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El MoMA repone, 30 años después, la serie de fotos que inauguró el ‘heroin chic’

Nan Goldin - Trixie on the Cot, New York City. 1979. The Museum of Modern Art, New York © 2016 Nan Goldin

Nan Goldin – Trixie on the Cot, New York City. 1979. The Museum of Modern Art, New York © 2016 Nan Goldin

El infierno en la tierra y el cielo infernal que todo ángel negro codicia con venas hambrientas: el Bowery, al sur de Manhattan, paseo de la fama de muchachos viciosos. La fotógrafa Nan Goldin acababa de cumplir 26 años cuando llegó al barrio. En las calles se movía la fricción más bruta, el hielo más frío: 1979, año de psychos, canciones que decían «rompe la cabeza del mocoso con el bate», «estoy en E», «somos la generación en blanco»…

Goldin venía de estudiar fotografía en Boston, que es al Bowery lo que Chamartín a La Cañada Real.

Sin saber muy bien por qué —el espíritu del tiempo era: a nadie le importa por qué lo haces, sino que lo hagas—, empezó a disparar diapositivas, aquellas fotos transparentes que, una vez reveladas y colocadas en marquitos, se proyectaban en la pared, sobre los muebles, el edificio de enfrente o los cuerpos en frenesí. Goldin no tenía otra ambición que animar las fiestas con diaporamas más o menos sincrónicos con la música de la Velvet Underground, James Brown o Nina Simone que sonaba en las noches sin amanecer.

Las fotos mostraban a gente haciendo el amor, trabada en peleas, intentándolo, fumando, cayendo, subiendo, con signos físicos de violencia en la piel, dando besos como dentelladas, esperando que el anterior en el turno terminase el trabajo con la jeringa… Nadie prestó demasiada atención a lo que hacía Golding. Todos estaban demasiado colocados y la fotógrafa no era excepción. Disparó miles de fotos entre 1979 y 1986, cuando el Bowery era como Mogadiscio y los carcas pedían la intervención de la ONU.

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Regresan los setenta, la década de la que nadie salió ileso

Cubiertas de 'Ciudad en llamas' y 'Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de 'Vinyl'

Cubiertas de ‘Ciudad en llamas’ y ‘Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de ‘Vinyl’

La década de los años setenta fue la última de la que emanó el presentimiento constante de que todo estaba a punto de estallar, la creencia, como decía la canción, de que cualquier esfuerzo era inútil porque nadie saldría vivo del mundo y la opción más adecuada, quizá la única, era entregarse al torrente de la locura y arder en el magma de la disipación. Uno de los personajes del escritor Garth Risk Hallberg condensa la sensación en una imagen olfativa: «huelo a sangre de niño».

El autor de una de las novelas del año, Ciudad en llamas, no vivió el tiempo que narra —nació en 1979—, pero ha conseguido en su debut literario la crónica más detallada y pulsátil de los Bad Old Days, como llaman los neoyorquinos a los tiempos de la heroína, el desorden y el rock and roll. El libro, que en castellano ha sido editado por Random House [los fragmentos iniciales de cada bloque de la novela se pueden leer en estos vínculos: 1, 2, 3 y 4], viene precedido de los adjetivos promocionales de «nuevo clásico» y el autor recibió un adelanto de dos millones de dólares, el mayor nunca pagado por una ópera prima.

Ninguna de ambas circunstancias manchadas por la moda debe llamar a engaño: la novela es una fábula tétrica de un millar de páginas que se dejan leer con la adictiva naturalidad de un tóxico. Si el lector anhela una máquina del tiempo para conocer el lugar y el momento donde sucedió todo y de modo simultáneo, esta es su oportunidad. Lee el resto de la entrada »

El inesperado fenómeno Zanón

Carloz Zanón - Foto: Jorge París

Carloz Zanón – Foto: Jorge París

He visto el futuro del rock and roll y se llama Carlos Zanón.

No creo que me demande si copio y pego algo de su propiedad, un extracto largo de un relato.

Los rockers de verdad nunca demandan.

Va entonces:

