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Regresan los setenta, la década de la que nadie salió ileso

Cubiertas de 'Ciudad en llamas' y 'Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de 'Vinyl'

Cubiertas de ‘Ciudad en llamas’ y ‘Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de ‘Vinyl’

La década de los años setenta fue la última de la que emanó el presentimiento constante de que todo estaba a punto de estallar, la creencia, como decía la canción, de que cualquier esfuerzo era inútil porque nadie saldría vivo del mundo y la opción más adecuada, quizá la única, era entregarse al torrente de la locura y arder en el magma de la disipación. Uno de los personajes del escritor Garth Risk Hallberg condensa la sensación en una imagen olfativa: «huelo a sangre de niño».

El autor de una de las novelas del año, Ciudad en llamas, no vivió el tiempo que narra —nació en 1979—, pero ha conseguido en su debut literario la crónica más detallada y pulsátil de los Bad Old Days, como llaman los neoyorquinos a los tiempos de la heroína, el desorden y el rock and roll. El libro, que en castellano ha sido editado por Random House [los fragmentos iniciales de cada bloque de la novela se pueden leer en estos vínculos: 1, 2, 3 y 4], viene precedido de los adjetivos promocionales de «nuevo clásico» y el autor recibió un adelanto de dos millones de dólares, el mayor nunca pagado por una ópera prima.

Ninguna de ambas circunstancias manchadas por la moda debe llamar a engaño: la novela es una fábula tétrica de un millar de páginas que se dejan leer con la adictiva naturalidad de un tóxico. Si el lector anhela una máquina del tiempo para conocer el lugar y el momento donde sucedió todo y de modo simultáneo, esta es su oportunidad. Lee el resto de la entrada »

Un artista español hizo el «desnudo más atrevido jamás pintado»

"Salome" - Federico Beltrán Masses - Foto: TEFAF

«Salomé» – Federico Beltrán Masses – Foto: TEFAF

En 1929 un pintor español montó un escándalo en Londres al exponer el cuadro Salomé, donde la bíblica bailarina que, según tres de los evangelistas, consiguió que decapitaran a Juan el Bautista, se muestra en una explícita postura de entrega carnal o quizá de desesperada turbación cuando le entregan la cabeza del profeta del que estaba encelada.

Pese a que el pubis y la vulva de la modelo fueron deshechadas desechadas por el pintor con pacatería, los más conservadores de los críticos ingleses no escatimaron imprecaciones. «Es el desnudo más atrevido jamás pintado», escribió uno de ellos, acusando al artista de mostrar a una mujer desnuda «en una postura que ni el menor de los artistas hubiera intentado ilustrar».

El óleo, datado en 1919, fue pintado por Federico Beltrán Masses (1885-1949), nacido en Cuba en una familia española con suficiente holgura económica, como para que el hijo se lanzara a la gran vida, aprendiera no sólo el arte de la pintura, sino el de ser un animal de salones y alcobas y cultivara la amistad de algunas de las primeras estrellas de Hollywood —Chaplin, Valentino, la divina Joan Crawford, la todavía más ardiente Pola Negri…—.

Beltrán Masses también frecuentaba a otros seres humanos menos encantadores, como el villano mediático William Randolph Hearst que inspiró el Ciudadano Kane de Orson Welles y, en una jugada que no debió agradar demasiado a los Beltrán, orquestó la Guerra de Cuba al convencer a la opinión pública mediante patrañas y con la ayuda de otro intocable del gremio de la prensa, Joseph Pulitzer, de que el enfrentamiento bélico de los EE UU contra España era una cuestión de honor —figura en los anales el telegrama de Hearst a uno de sus enviados especiales que se quejaba de la tranquilidad en la isla y pedía permiso para regresar a casa: «Por favor, manténgase allí. Usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra«—.

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El olvidado fotógrafo de las mujeres inalcanzables de Roxy Music

Los tres primeros discos de Roxy Music

Los tres primeros discos de Roxy Music

Las imágenes no se pueden entender sin conocer la fecha a la que están enlazadas. Podrían incluso ser malinterpretadas de ser otro el momento: una pin-up en apariencia sedienta, una hembra dominante paseando a una pantera y una mujer con el vestido desgarrado tras hacer vaya usted a saber qué sobre la hojarasca.

