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Muere Jerry Berndt, un fotógrafo «con demasiado grano»

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

«Las fotos no están mal, pero tienen demasiado grano».  Jerry Berndt, que acaba de morir en París a los 69 años, escuchó tantas veces el mismo reproche de los editores gráficos que incluso se adelantaba y no les otorgaba la oportunidad de ser imbéciles e imitativos. «Te traigo fotos con demasiado grano», decía.

La vida tiene grano, se expande en pequeñas detonaciones que, una a una, no hacen daño, pero todas juntas terminan matándote demasiado pronto. Jerry Berndt nació para artificiero de los callejones. Su cadáver lo encontraron los bomberos en el pequeño apartamento que compartía con su novia, a la que había conocido en Haití, un lugar al que sólo viajas cuando sabes que en el mundo hay mucho grano.

Dicen que el fotógrafo murió de un ataque al corazón y precisan que «abusaba de sustancias».

Cuando era pequeño mi abuela solía hacerme siempre la misma pregunta cuando quería saber mi opinión sobre la carne asada con patatas que cocinaba para mí. «¿Tiene sustancia?». Como a mi abuela Vicenta, la mejor cocinera de la historia, me gustan las sustancias y la gente que abusa de ellas. Es una repelencia comer tofu, no fumar, renegar del whisky y la santidad de los tóxicos y considerar que dios nos trajo al mundo al mundo para tener un muro de Facebook con más chinches que amigos.

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Berndt tenía una brecha en el cuero cabelludo, una cicatriz larga que de vez en cuando palpitaba en una arritmia digna de hot bop. No se la hicieron los machetes de Haití, El Salvador o Ruanda, lugares a los que decidió largarse para apadrinar seres humanos en vez de perritos falderos (se consideraba padrino de cada uno de los parias que retrataba, esos que no tienen muro de Facebook ni mayor futuro que el minuto siguiente).

La cabeza se la había abierto al fotógrafo la civilizada porra de un policía de los EE UU en una protesta contra la guerra de Vietnam, que Berndt combatió organizando acciones más o menos violentas y casi siempre necesarias. Estuvo tres meses en la cárcel y tuvo que vivir clandestinamente porque el FBI le pisaba los talones por subversivo.

«¿Sabes cuál es mi mayor influencia fotográfica?», preguntaba cuando quería quedarse contigo. Esperabas que contestara lo mismo que contestarías tú conociendo la hondura de las imágenes, los ojos de saltimbamqui y los cigarrillos fumados en un continuo, royendo la red de seguridad contra la muerte: «¿Frank? ¿Arbus? ¿Winogrand?…». «No, te equivocas. Mi mayor influencia es el disco Charlie Parker and Dizzy Gillespie, volume 4«.

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

Menudo, nervioso, hijo de granjeros, fotógrafo sin pasar por aula alguna y gracias a la práctica incesante de cargar con la cámara durante largas noches insomnes tras trabajar diez horas de friegaplatos, Berndt vivió en Detroit —durmiendo en el cuartucho donde también revelaba— y luego en la estirada Boston.

Era inevitable que optase por retratar el escenario con más grano de la ciudad de los patricios yanquis y optó por la zona rosa, llamada de modo muy elocuente Combat Zone (Zona de Combate).

El reportaje, datado en 1968, llamó la atención por la solidaria humanidad de las fotos de putas y clientes en la boca de lobo de la noche. Algunos editores de revistas y diarios llamaron a Berndt para comprarle copias.

No hace falta que les repita qué le dijeron: «No están mal, pero tienen mucho grano».

Ánxel Grove

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

Autorretratos de los haitianos que siguen viviendo bajo lonas

Hace más de tres años y medio, el 12 de enero de 2010, uno de los terremotos más devastadores de la historia (200.000 edificios destruidos en 60 segundos) dejó a Haití —uno de los países más pobres del mundo— en estado terminal. Las cifras oficiales, que todavía no tienen el carácter de definitivas, hablan de 316.000 personas muertas, 350.000 heridas y más de 1,5 millones sin hogar. La magnitud de los daños fue cuantificada en dinero —el patrón que mueve las conciencias y abre las carteras en un mundo taimado—: unos 7.000 millones de euros.

El desastre y sus consecunecias extendieron el valor de la generosidad como una epidemia y todas las naciones del mundo se comprometieron a soltar dinero y ayuda técnica y humana para reconstruir el país y devolverle al menos una parte de dignidad a sus habitantes. A estas alturas las cuentas no salen: los fondos entraron al país pero en una altísima proporción volvieron a salir de él, embolsados por organizaciones seudohumanitarias o empresas contratistas. En el caso de los EE UU, donde el presidente Obama prometió hacer de Haití una causa personal, el 95% de las ayudas en cooperación han terminado en las cuentas corrientes de las ONG estadounidenses.