Cuando viajo, y siempre estoy viajando, no salgo de las habitaciones de los hoteles. La gente me asusta. Pienso en ellos, conocidos y desconocidos, y me aterran. Me bloquea tener que abordarlos, saludarlos, empujarlos, tener que abrir la boca para achicar el espacio entre ellos y yo, disimular la extrañeza, disolver el aroma a miedo y holocausto. Palabras nacidas muertas, gestos imitados, una manera pactada de moverse, alzar una copa de la mesa, apretar el botón del ascensor, ser yo y, al mismo tiempo, el espejo de lo que quieren ver los otros, ser también todo lo demás que no puedo ni quiero ser yo.
¿Puedes oírlos? Son helicópteros. ¿Puedes oírlos? No, no puedes pero créeme: son helicópteros.
Soy una estrella. Soy una mierda. Soy el hombre que asesinó al hombre que quería y no quería ser una estrella. Nadie escucha(rá) mis canciones. Nadie lee(rá) lo que (no) digan de mí los libros. Nadie ve(rá) mis películas. Yo ya no escucho las canciones de los otros porque me lo sé todo y estoy encerrado en mi mente, sin víveres ni agua, sin puertas ni ventanas. Solo cristal traslúcido a mi alrededor. Metal caliente, frío abisal. Soy una estrella. Un niño perdido en la feria. Un hombre asustado palpándose y observando que las mejillas apenas cubren ya mis pómulos como fundas en los brazos de un sofá.
(…)
¿Puedes oírlos? Dime si puedes oírlos.
Me gusta ganar, dejar, olvidar pero quizás no a ti.
Necesitabas a alguien que te dijera que los Reyes son los padres solo para los niños malos y las niñas ricas. Así luego, poder dormirte pulcra e inocente sobre las cajas de cartón vacías. Noche del cinco de enero: todos a encerrarse a sus casas. Acostarse pronto. Más que la llegada de los Reyes Magos parece que arribe el Ángel de la Muerte, cal viva sobre insomnes y padres miserables que no tienen dinero para regalos.
En la India se derrumba un edificio de siete plantas lleno de gente cosiendo mis deportivas, tus camisetas.
(…)
Quién hubiera dicho que Leonard Cohen me iba a sobrevivir?
Pudo ser todo mucho más hermoso, más grande. Fantaseo con mi obituario y los imbéciles que dirán o insinuarán cosas sobre mí. Los excesos me reventaron por dentro. Maybe. ¿Qué importa? La última vez que estuviste aquí me hubiera gustado decirte que nunca aceptes el trueque de fantasía por verdad. Me hubiera gustado darte las gracias por follarme debajo de las sábanas en nuestro particular iglú sin oxígeno. Me hubiera gustado invitarte a cenar, una copa más en cualquier sitio, carreras por las aceras de Manhattan tras el amor de tu vida que estás a punto de perder, cualquiera de esas tonterías que hacen que la vida sea una mentira entusiasta.
A ratos eras bonita, a ratos loca, siempre decente y leal, qué divertido fue: la corza que desconfía y el paciente inglés muriéndose de sed en la cueva.
(…)
Me iré sin saber si me gustó el poder o el sexo.
Estar enamorado o enamorar.
Beber o estar borracho.
Me iré sin que me gusten los primeros discos de Roxy Music.
Me hubiera gustado colgarte de mi pelo.
Me hubiera gustado amarte, que me amaras, vivir en tu casa, ser débil y generoso, normal y anónimo, nada ni nadie.
¿Puedes oírlos? Son helicópteros.
¿Puedes oírlos? No, no puedes, pero, créeme, es Herodes bombardeando Belén.
Quimioterapia.
Gases de la risa.
Venganza.

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Muere Mary Ellen Mark, encantadora de las serpientes del alma

Izquierda, autorretrto de Mary Ellen Mark. Derecha, Tiny

Izquierda, autorretrto de Mary Ellen Mark. Derecha, Tiny

Adivino un hilo dorado entre el autorretrato de Mary Ellen Mark al comienzo de su carrera, en los años sesenta, y su foto más conocida, Tiny in Her Halloween Costume, la imagen de la niña-prostituta Erin Charles, de 14 años, que la fotógrafa hizo en 1983. El hambre de la segunda está presente en la aguda mirada de la primera. Las desvincula el gesto amargo de la boca de Erin y los labios distendidos de Mary.

Mark, a quien llamaron con exactitud «encantadora de serpientes del alma», acaba de morir a los 75 años de leucemia. Es demasiado pronto para una mujer que no estaba dispuesta a dejar de comer a grandes bocados el mundo y las dudas que lo pueblan. Fue la gran cronista de la vulnerabilidad de su generación y tres cuartos de siglo no bastan para abarcar, como hubiese deseado, a todos los frágiles.

Tengo la seguridad de que las casualidades obedecen a leyes que acaso redactan nuestros fantasmas. Anoche leí, de un tirón, la necropsia —porque me sentí parte de ella— de la nouvelle También esto pasará, donde Milena Busquets narra el exorcismo por la muerte de una madre. Marqué en el lector electrónico dos citas:

Tal vez todos nos quedamos siempre con algún viaje pendiente, planeamos viajes cuando ya son imposibles, como si intentásemos comprar tiempo aun sabiendo que el nuestro se ha agotado y que nadie puede regalarnos ni un solo minuto más. Debe de ser intolerable tener todavía los ojos abiertos y pensar que hay lugares que ya no volverás a ver nunca, que se cierren las posibilidades antes que los ojos.

Es un resumen de mis carencias, las que nunca ya repararé. Las palabras de Blanca, la protagonista de la novela, también me llevaron a las fotos de Mark, de cuya muerte me había enterado unas horas antes.

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Las fotos inéditas del ‘loco’ Dennis Hopper en Taos, Nuevo México

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

No es posible saber si la utopía hippie acabó con la primera cuchillada de las mansonitas contra la tripa embarazada de Sharon Tate o con el disparo del red neck que tumba y mata a Captain America Wyatt, el personaje principal de Easy Rider, interpretado por Peter Fonda. Entre la primera escena, tan real como la sangre y sucedida en las colinas de Los Ángeles, y el estreno publico de la película que contenía la segunda, metafórica y escenificada, pasaron pocas semanas.

Todo ocurrió en el verano de 1969, cuando el diablo fue de vacaciones a California.

En la foto que abre la entrada, tomada por el director-actor de la película, Dennis Hopper (1936-2010), mientras buscaba localizaciones para el largometraje que sería el canto póstumo de una generación, el flower power no parecía estar todavía condenado a la cuneta de una carretera sureña o al delirio de una secta de niños convencidos de que aquel delincuente de poca monta con ojos hipnóticos era, «en serio, hombre», el quinto beatle.

Las dos mujeres que aparecen en la imagen tienen toda la vida por delante. Eso creen ellas.

