Desde que se inaugurara en 2009, este reino desconocido en España, situado en la masa continental china, cerca del Himalaya ocupado, fuera de la Ruta de la Seda, en una zona nublada y rural que llamaremos Yunnan, parece un despropósito.
Un reino que no es tal sino un parque de atracciones. Un divertimento que cuenta con personas de baja estatura como si fueran bufones de feria. Un universo entre kitsch y enigmático, satírico y denigrante, donde estas personas pequeñas actúan como si estuvieran en la corte de un cuento de hadas extravagante.
Los habitantes del Reino de las Personas Pequeñas posan junto a su audiencia tras un espectáculo. Blorg. Wikimedia Commons.
El fotógrafo Giulio Di Sturco, de quien os hablé en una entrada anterior por su trabajo sobre la agonía del Ganges, visitó este lugar y dejó como testimonio sus fotografías.
Personas que no superan los 120 centímetros de alto luciendo atuendos de fantasía; hombres y mujeres que deambulan por las suaves colinas, en un pueblecito inventado cuyas casas de plástico son hongos con chimeneas y hay escaleras de color de rosa.
Así empieza Kafka su relato de La Metamorfosis. El Sr. Samsa despierta reencarnado en una cucaracha o plaga doméstica de «vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades».
Es de sobra conocida su historia, una de las más célebres de la literatura. Lo cual no excluye que mi cliente, el Sr. Samsa, comerciante de profesión, no tenga razones para demandar a su creador, por padecer el odio y asco irracional de su familia y amigos a consecuencia de esta decisión creativa.
Si en esa triste mañana, tras el sueño intranquilo, el Sr. Samsa hubiera despertado convertido, por ejemplo, en uno de los insectos del fotógrafo Igor Siwanowicz, la cosa habría sido distinta, su destino, otro.
Un colorido bicho de Siwanowicz. UnDon Juan en la colmena. Atractivo. Notorio. Influencer. No de color marrón. No un escarabajo convexo del tamaño de un perro.
Kafka debería haber obrado con la diligencia del buen padre de familia al imaginar su personaje, su hijo, motivo por el cual, mi cliente, el inmortal Gregorio Samsa, accede a interponer esta demanda contra sus herederos.
Fieles a su decadencia, los fotografiamos. Tienen una historia que contar.
Fortalezas Maunsell. Red Sand Towers. Lugar abandonado. Por Russss. Creative Commons. Wikimedia Commos.
Nos gusta pensar que estos lugares abandonados contienen una parte de sus antiguos habitantes. No hablo de fantasmas, sino de residuos, restos ínfimos de nosotros mismos, materia invisible.
He querido visitar algunas de las miles de fotografías que se extienden en la Red. Los cazadores de estos lugares, como en cualquier otra disciplina, tienen sus reglas y deontología. Los sitios que retratan pueden ser distinguidos por categorías que terminarán creando con el paso del tiempo una pequeña enciclopedia de voces perdidas. Me interesan estos susurros. Traduzco lo que creo escuchar. Lee el resto de la entrada »
De entre todas las criaturas que nos pueden aterrar en la nocheoscuradejadme rescatar al licántropo. Es el hombre lobo, esa metáfora del monstruo oculto bajo la niebla epidérmica. La bestia inesperada que aparece y exige sangre inocente, incapaz de contener su frustración o rabia: antes un ciudadano modélico, un vecino más, ahora un padre de familia que no duda en devorarnos, eclipsada su mirada por un turbión de mil aullidos.
Hoy, caídos bajo el influjo de los zombis que triunfan en la cultura capitalista- parece éste el único terror que nos conmueve, la posibilidad de morir devorados por una manada de estúpidos consumidores de grasas transgénicas-, hemos olvidado a la bestia que nos habita.
Malmetemos los mitos y su enseñanza ancestral. Convertimos a los vampiros en músculos atractivos, son novios y novias de perfecta adolescencia. Hacemos de los fantasmas y de la posesión demoníaca sonoros parques de atracciones. Pero olvidamos en este camino a la alimaña que nunca será doméstica o bien digerida por Hollywood.
