Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La memoria muerta de la música

Fue casual, como todo. La radio emitió el tema apropiado en el momento preciso. Tres o cuatro canciones después de tomar mi taxi comenzó a sonar The sun always shines on TV, de a-ha, y entonce ella estiró el ceño y dio un respingo y abrió la boca y al instante, como por instinto del decoro, se cubrió el rostro con ambas manos. Era, sin duda, la reacción de quien se ve sorprendido por un estímulo ya olvidado cuyo recuerdo emite de súbito imágenes y vivencias, también olvidadas, cual tsunami de múltiples olas.

En casos como este, los recuerdos son más importantes que la canción misma. Como una suerte de teletransportación. O un retroceso en lo más recóndito del alma.

Los de mi generación y anteriores tenemos una o varias canciones pasadas que iniciaron, sin querer, lo que ahora somos. Canciones cuyo rastro perdimos y sólo el azar encontró o se perdieron (como lágrimas en la lluvia) y tal vez vuelvan algún día. Canciones que no retomamos o sólo por azar porque aún no existía Yotube ni Spotify. No eran tan accesibles como ahora: escuchabas el tema en un garito y ahí quedaba, tarareada en tu recuerdo, pero no siempre era facil conseguir su título o intérprete y buscarlo en la tienda de marras o en las cintas TDK de un amigo.

Y esto mismo, en las próximas generaciones, ya no pasará. Ahora el acceso a cualquier canción es inmediato. Incluso tarareándola al micro del ordenador, la web de marras te chiva nombre e intérprete. Ahora el azar ya no será tan sorprendente como para aquella usuaria. Y todos esos recuerdos sonoros súbitos serán megas archivadas en carpetas. Y la memoria sonora será caché. Y la música perderá su excitante campo gravitatorio.

Sordera selectiva

Comencé a escuchar a trompicones el nuevo CD de James Blake y pensé que se habría ensuciado el lector láser de mi taxi. Como no soy nadie sin la música dejé al instante de trabajar y llevé mi taxi a un taller de audio que reparó el problema en apenas un par de horas (y otro par de billetes de 50).

Confiado en el buen hacer de los técnicos, salí de nuevo a trabajar y, antes de meter siquiera el mismo CD, me paró una mujer, tomó asiento y me dijo:

– Bue— tar—. ¿Me –va a la ca– Bra– Muri– tr—— y dos?

– ¿Perdón?

– –vo –rillo treint– y –s.

– No entiendo lo que dice.

– ¿-stá s-rdo?

– No lo sé. A ratos…

No podía creer que ahora también escuchara a la mujer a trompicones. Entonces comprendí que el fallo no era del lector de CD, sino mío. Tal vez tuviera un cable pelado en el oído interno que hacía mal contacto con la etapa de potencia del cerebro. Probé golpearme la cabeza con la mano, por si el cable volvía a su sitio.

– Hábleme ahora – le dije a la usuaria.

– ¿Y q– qui-re q– le c-ente?

– Joder…

El estrés. Podría ser del estrés. O un efecto secundario de esa gripe que no llegó a curarse del todo. Debería de ir al médico. O al otorrino. Menuda palabra: «otorrinolaringólogo». Guiness a la pedantería para el que la inventó.

Pedí cita para mi médico de cabecera y ahí estuve, como un clavo, en la sala de espera aguardando mi turno. Había un televisor en la sala de espera emitiendo un boletín informativo. Escuché al presentador también a trompicones, pero luego la imagen pasó a una rueda de prensa de alguien del PP tratando de explicar los viajes en business de sus eurodiputados y entonces, ahí, lo escuché todo del tirón, sin saltos. Entendí sus palabras con total nitidez. Luego volvió el presentador y otra vez le escuché a trompicones. De ahí pasó a otra declaración de otro político, esta vez del PSOE, explicando por qué no es posible cancelar una deuda hipotecaria entregando las llaves de tu casa al banco acreedor y de nuevo le escuché bien, sin saltos.  

