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El MoMA repone, 30 años después, la serie de fotos que inauguró el ‘heroin chic’

Nan Goldin - Trixie on the Cot, New York City. 1979. The Museum of Modern Art, New York © 2016 Nan Goldin

Nan Goldin – Trixie on the Cot, New York City. 1979. The Museum of Modern Art, New York © 2016 Nan Goldin

El infierno en la tierra y el cielo infernal que todo ángel negro codicia con venas hambrientas: el Bowery, al sur de Manhattan, paseo de la fama de muchachos viciosos. La fotógrafa Nan Goldin acababa de cumplir 26 años cuando llegó al barrio. En las calles se movía la fricción más bruta, el hielo más frío: 1979, año de psychos, canciones que decían «rompe la cabeza del mocoso con el bate», «estoy en E», «somos la generación en blanco»…

Goldin venía de estudiar fotografía en Boston, que es al Bowery lo que Chamartín a La Cañada Real.

Sin saber muy bien por qué —el espíritu del tiempo era: a nadie le importa por qué lo haces, sino que lo hagas—, empezó a disparar diapositivas, aquellas fotos transparentes que, una vez reveladas y colocadas en marquitos, se proyectaban en la pared, sobre los muebles, el edificio de enfrente o los cuerpos en frenesí. Goldin no tenía otra ambición que animar las fiestas con diaporamas más o menos sincrónicos con la música de la Velvet Underground, James Brown o Nina Simone que sonaba en las noches sin amanecer.

Las fotos mostraban a gente haciendo el amor, trabada en peleas, intentándolo, fumando, cayendo, subiendo, con signos físicos de violencia en la piel, dando besos como dentelladas, esperando que el anterior en el turno terminase el trabajo con la jeringa… Nadie prestó demasiada atención a lo que hacía Golding. Todos estaban demasiado colocados y la fotógrafa no era excepción. Disparó miles de fotos entre 1979 y 1986, cuando el Bowery era como Mogadiscio y los carcas pedían la intervención de la ONU.

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La justicia llega tarde para Sam Wagstaff, novio y educador de Mapplethorpe

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Wagstaff. Derecha: autorretrato de Mapplethorpe. Gift of The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Sam Wagstaff. Derecha: Autorretrato de Mapplethorpe © The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Entre las dos Polaroid transcurrieron solo unos meses. El hombre en ropa interior de la izquierda, Sam Wagstaff, tenía más o menos 50 años y era tan millonario como lo había sido en la cuna —el dinero llegaba por ambas líneas consanguíneas: el padre, superabogado y la madre, judía polaca, ilustradora de confianza de Harper’s Baazar—.

El chico encuerado de la derecha, Robert Mapplethorpe, de 25, pretendía convertirse en fotógrafo, en artista, comerse el mundo, ser un nuevo Elvis

Se conocieron en una fiesta licenciosa en uno de esos lofts de Nueva York donde entrabas por una cualquiera de estas dos condiciones: ser bello o ser un poco menos bello pero tener mucho cash.

Se acostaron juntos la misma noche y fueron amantes durante quince años. Ambos murieron de sida con una diferencia que fue caritativa para el sentimiento de pérdida de Robert: Wagstaff en 1987 y Mapplethorpe en 1989.

Los dos decesos ocurrieron en invierno, pero la nieve solo parece haber caído sobre la memoria de Wagstaff.
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«Debo contarte algo… Tengo el VIH»

Juliann © Adrain Chesser

Juliann © Adrain Chesser

Juliann, la mujer del retrato, acababa de ser invitada al estudio de su amigo Adrain Chesser, el fotógrafo. La mujer sólo había recibido una cita y acudió, seguramente no por primera vez, dispuesta a ser retratada por el siempre jovial Chesser.

El set estaba preparado e iluminado y la cámara montada en el trípode. Tras unas cuantas palabras de saludo y cortesía, Adrain pidió a Juliann que tomara asiento, ajustó el plano, enfocó, apartó el ojo del visor y  enfrentó la mirada de la mujer. Tenía en la mano un disparador remoto conectado a la cámara para poder disparar en cualquier momento.

«Tengo algo que decirte…», dijo el fotógrafo.