Son las cubiertas de los tres primeros discos de Roxy Music, editados entre junio de 1972 y noviembre de 1973. Cuando llegaron a España todavía nos gobernaban el dictador Francisco Franco, sus camisas azules de confianza, entre ellos el tan ahora querido por todos Adolfo Suárez, y algunos tecnócratas que ya tenían en el armario el disfraz de demócratas de toda la vida esperando el pastel que se adivinaba. Poco después de la edición del tercero de los discos, el almirante Carrero Blanco, el mano derecha de Franco, subió a un convento de monjas en el Dodge oficial al que un atentado explosivo convirtió en cohete.

Cuando desplegabas aquellos álbumes mientras el vinilo giraba en el plato y pese a vivir bajo los dictámenes de tipos peligrosos y cavernícolas, el horizonte parecía iluminarse con el color de la tentación.

Cubiertas desplegadas

Cubiertas desplegadas

Era difícil entender cómo la censura del régimen —caprichosa y algo más porosa que en los años de hierro, pero todavía plenamente funcional en la castración de lo incómodo— permitía la circulación de aquellos discos de cabaret caliente y lubricada sexualidad. Los tiempos del glam rock, la electrificación de la ambigüedad y la indeterminación, tomaron por sorpresa al bastante cateto sistema de represión ideológico franquista, que metía mano para declarar ilegales castas canciones de libertad de los trovadores andinos o cubanos y obligaba a eliminar una portada de los Rolling Stones porque el aparato sexual masculino bajo los jeans era demasiado notable —¡en la tierra de los paquetes reconstruidos con algodón por los maestros en el arte de ensaetar toros!— y dejaba que pasaran el filtro los discos bastante más dinamiteros de David Bowie y Roxy Music y sus llamadas a lo salvaje.

Los tres álbumes del grupo —Roxy Music (1972), For Your Pleasure (1973) y Stranded (1973)— fueron fotografiados por Karl Stoecker, que interpretó con llamativa resolución la idea de Bryan Ferry, líder e ideologo del quinteto, de colocar en las portadas a cover stars hermosas pero inalcanzables, seres olímpicos, amazonas impasibles pese al trajín sexual

La modelo del primero fue Kari-Ann Muller —que unos años después se casaría con Chris Jagger, hermano de ya saben quién—, para la segunda posó Amanda Lear —novia entonces de Ferry y luego musa de Salvador Dalí— y en el tercero aparece la playmate del año de la revista Playboy Marilyn Cole («no había escuchado nada del grupo, me llevaron al estudio, me dieron el vestido y me rociaron con agua en cada una de las partes donde tenía que hacerlo«, declaró con aguda inteligencia sobre la sesión).

Brian Eno (izq.) y Bryan Ferry - Fotos © Karl Stoecker

Brian Eno (izq.) y Bryan Ferry – Fotos © Karl Stoecker

Stoecker, que había nacido en los Estados Unidos pero vivía en Londres durante los primeros años setenta, se convirtió en uno de los fotógrafos de referencia del glam. No era un artista de conceptos: prefería explotar con naturalidad la imagen turbadora, desconcertante y mágica de los protagonistas del estilo, que era más una idealización de mercadotecnia que otra cosa —Bowie y Brian Eno eran intelectuales de fina inteligencia y alta cultura; Marc Bolan, un encantador macarrilla que aprovechó el momento para amanerarse justo lo suficiente, y Bryan Ferry, un figura que deseaba, sobre todo, reencarnar la pasión que desataban los crooners de los años cincuenta y hacerse millonario lo más rápido posible—.

El fotógrafo parecía llamado a ser, como sus modelos, una estrella rutilante. Hizo trabajos para Amanda Lear en sus oprobiosos tanteos con el pop, una cubierta llamativa para el dúo bizarro Sparks y firmó una de las fotos de la contraportada de Transformer, el disco que convirtió en un superventas planetario a Lou Reed —otro artista mutilado por el absurdo franquista al incluir unos llantos de bebés en una canción—. La foto de Stoecker era el retrato de un marinero sexualmente superdotado, pero lo que había bajo el pantalón era relleno: una banana plástica de tamaño mandingo, un guiño del cantante a su padrino y loca oficial de la jet neoyorquina Andy Warhol.

