Supongo que no pude evitar un estornudo tan contundente. De hecho, tras somero arrebato alérgico mi frente se quedó a escasos dos centímetros del volante:
– ¡Aaaachhhisss!
– ¡Salud! – me dijo el usuario (un tipo bajito, serio, de aspecto descuidado).
– Gracias – contesté.
– Estornudar mientras conduce puede acabar en tragedia…
– Tiene usted razón. Deberían quitarnos dos puntos del carné por cada estornudo…
Luego llegó uno de esos silencios incómodos que te llevan al sonrojo, al ridículo del estornudante. La próxima vez, pensé, trataré de mantener la cabeza bien pegada al respaldo. Tensaré el cuello hasta dejarlo rígido, inmóvil. Trataré de no hacer ruido, de no abrir la boca…
Y en esto el usuario soltó:
– Como bien sabrá, resulta imposible mantener los ojos abiertos durante el estornudo.
– Sí – me quedé pensativo, y retomé.- Siempre me ha parecido una reacción curiosa. Es uno de esos actos reflejos que…
– Dígame: ¿usted cree en Dios? – me interrumpió acercándose a mi asiento.
– ¡Uff!, depende: si me levanto con resaca… – dije notando su aliento en la nuca.
– Bueno, es lo mismo. Llámelo Dios, llámelo equis y eleve equis a la potencia que le salga de los… en fin… el caso es que las casualidades no existen. Si no podemos estornudar con los ojos abiertos, será por algo… una señal divina, quizás.
– ¿Una señal divina?
– Cuando cerramos los ojos, aunque sea durante unas milésimas de segundo, perdemos el contacto con la realidad: podría suceder cualquier cosa delante de nuestras narices y no nos enteraríamos de nada.
– ¿Qué insinúa? – pregunté con sumo interés.
– Puede que Dios nos obligue a cerrar los ojos cuando estornudamos para engañarnos, para hacernos burla en ese mismo instante…
– ¿Y para qué querría hacernos burla?
– Para cachondearse de nosotros, supongo. En fin, hemos llegado. Pare antes de cruzar la plaza, en este mismo semáforo….
Entonces sucedió algo inquietante: Al detenerme y voltear la cabeza me dí cuenta que el tipo se había abrochado el cinturón de seguridad delantero derecho en su asiento trasero, el cual, lejos de cumplir su función, parecía parapetarle sin tocarle siquiera. De hecho, aquel curioso hombre pudo salir del taxi sin desabrochar su cinturón.
Aquel tipo me mantuvo la mente ocupada durante toda la tarde. Pensé en Dios, en los cinturones de seguridad mal abrochados, en la alergia a las gramíneas (qué demonios serán las gramíneas), en el mejor método para estornudar sin que nadie lo note… en fin…