Dejó que la frase hecha, una invitación a la confidencia, reposara en suspense durante unos pocos segundos. Después la completó: «Tengo el VIH».

Con las siglas del virus del sida todavía resonando en el ambiente, el fotógrafo apretó en el obturador.

Chesser decidió contar así a sus conocidos y amigos más queridos que había sido diagnosticado, un mes antes, como VIH+. No pretendía «capturar el momento», afirma, sino crear «un ritual que nos ayudase a todos a superar el trauma».

I Have Something to Tell You (Debo contarte algo) es una serie a la que podríamos otorgar la condición de efectista. Con no menos razón debemos considerarla uno de los ejercicios más crudos de la dinámica fotográfica del retrato. Chesser, que tenía 39 años cuando recibió el diagnóstico de VIH+, sentía «pánico» frente a la idea de enfrentar a su círculo de amistades con la noticia. «Me sentía igual que cuando debía compartir algo incómodo con mis padres cuando era niño y temía el rechazo, incluso el abandono».

Durante dos semanas retrató a 47 personas en el set que se había convertido en un confesionario bidireccional —el fotógrafo que se reconoce enfermo ante el amigo que, a su vez, responde emocionalmente frente al primer contacto con la dolorosa información y entrega la emoción al enfermo—. Hizo más o menos dos rollos de película de 36 fotos a cada uno de los invitados. Mientras disparaba, imagen tras imagen, dejaba que los retratados oficiaran la ceremonia.

«Fueron todos muy valientes. Nadie me ordenó que parase, nadie se levantó y se fue… Hablamos, hubo lágrimas y risas, pero, sobre todo, hubo amor. Finalmente me di cuenta de que cuando eres sincero no hay abandono posible, como temía de niño. No hay palabras para expresar mi agradecimiento a todos los que participaron».

El proceso de selección de los retratos definitivos de cada persona no fue fácil, pero sí liberador. «Me di cuenta de que estaba buscando las imágenes que reflejaran mejor mi propia experiencia, como si quisiera que fuesen autorretratos«, recuerda el fotógrafo, que optó por una paleta de colores muy saturados porque la combinación de retrovirales con la que se medicaba entonces tenía como efectos secundarios las alucinaciones y los sueños anormales.

Chesser, que había aprendido fotografía como ayudante de Rosalind Solomon, una de las grandes cronistas visuales de los primeros años de la pandemia, es gay y se contagió por practicar sexo no seguro. Ha desarrollado el sida, pero ahora se siente «increiblemente feliz y saludable». Los últimos análisis indican que las constantes inmunológicas son las normales para una persona adulta y el VIH es casi indetectable en las pruebas.

Desde 2007 hasta 2012 se embarcó en una esperiencua singular: vivir como un nómada con el grupo The Hoop, una comunidad primitivista que desea regresar a la simpleza de los cazadores recolectores para entender a la naturaleza y aprender de su múltiple sabiduría. Acaba de presentar un libro sobre su deriva durmiendo al raso y alimentándose de lo que cae con otros renegados de la sociedad. Se titula, no por casualidad, The Return (El regreso). Ninguna de las imágenes es un disparo a bocajarro y con trampa. Creo que es el mejor de los síntomas de la buena salud de Adrain Chesser.

Ánxel Grove

La cándida perversión del cine porno de los setenta

El cine porno ha sido expulsado del reino diáfano y bobalicón de lo correcto. Casi nadie tiene la valentía o la sinceridad de salir en su defensa. El ardor del pasado parece no ya de otro tiempo, sino de otro mundo. Ha sido barrida del escenario la fascinación intelectual de los años setenta, con el escritor Norman Mailer declarando que «hay algo emocionante en las películas pornográficas», la intelligentsia acudiendo en masa a las sesiones de las salas equis —permitidas en España a partir de 1982, pero legales en muchos otros países desde una década antes— y la sensación de que las películas de sexo explícito eran chic e ¡incluso podían tener un acabado artístico! (supongo que eso creíamos pensar o formulábamos como excusa, pero también me gustan los pretextos low-fi de aquellos años).

