y ella me lanzó una mirada que no entendí. Tal vez la entienda dentro de treinta años.

La viuda desorientada

FOTO: @ElHumanoide

FOTO: @ElHumanoide

Abrir la calle en canal implica enfrentarte a las ondas que emiten los otros: El chico que va con sus cascos. La pareja en pose zumo multifrutas. Una viuda caminando desorientada. Tres chicas con leggins sorteando al argentino que reparte dos por uno en copas (en un local vacío donde sonará Chayanne). Skaters con sus cabezas en California. El chapero de la esquina de siempre. Un libro de sudokus en el suelo. Turistas aferradas a sus bolsos (que sonríen porque hace frío).

Un moderno haciendo fotos a un adoquín y yo en mi taxi, circulando despacito, respirando el asombro de sentir otras vidas. Un asombro que huele a castañas asadas y alcohol. A colonia de marca falsa. A baches remendados con pelucas de navidad. A soledad compartida, a esos enamoramientos conservados en formol. A libros de instrucciones mojados. A pelos de punta y a lija. A ganas con peros en la lengua. Y mientras… mi taxi libre, expectante, muerto de miedo por dentro. Llevo música Pop para que nadie advierta lo que intento decir. Conviene disimular. Es importante hacer creer que somos, que soy, como ellos.

Borracho. Otra vez

FOTO: @pilurubio

FOTO: @pilurubio

Estoy borracho, otra vez, y no me apetece volver a casa, al menos no a esa casa contigo dentro, esperándome, como el lunes pasado y el miércoles pasado y el domingo. No quiero volver a verme reflejado en tus ojeras.

Reconozco que eres una santa. No entiendo qué pudiste ver en mí, o cómo puedes mantener intacto eso que viste al principio. Hoy he vuelto a gastarme la recaudación del taxi en cervezas y en cubatas. También compré la revista Qué Leer sólo por buscar alguna reseña del libro que aún no he publicado. Ni he escrito. Es la historia de mi vida: doy por hecho el futuro que tengo planteado pero apenas hago nada por conseguirlo. Soy como un viajero que espera en el andén equivocado a que llegue un tren que no me corresponde. Sentado en el andén, sintiéndome culpable, además, por estar fumando justo debajo de un cartel de PROHIBIDO FUMAR. Entiendo que no se permita fumar en un andén, quiero decir. Lo que no entiendo es a mí.

¿Rebelde?, no creo. Tengo 36 años, si este dato añade algo al asunto. También es cierto que nunca nadie me ha dado una buena hostia a tiempo. Soy rápido sorteando hostias, y bastante ágil persuadiendo al contrario. Y beso bien, o al menos doy la impresión de besar bien, sin maldad. Y me gustan, me apasionan, los escotes. Observar o intuir o imaginar pechos. No tengo la culpa de esto. Es innato.

Estoy en un bar de la calle Zurbano, dándole a la tecla en una mesa que dejó de cojear después de calzar la pata díscola con un hueso de aceituna. A veces tengo buenas ideas. En mi infancia aprendí más con MacGyver que en catequesis con el padre Mauro.

A mi lado, junto a la barra, dos parroquianos discuten sobre el derecho a la reinserción de los presos después de haber cumplido su condena. Están hablando de la conveniencia de publicar fotos recientes de exconvictos con la intención de persuadir o alertar a la población ante futuros, presuntos, posibles delitos. ¿Volverá un asesino a matar después de haberse tirado veinte años entre rejas? Uno de los dos dice que sí. El otro dice que no, que no siempre. Que todos, en fin, merecemos una segunda oportunidad.

Tú te sabes mi rostro de memoria, y a la vista queda que contigo he vuelto a incumplir las normas básicas de cualquier convivencia al uso. ¿Cuántas veces me has perdonado? ¿Cuántas veces seguirás perdonándome? ¿Cuál es tu límite? ¿Cuál es el mío? ¿Cuántas veces he asumido, penitente, tus venganzas?¿Acaso alguien ajeno a ti o a mí tiene derecho a juzgarnos sin conocer los detalles?

¿Qué pesa más, un kilo de cebada o un kilo de lo nuestro?

El frío que anestesia tu conciencia

FOTO: @mariam_otea

FOTO: @mariam_otea

Divide tu cabeza en tantas celdas como quieras y llénalas por categorías: tus miedos en una celda, el amor en otra, la empatía en otra, el egoísmo en otra, tu capacidad de abstracción en otra y así sucesivamente hasta completar lo que crees que eres, tu esencia, tu experiencia, o como quieras llamarlo. Asocia, además, cada celda a personas o grupos de personas: Tú y los tuyos en la celda de la amistad, tu pareja y tu familia en la celda del amor, los hinchas del equipo rival o los partidos políticos contrarios a tu ideología en la celda del odio, etc. Ahora cubre las paredes de cada celda con material aislante para que el frío o el ruido no puedan pasar de una celda a otra. También puedes reforzar cada muro con cuchillas, como en la frontera de Melilla. Conviene procurar que el matón de tu clase de la celda de los miedos no se cuele en la celda del perdón, por ejemplo. O si consigue saltar, que se desangre y perezca en el intento.