Ahí comprendí que mi problema era selectivo. Sólo era capaz de entender bien a los políticos.

Le conté mis síntomas al doctor. Al instante, me dio un diagnóstico:

– Sufres el mal de la hipocresía. ¿Has frecuentado últimamente el Congreso de los Diputados, o aledaños? 

– Alguna vez me he quedado esperando en la parada de taxis de la Plaza de las Cortes.

– Será eso. No te preocupes. Tiene cura. Alterna una de estas dos recetas cada ocho horas.

El doctor me tendió unas cuantas papeletas del PSOE y otras tantas del PP.

16 horas después ya me he tragado dos, una de cada, y parece que funciona. Ahora escucho con sobrada nitidez al ciudadano y no entiendo una mierda de lo que dicen los políticos. Gracias, doctor.

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Nota: #nolesvotes

El sexto sentido

Sobrado me creí con tres de los cinco sentidos para desentrañar la tragedia de aquel hombre: La vista, el olfato y el tacto. Nada más subir al taxi me llegó un fuerte olor a ginebra barata (una mezcla de alcohol en bruto y enebro): Venía de un bar. Tras indicarme su destino (zona Carabanchel), me fijé en su aspecto: Cincuenta años, piel gruesa y amarillenta, ojeras, barba de tres días, pelo oscuro con muchas canas, camisa gris sin planchar: Vivía solo. No llevaba reloj. Desempleado.

Durante el trayecto mantuvo la mirada perdida hacia la calle, sin fijarla en nada que llamara su atención: Deprimido.

Llegamos a su destino, me tendió un billete de 5€ desgastado y en el tacto de sus dedos noté unas yemas duras como piedras, curtidas. 

La ecuación, según mis sentidos, parecía clara: Aquel hombre trabajó toda su vida en algún oficio manual y de súbito se vio en el paro. Tal vez por culpa de ello su mujer le dejó y se abandonó a la bebida en un claro giro autodestructivo.

Pero nada más bajar del taxi gritó:

– ¡Mariam!

En esto, una rubia (espectacular) cargada de bolsas se giró:

– ¡Samuel! ¡no te esperaba tan pronto! 

La rubia se acercó a él y le dio un beso en la boca. Mi usuario tomó las bolsas y ambos entraron en una vivienda unifamiliar. La curiosidad me llevó a tirar de freno de mano y acercarme a la plaquita dorada que presidía la puerta. Leí:

«Samuel T. G. – Arquitecto -»

……………………….

Nota: No di una.

Moraleja: De nada sirven los cinco sentidos si no te funciona el sexto.

Buscando el ritmo perfecto

Sonando en mi taxi Love Song, de los Cure, apareció ella, entre dos calles, caminando al mismo ritmo que la canción. Cada golpe de su tacón izquierdo contra el suelo coincidía con cada golpe de platillo y cada golpe del derecho con el de la caja: Cum, cash, cum, cash. Aminoré la marcha hasta alcanzar su ritmo y así nos mantuvimos durante un par de calles, o de estrofas; la canción de dentro coordinada con su ritmo de fuera.

Antes de llegar al estribillo la mujer se detuvo en un paso de peatones con la intención de cruzar la calle. Frené en seco y pulsé el PAUSE. Al verme frenar, cruzó delante de mi taxi y entonces volví a accionar el PLAY, solo que esta vez el ritmo de la música y sus pasos comenzaron a sonar descoordinados. Volví a jugar con el PAUSE en busca de la perfecta sincronía, pero no lo conseguí.

– Será mejor alterar los pasos de ella – pensé.

Bajé la ventanilla, toqué el claxon para llamar su atención y así, en marcha, le dije:

– ¿La calle Gran Vía, por favor?

– ¿Me lo preguntas en serio? – dijo echándole un vistazo panorámico a mi taxi.

– Sí. Es mi primer día de trabajo y aún no conozco bien la ciudad – dije frenando un pelín para que ella también frenara y coincidieran sus pasos con los de la música.

