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La justicia llega tarde para Sam Wagstaff, novio y educador de Mapplethorpe

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Wagstaff. Derecha: autorretrato de Mapplethorpe. Gift of The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Sam Wagstaff. Derecha: Autorretrato de Mapplethorpe © The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Entre las dos Polaroid transcurrieron solo unos meses. El hombre en ropa interior de la izquierda, Sam Wagstaff, tenía más o menos 50 años y era tan millonario como lo había sido en la cuna —el dinero llegaba por ambas líneas consanguíneas: el padre, superabogado y la madre, judía polaca, ilustradora de confianza de Harper’s Baazar—.

El chico encuerado de la derecha, Robert Mapplethorpe, de 25, pretendía convertirse en fotógrafo, en artista, comerse el mundo, ser un nuevo Elvis

Se conocieron en una fiesta licenciosa en uno de esos lofts de Nueva York donde entrabas por una cualquiera de estas dos condiciones: ser bello o ser un poco menos bello pero tener mucho cash.

Se acostaron juntos la misma noche y fueron amantes durante quince años. Ambos murieron de sida con una diferencia que fue caritativa para el sentimiento de pérdida de Robert: Wagstaff en 1987 y Mapplethorpe en 1989.

Los dos decesos ocurrieron en invierno, pero la nieve solo parece haber caído sobre la memoria de Wagstaff.
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PHotoEspaña 2013, pobre y sin ganas

Repasas el programa completo de PHotoEspaña 2013 [aquí está en PDF, pesa bastante] y tienes la constancia de que estás donde estás: en un país de vacas flacas y miseria gobernado por la falsa teoría de que la cultura es innecesaria. Hay una segunda conclusión, más dolorosa: estás en un país donde la imaginación está en horas bajas.

Pese a las rutilantes propagandas, que suelen estar basadas, como es norma, en la numerología —mes y medio, 74 exposiciones, 328 artistas de 42 países, etc.—, el festival de este año quizá sea uno de los más pobres de los 16 celebrados. Lo es presupuestariamente, según explicó en la presentación el presidente del certamen, Alberto Anaut, porque el grifo público está cerrado, pero también es paupérrimo en contenidos y eso no tiene nada que ver con euros: la creatividad nunca debe dejarse llevar por el paso que marcan los gobiernos, por muy jacobinos que se pongan.

La cosa empieza mal desde el planteamiento: el lema central elegido para su despedida por el comisario Gerardo Mosquera, un curator freelance, cubano y anticastrista —lo apunto como mera información—, que ordena y manda en la feria madrileña desde 2011, parece brotar de una lectura de Marcuse durante sus años universitarios en La Habana de los sesenta: Cuerpo. Eros y políticas. Es decir, novedad y riesgo cero, pese a la gracia discursiva materialista-dialéctica («el cuerpo es un campo de batalla») y a las mentiras históricas utilizadas para acomodar a conveniencia fondo y forma («podría decirse que la fotografía nació con una vocación hacia la sexualidad», frase que quedaría bien como astracanada a los postres de un convite, pero que suena a chirigota en boca de un comisario de festival público nacional).

¿Oferta? Previsible, cómoda y barata no sólo en el sentido económico. Un diálogo entre los muy quemados Edward Weston y Harry Callahan  (El, ella, ello, ¿de dónde demonios sacan estos títulos?, ¿un glosario de los restos de catálogo de la editorial Akal?); una antología de fotógrafas traída de Viena, Mujer. La vanguardia feminista de los años 70 (¿verdad que no exagero?); una selección del polaco (mediocre) Zbigniew Dlubak, Estructuras del cuerpo (¿a que no?); la colectiva Conocimiento es poder (definitivamente, no)…

No son las únicas muestras, por supuesto. Tenemos al siempre resultón František Drtikol —que, de estar vivo, pediría ser censado como vecino de Madrid: no hay año en que no lo expongan—; a la lituana Violeta Bubelytė, cuyo máximo logro fue autorretratarse desnuda en los años ochenta, lo cual presuponía un cierto grado de valentía en la URSS pero nula imaginación; al gran Emmet Gowin, Entre el intimismo y la abstracción (otra salva de aplausos por el lema); a la siempre necesaria representante de Irán, la también mediocre Shirin Neshat; para compensar y que no se ponga farruco nadie, a uno del otro lado de la trinchera, Yaakov Israel, que ganó el año pasado el premio Descubrimientos del certamen y que ya se imaginan ustedes de dónde procede (la Embajada de Israel figura entre los muchos patrocinadores de la feria), y a Rafael Sanz Lobato, para mi gusto lo mejor de la programación de PHotoEspaña 2013 —aunque la retrospectiva llega tarde: el Premio Nacional de Fotografía se lo dieron en 2011—…