Arriba izquierda, Amanda Lear en "Siren". Al lado cubierta de "Kimono My House", de Sparks. Abajo, contraportada de "Transformer", de Lou Reed - Fotos © Karl Stoecker

Arriba izquierda, Amanda Lear en «Siren». Al lado cubierta de «Kimono My House», de Sparks. Abajo, contraportada de «Transformer», de Lou Reed – Fotos © Karl Stoecker

No hay glamour en el final de esta historia. Stoecker perdió algunas amistades, cultivó otras peligrosas y desapareció de escena. Durante años malvivió con infraempleos y estuvo varias veces en la ruina, al borde de la indigencia.

Ahora vive en una casa humilde de South Beach, en Miami, y expone fotos en bares de la vecindad para intentar vender alguna copia.

Además de imágenes antiguas de las mujeres olímpicas con que llenó una época de sueños de húmeda purpurina, añade nuevos trabajos a los que llama Glam. Son pobres emulaciones, como si a Disney le encargaran hacerle una portada a Roxy Music.

Stoecker afirma que Bryan Ferry sigue enviándole copias de promoción de los discos nuevos.

Jose Ángel González

Muere Charlie Haden, músico de jazz y ‘brigadista’

Charlie Haden (1937 –  2014)

Charlie Haden (1937 – 2014)

Charlie Haden, que murió hace unos días a los 76 años por complicaciones derivadas de la poliomelitis que sufrió cuando era un crío, era poderoso y valiente. Del primer adjetivo dan fe las docenas de discos y centenares de conciertos con los que sembró su paso por el mundo. Del segundo, la bravura temeraria con que afrontaba la denuncia de lo injusto: en 1971, en el Portugal de la dictadura de Caetano, se atrevió a dedicar Song For Ché (Canción para el Ché) a los movimientos de liberación colonial de Mozambique y Angola. Tuvo que lidiar con una detención de la PIDE, la temible policía secreta.

La carrera de este bajista de enorme influencia está cimentada en varias paradojas. La primera, su formación como músico de country en la granja familiar de Shenandoah-Iowa (EE UU), donde todos, porque la tierra siempre merece un canto, tocaban este o aquel instrumento. Charlie, que cantaba mejor que ninguno de los hermanos, contrajo a los 14 años una forma del polio que le atrofió parcialmente la cara y la garganta y le impidió modular el tono vocal. Acaso por la limitación empezó a tocar el bajo de manera desatada, libre de las formas tradicionales del country, al que nunca abandonó del todo y siguió considerando la «raíz de todas las músicas».

Además de esta anomalía —un músico procedente de la escuela secular del folk que haría carrera en el free jazz— y quizá a consecuencia de ella, Haden jamás renunció a buscar sendas de libertad, terrenos abiertos donde lo académico deja de tener sentido, y a enrolarse en una carrera proteica de casi 60 años de dedicación a los oprimidos, dando origen así a una segunda paradoja: la de un músico de jazz de protesta, un subgénero que puede parecer carente de sentido dada la fiereza libertaria e indomable, es decir, no verbalizada, de los grandes renovadores del estilo —Parker, Miles, Coltrane, Ayler, Mingus…— .

Entre otro muchos proyectos, Haden fue el impulsor principal de la Liberation Music Orchestra, una formación cambiante que debutó en 1969 con un disco sin complejos que incluía este maratoniano puzle de canciones de la Brigada Lincoln de la Guerra Civil española. El álbum, como puede sospecharse, fue prohibido en España por la censura franquista y sólo se pudo conseguir en posteriores y muy tardías reediciones digitales.

Haden tocó también con otros espíritus libres del jazz: fue durante casi una década acompañante del pianista Keith Jarrett, experimentó cruces de caminos musicales con el brasileño Egberto Gismonti y el cubano Gonzalo Rubalcaba, se entendió con el guitarrista Pat Metheny

No es casual que Haden haya comenzado su carrera en 1959 como veinteañero prodigio y único músico de piel blanca en el disco fundacional del free-jazz,The Shape of Jazz to Come, de Ornette Coleman. Tampoco que haya muerto sin culminar su disco soñado: una colaboración con Paco de Lucía.