Desde el momento en que el cine dejó de ser un negocio para adultos y se convirtió en un producto dirigido al potentísimo mercado adolescente —el punto de inflexión es la primera entrega de la saga Star Wars (1975), el primer megataquillazo planetario que consideraba al espectador un niño eterno, imponiendo un paradigma que se mantiene y crece por momentos—, el cine porno quedó enterrado en los sótanos de la privacidad. Aunque no ha dejado de crecer en términos económicos —se calcula que factura, sólo en los EE UU, de 10 a 13.000 millones de dólares al año—, ahora es un placer más o menos solitario que se consume mediante la conexión a Internet o en las habitaciones de hotel, donde dos terceras partes de las emisiones de canales pay-per-view que ven los clientes son para adultos, según una encuesta de hace pocos años.

Antes de la llegada unificadora del vídeo y la epidemia del sida —que se llevó por delante a unas cuantas estrellas del género, entre ellas el actor John Holmes, un símbolo al que la cinta métrica adjudicaba 34 centímetros de pene—, el cine porno de los años setenta era divertido, inocente dentro de su aparente suciedad —sexual pero casi educativo, sin los afanes freak de los vídeos depravados del todo vale que llegarían más tarde— y se atrevía a ser libre e experimental (Behind the Green Door, de 1972, se presentaba, y había cierta verdad, como una película «bergmaniana«.

"Sexy Times" (Fantagraphics)

«Sexy Times» (Fantagraphics)

El libro Sexy Times, de la editorial Fantagraphics, condensa una antología de pósters de aquella época de aventura, música disco, vida sin complejos y un cierto candor trágico, porque la gente del cine porno, como retrata con aire naturalista y casi documental la gran película Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997), parecía llevar encima el peso de una sombra: se sabían reyes y reinas de un mundo de cristal que se quebraría en cualquier momento.

La cartelería que aparece en el libro, de la que inserto una selección en esta entrada, tiene el regusto casi candoroso de aquel tiempo blanco del que me confieso enamorado. Si alguien quiere hacerme feliz, lo logrará si me envía una copia de Librianna, Bitch of the Black Sea (Libriana, la perra del Mar Negro, 1979), que se vendía como la primera película porno rodada en la URSS.

Ánxel Grove

Buscan dinero para restaurar el documental perdido sobre William Burroughs

"Burroughs: The Movie"

«Burroughs: The Movie»

El mejor documental sobre el mejor escritor del siglo XX no está al alcance de nadie. Acaso queden algunas copias en viejas cintas de vídeo, pero resulta improbable.

Burroughs: the movie, realizado en 1983 por Howard Brookner, muerto por complicaciones derivadas del sida seis años más tarde, cuando sólo tenía 34, no sólo fue el primer largometraje sobre William S. Burroughs, sino el único retrato filmado que contó con la colaboración y complicidad del escritor.

El rodaje empezó en 1978 como un trabajo de fin de carrera de Brookner para la New York University Film School y concluyó cinco años más tarde. Es un documental tierno, gracioso y real que echa por tierra muchos de los clichés sobre Burroughs que circulan por los mentideros del fanatismo.

Además de largas entrevistas y reveladoras secuencias con el escritor, en el film aparecen algunos de su amigos y colaboradores, que eran muchos y muy inteligentes. Entre otros, Allen Ginsberg, John Giorno, James Grauerholz, Brion Gysin, Patti Smith, Terry Southern y Francis Bacon.

También —y en una persona tan tímida como Burroughs resulta prueba suficiente de la confianza que depositaba en el cineasta— incluye las únicas declaraciones públicas del escritor sobre la muerte de su mujer, Joan Vollmer, a la que Burroughs pegó en 1951 un tiro en la cabeza mientras ambos estaban muy drogados. El documental recoge declaraciones del hijo de la pareja, Bill Jr., que murió a los 33 años cuando estaba intentando desengancharse de la heroína con un tratamiento de metadona.

Brookner y Burroughs, 1983. Foto: © Paula Court

Brookner y Burroughs, 1983. Foto: © Paula Court

Burroughs: the movie, en cuyo equipo de producción trabajaron como Tom DiCillo (operador de cámara) y Jim Jarmusch (sonido), compañeros de clase y amigos del director, fue emitido por la BBC en el mítico programa Arena, el oasis de seriedad y frescura de las televisiones públicas europeas durante décadas. También se exhibió en algunas salas de cine de circuitos off.

