Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Boda civil

Ayer fue uno de los días más importantes de mi vida: Al fin, y tras numerosos (y tediosos) trámites administrativos, pude unirme en matrimonio civil con el espejo retrovisor de mi taxi.

La ceremonia transcurrió en la intimidad del habitáculo, con el Juez de Paz leyendo su discurso desde el asiento del copiloto, un par de testigos detrás, y mi espejo y yo cogidos de la mano.

El momento más emotivo llegó con el reparto de anillos. Tras besarnos, noté cómo mi amado espejo se empañó rompiendo su imagen en mil salivas:

Ahora podremos compartir, como cualquier otro matrimonio, nuestros secretos más inconfesables… Y al llegar la noche mi espejo me contará, mientras me abraza, el reflejo de su alma a través de cada usuario. Y yo, a su vez, le contaré a mi espejo todo cuanto he podido ver a través de él. Dos visiones distintas de mi taxi unidas hasta que la muerte nos separe.

Dicho esto, muchos os estaréis preguntando cómo fue la noche de bodas: Os puedo asegurar que pudimos disfrutar en dos dimensiones tanto o más que vosotros en tres.

Se presenta en mi casa la pieza nº 7 de mi puzzle urbano

El pasado martes recibí un mensaje a través del CONTACTO de este blog:

«Mi nombre es Maite y te leo todos los días (…). Esta mañana al abrir tu blog me sorprendió ver que la chica que aparece en las fotos de tu puzzle curra conmigo. Se llama Beatriz, y pertenece a otro departamento de mi misma empresa que, por cierto, está muy cerca del Herón City (…)».

FOTO. Pieza nº 7 de mi puzzle urbano

He de reconocer que no me creí lo que decía aquel correo (demasiada casualidad, pensé…).

Sin embargo, un par de días después (el pasado Jueves) recibí un nuevo correo:

«Soy Beatriz, ya sabes, la pieza de tu puzzle. Una compañera del trabajo me advirtió que habías sacado unas fotos mías. Supongo que se trata de un juego, y así me lo he tomado. Por otra parte, te confieso que me ha encantado tu forma de describirme. Se nota que eres todo un caballero. PD: Respecto a mi vida, me temo que no has dado ni una».

Respondí de inmediato con un escueto y frío «Gracias, y siento mucho la intromisión» con la intención de escurrir el bulto de una historia que me resistía a creer.

Al día siguiente (viernes) recibí otro correo de Beatriz:

«He leído en los comentarios de ayer que ha sido tu cumpleaños. Si me mandas tu dirección, te enviaré un pequeño detalle».

Esta vez el correo adjuntaba una foto suya cuyo rostro coincidía con la pieza de mi puzzle. Dada la evidencia, decidí enviarla mi dirección postal.

Un par de días después Beatriz volvió a escribirme para confirmar que el próximo lunes (por ayer), a partir de las 19 horas recibiría un paquete.

Y llegó el Lunes, y a las 19.20 horas sonó el timbre. Al abrir la puerta, un tipo de barba descuidada portaba en su mano derecha un ramo de rosas rojas (nunca nadie me había regalado rosas rojas). Y detrás del tipo de barba descuidada, y detrás del ramo de rosas rojas apareció Beatriz, con una sonrisa de chiquilla eterna, ojitos de luciérnaga y rizos imposibles.

FOTO. Beatriz con sus ojitos, su sonrisa y sus/mis rosas de fondo

Y lo que sigue, me lo reservo para el resto de mis días.

El Fary comparte piso con Kennedy, Elvis Presley y Jim Morrison en una isla del Pacífico Sur

Las palabras de aquel cincuentón de camisa abierta, pelo cano en pecho y habano sin encender entre sus dedos gruesos, anillados en sellos de oro, me sumieron en una perplejidad sin precedentes:

– Cada vez que entro en un taxi me acuerdo de mi gran amigo José Luis.

– ¿José Luis? – pregunté mientras circulábamos por la calle Goya.

– José Luis Cantero. Más conocido como El Fary. Es muy amigo mío…

– Querrá decir que ERA muy amigo suyo.

– Soy, soy… ¿qué te hace pensar que ya no somos amigos?

– Hombre… cuando alguien… se refiere a un fallecido… suele hacerlo en pasado… vamos, digo yo… – dije tratando de ser lo menos brusco posible.

– ¿El Fary muerto?. ¡Ja!. Menuda guasa la suya…

– Caballero… El Fary murió hace meses…

– Ya, claro… no sé quién le habrá dicho esa gilipollez… precisamente ayer mismo hable con él por teléfono… Y hace un par de semanas estuve en su casa de la playa y pasamos la tarde jugando al tute… – me dijo mirándome con ojos chungos a través del espejo retrovisor.

Por fortuna, en ese mismo instante llegamos a las puertas de la Sala Cleofás y aquella conversación pancreática se interrumpió 7,50 € mediante.