Acaban de editar las que quizá sean las últimas imágenes inéditas de Hopper, o sea, las únicas no explotadas por la codicia de los herederos. Drugstore Camera reúne las fotos del director, tomadas con cámaras desechables y reveladas en drugstores —esa mezcla de maxiquiosco y farmacia tan abundante en los EE UU, donde tiene un sentido metafísico comprar en el mismo lugar lo que te cura y lo que te lleva directo a la diabetes— durante sus primeros meses en la zona de Taos, en el desierto de Nuevo México, un lugar seco donde la topografía parece una canción de Lydia Mendoza: Cerro del Oso, Arroyo Seco, Mosca, Cerro del Oro, Jicarita, Hernández, La Española, Cerro Vista, Cuchillo de Fernando, Sangre de Cristo, Agua Fría…

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Muere ‘Hoppy’ Hopkins, activista ‘underground’ y gran fotógrafo

John 'Hoppy' Hopkins (1937 - 2015)

John ‘Hoppy’ Hopkins (1937 – 2015)

En un silencioso mutismo mediático sólo roto por unas cuantas publicaciones británicas ha muerto John Hoppy Hopkins. Tenía 78 años y no merece la reserva con la que ha sido sancionado. Su vida fue estruendosa y elegantísima la dignidad con que soportó el olvido de los famosos y famosetes que le aplaudieron durante los alborotados años sesenta y setenta, la última de las épocas en que mereció la pena rondar por el mundo.

Decir que Hoppy era fotógrafo es inexacto. Sin duda lo era: su página web —diseñada según los vetustos dictados de los hippies que llegaron tarde a internet: fondo negro, letras amarillo chillón y ningún sentido de las reglas de la supuesta efectividad comunicativa postelectrónica— guarda parte de su archivo de imágenes.

Dada la calidad de las fotos —inmediatas, potentes, joviales, pruebas de cargo sobre lo bien que creímos hacer una revolución que se quedó en negocio— y el prestigio del elenco —la aristocracia del Swinging London (Lennon & McCartney, Jagger, Jones, Faithfull), los profetas (Ginsberg, Malcolm X), algunos genios tan tormentosos que no necesitan clasificación (Miles, Muddy Waters)…—, parece mentira que el autor no haya muerto en la riqueza de las regalías como otros que retrataron menos pero se vendieron más.

Hoppy (el apodo, bailarín, saltón, estaba justificado por la pimienta de su ánimo y el nervio de sus piernas) se había graduado en Cambridge en Física Nuclear. Terminó la carrera con honores y estaba a punto de elegir alguna de las ofertas de trabajo que le llovieron cuando un amigo, acaso un ángel con piel humana, le regaló una cámara de fotos. Desde el primer disparo, para gloria de nuestra raza, el mundo perdió a un físico y ganó a un agitador.

Se fue a Londres en el mejor momento, a mediados de los sesenta, empezó a moverse en los clubes de música, a fumar marihuana y a empaparse de la locura que, de pronto, había sustituido a la niebla en la capital del Támesis. «Cuando la música cambia, las paredes de las ciudades tiemblan», diría más tarde para explicar aquella tangible sensación de renacimiento.

Número 2 de "International Times", octubre, 1966.

Número 2 de «International Times», octubre, 1966.

De la cámara al activismo underground sólo había un paso y Hoppy avanzó sin recelo ni dudas hacia la construcción del nuevo mundo. Fue uno de los fundadores-editores, en 1966, de la revista International Times, que tuvo que reducir la cabecera al acrónimo IT —muy apropiado para el logo, un dibujo de la vamp Theda Bara, la primera depredadora sexual del cine— por una demanda del diario generalista y conservador The Times. El casi fanzine fue el mejor del Reino Unido durante años si querías enterarte de lo que no deseaban enseñarte el poder o tus padres.

No se quedó ahí la contribución del hoy olvidado activista al humanismo: un año antes, en 1965, había organizado la primera edición del festival libertario y muy de la Era de Acuario de Nothing Hill, que entonces era «libre y gratuito» pero con los años ha sido deglutido por la maquinaria de Moloch hasta convertirlo en ese carnaval al que acude el turismo-borrego para sentirse multicultural.

Hoppy también fundó, aliado con el mítico productor Joe Boyd —descubridor de Nick Drake, mano derecha de Fairport Convention y, con el tiempo, socio de R.E.M.—, el club más valiente de Londres, el UFO, situado en un sótano de Tottenham Court Road. Era the place to be para escuchar la música astral de la banda residente, Pink Floyd, y entrar en la dimensión psicodélica mediante el uso pionero de los shows de luces y proyecciones como potenciadores del viaje.

A la policía londinense no le caía nada bien aquel tipejo que no dejaba de montar camorra alternativa, consumía drogas y proclamaba, con su lenguaje pulido en las muy regias aulas de Cambridge, que los tiempos estaban mudando de piel y los viejos reptiles debían o retirarse o ser más tolerantes.

En 1967 fue detenido con una ínfima cantidad de marihuana y juzgado —el consumo era delito entonces en el Reino Unido—. Se negó al derecho a tener abogado y asumió su propia defensa, aduciendo que las drogas eran usadas con fines recreativos o místicos desde la noche de los tiempos y que sus señorías también se ponían hasta las cejas de cerveza y scotch. Tras calificar al magistrado-presidente como «una epidemia social», el acusado recibió una condena de nueve meses y, aunque no tenía antecedentes y se organizó una campaña para exigir su libertad —apoyada a cara descubierta por los Rolling Stones y, desde el anonimato, por Paul McCartney, que no podía pringarse en público con causas incómodas que mancharan la reputación de chicos buenos de los Beatles—, Hoppy estuvo medio año preso.

El imparable fotógrafo-activista también retrató la vida en las calles del Reino Unido. Sabiendo de su compromiso con la sociedad de base el temario no es sorpresivo: pandillas de moteros, menudeo de drogas blandas, prostitución, niños-pilluelos haciendo de las suyas…

Promotor incansable de caminos de búsqueda, una de las frases que escribió Hoppy en su ensayo Memorias de un ufólogo podría ser usada como apunte mortuorio final: «Siempre estará enamorado de la densidad de la gente».