Aunque la carrera de Brookner fue en ascenso —dirigió el documental Robert Wilson and the Civil Wars (1987) y la comedia Noches de Brodway (1989), con Madonna y Matt Dillon en el reparto—, la muerte prematura del cineasta y el desinterés de las distribuidoras condenaron a Burroughs: the movie a las categorías de película inencontrable y tesoro perdido.

Quizá la situación cambie con el proyecto de Aaron Brookner, sobrino del director y también autor de cine —en 2011 produjo y dirigió en 11 días con el dinero de un microcrédito y grabando con una cámara Canon 5D la interesante The Silver Goat, sólo destinada a iPad—, que ha puesto en marcha un proyecto de financiación en masa para restaurar y reeditar Burroughs: the movie. Al crowdfunding, que busca alcanzar los 20.000 dólares, algo más de 15.000 euros, le quedan 28 días cuando escribo esta reseña.

Inserto abajo el vídeo en el que Brookner explica los motivos para empeñarse en el rescate de este documental perdido. Que se trate del primer y más humano acercamiento a la figura de un escritor que, además de inventar el punk y presentir el rap, nos entregó tanta inteligencia (dos citas para demostrarlo: «un paranoico es alguien que sabe de qué va la cosa», «no somos responsables. Robad todo lo que esté a vuestro alcance») y tantos libros inmortales, quizá anime a rascarse los bolsillos. Para quienes deseen ejercer la curiosidad, aquí están las páginas de Kickstarter del proyecto, la de Facebook y la de la productora de Brookner.

Ánxel Grove

 

Jane Evelyn Atwood, la fotógrafa obsesiva

Cantina, Ryazan, Rusia

Cantina de un internado femenino para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

El rigor del reformatorio y el desolador frío invernal que adivinamos en las paredes queda matizado por la inocencia triste del gesto y la pregunta inconclusa que parece formularnos la hermosa preadolescente, convicta por delitos juveniles.

La autora de la foto, Jane Evelyn Atwood (que trabaja habitualmente para la gran y comprometida Agencia VU), tiene una de las miradas más compasivas del gremio. Para ejercerla, porque quizá no hay otra manera, se mueve sin prisa, dejando de lado las neurosis del tiempo.

Para su serie más aclamada, un estudio en profundidad sobre mujeres encarceladas, ha empleado más de una década. Entrar en casi medio centenar de prisiones y diagnosticar el peso de la crueldad a lo largo de diez años puede ser considerado una obsesión. Atwood entendería el calificativo como un elogio. Le gusta ser obsesiva.

Mujer dando a luz en un hospital penitenciario, Alaska, EE UU

Mujer dando a luz en un hospital penitenciario, Alaska, EE UU

Nacida en 1947 en Nueva York (EE UU) pero residente en París desde 1971, la vocación de esta testarruda mujer de fuerza admirable que no admite el oficio de reportera («soy una fotógrafa de proyectos, no de un momento», dice) fue tardía. A los 30 años compró su primera cámara porque deseaba retratar a las prostitutas del barrio de la capital francesa en el que residía. Aquel trabajo, su primer trabajo, demuestra otra vez que no es necesario ir a una escuela para que te enseñen a mirar por un objetivo.

Los siguientes retos no fueron de menor hondura: año y medio con la Legión Extranjera en los confines del Chad; un año retratando a ciegos; los últimos cinco meses de vida del primer enfermo francés de sida que accedió a mostrarse en público; un proyecto de cuatro años sobre víctimas de minas antipersona en Camboya, Angola, Kosovo, Mozambique y Afganistán y otro de casi tres años sobre la vida en Haití antes del terromoto de 2010, cuando el país antillano, el más pobre del mundo, aún no era noticia de interés para casi nadie.

Haití, 2008

Haití, 2008

Multipremiada pero nunca vendida («lo único que me importa es hacer las mejores fotos que sea capaz de hacer y ser completamente honesta»), Atwood es y será, con todas las consecuencias, una mujer de obsesiva tristeza.