En Haití hay en estos momentos 279.000 personas viviendo en las carpas de los campos de desplazados y otros campamentos improvisados, 18.000 niños menores de cinco años en severo estado de desnutrición y 100.000 casos de cólera previstos para 2013, la violencia y el crimen son rampantes…

Las personas retratadas en las fotos de las galerías de esta entrada son parte de ese colectivo de desposeidos que viven bajo las lonas de las carpas montadas por la cooperación internacional o en campamentos ilegales (el término rechina en una situación que debiera ser, según cualquier óptica, ilegal). Las imágenes convierten a los retratados en tangibles, les otorgan la identidad de una sonrisa, la personalidad de una pose, el descorazonador sinsentido de una mirada vacía

No son las primeras de las centenares de miles de fotos que nos han repartido desde Haití las corporaciones mediáticas o los fotoperiodistas por libre, pero éstas tienen un elemento diferencial que las dignifica y convierte en delicadas y, al tiempo, aterradoras: son autorretratos, son los haitianos quienes aprietan el mando a distancia del disparador de la cámara, quienes deciden cómo mirarse. Ante ellos no está un fotógrafo extranjero buscando, en el mejor de los casos, la denuncia y, en el peor, la rentabilidad del retrato. Estos haitianos están ante un espejo, ante sí mismos.

El Haiti Self-Portrait Project (Proyecto de Autorretratos de Haití) fue iniciado por Andy Lin en colaboración con la organización Frakka (siglas en inglés de La Fuerza por la Reflexión y la Acción sobre la Vivienda), que defiende los derechos de los habitantes de los campamentos. Lin había producido desde 2009 más de 300.000 autorretratos con el mismo sistema —una cámara digital con flash, un trípode, un mando a distancia y un espejo tras la cámara para que el retratado pudiese actuar como el verdadero fotógrafo— en eventos, inaguraciones, fiestas y otros saraos frívolos en Nueva York. En 2012 decidió que era hora de cambiar de modelos y se fue a Haití.

Con el equipo a cuestas, Lin ha estado en los principales campamentos donde los desahuciados por el terremoto siguen esperando: Grace Village, City Soleil —uno de los más violentos por los ataques de esbirros de los dueños de las tierras, que pretenden edificar en ellas—, Mozayik —con un asesinato de media al día— y Solino —donde los residentes son presionados por la policía para que se vayan porque afean la zona céntrica de Puerto Príncipe, la capital de Haití—.

El fotógrafo ni siquiera estaba presente cuando las fotos fueron tomadas. Al llegar a cada campamento se reunía con las personas mayores y de más influencia, les contaba la idea y, una vez aceptada por unanimidad del consejo local, instalaba los bártulos y regresaba pasadas unas horas. «No quería intervenir. No quería ser otro fotoperiodista preguntando: ‘¿me dejas hacer una foto de las condiciones miserables en las que vives?’. Tras acabar cada sesión, hacía una copia de cada foto en una impresora portátil y se la dejaba como regalo. Les encantaba verse porque muchos llevaban sin hacerse fotos desde antes del terremoto».

Conviene ver estos autorretratos. Tras la vitalidad y el juego —siempre el mejor de los analgésicos—, son personas desgraciadas por culpa de nuestra falta de palabra, de nuestros compromisos rotos, de nuestra amnesia, de nuestra indiferencia…

Ánxel Grove

Jane Evelyn Atwood, la fotógrafa obsesiva

Cantina, Ryazan, Rusia

Cantina de un internado femenino para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

El rigor del reformatorio y el desolador frío invernal que adivinamos en las paredes queda matizado por la inocencia triste del gesto y la pregunta inconclusa que parece formularnos la hermosa preadolescente, convicta por delitos juveniles.

La autora de la foto, Jane Evelyn Atwood (que trabaja habitualmente para la gran y comprometida Agencia VU), tiene una de las miradas más compasivas del gremio. Para ejercerla, porque quizá no hay otra manera, se mueve sin prisa, dejando de lado las neurosis del tiempo.

Para su serie más aclamada, un estudio en profundidad sobre mujeres encarceladas, ha empleado más de una década. Entrar en casi medio centenar de prisiones y diagnosticar el peso de la crueldad a lo largo de diez años puede ser considerado una obsesión. Atwood entendería el calificativo como un elogio. Le gusta ser obsesiva.

Mujer dando a luz en un hospital penitenciario, Alaska, EE UU

Mujer dando a luz en un hospital penitenciario, Alaska, EE UU

Nacida en 1947 en Nueva York (EE UU) pero residente en París desde 1971, la vocación de esta testarruda mujer de fuerza admirable que no admite el oficio de reportera («soy una fotógrafa de proyectos, no de un momento», dice) fue tardía. A los 30 años compró su primera cámara porque deseaba retratar a las prostitutas del barrio de la capital francesa en el que residía. Aquel trabajo, su primer trabajo, demuestra otra vez que no es necesario ir a una escuela para que te enseñen a mirar por un objetivo.

