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Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Uno de cada seis jugadores de dados cree en dios

FOTO: Juanedc

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Reconozcámoslo. Aquí hay algo que se nos escapa. Piensa en el páncreas, por ejemplo. Piensa en siete metros de intestinos perfectamente plegados en el bajo vientre. Piensa en la función que desempeña el corazón y en el cerebro, joder, el cerebro. Piensa en el ojo. El iris, la retina, la córnea, el cristalino. La pupila se dilata o se contrae según la intensidad de la luz. O de los porros. Y todo ello encajado en la cuenca del cráneo de tal forma que te permite mover la vista a tu antojo, y sin embargo impide que el globo ocular salga disparado si estornudas. O qué decir de las pestañas. Qué gran invento las pestañas. Por no hablar del pene, claro.

Comer, bostezar, conducir un taxi. Enamorarte de una chica que no entra dentro de tu canon de belleza. Es muy difícil, ciertamente, creer que todo esto surgió de la nada. Cuesta imaginar que detrás del diseño del ombligo, detrás de una medusa, detrás del Gran Cañón del Colorado o detrás del Big Bang sólo hubo azar, o lo que algunos científicos llaman «generación espontánea». Conociendo y asumiendo nuestros límites suena más lógico creer en un ser superior que se escapa a cualquier lógica palpable. Hasta ahí, estoy completamente de acuerdo. Puedo llegar a creer que existe un dios, o una fuerza suprema, o como quieras llamarlo. Pero toda esa parafernalia que a lo largo de los tiempos ha girado en torno al concepto en cuestión, todos esos rituales, mandamientos, obligaciones, negaciones, castigos, ofrendas, miedos, supersticiones, bulas, sotanas, o exenciones de IBI que llegan incluso a colarse en nuestro sistema educativo (y hasta en los úteros de las mujeres), ¿a qué se debe? ¿por qué pretenden acapararlo todo? ¿para qué? ¿hasta cuándo?

Si al tirar un dado yo le pido a dios que salga un uno, tú que salga un dos, otro que salga un tres, y así sucesivamente, está científicamente demostrado que dios tendrá una efectividad del 16,666%, o dicho de otro modo, que uno de cada seis tendrá motivos para seguir creyendo. Y ese agraciado besará los pies de un muñeco de madera. Y caminará de rodillas hasta la meta del templo del dios de los dados. Y le dará pasta libre de impuestos al gestor de ese dios.

Rentabilísimo negocio el de la cultura del miedo y las falsas promesas, por cierto. Qué curioso.

Mens sana in corpore chungo

Llevo todo el santo día con la carta en la mano, conduciendo mi taxi con ella a mi vera o dejándola, como quien no quiere la cosa, en el asiento trasero por si algún cliente se la pudiera llevar por error y olvidarme de ella y dejar atrás mis dudas: ¿Abro la maldita carta? ¿quemo la carta?

Flashback: El martes de la semana pasada, tras un obsceno número de noches vagando de bar en bar (entre servilletas con versos escritos por ambas caras, cigarrillos atrapa-musas y cervezas ahoga-penas), mi hígado sacó bandera blanca y le dijo a mis pulmones que, o cambiaba yo de vida, o él cambiaría de cuerpo. Por eso, para contentar a ambos tres (hígado no hay más que uno y pulmones los tengo a pares), acudí a ese «Club de los simples mortales» que hacen llamar Hospital y me hice un chequeo.

La carta cerrada que, desde esta misma mañana, tengo entre mis manos contiene los resultados del chequeo en cuestión: Transaminasas, colesterol, plaquetas y demás parafernalia humana (que no divina). Si la abro y leo lo que espero, unos malos resultados, me sugestionaré (soy muy aprensivo) y acabaría obsesionado por los yogures con Bifidus, las dietas sin sal, los paseos en bici, las pulseras Power Balance y los Planes de Pensiones. Y claro, en cuanto mis musas me vieran con mayas, camiseta de tirantes y una cinta en la cabeza, se irían con otro.

Pero, si no la abro…

¿Qué hago?