Aunque nuestra nariz no es tan sensible ni está tan desarrollada como la de un perro o la mayoría de los animales, puede llegar a recordar 50.000 olores diferentes. Esa prodigiosa memoria olfativa es la que hace que olamos un aroma y éste pueda transportarnos con nuestros recuerdos a décadas atrás, a un momento vivido, a un lugar concreto.
Que podamos recordar hasta 50.000 aromas no quiere decir que ese sea el tope de los que nuestro olfato pueda llegar a percibir, ya que en realidad podemos distinguir hasta la friolera de un billón de olores diferentes.
Según investigadores de la Universidad de Pittsburgh los diferentes efluvios que podemos percibir se pueden clasificar en diez categorías: fragante (que es el olor suave y agradable), el olor a madera o resina (llamado también leñoso), el olor químico, el mentolado o refrescante, el olor dulce, el olor a quemado o ahumado (donde incluiríamos el de las características palomitas de maíz o el conocido como chamusquina), el olor a podrido, el rancio o acre (entre los que se incluye el ajo y el del fósforo), y dos olores frutales: uno que incluye los cítricos y el que lo excluye (resto de frutas).
Conocemos como perfume aquella esencia o fragancia que desprende un agradable olor.
El origen etimológico del término lo encontramos en el latín ‘perfumum’ un vocablo que con el tiempo adquirió la misma acepción que ‘perfume’ y que estaba compuesto por el prefijo per- (a través de/ mediante) y ‘fumum’ (humo) por lo que su significado original hacía referencia a la fragancia que se percibía a través del humo tras quemar algunos tipos de plantas olorosas, inciensos o aceites aromáticos, que era el modo en el que antiguamente aromatizaban las estancias e incluso las propias personas, quienes se colocaban y se dejaban ‘ahumar’ por la fragancia desprendida de lo que estaban incinerando.
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