Jose Ángel González

‘Nevando en Zúrich’, un paisaje suizo pintado con cocaína

Detalle de 'Snowing in Zurich' - Onur Dinc

Detalle de ‘Snowing in Zurich’ – Onur Dinc

«Quería pintar una obra mojigata (…) que pudieras encontrar en el salón de tu abuela«, dice Onur Dinc (Solothurn – Suiza, 1979) del paisaje de Zúrich. En apariencia, Snowing in Zurich (Nevando en Zúrich) presenta una imagen clásica de la ciudad más importante de Suiza, centro económico y cultural del país, famosa por sus ventajas bancarias y fiscales.

De estilo realista, Dinc opina que un artista debe «hacer comentarios sobre la sociedad» y reflejar como «un espejo» lo que le rodea. Decidido a cuestionar esa reputación de perfección y felicidad de la que goza la urbe más poblada del país alpino, ha pintado un cuadro envenenado que sólo se puede entender cuando se conoce los materiales empleados para crearlo: Dinc ha mezclado los pigmentos acrílicos con cocaína para pintar la nieve que cubre los tejados de los señoriales edificios del casco antiguo.

Onur Dinc

Onur Dinc

No pretende provocar, sino poner el dedo en la llaga. Se suele hablar de la extrema limpieza de las calles de Zúrich, de los bancos, de la Bolsa, del envidiable nivel de vida de sus habitantes… Pero la ciudad tiene además uno de los índices más altos de consumo de cocaína.

Un estudio de aguas residuales realizado entre abril de 2012 y marzo de 2013 y publicado en mayo en 2014 por el Instituto Federal Suizo de Ciencia Acuática y Tecnología reveló, con el análisis de muestras de 40 ciudades europeas (y suizas), que Zúrich es la tercera ciudad en consumo per cápita de esta droga, sólo por detras de Amberes (Bélgica) y Ámsterdam (Países Bajos).

«Así es en la vida real. A primera vista, Zúrich parece adorable y casi perfecta. Pero si se contempla una segunda vez, encontrarás que no es oro todo lo que reluce», dice el artista al portal alemán de arte urbano RBNSHT. Hasta mañana 14 de febrero, la obra se exhibe en la galería Soon de Berna en Neue Landschaften (Nuevos paisajes), una muestra de varios artistas centrada en el redescubrimiento del género pictórico.

Helena Celdrán

'Snowing in Zurich' - Onur Dinc

‘Snowing in Zurich’ – Onur Dinc

¿Era el Hotel California un cruel sanatorio mental?

"Hotel California" (The Eagles, 1977)

«Hotel California» (The Eagles, 1976)

No importan la edad, la clase, la tribu. Uno escucha y, pese al derrame de tiempo y la explotación comercial, el golpe emocional sigue vivo: un viaje nocturno por el desierto, la cabeza pesada por la marihuana, una luz en la distancia, la decisión de parar a descansar en el edificio neocolonial pese a que hay un aire ominoso en el lugar

Puede ser el cielo o el infierno

No es necesario que te guste Hotel California, la canción editada en diciembre de 1976 por los Eagles. No requiere confirmación a estas alturas que se trata de uno de los temas inscritos en la memoria colectiva. Si alguien empieza a tararear la melodía hay coral confirmada; en cualquier acera puedes encontrar a músicos callejeros transformándola en reggae, danzón o chill-out; en los salones de karaoke es siempre un top

Pero no la menospreciemos por la universalidad o el sobe: hablamos de una epifanía épica escrita  y cantada en estado de gracia para resumir, como dijo el letrista Don Henley, «el tránsito de la inocencia a la experiencia».

La condición multimillonaria de la pieza no es capaz de ocultar el poder de seducción de la melodía levemente narcótica y las grandes imágenes de la muy inteligente y bien labrada letra, que podría ser una crónica del final de los ideales hippies o un editorial lírico sobre los estragos de las drogas duras —cuando el narrador pide vino, le dicen que no hemos tenido de eso por aquí desde 1969—.

Aunque la cubierta del álbum Hotel California corresponde al Beverly Hills Hotel, conocido como Pink Palace y muy frecuentado por la alta sociedad roquista y cinematográfica —la fotografía la tomaron David Alexander y John Kosh, que se alzaron 18 metros en una grúa para captar la cúpula neocolonial del hotel en el ocaso—, hay muchos locales que se atribuyen la inspiración y viven de los réditos comerciales de la inolvidable canción, entre ellos, por ejemplo, el Hotel California, de Todos Santos, en la Baja California mexicana.

Aunque los compositores —otros dos eaglesDon Felder y Glen Frey, estuvieron implicados en la música— nunca han deseado revelar detalles que trasladen a lo concreto las imágenes del tema, la verdad quizá sea bastante estremecedora. Mucho más, en todo caso, que la teoría simplona y sin base comprobable que atribuye a la canción, como a tantas otras, claves satánicas.

Pabellón de mujeres del Camarillo State Hospital en 1949 - Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

Pabellón de mujeres del Camarillo State Hospital en 1949 – Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

En la foto, de autor desconocido, han raspado los rasgos faciales de las mujeres: se entiende que desean proteger la intimidad de las retratadas, pero hay un sesgo torvo en las rayas, que parecen marcas de un estigma o producto de la acción morbosa de un psicópata criminal. Tomada en febrero de 1949, la imagen muestra uno de los dormitorios del Camarillo State Mental Hospital, un enorme complejo psiquiátrico que funcionó de 1936 a 1997 en un paraje desolado del muy fértil condado californiano de Ventura.