Los siguientes retos no fueron de menor hondura: año y medio con la Legión Extranjera en los confines del Chad; un año retratando a ciegos; los últimos cinco meses de vida del primer enfermo francés de sida que accedió a mostrarse en público; un proyecto de cuatro años sobre víctimas de minas antipersona en Camboya, Angola, Kosovo, Mozambique y Afganistán y otro de casi tres años sobre la vida en Haití antes del terromoto de 2010, cuando el país antillano, el más pobre del mundo, aún no era noticia de interés para casi nadie.

Haití, 2008

Haití, 2008

Multipremiada pero nunca vendida («lo único que me importa es hacer las mejores fotos que sea capaz de hacer y ser completamente honesta»), Atwood es y será, con todas las consecuencias, una mujer de obsesiva tristeza.

No hay otra emoción posible sabiendo que los lugares y las situaciones que ha retratado no serán curados por nadie de la semilla de maldad y exclusión que padecen. «He regresado a algunos de los escenarios que retraté en el pasado y todo sigue igual o está aún peor. Me gustaría volver dentro de diez años y ver que todo ha mejorado, pero sé que no será así, de manera que deberé regresar antes para hacer más fotos«, dice.

Ánxel Grove

La Rue des Lombards, Paris, 1976-1977

La Rue des Lombards, Paris, 1976-1977

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Women in Jail, 1990

Sauna en una colonia de trabajo para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

Sauna en una colonia de trabajo para delincuentes juveniles en Ryazan, Rusia, 1990

The Blind, 1988

The Blind, 1988

Jean-Louis, París, 1987

Jean-Louis, París, 1987

Autorretrato de Jean Evelyn Atwood

Autorretrato de Jean Evelyn Atwood

Slab City, un campamento de vagabundos en el desierto

Claire Martin

Claire Martin

Es uno de esos lugares a donde nunca llegarán un turista, un médico, un político, un informático, un abogado, un arquitecto, un hijo de papá…

A Slab City sólo vas cuando te quedan la piel, tres o cuatro dientes, un par de pantalones y, si eres un privilegiado, el talón mensual del salario social para mayores de 65, ciegos o lisiados.

La reportera australiana Claire Martin tiene cara de niña pero voluntad perseverante. Con menos de treinta años se ha convertido en una fotoperiodista valiente.

Claire Martin sí fue a Slab City, la base militar abandonada del Desierto de Colorado, en el sudoeste de California (EE UU), donde reside una población flotante -de varios cientos a poco más de cincuenta- de olvidados. Son migratorios: bajan al desierto en invierno y suben al norte en verano, cuando la temperatura en Slab es inaguantable.

El lugar carece de normas. El verbo haber se conjuga en negativo: no hay luz, no hay agua… Sólo quedan arena, desechos y la Salvation Mountain, una loma con mensajes de amor a Dios que ha construido Leonard Knight, un residente con afanes redentoristas.

Claire Martin

Claire Martin

Martin retrató la vida en Slab City el año pasado. Encontró, dice, la pobreza extrema y «quizá las peores condiciones» de todos los EE UU. También residentes que defienden la opción de llevar un deliberado estilo de vida que es la más radical oposición al modelo social imperante y vagabundos, toxicómanos y ex delincuentes que optan por «una comunidad que no les juzga».

La fotógrafa tiene poca experiencia -empezó a hacer reportajes hace cuatro años-, pero se mueve con un coraje antiguo.

En 2007 firmó un reportaje sobre los residentes del Downtonw East Side de Vancouver (Canadá), un barrio-miseria de yonquis abandonados. El año pasado firmó algunas de las mejores fotos de los disturbios en Haití, país al que acaba de regresar para mostrar a una población exhausta un año después del terremoto.

La agencia Magnum Photos le concedió en 2010 el premio Inge Morath a fotógrafas jóvenes por su «incansable trabajo de documentación de comunidades marginadas en países prósperos».

Claire Martin

Claire Martin

Aunque es absurdo (y puede parecer cínico) decantarse por una u otra colección de fotos cuando todas ellas muestran la miseria de la condición humana, la serie sobre Slab City es la que más me llega.

¿Por qué? Las razones son difíciles de verbalizar y tienen que ver con mi esfera personal.

El Desierto de Colorado forma parte del enorme Desierto de Sonora, a cuya mortífera y seca soledad se enfrentan cada día cientos de inmigrantes, sólo armados con coraje y sueños, para intentar colarse en los EE UU. En Slab City viven los inmigrantes de sí mismos.

Ánxel Grove