Asistimos a una abrumadora aportación de informes desde la comunidad científica sobre la aceleración de los efectos del cambio climático, que propiciaron que en la 21 Conferencia de las Partes firmantes del Convenio sobre el Cambio Climático de la ONU (COP21), celebrada en 2015, se acordaran medidas voluntarias de reducción de emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) por cada país, con el objetivo de “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales y de proseguir con los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría considerablemente los riesgos y los efectos del cambio climático”.
La voluntariedad de los objetivos para cada país y la falta de medidas que hagan vinculantes los compromisos, evidencia la debilidad de los mismos. Los informes derivados del estudio de los compromisos comunicados por diversos centros de estudios, Contribuciones Previstas Determinadas a Nivel Nacional (INDC, por sus siglas en inglés), recogen que de llegar a cumplirse los INDC, seguirán siendo insuficientes para alcanzar los objetivos proclamados y la temperatura media de la Tierra habrá superado de sobra los 3° C para final de siglo.
La realidad de los efectos de los “Acuerdos de París” en los años trascurridos desde entonces es muy cruda, las emisiones de GEI no han dejado de crecer y la concentración de CO2 en la atmósfera ha pasado de 400.83 ppm en 2015 a 411.44 durante el pasado 2019.
Los peores pronósticos de los efectos de la crisis climática han sido refrendados por el aumento en la frecuencia y magnitud de los fenómenos climáticos extremos, ampliamente recogidos en los medios de comunicación de masas, como han sido los incendios de la Amazonia, Alaska, Siberia y los más recientes de Australia. Además, en la última semana han salido a la luz noticias sobre temperaturas extremas y pérdidas de hielo tanto en la Antártica como en el Ártico. Otros eventos más cercanos a los lectores han sido las inundaciones letales ocasionadas por las DANAs, las tormentas Gloria y Ciara, acompañadas de temporales marinos con olas que han barrido las playas y las construcciones costeras.
Por otro lado, recientemente hemos asistido a la irrupción de masivas movilizaciones de jóvenes contra la falta de respuesta contundente a la crisis climática, catalizadas por la aparición del fenómeno “Greta Thunberg” en el verano de 2018.
Todo esto ha propiciado la declaración del estado de “Emergencia Climática” por parte de parlamentos, gobiernos y ayuntamientos. Espero que, en nuestro país al menos, no pase, como ha venido ocurriendo hasta ahora, y quede solo en buenas intenciones.
El problema de realizar declaraciones y acuerdos sin medidas reales y contundentes que las respalden es que se refuerza en la sociedad el pensamiento “Pedro y el lobo”. La realidad que se transmite es la de que no es tan serio el problema o que la respuesta es fácil y ya se solucionará, algo que está muy lejos de ser real.
Lo que subyace detrás de la inconsistencia de las declaraciones y de los acuerdos es el rechazo para abandonar el mito de que es posible el crecimiento económico continuo, que se ha reforzado por el acceso al stock de energía de alta calidad, barata, fácil de manejar y de acceder que, hasta ahora, han representado los combustibles fósiles.
Para poder acometer la emergencia climática es necesario reducir de manera importante el consumo de combustibles fósiles y transitar, de la forma más rápida posible, hacia una sociedad basada en las energías renovables.
A pesar de que son ya decenios los que llevamos hablando de energías renovables, básicamente solar y eólica, la realidad es que éstas apenas superan el 2% de la energía primaria que el mundo consume o, visto de otra manera, la energía producida es similar a la consumida para la fabricación de los 90 millones de vehículos que se producen anualmente.
Lo que es más grave es que las inversiones globales en estas tecnologías llevan varios años estancadas en el entorno de los 300 mil millones de dólares anuales, incluso con un importante descenso en el último año (Gráfico 1) y que previsiblemente se haya repetido en 2019, al haber retirado China, en mayo del pasado año, parte del apoyo a la fotovoltaica. Esto supone un hecho muy importante, ya que China ha sido el primer instalador mundial de renovables en fotovoltaica, con una potencia instalada en 2018 de 44,1 GW, suponiendo el 42% de la potencia mundial instalada total. Aunque, bien es verdad que la caída de precios ha compensado la caída de las inversiones. En nuestro país la situación ha sido diferente, motivada por la puesta al día después de la irracional moratoria que estableció el gobierno del Partido Popular.
La Agencia Internacional de las Energías Renovables (IRENA) cifra que la inversión necesaria para la transición energética, centrada en las energías renovables, la eficiencia energética y las infraestructuras energéticas asociadas; debería ser de 110 billones europeos de dólares para el período 2016-2050.
De esta cantidad, alrededor del 20%, 22,5 billones de dólares; estaría destinado a la instalación de nueva capacidad de generación de energía renovable. Esto implica una inversión anual de alrededor de 662.000 millones de dólares, es decir, al menos el doble de inversión anual en energía renovable actual. Estamos en 2020, ya llevamos demasiado retraso acumulado.
La evolución de la sociedad en su respuesta a la amenaza de la crisis climática ha sido varias veces comparada con la historia del Titanic. En ambas situaciones se partía de un exceso de confianza en la capacidad tecnológica, pero hay una diferencia fundamental; en el Titanic desconocían la existencia del iceberg con el que colisionó, mientras que el caso de la crisis climática es más parecido al de Armagedón; sabemos que cada día están más cerca los niveles que ponen en peligro a la civilización humana y al mundo tal como lo conocemos. Además, ya notamos que la catástrofe se está desarrollando en su primer estadio.
Si realmente se quiere trasmitir a la población coherencia con la idea de emergencia climática global, la reacción que estamos viendo al COVID-19 puede ser un buen ejemplo.
Por José Larios Martón – Presidente Fundación EQUO