Espejos en el techo
Champán rosado helado
«Todos somos prisioneros de nosotros mismos», dice ella
Mientras en las habitaciones de los jefes
Preparan el festín
Usan cuchillos afilados
Pero no consiguen matar a la bestia

Edificio principal del manicomio de Camarillo (Foto: Wikipedia)

Edificio principal del manicomio de Camarillo (Foto: Wikipedia)

Es más que probable que el verdadero escenario de Hotel California sea el enorme manicomio de Camarillo, que llegó a albergar a 7.000 pacientes, víctimas de una admistración que se conformaba, en el mejor de los casos, con esconder a los distintos —rayándoles las facciones en un sentido no solamente figurado— y, en el peor, someterlos al hacinamiento, los tratamientos electroconnvulsivos, los malos tratos, el abandono, la experimentación con nuevas medicaciones y la cruel pseudo medicina psiquiátrica practicada por doctores tan locos comos los locos.

La web The Camarillo State Mental Hospital History Blog recopila los pormenores conocidos de lo que sucedió durante más de medio siglo en el complejo. La lectura es sobrecogedora y aún lo es más si el interesado tiene la sangre fría de repasar el libro Keeper of the Keys [PDF íntegro, en inglés], de la enfermera Nadine Scolla, que trabajó en el hospital y narra en una crónica implacable cómo el complejo se convirtió en un almacén de almas donde encerraban a inmigrantes ilegales porque sencillamente no sabían hablar otra lengua que el español, adolescentes díscolos, mujeres rebeldes, personas melancólicas refugiadas en el alcohol o las drogas…

Por Camarillo pasaron también algunos notables castigados por la vida disoluta de la cercana ciudad de la noche de Los Ángeles, entre ellos la madre de Marilyn Monroe, la actriz alcohólica Gia Scala y el saxofonista e inventor del bebop Charlie Parker, a quien intentaron curar de su adicción a la heroína con electrochoques y administración masiva de hipnóticos y barbitúricos. Bird, que murió a los 34 años sin haber conjurado ninguno de sus demonios —porque, como dijo Julio Cortázar, quien le dedicó el relato El perseguidor, los yonquis «no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga»—, repasó con fiereza y buen humor los meses de internamiento en el tema Relaxin’ at the Camarillo (Descansando en Camarillo). Con mayor sarcasmo Frank Zappa escribió Camarillo Brillo sobre una paciente alucinada. Inserto abajo ambas canciones.

El Camarillo State Hospital poco después de ser inaugurado - Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

El Camarillo State Hospital poco después de ser inaugurado – Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

Bienvenidos al Hotel California
Un lugar adorable
Para rostros adorables
Todos ellos viven en el Hotel California
Qué agradable sorpresa (pero trae tu coartada)

Los Eagles —que acaso tenían buenas razones para no mencionar la verdadera inspiración (¿tuvieron amigos entre los internos?, ¿fueron ellos mismos, bastante viciosos, visitantes temporales?, ¿optaron por la corrección política para no alejar al público masivo que adoraba la música blanca del grupo?) nunca volvieron a repetir el satori de esta canción-epígrafe que extracta la amargura de la derrota generacional y podría ser también un colofón sobre la perpetua mortificación socio-médica contra aquellos a quienes llaman, con un giro sardónico en el tono de voz, enfermos mentales.

Nunca podré escuchar sin estremecerme la estrofa que cierra el tema como un atardecer eterno y abominable:

Lo último que recuerdo es cómo corrí hacia la puerta
Intentando encontrarme con quién yo era antes
«Tranquilo», dijo el vigilante nocturno,
«Estamos preparados para la admisión,
Puede usted registrarse cuando quiera,
Pero no podrá marcharse nunca»

Jose Ángel González

Prostitutas yonquis rusas vestidas como divas

Contratar a una prostituta en cualquier ciudad de Rusia cuesta 300 rublos (5 euros), un poco más que el precio de un sandwich y un refresco.

Un gramo de metanfetamina sale por 54 euros; uno de heroína por 90; uno de cocaína por 139.

Una joven de entre 18 y 20 años puede ser comprada como trabajadora sexual a tiempo completo y esclavizada mediate el pago único de 2.000 euros, más o menos lo que te costaría un vestido de la gama más baja que ofrecen en el lujoso Crocus City Mall de la Moscú más refinada («elevamos el shopping a una forma de arte», dicen en la publicidad), donde sólo entras si hueles a tinta fresca de billetes.

Rusia, porque seguimos hablando de Rusia, es el tercer país del mundo con más milmillonarios, 111 —Forbes les pone foto y calcula saldo—. El país sólo es superado en el ranking de los patriarcas de los bolsillos calientes por los EE UU (492) y China (152).

Uno de cada tres ciudadanos de Rusia no tiene acceso a ningún tipo de asistencia médico sanitaria. Si eres de esa casta ni siquiera puedes entrar a un hospital por la puerta de urgencias.

En Moscú hay 100.000 burdeles, seis veces más que en Nueva York.

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

Las mujeres de las fotos y las que aparecen en el vídeo que abre la entrada fueron filmadas y retratadas para Downtown Divas, un proyecto de los artistas Loral Amir and Gigi Ben Artzi.

Los adjetivos espeluznante y turbador quizá sean lícitos, pero no abarcan el estremecimiento.

Las prostitutas, todas yonquis —no es difícil percibirlo: los cardenales de la vía de entrada de las agujas no han sido retocados—, viven y ejercen el comercio sexual en una «pequeña ciudad de Rusia» que los artistas mantienen en el anonimato para preservar la identidad y evitar la localización de las divas.

Para el corto —rodado en película analógica de 16 milímetros— y las sesiones de fotos, han vestido a las modelos con ropa y complementos de marcas de primera fila: Miu Miu, Louis Vuitton, Alexander Wang

Las yonquis son Cenicientas durante el baile previo a las doce campanadas que las llamarán de regreso a la realidad y a la mancillada piel de siempre.