Desde que los edificios bostezan

Mientras pasábamos por el espectro de la Torre Windsor el tipo comenzó a hablarme de su futuro diseño:

– ¿Un centro comercial vertical?. ¡Menuda horterada!.

– El capital se impone a la lógica, supongo… – dije.

Entonces dijo eso de «soy arquitecto» y comenzó a soltarme su particular discurso sobre la importancia del diseño arquitectónico en una gran ciudad como Madrid.

Y aunque su tema me pareció de lo más interesante, quise cortarle y aprovechar la oportunidad de su rango para otros menesteres: Desde muy niño llevo arrastrando una deuda pendiente con la arquitectura en general (y con los arquitectos en particular), y había llegado la hora de saldarla, de arrancarme esa espina que me venía machacando el cráneo desde hacía tantos años…

Así pues, y aprovechando uno de esos silencios tan poco oportunos, solté lastre:

– ¿Por qué las casas tienen forma de casa?

– ¿A qué se refiere? – me preguntó.

– De niño quería ser arquitecto. Siempre me pareció una profesión de lo más creativa… sin embargo, me resistía a creer en esa idea preconcebida de diseñar las casas con forma de casa…

– ¿Y qué forma le habría dado usted? – me preguntó intrigado.

– Pues… de objetos cotidianos: Imagínese una casa con forma de piña, otra con forma de manzana, otra con forma de fresa y así sucesivamente. Imagínese que usted se monta en mi taxi y me indica llevarle a la casa… pera. ¿Se da usted cuenta?. En ese caso no tendría la necesidad de conocer el nombre de la calle: si usted me indica la casa pera yo deduciré que se encuentra en la Urbanización de las Frutas… y luego buscaría su forma…

– ¿Y la casa pera tendría rabo en lo alto?.

– Joder, claro. Sería la antena comunitaria… – dije indignado.

– Ya… no está mal la idea – me dijo con mofa, ninguneando mi idea.

– Pero ahí no queda todo – insistí. – Imagínese un hospital con forma de jeringuilla… no haría falta saber que se trata de un hospital… saltaría a la vista.

– Bien…

– Imagínese una biblioteca con forma de libro abierto, o un laboratorio con forma de probeta acristalada… imagínese la residencia de un cardiólogo con forma de corazón, con sus aurículas y sus ventrículos… o el neurólogo viviendo dentro de un cerebro cuyas estancias se dividieran en sus dos hemisferios: la cocina y el salón en el hemisferio derecho; las habitaciones en el izquierdo… no sé… la idea resulta cuanto menos… poética, ¿no cree?

– ¿Y los túneles del Metro serían… venas? – me preguntó siguiéndome el juego.

– ¡Claro!. Y las glorietas ojos, y sus fuentes lacrimales

(Tras unos instantes de silencio creativo)

– Deténgase en ese portal…

– ¿En esa casa con forma de casa? – pregunté.

– Sí, bueno… aquí la forma de casa está justificada: es un estudio de arquitectura…

La tentación se llama Louis Vuitton

Otro Aeropuerto, Terminal 1, vuelos internacionales. Una pareja de mexicanos, de buen porte (el tipo lucía un traje blanco de lino y sombrero a juego, y la mujer se presentó envuelta en alta costura) me indicó un destino obscenamente corto (a tenor de la hora y media de espera en la parada de marras):

– Vamos al pueblo de Barajas, a un restaurante que se llama (…). Está detrás del Meliá Barajas. Yo le indico.

(…)

Al taxímetro ni siquiera le dio tiempo a respirar cuando llegamos al restaurante. Le estaban esperando el maitre y un par de empleados, los cuales les llenaron de halagos protocolarios dignos de cualquier ministro al uso. Antes de bajar del taxi, el mexicano me preguntó:

– ¿Cuánto cuesta su confianza?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Cuánto cuesta fiarme de usted para que me haga un… trabajo?

– ¿A qué se refiere? – repetí incrédulo perdido.

– Llevar las maletas al Hotel Ritz.

– Ese trayecto viene a costar unos…

– ¿100 €?. Le doy 100 € por llevarme las maletas y dejarlas intactas en el hotel.

– Bien… – dije.

Tras pagarme lo acordado me tendió una tarjeta con su número de contacto. En el reverso apuntó el nombre de las suites donde dejar cada maleta (“la burdeos en la Suite …, la crema y el maletín en la Suite …”).

No hace falta decir que las maletas llegaron intactas a su destino. El portero del Hotel Ritz ya había sido avisado, y tras leer la disposición de cada maleta, desapareció con ellas por la puerta de servicio.

A tenor del porte y la elegancia de aquella pareja, el contenido de las maletas (y del típico maletín de ordenador portátil) superaba con creces esos 100 € que me tendió el mexicano.