El licántropo es un monstruo territorial, suele cazar en espacios conocidos, a gente cercana, y ésta es la maldición: tras el crimen, despierta inocente, desnudo, cubierto por la sangre de su esposa e hijos. Entonces pide perdón, culpa a la luna, a la mala suerte.
A veces va tan cargado de alcohol que no necesita luna llena.
Hay rincones donde el espacio cotidiano se convierte en una orgía arquitectónica, las formas son dominadas por una imaginación portentosa y desacomplejada, donde una parada de autobús acaba siendo, por ejemplo, una suerte de ovni, escultura sin código, un sueño estrambótico, la deformación alegórica en mitad de la nada, el huevo creativo que eclosiona en la estepa olvidada, a medio camino entre el brutalismo y la fantasía personal. Esto es lo que ocurrió en la antigua Unión Soviética.
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Las paradas de autobús de ese territorio, bautizadas como «pabellones del bus», son eso: edificios alzados como arquitecturas inverosímiles. Último reducto de la originalidad en un mundo excesivamente centralizado. Pura extrañeza. Llamaradas en la visión del recién llegado que no sabe responder si son feas o hermosas, genialidades o bazofias.
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A todo viajero que se precie le gustaría esperar al autobús en una de estas paradas. Perder cuantos vehículos fuera necesario. Su belleza reside en lo inusual. Y lo inusual es el enemigo a derribar en este proceso de copia globalizadora que hemos tomado.
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El fotógrafo Christopher Herwig ya va por el segundo volumen de su libro Soviet Bus Stops (publicado en septiembre, en Amazon). Ha recorrido 30.000 kilómetros y viajado por 14 países del extinto imperio soviético (Tayikistán, Georgia, Bielorrusia, Lituania, Abjasia, etc.). Ha utilizado todo tipo de transportes: bicicletas, motos, coches, tranvías, y, naturalmente, el autobús. Esta obra encarna su necesario arte de mirar allí donde los panfletos turísticos nos dicen que no hay nada.
Romain Mader (Suiza, 1988) tiene al menos dos problemas:
No parece tomarse en serio.
No nos toma en serio a los demás.
El primero, como nos demuestran los presocráticos y los buenos humoristas, tiene mérito. El segundo, que anula el anterior, es una falta de educación para la que nadie le ha dado permiso a Mader.
Mader hace fotos. Tampoco le han dado permiso, ni cosecha méritos, para afirmarlo.
Un museo holandés, esa tierra donde nacieron las sensibilidades de Fabritius y Breitner, acaba de conceder al robusto y sonriente Mader el título de mejor fotógrafo menor de 35 años de 2017.
Por el azar de los enlaces que sugieren amigos a los que nunca he visto, encuentro las fotos de Alejandra Vacuii. De inmediato, tengo frío.
No por casualidad es ourensana, me digo. No por casualidad reside en tierra de noches largas y afiladas. No por casualidad se presenta citando al hombre, también atlántico, que se sentía transbordado de sí mismo, Fernando Pessoa:
Soy algo que fui. No me encuentro donde me siento y, si me busco, no sé quién es el que me busca. Un tedio hacia todo me agota. Me siento expulsado de mi propia alma.
Bienvenidos al desconcierto de la «quebrada pasividad» —por seguir acompañando al portugués que en tantos otros lograba desdoblarse—. Estas fotos —un caracol en la espalda de una mujer, una mano sobre la hierba que repta, un par de botas abandonadas como un mapa impreciso…— no germinan en cámaras y ópticas, no son ligaduras de luz detenida…
The Legacy of Ancient Palmyra – The Getty Research Institute
Cruce de caminos de las caravanas que surcaban en las dos sentidos la Ruta de la Seda, no solamente un camino para el comercio entre Asia y Europa, sino una de las primeras autopistas de la información sobre conocimientos, prodigios y saberes, la antigua ciudad de Palmira era llamada en árabe Tadmor, traducción del arameo palmira, «ciudad de los árboles de dátil». De ningún lugar con esa etimología —cuya belleza está presente también en el idioma sirio, donde el nombre se asocia con la palabra Tedmurtā, «milagro maravilloso»— se puede esperar cosa distinta al deslumbramiento, por mucho que al acercar la mirada del satélite las coordenadas desprendan la tristeza de la muerte y el fuego.
