Estoy en un bar de Chueca, escribiendo con mi portátil sobre una barra pegada a una inmensa cristalera con vistas a la calle. De hecho, todos los que estamos sentados en la barra tenemos el portátil abierto (3 Macs, 1 Sony, 1 Lenovo) y alternamos el tecleo con sorbos a copas o a tazas y pastel de queso. Si descartamos a nuestro amigo Wi-Fi, todos estamos literalmente solos.
Algo me dice que soy el único taxista. Y el único, también, que bebe alcohol.
Según parece, ahora el Wi-Fi abierto convierte al típico loser solitario de bar en un emprendedor de lo más cool. Ahora el tiempo en los bares del (antes conocido como) loser se mide en capacidad de batería. Y consumimos otro tipo de rayas: cada raya, según modelo, equivale a 1/3 de batería, que a su vez, en mi caso, equivale a 1/3 de Mahou. A mí una batería completa me dura tres cervezas, pero al gafapasta del Mac de mi derecha le está durando un té con limón y cuatro cinco galletitas de chocolate. Está diseñando el logo de una web porno-retro, por cierto.
Así dispuestos, sentados en taburetes y como digo, en una barra pegada a una cristalera que da a la calle, parecemos animales de zoo expuestos al viandante. Homos WiFidus o algo así. Daríamos una imagen patética si no fuera porque a nadie le importa una mierda esto. Ningún viandante se detiene a observarnos, como harían en un zoo, porque la calle es gratis. Si el Ayuntamiento cobrara entrada por pasear por la ciudad seguro que alguno se plantaría ante nosotros y nos lanzaría cacahuetes o mejor, tarjetas de memoria microSD.
Creo que lentamente, y sin querer, nos estamos volviendo irreversiblemente locos. ¿Acaso soy el único de este puto bar, de este puto mundo, que se siente extraño?
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Nota: Mientras pienso en esto pasa por delante de mí una grúa municipal con un taxi en su chepa. Me asomo a comprobar la matrícula y en el maletero veo el rótulo «nilibreniocupado» alejarse: es mi taxi. No estoy seguro, pero creo que aparqué en una plaza para minusválidos.