Alegorías de carne maltratada y ausencia de futuro.

Símbolos de la Rusia no milmillonaria.

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

© Loral Amir and Gigi Ben Artzi

Loral Amir y Gigi Ben Artzi dan este razonamiento para Downtown Divas en una entrevista en Bullet Media:

Lo que nos atrajo del proyecto es la posición extraterritorial de estas mujeres como parte de un grupo que existe fuera de la sociedad pero es un producto fabricado por la misma sociedad (…) Hemos querido integrar a estas mujeres a la sociedad y hacer caso omiso de la etiqueta de ‘drogadictas’ que les aplican.

Hay, por supuesto, una premeditada referencia a la moda de las heroin chic de las top model de mediados de los años noventa, con Kate Moss a la cabeza como símbolo de adoración universal: aquellas chicas andrónginas, de piel extrablanca, delgadez acentuada y ojeras.

La heroína chic es un espejismo de los editoriales de moda, pero cuando te enfrenas a adictos reales que tienen las mismas características que las modelos chic (…) el contraste es absolutamente asombroso. En ningún un momento tuvimos el deseo de ensalzar las drogas, sólo quisimos mostrar la realidad.

En Rusia, según cálculos no oficiales —la prostitución es ilegal en el país, aunque la Policía saca tajada por mirar hacia otro lado— hay entre 1,5 y  2 millones de mujeres que se dedican o son obligadas a prostituirse.

Tres de cada cien son menores edad. Un porcentaje indeterminado de las prostitutas, según los observadores y analistas, muy alto, está formado por yonquis engachadas a drogas, sobre todo metanfetamina y otros productos caseros de ínfima pureza.

Ánxel Grove

Lo nuevo de Dylan, ‘The Basement Tapes Complete’, preguntas y respuestas

"The Basements Tapes Complete"

«The Basements Tapes Complete»

Soy cómplice de veneración. Lo advierto desde ahora para justificar mi defensa sin reparos de The Basement Tapes Complete, el séxtuple disco que editará mañana  Bob Dylan (73 años). La música que contiene el cofre —138 canciones— es material remoto grabado hace casi medio siglo, una razón más para asegurar la frescura, dado el hedor del presente. Sólo muy atrás fuimos niños. Sólo siendo niños lograrermos sobrevivir.

Unas cuantas preguntas y respuestas sobre The Basement Tapes Complete (Las cintas del sótano al completo), su gestación, importancia y todavía fresca vitalidad.

¿Qué es The Basement Tapes?
Una colección de canciones grabadas en plan campechano y sin alardes técnicos durante la primavera y el verano de 1967 por Dylan y sus colegas Rick Danko (26 años), Levon Helm (28), Richard Manuel (25), Garth Hudson (31) y Robbie Robertson (25). Cuatro canadienses, un granjero de Arkansas y Dylan (26). Estaban de vuelta, vestían como sus abuelos, no creían ya en la santidad del LSD, les aburrían los hippies, se morían de risa escuchando a los Beatles hacer el idiota con la electrónica y preferían el vino a la marihuana. De vez en cuando alguien liaba un joint pero Dylan decía: «Yo paso».

¿Qué equipo de grabación usaron?
Una grabadora Uher de bobinas con cuatro entradas, dos por canal, que admitía, por tanto, cuatro micrófonos. Utilizaban unos Neumann decentes, alquilados a Peter, Paul & Mary.

Big Pink

Big Pink

¿Dónde estaba el sótano?
La dirección postal de la casa del sótano es: 2188 Stoll Road con Parnassus Lane, West Saugerties, estado de Nueva York, en los bastante solitarios montes Catskills, donde durmió hasta el olvido Rip Wan Winkle.

¿Qué es eso de Big Pink?
La dirección oral que daban a los amigos para que no se perdieran era: «Big Pink, una casa pintada del color de los batidos de fresa». La construcción sigue en pie y los nuevos propietarios, que de construir páginas web minimamente atractivas no tienen ni idea, la ofrecen como estudio de grabación.

¿Por qué Dylan había dejado de drogarse?
La historia oficial dice que todo empezó cuando, el 19 de julio de 1966, Dylan sufrío una lesión vertebral de cierta gravedad en un accidente de moto cuando conducía su Triumph de 1955 por una carretera de montaña. Estuvo ingresado algunos días, tuvo que hacer rehabilitación y, quizá por el susto, abandonó sus adicciones: marihuana, ácido y bencedrina.

Las versiones apócrifas sostienen que el accidente pudo ser causado por alguna de estas circunstancias:

  1. Un derrame de aceite en la calzada.
  2. La miopía severa del conductor que, por cuestiones de estética, no quería llevar gafas.
  3. Un traidor reflejo solar.
  4. La torpeza como motociclista de Dylan.

¿Quién vivía en Big Pink?
En la casa-batido-de-fresa vivían como inquilinos tres de los canadienses: Manuel, Danko y Hudson. Pagaban de alquiler 250 dólares al mes. Su otro compañero norteño, Roberston, residía en otra vivienda no muy lejana: prefería dormir a solas con su novia Dominique.

¿Dónde vivía Dylan?
En la cercana casa (11 habitaciones, aire victoriano, piscina, cancha de baloncesto) bautizada como Hi Lo Ha, en una carretera con nombre que parece un apunte autobiográfico: Camelot, en la colonia de artistas de Byrdcliffe. La casa fue la primera compra seria de Dylan. Pagó 12.000 dólares, una ganga. Firmó el contrato mientras grababa un vals titulado Like a rolling stone, si quieren saber mi opinión: la mejor canción de todos los tiempos.