No hay otra emoción posible sabiendo que los lugares y las situaciones que ha retratado no serán curados por nadie de la semilla de maldad y exclusión que padecen. «He regresado a algunos de los escenarios que retraté en el pasado y todo sigue igual o está aún peor. Me gustaría volver dentro de diez años y ver que todo ha mejorado, pero sé que no será así, de manera que deberé regresar antes para hacer más fotos«, dice.

Ánxel Grove

La Rue des Lombards, Paris, 1976-1977

La Rue des Lombards, Paris, 1976-1977

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Sauna en una colonia de trabajo para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

Sauna en una colonia de trabajo para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

The Blind, 1988

The Blind, 1988

Jean-Louis, París, 1987

Jean-Louis, París, 1987

Autorretrato de Jean Evelyn Atwood

Autorretrato de Jean Evelyn Atwood

Luis Pereiro: «Sin buscar nunca solución para un amor atroz»

Lois Pereiro. Madrid, 1979 (Foto: Piedad Cabo)

Luis Pereiro. Madrid, 1979 (Foto: Piedad Cabo)

La foto de la izquierda muestra al joven Lois Pereiro en la terraza de un piso del Paseo de Extremadura de Madrid. La hizo su novia, Piedad Cabo.

Tiempos limpios: finales de los setenta. El ogro estaba enterrado y el futuro olía a jardín.

Piedad hizo al menos dos fotos más de su novio. En éstas, de plano más cerrado, no se aprecia la novela de Ross Macdonald que él estaba leyendo.

Una de las fotos de la serie ha sido utilizada y distribuida por la Real Academia Galega (RAG) para la invitación a la sesión plenaria de carácter extraordinario que la institución celebra mañana en Monforte de Lemos (Lugo).

Alojo aquí la invitación para los interesados.

Tres notas sobre el mensaje off-topic encubierto bajo el diseño de la cédula de acceso emitida por la RAG:

1. La foto elegida hurta el libro que descansa sobre el sofá. Ross Macdonald -autor de hard boiled, yanqui hasta la cepa- no es políticamente correcto y causaría alguna dispepsia en un pleno organizado por un comisariado que no sólo custodia las normas ortográficas, dialectales y fónicas da fala, sino que, cito sus objetivos estatutarios, se encarga de «velar por los derechos del idioma gallego». La vieja historia de la histeria moral nacionalista: la lengua entendida como trinchera y guillotina fronteriza; los derechos, como salvoconducto para la inquisición.

2. Al optar por el primer plano, no tenemos acceso a los brazos del poeta a quien la RAG ha dedicado el Día das Letras Galegas de este año, que se celebra mañana, jornada festiva autonómica. Lois Pereiro (1958-1996) empleó casi todos sus derechos de autor en comprar heroína para chutarse en las venas de esos brazos que la academia no desea mostrar. Las regalías que el poeta pudo disfrutar fueron escasas, porque en vida le trataron como un apestado buena parte de las personas que han recibido con orgulloso agrado la invitación y estarán presentes, circunspectos, en el acto de Monforte, ciudad natal y territorio salvaje (es decir, familiar) de Pereiro. No sé si la RAG oculta los brazos-venas del poeta con o sin intención. Jung otorgaría el mismo significado, en términos de mito, a ambas opciones.

3. La invitación de la RAG contiene esta leyenda: «Fotografía de Piedad Cabo. Cortesía dos heredeiros do escritor». No acierto a saber si se trata de un desatino o una nueva interpretación, entre Creative Commons por la cara y vulgar descaro, de la legislación sobre autorías. Si la foto es de Piedad Cabo, que no es heredera legal, ¿cómo pueden cederla, por muy educamente que procedan, los herederos, es decir, la familia del poeta muerto?

Piedad Cabo y Luis Pereiro. Muro de Berlín, 1983

Piedad Cabo y Luis Pereiro. Muro de Berlín, 1983

Piedad Cabo es la única novia que tuvo Luis Pereiro -a partir de ahora le llamaré así, Luis, como le llamábamos todos quienes le conocimos-, la mujer a la que amó más allá de toda norma.