– Todo recto. Es la calle ancha que cruza – dijo aminorando el paso, pero sin llegar a cuadrar el platillo con su suela izquierda.

– ¿Ancha? ¿cuánto de ancha? – aceleré un poco forzando también su paso.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Y justo en ese instante, al fin, conseguí coordinarla.

– No. Escucha: ¡lo he conseguido! – subí el volumen y entonces ella se percató de la canción.

– ¿Qué? – me preguntó.

– Tus pasos… coinciden… con el ritmo…

La mujer rompió a reír.

– ¿Y has montado todo esto sólo para que mis pasos coincidan con el ritmo de la canción? – frenó en seco.

– ¡No! No pares, joder… – accioné otra vez el PAUSE.

– Vale, vale. Perdona.. – me dijo, divertida. Y reanudó la marcha.

Yo volví a darle al PLAY y esta vez fue ella la que adecuó sus pasos, variando su cadencia, como una chiquilla jugando a la rayuela. 

La canción concluyó unos pocos metros antes de alcanzar la Gran Vía. En ese punto ella me dijo:

– ¿Y ahora, qué?

– Ahora no podrás moverte hasta la próxima canción. 

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Nota: Acabamos tomando café en un Pub de la Plaza del Carmen. Coordinamos los sorbos pero no los relojes: Se marchó antes de alcanzar los posos del suyo, no sin antes proponerme otra nueva canción en aquella misma calle inicial, ella a pie y yo en mi taxi, y a la misma hora.

Don Braulio (o un viaje improvisado)

Un viaje imprevisto me ha llevado a una de esas playas que miran hacia el Norte. Mi cliente, un señor mayor, bohemio y excéntrico, siempre que viaja, según me dijo, lo hace en taxi:

– No soporto los horarios, las antelaciones, las prisas, ni los compañeros de viaje no elegidos. Tampoco me gustan los aviones, ni los trenes: El cielo es para los pájaros y circular por raíles jamás invita a la improvisación. A lo largo del año viajo cuatro o cinco veces a Santander por placer; yo todo lo hago por placer. Y siempre en taxi.

Tenía unos 70 años. Traje de lino blanco y un sombrero que no se quitó en todo el trayecto.

A 200 kilómetros de Madrid me pidió parar en una taberna concreta de un pueblo aledaño a la autopista (no recuerdo el nombre del pueblo, pero sí el de la taberna: «La sorna»). Nada más entrar, el tabernero salió de la barra y le tendió la mano a mi usuario:

– Don Braulio. Un placer volver a tenerle por aquí.

– En esta taberna sirven el mejor Jack Daniel´s de toda la Provincia – me susurró don Braulio al oído.

– ¿Y qué tiene de especial este Jack Daniel´s? – pregunté.

– Los hielos. Aquí los hacen con agua Evian.

– Recuerdo la primera vez que vino don Braulio a esta taberna. Jamás lo olvidaré: Tomó ese mismo asiento, me pidió un Jack Daniel´s, y nada más tomar el primer sorbo movió el vaso para que sonaran los hielos y me dijo: «¿Evian?». Yo le dije: «En efecto». Entonces él se levantó, y haciéndome una reverencia con el sombrero me dijo: «Mi nombre es Braulio. Don Braulio, si no le importa. En estos instantes acaba de convertirse usted en mi mejor amigo». Esto fue hace más de diez años. ¿Lo recuerda, don Braulio?

– Claro que lo recuerdo. Sigue siendo usted mi mejor amigo.

Tres vasos anchos de don Braulio después (y dos cafés míos) reanudamos la marcha. En ese segundo tramo del trayecto a don Braulio le entró el sueño pero se resistía a dormir (se pellizcaba, o se daba palmaditas en la cara).

– Duérmase un rato, si lo desea. Cuando lleguemos, yo le despierto – le dije.

– Le daré un consejo valiosísimo, amigo: Un caballero sólo duerme en la intimidad; nunca en público. A un caballero jamás se le puede caer el sombrero.