Ánxel Grove


Un adiós demasiado veloz para Alain Resnais

Se me ocurren algunas razones para explicar la sordina o el desinterés con que fue tratada por los medios la reciente muerte, a los 91 años, de Alain Resnais, uno de últimos cineastas a los que podías llamar artista sin caer el disparate o la incongruencia fanática: era dispar en el sentido formulado por Eisntein («es extraño: ser conocido universalmente y al mismo tiempo sentirse solo»), hacía películas atonales que nada tienen que ver con el furioso ruido que manda en el cine de las últimas décadas, introducía esquemas literarios que tampoco se llevan (capa sobre capa: la muerte, el sexo y la afasia obligada por la ineptitud del lenguaje como forma de comunicación) y estaba convencido de que el presente y el pasado coexisten y, por tanto, es absurda la noción de flashback. Era, en suma, un cineasta de películas difíciles. «Sé que son complicadas, pero no lo hago a propósito, me salen así», decía con humor.

Los obituarios del fallecimiento fueron, por resumir el desatino en un sólo adjetivo, escuetos. Incluso en medios de referencia como The Guardian y The New York Times abundaba el lugar común: el incorformismo, la ruptura de convenciones, la influencia de Resnais sobre los jóvenes de la nouvelle vague…, dejando el análisis reducido a la enumeración de los muchos premios que cosechó el fallecido. El siempre indecoroso teletipo de la agencia EFE, dado que el muerto formaba parte de la tribu de los raros, se sacudía el bulto hablando de una carrera «abrumadora», es decir, vamos a dejarlo así que el abuelo era demasiado complejo para la media de nuestros subscriptores —exagero, la razón última es: hace años que despedimos a los redactores expertos en cine, música y literatura, pero cubrimos cualquier expediente con una nota de microempleado—.

El veloz adiós al autor de Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad (1961), Muriel (1963), Te amo, te amo (1968), Providence (1977) y otras varias docenas de películas que podrían ser contempladas como una placa de rayos equis que diagnosticaba la maldad y la deseperada tristeza del siglo XX es más chocante en España, país adorado por el cineasta y por cuya tragedia histórica se sentía conmovido. En 1966 firmó, con guión de Jorge Semprún, La guerra ha terminado, uno de sus escasos films lineales, sobre la peripecia de Diego (Yves Montand), un dirigente del Partido Comunista de España encargado de una misión clandestina en el Madrid franquista, y en 1950 había codirigió, el cortometraje Guernica, una fúnebre alegoría sobre el bombardeo a la población vasca montada con imágenes especulares del cuadro de Picasso y del ataque de los aviones de la Legión Cóndor nazi sobre la población civil.

Quizá el fondo interrogativo de los grandes largometrajes-acertijo de Resnais y la belleza que deja sin aliento de cada uno de los planos que componía —como los tres que abren esta entrada, todos de El año pasado en Marienbad, la obra maestra sobre la irracionalidad inútil de los códigos sociales—, hayan relegado los cortos que dirigió desde que era un joven antinazi en el París ocupado —con gran valentía se jugó la vida escondiendo al periodista judío Frédéric de Towarnicki, que más tarde sería guionista de alguna de las películas del cineasta—.

El más hermoso —la condición del más descarnado es para Noche y niebla (1955), un documental crudísimo sobre los campos de concentración— es, en mi opinión, Toute la mémoire du monde (1956), que el canal de YouTube de Criterion acaba de colgar, en una versión restaurada, en memoria de Resnais. El corto, un viaje a las entrañas de la Bibliothèque Nationale francesa, es el poema visual más emotivo de Resnais y un canto a la libertad extrema de las bibliotecas, uno de los pocos terrenos donde la utopía sigue siendo posible.

Ánxel Grove

Los pecados del camarada Seeger

Pete Seeger en 1955

Pete Seeger en 1955

Hace una semana, sólo unas horas después de la muerte de Pete Seeger a los 94 años en un hospital presbiteriano de Nueva York, dos personajes de gran empaque pop abrieron la boca para hablar del fallecido. Barack Obama dijo: «A lo largo de los años Pete usó su voz y su martillo para golpear por los derechos civiles y de los trabajadores, por la paz mundial y la conservación del medio ambiente». Bruce Sprigteen añadió que Seeger «era el padre de la música folk estadounidense» y «un héroe».