¿El resto? Con todo respeto por los fotógrafos, relleno. La fotografía documental, reducida a lo meramente testimonial; la novedad, inencontrable; los retratos, orillados; la libertad y la pelea, acalladas… Sin dinero, es verdad. Pero también sin ganas.

Ánxel Grove

«El ojo del amor», la luna de miel de un fotógrafo enamorado

René Groebli

René Groebli

René Groebli retrata el único paisaje indispensable: los restos de la noche perpetuados en la orografía aún tibia de las sábanas y el cobertor, la cama barata, el batín, las zapatillas como un par de dijes sobre la patria del suelo que nos sostiene, los restos del desayuno compartido…

Algunos acotan el retrato del amor. Pueden ser ejemplos opuestos Edward Weston, que vaga por la perfección de la carne con los modales académicos de un biólogo, y Larry Clark, reductor de la poesía al trueque sexual y defensor del papel del fotógrafo como mirón.

René Groebli

René Groebli

En 1953, en un hotel barato de París —quizá no exista otro escenario posible, tampoco uno más apto (el amor no requiere tarifas y se ennoblece con la pobreza)—, el suizo Groebli, que tenía 26 años, dictó una de las más hermosas lecciones de fotografía de la historia. No fue escenógrafo de modelos, tampoco se atribuyó el altivo papel de voyeur con derecho a gozo pasivo.

Groebli, discreto pero encendido, armado con la austeridad invencible de cualquier enamorado, retrató la luna de miel con su mujer, Rita.

René Groebli

René Groebli

Estaban casados desde 1951 pero la falta de dinero y la tiranía del trabajo habían impedido la celebración privada del rito del viaje de bodas. Dos años después pudieron irse a la capital francesa y, hospedados en una pensión económica, se amaron como si fueran novios.

Groebli, que por entonces se dedicaba a la fotografía industrial y publicitaria, decidió documentar la luna de miel. El resultado, The Eye of Love (El ojo del amor), estremece: es una de las colecciones más dulces y palpitantes de imágenes sobre la alquimia del amor.

René Groebli

René Groebli

Como el enamorado que todos fuimos, que todos estamos obligados —porque lo deseamos— a seguir siendo, el fotógrafo se rinde, baja los brazos, olvida los pormenores técnicos, y mira a Rita a través de la cámara con la conciencia de que su mujer es extranjera, extraterrenal. Si fuese posible el juego temporal de trasladar el futuro al pasado, me gustaría imaginar que en el cuarto de la pareja Dusty Springfield está cantando The Look of Love: La mirada del amor está en tu cara / Ajena al tiempo / Porque eres de otra parte del mundo.

Groebli no ha querido envilecer con figuraciones o conjeturas las fotos de aquella luna de miel. Se ha limitado a constatar lo que las imágenes murmuran —la media voz, el bisbiseo, es condición primordial para el amor—: «Intenté retratar la atmósfera de los hoteles franceses. ¡Había tantas sensaciones!: el mobiliario viejo del hotel barato, el amor bordado en las cortinas… Y yo estaba enamorado de la chica, mi mujer. Las fotos son como una novela. Mejor, como un poema. ¡Dejemos que nos hablen!«.

René Groebli

René Groebli

El tiempo ha aproximado al fotógrafo a la fama. Groebli ha firmado más fotoensayos poéticos —siluetas de árboles quemados, la visión existencial de los viajes ferroviarios, las sombras melancólicas de Nueva York, desnudos donde lo explícito ha de buscarse por debajo de la superficie…—, pero su mirada nunca ha dejado de ser huseped del cuarto de la luna de miel.

René, Rita, una habitación de hotel, el cuello, las medias, el perfil del abandono, buscando tesoros, saqueando fondos marinos, viviendo con un tiempo caducado, enmudecido por las arrugas de las sábanas… Nunca elementos tan mudos compusieron un idioma tan caliente.

Ánxel Grove

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

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René Groebli

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René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

René Groebli

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