Por último, asegúrate de forrar y candar bien cada celda, sobre todo las dos celdas más pequeñas, la del amor y la empatía, antes de abrir cualquier periódico, o de encender la tele, o de salir a la calle.

Después toma un taxi, pídele al taxista que suba la calefacción y observa plácido el mundo que te rodea. Para evitar sentirte implicado en otras vidas, usa tu sistema de celdas: mete a cada cual en la celda que convenga y de inmediato cierra fuerte con llave. Observa a ese sin techo tirado en el suelo, pidiendo migajas muerto de frío, y arrástralo a tu celda del SPAM. Y descuida: si intenta escaparse a la celda de la conciencia, habrá cuchillas, y drones, y un ejército de francotiradores esperándole.

Lo bueno es que gracias a este método, entre otras muchas ventajas, podrás seguir votando sin remordimientos al partido que ayudó a incrementar la pobreza y la exclusión en España mientras favorece al poderoso que no eres pero ansías ser. Y seguirás durmiendo por las noches como un niño mientras nadie fuerce tu celda del amor o la amistad. Con la llave que custodia tu cabeza a buen recaudo.

Tender a la nostalgia

FOTO: @mariam_otea

FOTO: @mariam_otea

Antes de rehacer tu vida pregúntate si alguna vez tu vida estuvo hecha, si llegaste a conformarte con lo puesto, si llegaste a decir: aquí me planto. Te casaste con Ana hace dos años, y hace dos años pensabas que sí, que Ana era tu mundo y que el resto de los mundos no existían. Todos se casan convencidos de saber que el futuro será un eterno presente continuo; un sumatorio de planes y adornos girando en torno a un mismo epicentro. Ana era el núcleo de ese mundo, y todos tus pensamientos, tus ilusiones, gravitaban en torno a ella. Pero el tiempo pasó a destiempo entre vosotros y, en esos casos, cuando la rutina pesa menos que el amor y sale a flote y mancha el mar de los buenos propósitos, la paz salta de vocal y se convierte en pez intoxicado.

Tu paz se convirtió en ese pez. Y te dejaste llevar por la marea hasta acabar muriendo mordiendo el anzuelo que te lanzó su abogado. Los corales y los pecios y el tesoro, para ella. Para ti, la orilla donde rompen las olas y el adiós.

Después de aquello, de surcar todos sus mares para acabar como un náufrago en tierra de nadie, nada más salir del despacho (o despecho) de su abogado, tomaste mi taxi. Al cerrar la puerta se cortó el hilo que te unía a su caña de pescar y me contaste tu historia como intentando sacarte el anzuelo del cielo de la boca. Yo intenté animarte y te dije que esas heridas en el paladar se curan pronto gracias al poder cicatrizante de la saliva. Aunque también te advertí: «No olvides que los mares se evaporan, se condensan, y llegará la lluvia y pensarás en ella. Y además encontrarás su rostro en la forma de las nubes». Por eso te aconsejé que evitaras mirar al cielo y que llevaras, por ahora, siempre contigo un paraguas. Y que evitaras las comidas con sal. Y que en lugar de tender a la nostalgia, tendieras la nostalgia en una cuerda, con pinzas, hasta que se seque o se saque de dentro de ti.

Yo lo hice hace tiempo. Y ya no recuerdo siquiera su nombre.

El precio de una mirada

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Cambié mi taxi por otro nuevo y también el taxímetro. Ahora está integrado en el espejo retrovisor: al accionarlo aparece la tarifa sobreexpuesta en el espejo, lo cual ha supuesto un cambio radical en mi forma de leer y entender las miradas de los usuarios.

Resulta extraño encuadrar un rostro en el espejo y observar junto a sus ojos un importe en euros que aumenta a medida que el taxi avanza. A veces da la impresión de que el importe a cobrar salta de cinco en cinco céntimos en función de la frecuencia del pestañeo, o por la intensidad de la mirada.

“Esos ojos grises clavados en mis ojos cuestan cuatro euros con veinte”.

“Esa mirada ensimismada que mira a ninguna parte adjunta un suplemento de aeropuerto de cinco cincuenta”.

Y luego ellos, los usuarios, evitan más que antes mirarme a los ojos a través del espejo, tal vez porque se topan con el precio de sus palabras; un muro que les aleja de cualquier conversación altruista entre dos desconocidos. Instalé este taxímetro porque en breve será obligatorio por normativa europea.

Es el mundo que quieren. En Europa. Hacer creer que todo tiene un precio.