Primero: les juro que el presidente de los EE UU y de Guantánamo usó la palabra «martillo», lo que demuestra que conoce lo básico del cancionero de Seeger —If I Had a Hammer (Si tuviera un martillo), una especie de nana progresista— y que la topología semántica de Lacan (somos y tememos lo que decimos) sigue siendo instrumentalmente válida. Obama, víctima de un episodio lacaniano de estadio del espejo, realmente no dijo «su voz y su martillo», sino «su hoz y su martillo», lo cual es históricamente adecuado para referirse a un personaje como Seeger, que no renegó del estalinismo hasta 1982, cuando tenía 63 años, los muchos millones de cadáveres del gran terror de Stalin se habían simbiotizado con la tierra décadas antes y el mundo entero sabía, desde 1953 (por medio del camarada Kruschev), que el trigo del paraíso de los trabajadores estaba abonado con cadáveres.

Segundo: les juro que el Boss dijo «padre» del folk cuando consta que Springsteen, un tipo educado en lo musical, sabe de la existencia de Woody Guthrie, la Carter Family y Hank Williams, a quienes, dada la inmensidad de sus obras, resulta tan criminal como los gulags de Stalin colocar por debajo de la supuesta paternidad de Seeger, cuyo mayor aporte al folk fue comercializar un muy exitoso curso para aprender a tocar el banjo y cantar canciones que habían compuesto y cantaban mejor otros. Seré justo: con dos o tres excepciones, una de las cuales, Turn! Turn! Turn!, por cierto, es una adaptación (léase copia) del Eclesiastés bíblico, y otra, We Shall Overcome, una reinterpretación de un espiritual que cantaban los negros en las capillas. Es muy digno de otro estadio del espejo la insistencia de los comunistas en reconocer las bondades literarias de las expresiones de la fé católica.

Bob Dylan y Pete Seeger en el Festival de Newport de 1963

Bob Dylan y Pete Seeger en el Festival de Newport de 1963

¿Héroe? El adjetivo se vende barato, es cierto, pero es un desatino aplicarlo al empresario y organizador de los festivales de Newport, pensados para la izquierda exquisita, universitaria y adinerada que veraneaba en la costa del pueblo de Rhode Island y deseaba ventilarse escuchando, entre un gin fizz y el siguiente, algo de música del pueblo pero, por favor, sin olor a estiercol y debidamente tamizada y corregida para evitar incorreciones como el machismo de los bluesmen jactándose de maltratar a sus mujeres, tema recurrente en el cancionero negro del sur profundo de los EE UU, o el parafascismo de los hillbilies, los primeros en practicar el supremacismo ario.

Seeger transitó por el mundo llamándose comunista: militó, tuvo carnet y fue víctima de la caza de brujas del maccarthismo aunque salió muy bien parado de la investigación (no pisó la cárcel) porque era indiscutible su devoción patria por los EE UU y su vernacular estilo no tenía nada de bolchevique. El suyo era un comunismo estético que recuerda a esos que proclaman sin que venga a cuento su ateismo mientras beben una cerveza y, sin solución de continuidad, una vez establecido el estatus de ahora-ya-sabes-lo-que-molo-muchacha, pasan a loar el buen cine de San Tarantino, que es a las películas lo que Seeger a la música: un masticador-deglutidor de los hallazgos de otros.

Con mucha posterioridad a Pol Pot, Mao, Castro y otros gestores del comunismo con las manos teñidas de sangre (y no se puede olvidar en este punto que el pseudo padre del folk defendió en todas las tribunas el pacto diabólico Hitler-Stalin de 1939), Seeger aún seguía afirmando que el sistema comunista era el mejor. En una entrevista en 1995 dijo: «Todavía me considero un comunista, porque el comunismo tiene tanto que ver con Rusia como el cristianismo con la Iglesia», olvidando que la esencia del marxismo leninismo, sea cual sea su forma, es la eliminación del individuo en el vientre voraz del Estado y el partido del que sólo emergen, como heces idénticas, individuos planos y sin  nombre. En 2007, acaso en un examen de conciencia premorturio, el cantante manifestó sus errores: «Quizá debí haber visitado los gulags cuando estuve en la URSS en 1965″, declaró en un mea culpa formulado muy a destiempo.

Bob Dylan en Newport-1965, eléctrico por primera vez

Bob Dylan en Newport en 1965, tocando en directo por primera vez con un grupo eléctrico

Quiero regresar a la heroicidad de Seeger mencionada por Springsteen, enlazándola con la actuación pública que mejor dibuja el talante del personaje: el tantas veces recordado incidente del 24 de julio de 1965 en el Festival de Newport, cuando Seeger quiso cortar el sonido de la primera actuación eléctrica de Bob Dylan, quien, acompañado por la Paul Butterfield Blues Band, indicaba a los asistentes que le habían venerado en las ediciones anteriores del evento (Seeger entre ellos, siempre dispuesto a presentarse como «descubridor» del cantautor cuando en realidad se enteró a toro pasado de su poderío) que ahora sí, los tiempos estaban cambiando, y convenía tocar rock and roll otra vez en vez de folk de pub cervecero irlandés.