Jesucristo y Sara © Elliott Landy

Dylan y Sara © Elliott Landy

¿Con quién vivía Dylan en aquella montañosa soledad?
Con su esposa Sara, nacida Shirley Marlin Noznisky (1939), hija, como Dylan, de judíos. Se habían casado casi en secreto bajo un roble de Long Island en 1965. Ella se había divorciado del fotógrafo Hans Lownds. Con Dylan tuvo cuatro hijos. En la época de las canciones del sótano eran dos: Jesse Byron (1966), Anna Leigh (1967). Luego nacieron Samuel Isaac Abraham (1968) y Jakob (1969). Dylan también adoptó a Maria, hija del anterior matrimonio de su esposa.

¿Qué tenía Dylan en casa?
Que se sepa, una mesa de billar, una piscina, una copia de su película favorita, Tirez sur le pianiste (Disparad sobre el pianista. François Truffaut, 1960); una Biblia siempre abierta sobre un atril de madera negra y las obras completas de Shakespeare. Copiaba de la una y las otras para escribir canciones.

¿Qué es ‘Disparad sobre el pianista’?
La película de Truffaut está basada en un relato del autor de hard-boiled David Goodis, que fue periodista, renunció al periodismo, vivió sólo y murió a los 49 años. Combatía el insomnio paseando toda la noche por las calles de Nueva York y escribió 19 novelas con el mismo ritmo: desesperación, inseguridad, claustrofobía y tormentos sexuales. Había muerto, tan desgraciado como sus personajes, sólo unos meses antes, en enero de 1967, intentando en vano demostrar que la serie El fugitivo era un plagio de una de sus novelas. Lo era: lo dictaminó un tribunal tras la muerte de Goodis.

¿Quiénes murieron en la época de Las cintas del sótano?
Dos ancestros de Dylan, el padre biológico y el moral. El 3 de octubre de 1967, en el hospital Creedmoor de Queens-Nueva York, dejó de sufrir Woody Guthrie después de caminar por espinas durante tres décadas y soportar una infame dolencia degenerativa. Era la bendición, el resguardo, la versión original de Bob Dylan. El 5 de junio del año siguiente, a Abbe Zimmerman (56 años) lo mató un infarto en su casa de Hibbing (Minnesota). Dylan voló sin compañía a la tierra natal, veló el cadáver en la funeraria Dougherty, acompañó al cortejo hasta el cementerio judío de Duluth y ante la tumba de su versión biológica lloró a gritos.

Danko y Hamlet © Elliott Landy

Danko y Hamlet © Elliott Landy

¿Participó un perro en las grabaciones?
Sí, el poodle Hamlet. Dylan lo llevaba a las grabaciones. Cuando el perro posaba con sombrero de caza-recompensas para el fotógrafo Elliot Landy, Danko se partía de risa y Dylan le regaló a Hamlet. Él tenía otro perro guardían, Buster, un San Bernardo indomable que odiaba a los matados hippies que llegaban a Hi Lo Ha buscando llenar el tanque vacío de sus almas.

¿Qué tipo de música contienen Las cintas del sótano?
Nada que se parezca a la insomne electricidad de los discos que Dylan acababa de grabar para dinamitar todas las fórmulas sobre el rock’n’roll: el veloz hasta lo grotesco Highway 61 Revisited (1965) —el cantautor viste en la carpeta una t-shirt que anuncia motos Triumph— y el ornamentado y simbolista Blonde on Blonde (1966). En este, Dylan se convierte en el primer músico pop en dedicar una cara completa de un álbum a una sola canción: una de las mejores del canon dylanita. Se titula Sad-Eyed Lady of the Lowlands y está dedicada a Sara, su mujer.

Bob Dylan, 1967 © Elliott Landy

Bob Dylan y su hijo Jesse, 1967 © Elliott Landy

Pero, ¿en qué quedamos?, ¿qué tipo de música es la de Las cintas del sótano?
Bien, seré concreto en la medida de lo posible. Las ciento y pico de canciones son lamentos de chaparral, baladas de hoguera, blues jactanciosos, responsos de forajidos, jigas irlandesas, polcas afrancesadas de los bajíos cajun, chansons de luto, chascarrillos de borrachera, bluegrass, maldiciones de esclavos, narraciones de cabaret, premoniciones sobre el apocalipsis bíblico, tonadillas de frontera, cantos de melancolía marinera…

¿Un embrollo sin sentido?
La gracia es que, al contrario, la colección de piezas tiene coherencia y predice la viscosidad de eso que llaman con absurda simpleza geográfica americana: temas que proponen un escenario intergeneracional y poliétnico en el que revolotean el folk que los inmigrantes tocaban en los barcos mientras escapaban de la miseria y el hambre europeos con los talking-blues sobre bandidos con sentido de justicia social, el existencialismo austero de las infinitas praderas y el primer periodismo de sucesos, las baladas de crímenes.

¿Son todas las composiciones de Bob Dylan?
No, abundan las versiones de un variopinto elenco de músicos, desde el bluesman primario John Lee Hooker hasta el vaquero triste Jimmy Jimmie Rodgers, pasando por Johnny Cash, Pete Seeger, Curtis Mayfield y un alto número de artistas oscuros que Dylan, enciclopédico en musicología popular, rescata del pasado. Ahora bien, Dylan contribuye con temas propios monumentales: This wheel’s on Fire, Nothing Was Delivered, Million Dollar Bash, You Ain’t Goin’ Nowhere, I Shall Be Released, Too Much of Nothing

¿No resulta absurda la combinación?
Al contrario: la atmósfera de cinco amigotes y un perro tocando en un sótano en una casa en las montañas, sin más pretensión que tocar —la vieja orden: let’s play— y hacerlo cada tarde durante meses en un útero pacífico e íntimo, confiere a The Basement Tapes la naturalidad de la obra que nada pretende con relación a los demás, al auditorio enajenado, al público fanático. Esto empieza y acaba. Se diluye en sí mismo.