También es la persona que tuvo que correr desde cien kilómetros para ingresarle en el hospital en 1994, cuando empezó la cuenta atrás hacia la muerte. Sólo a ella hacía caso el enfermo. Quedó ingresado. Piedad, ingresada a su modo, fumó la máquina entera de tabaco de la noche más larga. La familia del enfermo (madre, hermano, hermana, cuñada), los herederos, se fueron a casa a dormir.

Piedad es la destinataria de la última obra del poeta, la esplendorosa Conversa ultramarina (Conversación ultramarina), publicada en su versión verdadera (la que reproduce el original epistolar de Luis) por Edicións Positivas, la única editorial que le dió cuartel en vida al escritor, un raro que nunca interesó a las ultra conservardoras empresas gallegas dedicadas al negocio del libro-bandera-nacional, esa otra guillotina.

Piedad Cabo no ha sido invitada al acto de mañana en honor a Luis.

El editor de Positivas, Paco Macías, sí ha sido invitado, pero no creo que se presente. Como Luis, es un  anarquista fidedigno, sin patria, sin academias, distante de las guillotinas.

Me parece (opino por mi cuenta, soy culpable de no seguir el discurso único) que Luis tampoco asistirá en forma espíritual (el Día das Letras Galegas se dedica a personas muertas).

Creo que, ante cualquier homenaje de este calibre, firmaría un grafito con la sentencia de Buenaventura Durruti: «La unica iglesia que ilumina es la que arde». El fuego es un destino justo para cualquier dogma, sea un documento de identidad, una arenga nacional o una distinción académica.

Qué vieja es la vieja y miserable historia de la explotación post mortuoria: las extrañas derivas de Maria Kodama, la celadora de Jorge Luis Borges; la peripatética actividad de Clara Aparicio, viuda de Juan Rulfo y soldadera belicosa contra todo lo que enturbie sus planes; la desobediencia de Max Brod a las instrucciones de Franz Kafka para que destruyese sus manuscritos; Isabel Burton, la mujer del orientalista Richard Francis Burton, quemando los papeles sexualmente incómodos de su marido; Elisabeth, la hermana de Friedrich Niezsche, distorsionando a su gusto los manuscritos inéditos del trastornado y por tanto cuerdo filósofo…

Luis Pereiro en una bolsa de supermercado

Luis Pereiro en una bolsa de supermercado

A Luis Pereiro le han intentado disfrazar en los últimos meses. Le han colgado todos los atrezos, le han colocado en todas las plataformas virtuales de egosurfing.

Hay un Twitter @loispereiro, un grupo de Facebook, un blog oficial, una exposición itinerante que le presenta como el punk que no fue, un espectáculo audiovisual montado por empresarios del apparatchik nacionalista, una muestra que le imagina  como aleph de la movida gallega, varios documentales, materiales didácticos que escamotean los venenos a los que era adicto (y el sida que le llevó la tumba), una edición especial de bolsas de supermercado con su foto y uno de sus poemas…

Algunas iniciativas son ejercicios perversos de imaginación manipulativa, en otras se elude la forma de vida del poeta, demasido fijada a la obra, demasiado comprometida a la certidumbre de la muerte, una incómoda circunstancia en tiempos de poesía firmada por empresarios o portavoces gremiales.

En casi todas, no lo pongo en duda, hay cierto porcentaje de admirado cariño, aunque no sé dónde está la admiración cuando leo a uno de los muchos biógrafos-paracaidistas, un autoproclamado escritor, llamando a Lois «poeta popular» y citando a David Bowie, Lou Reed y Allen Ginsberg. Intuyo que tachó a los Rolling Stones en el ajuste final para encajar el texto en la maqueta.

Buena parte de las acciones do Ano Pereiro -terminología propagandística- han sido financiadas con dinero público. El Día das Letras Galegas es un trampolín al que deben subirse todos aquellos corderos que deseen optar a pesebre. La Xunta de Galicia reparte subvenciones con bastante holgura desde la noche de los tiempos. En marzo dió 1,5 millones de euros a los medios de comunicación establecidos en la región [página 19 de este Diario Oficial de Galicia]. Mañana todos los diarios llevarán la primera página escrita en gallego. Al día siguiente volverán al castellano como idioma vehicular.