Aunque se ha escrito que Seeger pretendió dirigirse a la mesa de sonido y cortar los cables con un hacha —imagen muy soviet— para interrumpir el sacrilegio burgués que Dylan cometía: decibelios, letras simbolista-surrealistas y la mente acelerada por la bencedrina, lo cierto es que sólo mencionó literalmente la posibildad. «¡Si tuviera a mano un hacha me encargaba personalmente de acabar con esto!», dijo el «héroe» de Springsteen, a quien Seeger también hubiera atacado con un hacha de ser el Boss quien ocupase en el lugar de Dylan en aquella tarde de 1965.

La explosión de ira del camarada Seeger, que nunca negó y no es, como sostienen algunos exegetas, un invento (hay testimomios de testigos presentes en Bob Dylan. Behind the Shades, la muy seria biografía oral escrita por Clinton Heylin), situó al folklorista en el lugar reaccionario que merece. Tenía miedo de perder a las nuevas generaciones inconformistas que estaban regresando a la esencia voluptuosa del rock, consumían drogas y entendían que, de existir algún camino de liberación, pasaba por el ni dios ni amo anarquista y no por las consideración de catecismo de las obras completas de Marx. El sexo, la sustancias intoxicantes y la negación del poder central fueron y aún son las peores pesadillas de cualquier comunista. Seeger lo demostró en Newport en 1965 con su histórica pataleta de caudillo político.

"Songs of the Spanish Civil War, Vol. 1: Songs of the Lincoln Brigade, Six Songs for Democracy" (Folkways Records)

«Songs of the Spanish Civil War, Vol. 1: Songs of the Lincoln Brigade, Six Songs for Democracy» (Folkways Records)

Un apunte final que imbrica a Seeger con España. En 1940 grabó una serie de canciones, versiones de temas de los combatientes republicanos en la Guerra Civil, para loar la participación en la contienda de la Brigada Lincoln, donde combatieron 500 voluntarios estadounidenses para defender la legalidad democrática frente al golpe de estado bélico de los franquistas.

Durante toda su vida, Seeger se presentó como paladín del antifascismo en España, país al que no acudió durante la Guerra Civil —pudo hacerlo: en aquella época se dedicaba a la vida social de los activistas de salón en los EE UU—, sin citar ni una sola vez que el valiente y admirable idealismo de la Brigada Lincoln fue tan admirable como ciego: los voluntarios fueron empleados como carne de cañón en misiones suicidas ordenadas por los comisarios políticos János Gálicz (húngaro-ruso) y Harry Haywood (estadounidense), ambos militantes del Partido Comunista de la URSS que únicamente obedecían órdenes de Stalin y no del Gobierno de la República y enviaron a los brigadistas a la matanza.

No sé si en el funeral de Seeger colocaron un banjo como símbolo póstumo del folklorista. Lo justo hubiera sido añadir una hoz, un martillo y un hacha.

Ánxel Grove

40 años de «Berlin», el disco de Lou Reed mutilado por el franquismo

Le quitan a sus hijos / Porque dicen que no es una buena madre / Le quitan a sus hijos / Porque se acuesta con unos y otras / Y con todos los demás / Como esos soldados baratos con los que liga frente a mí

La canción, The Kids, sigue siendo un trago difícil de deglutir. Lou Reed canta con desapegada frialdad, la guitarra steel se mantiene en una contención que no permite presagiar la tragedia explosiva del último tramo del tema, con el llanto real de un bebé —el hijo del productor del disco, Bob Ezrin— convertido en voz solista de esta micro narración sobre una politoxicómana que vende sexo para pagar vicios y a quien los servicios sociales quitan la custodia de los hijos.

"Berlin" - Lou Reed, 1973

«Berlin» – Lou Reed, 1973

Era la canción más larga y con seguridad una de las mejores de Berlin, el tercer álbum como solista de Reed, un disco que acaba de cumplir 40 años —fue publicado en julio de 1973—.