Al llegar a su destino, a los pies de una preciosa casa de estilo colonial, muy cerca de la playa de El Sardinero, con el taxímetro marcando 463,55 €, don Braulio me tendió un billete de 500€ y me dijo:

– Si desea hacer noche en esta bella ciudad, a dos manzanas encontrará un hotelito muy acogedor. Preséntese como el taxista de don Braulio y le harán un buen precio.

Y allá que fui.

…………………

Escribo este post desde la terraza de un café, en Santander. Aún no le he dicho al recepcionista del hotel cuántos días me quedaré. Quizás hasta agotar los 500€ de don Braulio o puede que antes, o después. No lo sé. Soy mi propio jefe, no me espera nadie en casa, y aquí se está muy bien, quiero decir.

…y sin embargo, feliz.

Ahora que me faltan las ganas y no hay droga que consiga el efecto que busco (las probé todas, no sirven) sólo me queda resetear lo ya vivido y reinventarme de nuevo: Ser otro pero en mi mismo cuerpo, o cambiar de país sin moverme del sitio. Buscar, quizás, distintas opciones entre los usuarios de mi taxi. Hoy hay muchos. Huelga de Metro. Lo siento pero, me alegro:

El primero es un joven artista de pantalones caídos, camiseta amarilla, gafas wayfarer y sombrero de tela. Habla por teléfono como si estuviera mascando un himen. A lo largo de la conversación dice «cool» (3 veces), «you know?» (5 veces), «ideal» (3 veces), «divino» (4 veces) y «perrrra» (al menos 8 veces).

La segunda es una mujer con traje de Zara y ojeras. Dentro de su bolsa de El Corte Inglés arrugada asoman dos Tupperware vacíos, una botella pequeña de agua y el último libro de la feminazi Lucía Etxebarría. Durante el trayecto la mujer bosteza 13 veces.

El tercero es, ni más ni menos, el actor de doblaje Ramón Langa (la voz de Bruce Willis y Kevin Cosner, entre otros). Me indica un destino corto mientras habla por teléfono (sus palabras retumban por todo el habitáculo) con el que parece ser su hijo. Se muestra cortés conmigo. Buena propina.

La cuarta es una mujer de avanzada edad con extra de silicona en pómulos, labios y tetas (como estornude, me sella las ventanas). Habla conmigo de la importancia del Sol. Dice que el Sol es el mejor antidepresivo natural. Me llama «querido». Al alcanzar su destino (un Spá) me pregunta si tengo cambio de 100€ (para un trayecto de 6,55€).

El quinto es un hombre ultramedicado de mirada perdida y voz rota. Me pregunta si conozco la dirección del Centro de Salud Mental de Ciudad Lineal. Le digo que sí (aunque evito decirle por qué conozco ese Centro). Durante el trayecto me dice que le está persiguiendo el CNI por todo lo que sabe de Zapatero. Antes de bajarse me pregunta si yo también soy un agente del CNI. Le digo que sí. 

La sexta es una madre con su hija adolescente. La madre me pregunta cómo ha quedado el partido del Mundial.

– ¿Cuál de todos?

– No lo sé. El último – me dice.

– Ganó Holanda – digo.

– Me alegro por ellos. Buena gente los holandeses. Les gustan mucho… las flores…

– ¡Pero si nunca has estado en Holanda, ni te gusta el fútbol! – reprocha la hija a su madre.

– Ya. No sé… era por hablar de algo con este señor.

El séptimo es un alemán que me habla en italo-spanglish:

– The door of the Sun, por favore?

– ¿La Puerta del Sol?

– Ja.

– Ok – digo iniciando la marcha.

– Molto bonito spanish muyeres. ¿Cómo se dise…? – me hace un gesto con ambas manos en los pechos, a modo de sostén.

– Tetazas.

– Tetasas, thanks! Tetasas, tetasas… Molto bonito spanish tetasas. Learning españolo poquito a poquito.