Ya he dado mi visión del ceremonial Pereiro en un artículo en la revista Calle 20. Lo que hoy quiero traer a la sección Top secret de este blog es más doméstico, agenda oculta, agua sucia… Tiene que ver con el inicio de la entrada y la invitación selectiva de la RAG.

"Así le rezo yo a San Francisco". Carta de Luis Pereiro a Piedad Cabo. Marzo, 1995.

«Así le rezo yo a San Francisco». Carta de Luis Pereiro a Piedad Cabo. Marzo, 1995.

Tengo antes mis ojos una carta manuscrita de Luis Pereiro. Está firmada el 8 de marzo de 1995 y dirigida a Piedad Cabo, que entonces vivía en San Francisco.

Aunque la alojo aquí en pdf y la letrita de Luis es transparante, deseo transcribirla.

Así le rezo yo a San Francisco

My Dear P.:

This is not a new and simple declaración of my love. Sería absurdo, aburriría a Cristo, después de tantas otras en todos los idiomas, de otros y otras en todos los lugares del mundo, pronunciadas por muertos y por vivos.

Esto es muy diferente.

No puede ser ya una declaración manchada por el tiempo o el espacio. Hemos sobrepasado la barrera de esa «duración» de que habla Handke, porque en el fango de todas las nostalgias, visiones, contaminación mutua, imágenes creadas y compartidas, sin ruido y sin furia en que estamos metidos hasta el cuello, eso que otros llaman amor no es suficiente: como una sentencia cumplida hace ya tiempo. Todo lo que alguna vez fue nuestro no puede existir más que en nuestra sangre que sigue su camino guiada por las venas de cada uno entremezcladas sólo en el cerebro. No somos siameses, pero tú tienes mi alma y yo la tuya, sin que sepamos nosotros cómo y cuándo. Y el mundo vive ahí fuera con sus turbulencias sin afectar seriamente a las nuestras. Cruzadas las barreras, superados los límites, olvidados los años, desde playas desiertas de Bretaña, desde hoteles ambiguos, desde el silencio que no necesita de más palabras que las que casi nunca se pronuncian, de miradas que nunca significan algo distinto a la luz que las baña, en imnumerables sueños cruzados, en el contacto leve que a veces queremos permitirnos, el mundo sigue girando indignado con nuestra indiferencia.

Tu ausencia o tu presencia sólo altera mi vida o mis deseos pero no podría interrumpir ni un sólo instante una conversación continua que invade mi cerebro y forma mi memoria, aunque esa ausencia llegase a ser eterna.

 

Luis Pereiro

Lo que fuimos o lo que somos va camino de ser intenso y duro, indefinible pero sin duda eterno, que es lo que dura la vida de un hombre que no se resigna aunque la muerte lo espere.

La verdadera duración del Tiempo es algo que un simple amor no puede concebir entre sus márgenes, no es capaz de acoger en sus entrañas tanta imagen vivida, tan pocas palabras para decir tanto, ritos y gritos sin alzar la voz como los que tú y yo llegamos a crear, juntos o separados, da lo mismo.

 

Este será el poema prometido en el lecho de mi resurrección o pacto con el diablo, ¿quién lo sabe? Pero no sería el último aunque las manos se me volviesen ramas secas o el cerebro una ciénaga. No habrá final hasta que el mundo se disperse y con sus restos nuestros comunes restos del naufragio, de un espacio cósmico que ya será siempre nuestra común y ardiente pesadilla.

«Aniquilar el dolor aniquilando el deseo», dijo Buda.

Un buen consejo que llega un poco tarde
porque soy ya un experto en ambas cosas
y prefiero sufrir, callar y hundirme
los dedos en la herida antes de olvidar el más mínimo
instante de mi deseo por ti.

Ya ves, nunca seré budista. Demasiado tiempo entre dos vidas y no quiero perderte entre transmigraciones y, entre ellas, mi dolor y mi fracaso.

Podría también ser yo el que representase tu papel, o tú el mío, o el mismo en una película distinta, o uno secundario en un viejo ‘thriller’ en blanco y negro.

