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La justicia llega tarde para Sam Wagstaff, novio y educador de Mapplethorpe

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Wagstaff. Derecha: autorretrato de Mapplethorpe. Gift of The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Polaroids de Robetr Mapplethorpe, 1972-1973. Izquierda: Sam Wagstaff. Derecha: Autorretrato de Mapplethorpe © The Robert Mapplethorpe Foundation to the J. Paul Getty Trust and the Los Angeles County Museum of Art

Entre las dos Polaroid transcurrieron solo unos meses. El hombre en ropa interior de la izquierda, Sam Wagstaff, tenía más o menos 50 años y era tan millonario como lo había sido en la cuna —el dinero llegaba por ambas líneas consanguíneas: el padre, superabogado y la madre, judía polaca, ilustradora de confianza de Harper’s Baazar—.

El chico encuerado de la derecha, Robert Mapplethorpe, de 25, pretendía convertirse en fotógrafo, en artista, comerse el mundo, ser un nuevo Elvis

Se conocieron en una fiesta licenciosa en uno de esos lofts de Nueva York donde entrabas por una cualquiera de estas dos condiciones: ser bello o ser un poco menos bello pero tener mucho cash.

Se acostaron juntos la misma noche y fueron amantes durante quince años. Ambos murieron de sida con una diferencia que fue caritativa para el sentimiento de pérdida de Robert: Wagstaff en 1987 y Mapplethorpe en 1989.

Los dos decesos ocurrieron en invierno, pero la nieve solo parece haber caído sobre la memoria de Wagstaff.
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Un simulador interactivo de olas y otros sueños electrónicos

© David Li

Captura del simulador de olas de David Li

Imagino a David Li, del que sólo sé que vive en Londres, como a un otaku irredento, inseparable de sus logaritmos y códigos de programación —todos por cierto, dado que no hay interés crematístico alguno por su parte, son abiertos y los comparte en esta cuenta de GitHub—.

¿Qué regala al mundo esta persona? Su contribución a la humanidad es de tal deliciosa ineficacia práctica como, digamos, la poesía: un leve ardor, un vaporoso cosquilleo, un posible camino hacía el vacío mental.

¿Un ejemplo? El generador de olas oceánicas que pueden ver en funcionamiento en este vídeo.

Es bastante más divertido que observar pasivamente el vídeo entrar en la web del Ocean Wave Simulation e intervenir en el asunto modificando la velocidad del viento, el punto de vista y tamaño de la superficie oceánica y los grados de cresta y altura de las olas.

No esperen la misma experiencia sensorial de un simulador de tormentas, pero dejar que el emulador oceánico te meza en su profundo azul tiene algo de koan zen, de revelación lenta y cadenciosa.

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