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Nota: Tras más de cinco horas llevando a gente de lo más diversa seguía sin saber con qué personalidad quedarme. Quizás con todas, o ninguna. El caso es que, al menos, se me fue el bajón y llegué contento a casa. Despersonalizado, sí; pero contento.

Escenas de películas que marcaron tu vida

Estos últimos días estoy emitiendo pelis en el DVD de mi taxi con la intención de comprobar la reacción de mis clientes para un nuevo post de mi sección Experimental Taxi Club. Sin embargo, desde que inicié este experimento, no he conseguido más que simples gestos de gratitud: «Así da gusto viajar en taxi» ha sido la frase más repetida entre todos ellos. Absolutamente nadie ha comentado la peli en cuestión o la escena o el diálogo coincidente con cada trayecto.

Debido al fracaso inicial de mi experimento he pensado en darle una nueva vuelta de tuerca al asunto: En lugar de emitir pelis enteras, grabaré escenas concretas de distintas pelis con la intención de seleccionar una u otra en función del perfil del cliente.

Para ello me gustaría contar con vuestra ayuda. Necesito escenas de pelis que os hayan impactado de verdad, de esas que aun viéndolas por primera vez (y sin haber seguido la trama) pudieran llamar la atención de mis clientes. A partir de ellas, como digo, compondré un DVD que emitiré en mi taxi en función del perfil de cada cliente. Os recuerdo que el perfil usuárico de un taxi es muy amplio: Desde tiernos infantes hasta ancianos redomados, pasando por todo el espectro social que os podáis imaginar. Tenedlo en cuenta de cara a vuestras propuestas.

Muchas gracias. Y tal.

La teleoperadora

Circulando ocupado por el Paseo de las Delicias recibí una llamada (con número oculto) al manos libres del taxi. Desgolgué:

– ¿Diga?

– ¿Es usted Daniel Díaz?

– Depende.

– Mi nombre es Sandra, le llamo de XXX (conocida compañía de telefonía móvil).

– Me alegro por usted, pero yo no soy de XXX, sino de YYY (otra conocida compañía de telefonía móvil).

– Lo sé. Precisamente por eso le llamaba. Quería proponerle…

– Espere, espere. ¿Y cómo sabe usted cuál es mi compañía, mi nombre y mi número de teléfono?

– Eso, eso. ¿Cómo lo sabe usted? – dijo también mi usuario acercándose al hueco de mi asiento.

– ¿Quién es esa otra persona con la que estoy hablando? – preguntó la telefonista.

– ¿No lo sabe? – pregunté.

– Me llamo Juan Francisco Santos, y yo no soy de XXX, ni de YYY, sino de ZZZ (otra importante compañía de telefonía móvil).

– Encantada, Juan Francisco. Aunque mi llamada en realidad era para don Daniel Díaz, si usted también deseara migrar su número de teléfono a XXX…

– Yo no deseo migrar nada – dije yo.

– ¿Y cómo sabe usted mi nombre? – preguntó Juan Francisco.

– (Se lo ha dicho usted) – le dije en voz baja.

– Ah. ¿Y qué me ofrecería si migro mi número?

– ¿Es usted Autónomo, don Juan Francisco?

– ¿Y a usted qué coño le importa?

– Lo digo porque tenemos ahora una promoción para Autónomos que incluiría un terminal completamente gratuito a elegir entre cinco modelos de alta gama.

– Hemos llegado a su destino, caballero – le dije parando el taxi en el portal indicado.

– Dele otra vuelta a la manzana. Señorita: ¡Yo quiero un iPad! – dijo el usuario.

– Siento decirle el iPad no es un teléfono propiamente dicho – añadió ella.

– Pues vaya mierda. ¿Y entonces para qué sirve el iPad?

– Creo que ese es otro tema – dije yo. 

– Todos los terminales ofertados incluyen conexión a internet 3G – volvió ella.

– ¿Y para qué quiero yo internet? – dijo él.

– ¿Y para qué quiere usted un iPad? – dije yo.