 

Luis Pereiro y Piedad Cabo

Pero encontraría siempre la manera de no salir de tu alma, de entrar en ti a oscuras del modo más sutil o violento, y también de apartarme elegantemente, ya lo sabes ¿Cómo no vas a saberlo precisamente tú, que me diste el aliento y fuimos uno sin buscar nunca en los peores momentos la solución para evadirnos de un amor atroz y destructivo? Y también sabes hasta donde podía llegar mi desesperación al creerte perdida, y nunca necesitarás preguntarme en serio si te amo. Sólo podemos recrear diálogos, decirme: «Miénteme, dime que me amas», porque a ti ya no podría mentirte ni lo haría ya si tuviese que hacerlo.

Te vi una vez y te sigo mirando cuando no me ves, y creo que si algo me hizo amarte fue tu capacidad para saber siempre dónde poner los ojos, y sigo enamorado de tu infinita gama de miradas.

«Do you love me?», said the man. And she looked at him, but her eyes were fixed on the wall beyond her lover, looking the wide and open map of the world behind his head.

Esa eres tú, y así sigo adorándote.

A Coruña, 8-3-95
Para P. de Lois
Lois Pereiro

Nota: Propiedad de Piedad R. Cabo. Impublicable e irreproducible, a menos que el beneficio que ello le reporte le sirva para comer un sadndwich en Chinatown.

La carta, sobrecogedora en su transparente palidez, acompañaba al envío postal a Piedad Cabo de la primera parte de Conversa ultramarina. La nota final la declara, por voluntad expresa de Luis, la única dueña de la obra. Cualquier tribunal lo tendrá clarito en el futuro.

No la RAG, que ha excluido del magno acto a la musa inspiradora del escritor homenajeado, ni tampoco los herederos del poeta, que la prefieren con la boca cerrada e intentan silenciar las voces de la linea de sombra que reivindican al Luis tímido, libertario y coherente con su atroz padecimiento.

Parecerá de mal gusto formular hoy ciertas dudas en vísperas del gran día de fiesta. Pero, como no creo en las abstracciones ni en las lenguas atadas por propósitos cuando menos falaces, ahí dejo la cuestión: ¿Por qué se intenta ocultar que Luis murió de complicaciones derivadas del sida y se insiste en que fue por el envenenamiento del aceite de colza desnaturalizado?

Otra historia es la literaria. La poesía de Luis no permite la duda, nunca la ha permitido. Aunque algunos se han percatado dos décadas más tarde y al toque de rebato de la RAG de esa grandeza (como también parecen haberse enterado ahora de que existe algo llamado rock and roll), la obra ya estaba allí. Los libros del poeta los publicó en vida (Poemas 1981/1991 es de 1992 y Poesía última de amor e enfermidade, de 1995). No sólo son los mejores, sino también los únicos.

Lo que ha llegado este año es mediocre. El esbozo de Naúfragos do Paradiso (que los herederos han llegado a presentar como novela inédita, cuando había sido publicada en 1997) nunca habría sido entregado a las imprentas por Luis, un escritor exigente, radical y económico en el uso de la palabra, enemigo de la glosa vacía tan en boga.

Sólo se salva Conversa ultramarina (verdadero y único tercer libro del poeta), un dietario con el rigor centroeuropeo de Thomas Bernhard, de quien Luis admiraba la negra precisión («lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro«), aunque por desgracia, el gallego no imitó al austriaco en su desprecio final y murió sin dejar un testamento drástico que ahuyentase a los chacales.

Uno de los libros que Luis adoraba es La visita de la Vieja Dama, de Friedrich Dürrenmatt, una tragicomedia sobre la perversión canibal de la tierra natal contra sus hijos incómodos: la exclusión, el rechazo, el estigma, el desprecio, el cotilleo de cacatúas de la calle del Cardenal… Quienen refieren ahora la edénica relación entre Luis y Monforte deberían leer a Dürrematt. Es profético: «El mundo me convirtió en una puta y ahora yo lo convertiré en un burdel».

Al final de la francachela de mañana en el Monforte de Luis, un grupo de gaitas tocará el Himno Gallego. Luis hubiera preferido algo más venenoso. Nunca le gustaron las gaitas. Pero, sobre todo, hubiera condicionado su presencia a una sola reivindicación: estar al lado de Piedad Cabo, la vieja dama ausente.

Ánxel Grove