Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Homo WiFidus

Estoy en un bar de Chueca, escribiendo con mi portátil sobre una barra pegada a una inmensa cristalera con vistas a la calle. De hecho, todos los que estamos sentados en la barra tenemos el portátil abierto (3 Macs, 1 Sony, 1 Lenovo) y alternamos el tecleo con sorbos a copas o a tazas y pastel de queso. Si descartamos a nuestro amigo Wi-Fi, todos estamos literalmente solos.

Algo me dice que soy el único taxista. Y el único, también, que bebe alcohol.

Según parece, ahora el Wi-Fi abierto convierte al típico loser solitario de bar en un emprendedor de lo más cool. Ahora el tiempo en los bares del (antes conocido como) loser se mide en capacidad de batería. Y consumimos otro tipo de rayas: cada raya, según modelo, equivale a 1/3 de batería, que a su vez, en mi caso, equivale a 1/3 de Mahou. A mí una batería completa me dura tres cervezas, pero al gafapasta del Mac de mi derecha le está durando un té con limón y cuatro cinco galletitas de chocolate. Está diseñando el logo de una web porno-retro, por cierto.

Así dispuestos, sentados en taburetes y como digo, en una barra pegada a una cristalera que da a la calle, parecemos animales de zoo expuestos al viandante. Homos WiFidus o algo así. Daríamos una imagen patética si no fuera porque a nadie le importa una mierda esto. Ningún viandante se detiene a observarnos, como harían en un zoo, porque la calle es gratis. Si el Ayuntamiento cobrara entrada por pasear por la ciudad seguro que alguno se plantaría ante nosotros y nos lanzaría cacahuetes o mejor, tarjetas de memoria microSD.

Creo que lentamente, y sin querer, nos estamos volviendo irreversiblemente locos. ¿Acaso soy el único de este puto bar, de este puto mundo, que se siente extraño?

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Nota: Mientras pienso en esto pasa por delante de mí una grúa municipal con un taxi en su chepa. Me asomo a comprobar la matrícula y en el maletero veo el rótulo «nilibreniocupado» alejarse: es mi taxi. No estoy seguro, pero creo que aparqué en una plaza para minusválidos.

 

31 días conmigo mismo (Día 29)

– EL PSICÓPATA Y LA LUNA –

Cabreado como estaba con la luna me acerqué a su franquicia más cercana, el mar, y con mi dedo amenazante en su reflejo, grité:

– No me hagas la ola, hija de puta. No te burles de mí. Aquí me tienes, cara a cara. Sí, sí; no mires para atrás: estamos solos. ¿Tiemblas ahora?, ¿eh?, ¿estás temblando de miedo? Are you talking to me? Acércate si tienes cráteres. Baja de una jodida vez y enfréntate a mí. Estoy hasta las pelotas de tus insinuaciones; eres falsa. ¡Mientes! Te crees especial porque inspiras a los incautos, pero yo no soy como ellos, no… A mí no me la pegas. No haces más que crecer y menguar, como una polla cualquiera. Ni siquiera luces por ti misma: chupas del sol. Eres corrupta y vaga… Y aunque no bajes para que yo mismo te dé tu merecido, te aseguro al final el cielo te pondrá en el lugar que te mereces. Caerás, farsante. Acabarás en la trena del Cosmos…

En esto, alguien me tocó el hombro. Pegué un salto.

– Tranqui, tranqui… que soy el Jota.

– Joder, qué susto…

– Oye… ¿te sobra alguna seta de esas?

– ¿Qué seta?

– Yo que sé. Peyote, o pastis, o lo que estés tomando. Menudo subidón, ¿no?

– No me he tomado nada – dije sentándome en la arena.

– ¡No jodas! ¿Le gritas a la luna así, de forma natural?

– Sólo me estaba desahogando un poco.

– Te entiendo… Puto camping… a mí también me ha ido de culo aquí.

– Ya. Lo de tu mujer, ¿no?

– Sí. Pero yo esas cosas las enfrento guay, no te creas.

– ¿No te afecta que se haya marchado?

– Tengo un método para que no me afecten esas cosas – me dijo.

– ¿Cuál?

– Disfrazarme de psicópata. Pero no de uno de esos psicópatas que matan, no… de los otros. Tú ya me entiendes.

– No.

–  Una vez vi un documental de La2 que hablaba del tema. Los psicópatas no sienten nada, tío. Digamos que… no empatizan con los demás. Tienen esa parte del cerebro anulada. A algunos les da por matar, pero no a todos. Otros son capaces de llevar una vida más o menos normal. Lo disimulan de puta madre, ¿entiendes lo que quiero decir?

– ¿Y cómo se disfraza uno de psicópata?

– Lo del disfraz no es más que una forma de hablar; una… metáfora de esas. 

– Vale, bien. ¿Y cómo se mete uno en la piel de un psicópata?

– Yo, por ejemplo, guardo siempre un hueso de cerdo en el bolsillo – sacó un pequeño hueso y me lo enseñó.

– ¿Un hueso de cerdo?

– Este no es el hueso de un cerdo cualquiera, tío. Este hueso tiene muchos años y mucha historia. Perteneció a un cerdo que mi padre sacrificó cuando yo era pequeño. ¿Has presenciado alguna vez una matanza de esas que suelen hacerse en los pueblos?

– No.

– Aquello me dejó traumatizado. Tendría nueve o diez años cuando lo presencié. Recuerdo que mi padre me hizo agarrar el cuchillo y me ayudó a clavárselo al animal. El grito de ese cerdo no se me olvidará en la vida. Como lo de Clarise en El Silencio de los Corderos, ¿recuerdas?

– Sí.

– Cuando trocearon al pobre cerdo mi padre me regaló este hueso como trofeo por mi primera matanza. Yo no quería tenerlo, así que lo enterré en el jardín de casa. Mi padre murió hace cinco años; entonces, no me preguntes por qué, me acordé del hueso y lo desenterré. Desde ahí lo llevo siempre encima, y cuando me pasa algo que me afecta lo aprieto fuerte y me creo un psicópata pero de los buenos, de los que no matan.

– Ya.

– Toma: agárralo fuerte y di en voz alta: «Vanessa me importa un huevo». 

– Vanessa me importa un huevo.

– No, hombre. Ya sé que Vanessa te importa un huevo. Es mi mujer, no la tuya. Me refería a que dijeras el nombre de quien te esté jodiendo la vida ahora.

– Daniel: Me importo un huevo.

– ¿Tus problemas vienen de ti mismo?

– Sí.

– Eres un poco rarito, ¿no?

– ¿Habló el que guarda un hueso de cerdo en el bolsillo para dárselas de psicópata?

– Ya, pero a mí me funciona. ¿Te ha funcionado a ti también? ¿te encuentras mejor?

– La verdad es que sí – dije, sorprendido.

– Pues búscate tu propio hueso, tío. Este es mío.

Me quitó el hueso y se lo metió en el bolsillo.

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