Para trasladarnos a un tiempo ajeno a la miseria actual —la Guerra de Siria (activa desde 2011, con casi 500.000 muertos y 4,8 millones de desplazados o huídos del horror) ha convertido la vieja ciudad en poco más que una cantera y sus alredores en una necrópolis donde solo quedan brasas— podemos, es un pobre consuelo, viajar virtualmente a The Legacy of Ancient Palmyra (El legado de la antigua Palmira), una subyugante exposición en línea que acaba de lanzar el Getty Research Institute.
La foto de los cinco hijos de la dinastía de los Románov con el pelo rapado —una medida higiénica contra una epidemia de sarampión que afectó a la familia— rebosa buen humor pero también está cargada de malos augurios y de una grotesca ventura. Un mes después de tomada la imagen, datada en febrero de 1917, hace ahora un siglo, el padre de los niños y adolescentes, Nicolás II, el último zar del Imperio Ruso, abdicó de la corona y renunció también a los derechos dinásticos de su único hijo varón, el tsesarévich (heredero) Alekséi Nikoláyevich.
Los Románov se dejaron detener sin oponer resistencia —no les quedaba otra: casi todas las unidades militares se habían sublevado contra el zarismo— y las autoridades civiles, todavía no del todo controladas por los aún minoritarios bolcheviques de Lenin, confinaron en primera instancia a la familia real en el suntuoso palacio de Tsárskoye Seló [visita interactiva], al sur de la capital rusa, que entonces era San Petersburgo.
Menos de un año y medio después, a tiros y tajos de bayoneta, todos los miembros de la familia serían asesinados —es el verbo adecuado: no hubo juicio previo, ni cargos, ni derecho a defensa, solamente una declaración política, casi con seguridad escrita a toro pasado, que justificaba el «fusilamiento» del zar (no de su familia) por «imnumerables crímenes» y ante la posibilidad de que «el verdugo coronado (pueda) escapar al tribunal del pueblo» con la ayuda de «bandas checoslovacas»—.
La fotografía de las cabezas rapadas —que parece un salto adelante temporal y recuerda a las no muy lejanas víctimas de los campos de exterminio de los nazis— fue tomada por el profesor de Francés de los hijos de los zares, el suizo Pierre Gilliard. Forma parte de la exposición De laatste dagen van de Romanovs (Los últimos días de los Románov), que se celebra en el Fotomuseo de La Haya (Holanda) hasta el 11 de junio. Es otro de los muchos eventos en torno al centenario de la Revolución Rusa, uno de los movientos sociales más importantes de la historia. Lee el resto de la entrada »
A primera vista y sin darle demasiadas vueltas podría ser un cuadro puntillista al estilo de Seurat, Signac o cualquiera de los defensores de las rígidas leyes del punto de color frente a la anarquía de la pincelada. También pasaría con facilidad por una imagen tratada con un programa de postproducción o un experimento de puntos tipográficos hipertrofiados.
Tiene algo también de la parafotografía sarcástica e insolente del gran Robert Heinecken —véase, en especial, The S.S. Copyright Project: «On Photography, de 1978, donde dos collages forman, al entrecruzarse uno con el otro, un retrato de la escritora Susan Sontag, o Are You Rea?, compuesta por 25 imágenes sobreimpuestas de fotografías publicitarias o informativas tomadas de 2.000 ejemplares de revistas de gran circulación—.
Pero, pese al efecto de desplazamiento y la blanda adaptabilidad de la imagen que abre la entrada, se trata de un retrato tomado con una cámara y mediante un solo disparo. Forma parte del proyecto de dos enloquecidos por la imagen estenopéica —en inglés pinhole, agujero de alfiler—, la más básica, antigua, barata y simple de todas las técnicas fotográficas: no necesita sistema óptico y sólo requiere una caja negra agujeada en su justa proporción para dar entrada a la luz y una película o papel fotosensible.
Los ingleses Michael Farrell y Cliff Haynes, nacidos en 1964 y 1949 respectívamente, son los autores de la sugestiva foto puntillista. La aportación de este par de artistas al universo pinhole es que su cámara es una caja rellena con 32.000 pajitas de plástico, esos tubos delgados que todos usamos para sorber bebidas y hacer ruiditos, entre divertidos y groseros, cuando el líquido se agota o está a punto.