– No lo sé. Es… bonito.

– ¿Están tratando de gastarme una broma? – preguntó la telefonista.

– ¡Pero si ha llamado usted! – soltó Juan Francisco.

– ¡Vayan ustedes a gastarle bromas a su santa madre! – dijo ella y colgó.

– Vuelva a llamarla – me dijo Juan Francisco.

– No puedo. Me llamó con número oculto.

– ¿Se puede llamar ocultando el número? Dele otra vuelta a la manzana.

– (…)

Contra natura

Imagina que un hombre sordo acude solo a un concierto de U2. Imagina que el hombre sordo se coloca justo en el centro del estadio rodeado de gente por todas partes: 65.000 personas a su alrededor. Imagina que empieza el concierto, sale Bono al escenario y todo el mundo comienza a gritar, incluido el sordo. Suena el primer tema y las 65.000 personas cantan a coro: «Un, dos, tres, catorce». El sordo hace lo posible por imitar el movimiento de los labios del grupo de chicos que está junto a él. En apariencia, cualquiera diría que el sordo está integrado, disfrutando como el resto del concierto. Nadie podría sospechar que aquel chico de la camiseta verde que ha acudido solo a un concierto de U2 en realidad no está escuchando absolutamente nada, ni siquiera ha leído nunca canción alguna de aquel grupo, ni conoce el nombre de los miembros de la banda (para qué).

Así, como el chico sordo en un concierto de U2, me he sentido yo esta mañana, sin motivo, mientras conducía mi taxi por la Avenida del Planetario.

No sabría describirlo mejor.

La llamada

Cuando esperas una llamada telefónica importante, esa que te hará hipertenso, entrecortado y bobo, esa que llevas esperando tantos días, con sus noches, cuando la esperas, como digo, todo lo demás te importa tres cojones. Conduces con un ojo en la pantalla del móvil mientras piensas: no parezcas nervioso, no metas la pata, hazte el sorprendido, incluso el distante. Y sabes que te va a llamar, claro, te dijo que llamaría hoy, esta misma tarde, pero la tarde es larga y cruel; demasiado indeterminada. ¿A partir de qué hora será por la tarde para ella? ¿las 4?, ¿las 5?, ¿las 7 y 13?

Y si llevo el taxímetro apagado es por no interrumpir su llamada: Ahora no puedo hablar, llevo el taxi ocupado. Las llamadas más importantes siempre se producen en el momento menos oportuno, cuando ya no la esperas o justo cuando dejas de pensar en ella, en la llamada y en ella. Aun así continúo conduciendo; las esperas son siempre más largas cuando estás parado, y en movimiento disimulas mejor la angustia, ¿verdad?, ¿verdad?, ¿eh? Y el tiempo ahora es mucho más relativo que nunca, los segundos son horas y los minutos, vidas enteras. Trato de pensar en otra cosa pero siempre me viene lo mismo, la misma reproducción de mis palabras y ese tono de voz tantas veces ensayado para cuando llame y yo descuelgue después de tres o cuatro timbrazos, no más pero tampoco menos: ¿Sí?… ¡hola!… ¿qué tal todo?, ¡cuánto tiempo!…

Y sigue sin llamar, y ya llevo cuatro vueltas completas a Madrid, y estamos entre la tarde y la noche, franja en la que paso de la seguridad total a la incertidumbre, de esperar su llamada a pensar «puede que ya no llame», y a medida que pasan los segundos, y sobre todo los minutos, me voy preparando para lo peor. Y lo peor no es que no llame, sino el por qué no ha llamado, su motivo para no querer llamarme o, peor aún, haberse olvidado de llamarme, haberse olvidado de mí.

Entonces ¿qué debería de hacer ahora? Encender el taxímetro no, por si se digna a llamar cuando la tarde ya es noche. Irme a casa tampoco; me comería las paredes. ¿Meterme en un bar, quizás? ¿emborracharme? ¿cagarme en su puta madre como terapia del engaño para no perder la poca cordura que me queda?