Cómo decir que me conformo con lo que soy, con lo que tengo y con lo que gano. Cómo decir que no necesito caer en ninguna tentación con forma de maleta, o bien en engordar mi taxímetro a base de trayectos imposibles…

Cita simpulso: «No hace falta comer perdices para ser feliz».

Pregunta simpulso: ¿Qué habrías hecho tú con las maletas?

Dios no usa el cinturón de seguridad (porque es alérgico)

Supongo que no pude evitar un estornudo tan contundente. De hecho, tras somero arrebato alérgico mi frente se quedó a escasos dos centímetros del volante:

– ¡Aaaachhhisss!

– ¡Salud! – me dijo el usuario (un tipo bajito, serio, de aspecto descuidado).

– Gracias – contesté.

– Estornudar mientras conduce puede acabar en tragedia…

– Tiene usted razón. Deberían quitarnos dos puntos del carné por cada estornudo…

Luego llegó uno de esos silencios incómodos que te llevan al sonrojo, al ridículo del estornudante. La próxima vez, pensé, trataré de mantener la cabeza bien pegada al respaldo. Tensaré el cuello hasta dejarlo rígido, inmóvil. Trataré de no hacer ruido, de no abrir la boca…

Y en esto el usuario soltó:

– Como bien sabrá, resulta imposible mantener los ojos abiertos durante el estornudo.

– Sí – me quedé pensativo, y retomé.- Siempre me ha parecido una reacción curiosa. Es uno de esos actos reflejos que…

– Dígame: ¿usted cree en Dios? – me interrumpió acercándose a mi asiento.

– ¡Uff!, depende: si me levanto con resaca… – dije notando su aliento en la nuca.

– Bueno, es lo mismo. Llámelo Dios, llámelo equis y eleve equis a la potencia que le salga de los… en fin… el caso es que las casualidades no existen. Si no podemos estornudar con los ojos abiertos, será por algo… una señal divina, quizás.

– ¿Una señal divina?

– Cuando cerramos los ojos, aunque sea durante unas milésimas de segundo, perdemos el contacto con la realidad: podría suceder cualquier cosa delante de nuestras narices y no nos enteraríamos de nada.

– ¿Qué insinúa? – pregunté con sumo interés.

– Puede que Dios nos obligue a cerrar los ojos cuando estornudamos para engañarnos, para hacernos burla en ese mismo instante…

– ¿Y para qué querría hacernos burla?

– Para cachondearse de nosotros, supongo. En fin, hemos llegado. Pare antes de cruzar la plaza, en este mismo semáforo….

Entonces sucedió algo inquietante: Al detenerme y voltear la cabeza me dí cuenta que el tipo se había abrochado el cinturón de seguridad delantero derecho en su asiento trasero, el cual, lejos de cumplir su función, parecía parapetarle sin tocarle siquiera. De hecho, aquel curioso hombre pudo salir del taxi sin desabrochar su cinturón.

Aquel tipo me mantuvo la mente ocupada durante toda la tarde. Pensé en Dios, en los cinturones de seguridad mal abrochados, en la alergia a las gramíneas (qué demonios serán las gramíneas), en el mejor método para estornudar sin que nadie lo note… en fin…

Los tipos duros sufren de halitosis

Tenía pinta de tipo duro entrado en años (tatuajes talegueros en ambos brazos, cuello oculto tras su nuez, espalda ancha y una pequeña cicatriz alargada bajo su barbilla).

El caso es que sabía negociar: primero trató de ganarse mi confianza, y un par de calles después ya estaba intentando manejar la conversación a su antojo:

– ¿Cuanto te sueles sacar, de media, en un día? – me preguntó tras unas cuantas frases de tanteo.

– Depende. Unos días más y otros, menos… – dije demostrando que yo también sabía hablar sin descubrir mis cartas.

– ¿Y sueles hacer trabajos extra con el taxi?

– ¿A qué se refiere? – pregunté (temiendo por mi integridad sexual).

– Pues… trabajar para alguien, de chófer, ya sabes: de aquí para allá…

(Silencio)

– ¿Te gustaría ganar, digamos… 200 € por un par de carreras? – soltó al fin.

– ¿Qué tendría que hacer? – pregunte simulando ingenuidad.

– Llevar un paquete.

– ¿Qué tipo de paquete?

– ¿Te interesa o no? – me dijo acercándose a mí hasta notar su aliento en mi nuca.

– Acabo de salir del truyo, tío. No me jodas la condicional, ¿ok? – mentí con aire chulesco.

– Bien; tú te lo pierdes… – dijo recostándose sobre su asiento.

¿Qué podría contener ese paquete?. Ofrezco cuatro opciones:

a) Medicinas y vacunas para los niños del Tercer Mundo.

b) La biografía no oficial de Fernando Sánchez Dragó.

c) Pulseras solidarias con el lema: «Yo también soy Isabel Pantoja».

d) Discos compactos de rarezas, caras B, etc. de la (hasta ahora) desconocida etapa Death Metal de Luis Miguel.

Se admiten apuestas.