"Old, Weird America"

«Old, Weird America»

¿Es posible ahondar en las sesiones?
El libro Old, Weird America (The World of Bob Dylan’s Basement Tapes), de Greil Marcus, es el adecuado programa de mano para la sesión.

¿Por qué no se habían editado hasta ahora?
De hecho, sí se habían editado, aunque sólo parcialmente (24 canciones), en un doble disco oficial de 1975. Existen también ediciones pirata de sonido bastante sucio pero emoción suficiente. Dylan edita ahora este séxtuple álbum por su continuada ambición en exprimir el catálogo de espléndidos descartes de su carrera en la llamada Bootleg Series, que llega al capítulo 11 y probablemente continúe con más entregas.

¿Cuánto debo pagar si quiero comprar el cofre?
El cofre físico en seis discos compactos tiene un PVP de unos 127 euros. Han editado un versión pobre con 38 canciones en dos cedés a 35,99. También se pueden comprar temas sueltos en mp3 en los despachos habituales de música en línea.

¿Puedo escuchar algún tema en streaming?
Dylan tiene un ejército de abogados que fustigan a los pirateadores o usuarios de plataformas para compartir música. En esta ocasión se ha puesto especialmente flamígero: no se han enviado copias promocionales a la prensa musical y la única posibilidad para los redactores era escuchar los discos en streaming en las sedes de la discográfica y desarmados de cualquier gadget de grabación. Algunos temas han sido cedidos a páginas web. La NPR estadounidense tiene una docena de canciones.

Parte trasera de una de las 'cintas del sótano'

Parte trasera de una de las ‘cintas del sótano’

¿Qué trascendencia tuvieron Las cintas del sótano?
Enorme pese a tratarse de una colección de canciones que no tuvo vida comercial hasta 1975 y entonces, como dije, sólo en parte. Dylan no tuvo reparo en que circulasen copias de las sesiones. En ocasiones las envió o entregó en persona a músicos amigos. George Harrison, por ejemplo, quiso convencer a los otros beatles de cambiar de estilo y regresar a las raíces y la sencillez tras visitar a Dylan y escuchar algunos temas —el resultado está a la vista en las mejores canciones del fallido Let It Be—. Eric Clapton decidió deshacer la ampulosidad de Cream y aligerar el sonido. The Byrds incluyeron dos canciones en el primer álbum de un género nuevo, el country rock, Sweetheart of the Rodeo (1968): You Ain’t Goin’ Nowhere y Nothing Was Delivered.

¿Por qué se atribuyen Las cintas del sótano a Bob Dylan and The Band?
Porque los músicos-colegas de Dylan montaron el cuarteto The Band y editaron en 1968 Music From Big Pink, el disco que reinventó el rock y acabó definitivamente con los excesos hedonistas, la egolatría y los fuegos artificiales instrumentales de la psicodelia.

"Lost on the River (The New Basement Tapes)"

«Lost on the River (The New Basement Tapes)»

¿Por qué también editan ahora un disco titulado Las nuevas cintas del sótano?
Lost on the River (The New Basement Tapes), que sale a la venta el 11 de noviembre, es un álbum con letras que Dylan escribió en 1967 y a las que nunca puso música. El cuaderno con la veintena de letras, encontrado por el músico mientras ordenaba su casa, fue entregado al veterano todoterreno y amigo personal de Dylan T Bone Burnett, que se encargó de reclutar a un grupo de músicos para ponerle música a las canciones. El grupo es de alto nivel: Elvis Costello, Marcus Munford (Munford & Sons), Jim James (My Morning Jacket)… Costello ha declarado que no se trata de «sobras», sino de canciones «extraordinarias». Se ha difundido como avance When I Get My Hands On You.

The Band, desde la izquierda: Danko, Helm, RObertson, Manuel y Hudson © Elliot Landy

The Band, desde la izquierda: Danko, Helm, Robertson, Manuel y Hudson © Elliot Landy

¿Qué ha sido de los protagonista de Las cintas del sótano?
El perro Hamlet fue abandonado por Rick Danko cuando éste dejó la zona de las Catskills. Unos vecinos se hicieron cargo del animal, pero el poodle murió a los pocos meses.

Danko sufrió un accidente de tráfico en 1968. Padeció un abusivo dolor de espalda durante el resto de su vida. Sólo se sentía en paz cuando se picaba heroína. Murió el 10 de diciembre de 1999 mientras dormía, a los 56 años. Tres días antes había cantado por última vez en un pequeño bar medio vacío de Ann Arbor (Michigan). Sus última palabras al público fueron: «Estoy aquí para vender mi nuevo disco. Espero que compréis una copia en el puesto de la entrada».

Richard Manuel se ahorcó en un motel de Winter Park (Florida) el 4 de marzo de 1986. Vivía en la depresión, era alcohólico y consumidor de heroína. Usó el cinturón para colgarse de un perchero.

Garth Hudson edita discos melindrosos con su mujer, Maud. Vendió la grabadora Uher a la corporación que gestiona los Hard Rock Café.

Robbie Robertson se dedica a las bandas sonoras —es el hombre de confianza de Martin Scorsese—, a la exploración etnográfica de sus orígenes mohawk y a cultivar las apariencias en las fiestas de clase alta.

Levon Helm apoyó las guerras de castigo de George W. Bush, editó discos decentes y murió de cáncer en 2012, a los 72 años.

Si intentas comprar algo de David Goodis en un gran almacén no encontrarás ni un sólo libro.

Bob Dylan morirá tocando.

Ánxel Grove