Antes que ningún otro apunte, una constatación: Berlin ha salido honrosamente triunfante de la prueba del tiempo. Incluso quienes lo tacharon de «porquería» y «mediocre» hace cuatro décadas, por ejemplo, la revista Rolling Stone («este es el último capítulo de una carrera prometedora, adiós, Lou», escribieron), se han desdicho y colocan el álbum entre los mejores de su época y, desde luego, entre los más arriesgados de Reed, uno de esos artistas capaces de lo mejor y también de lo peor.

Decadente y morboso, el álbum fue concebido como una tragedia temática y con ciertos afanes bretchianos sobre la muerte, el suicidio, la autodestrucción y el sexo. Jim y Candy, los protagonistas, son una pareja de perdedores temibles en un Berlín infernal. Él, proxeneta y maltratador. Ella, prostituta y drogadicta.

No queda aquí rastro de los héroes de celuloide a los que Reed había elevado a categoría de celebridades en Walk on the Wildside, del superventas Transformer de 1972. En Berlin el glam y la brillantina se han convertido en crónica negra y maldición. «Ahora sabrán que voy en serio», declaró el músico por entonces, cansado de que le metiesen en el mismo saco que a su amigo y excolaborador David Bowie. Reed deseaba ser, con un afán que inició en el tiempo de The Velvet Underground, una especie de gacetillero urbano a ritmo de rock y con cierta altura literaria.

Nadie entendió el descenso a los infiernos de Berlin, la crónica del submundo, la abundancia de realidad, y Reed quedó tocado durante muchos años, decepciomado, rencoroso y desorientado por las feroces diatribas contra un álbum en el que se había vaciado para dar lo mejor de sí mismo. Hasta 2006 no tocó en directo casi ninguna canción del disco. Cuando lo hizo, había transformado la dramática ópera inicial en un espectáculo que en vez de habitar el subsuelo celebraba la nostalgia: fue filmada por Julian Schanabel en la película-concierto Berlin: Live At St. Ann’s Warehouse.

Cuando escuché por primera vez Berlin, el disco acababa de ser editado en España, pero la maquinaria represiva franquista había suprimido The Kids, la canción que abre esta entrada. Los cuatro funcionarios-censores de la llamada Dirección General de la Cultura Popular consideraron que era demasiado explícita sexualmente. Mantuvieron, paradójicamente, The Bed, que narra el suicidio de la protagonista.

Supimos como sortear la coacción —siempre era posible grabar un disco no mutilado que alguien había comprado en Londres o Lisboa—, y Berlin se convirtió en una pieza de culto en la España tardofranquista, cuando al dictador le quedaba poca vida y sus cómplices estaban mortalmentre asustados (aunque rabiosos).

Una nota banal sobre la influencia del disco: una niña mexicana-española llamada Olvido Gara eligió el nombre artístico de Alaska por una de las estrofas del álbum.

Ánxel Grove

¿Y si Jim Morrison se hubiese quedado en España?

La última vez que entró en un estudio de grabación, Jim Morrison estaba absolutamente borracho. No era extraño: llevaba varios años bebiendo de manera constante, casi científica, y consideraba al alcohol una forma de «capitulación lenta» contraria a la determinación instantánea del suicidio, porque cuando bebes, decía, «es tu elección cada vez que tomas un sorbito». La canción de arriba, si es que merece esa consideración dada la pobreza de la pieza, se titula Orange County Suite, fue grabada en París en 1971 con un grupo de músicos callejeros y está dedicada a la novia del cantante, la procaz y peligrosa Pamela Courson, que acompañaba a Morrison en la capital francesa, lugar que eligieron muy literariamente para escapar del pasado y acaso intentar eludir el futuro inevitable.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Unos meses antes de grabar el disparate —incluido en el disco no oficial The Lost Paris Tapes: The Private Tapes Of James Douglas Morrison, editado en 1994 y muy querido por los muchos fanáticos de Morrison, tropa empecinada en considerar al cantante y poeta como una de las potenciales reencarnaciones de Jesucristo—, Morrison había tosido sangre. El médico le advirtó del precario estado de salud que arrastraba y le aconsejó dejar por un tiempo el clima húmedo de París y optar por una estancia redentora en lugares secos. También le propuso que redujera el consumo de whisky y cigarrillos —encendía un Marlboro con la colilla del anterior y se ventilaba cuatro cajetillas al día, inhalando cada vez con un hambre de niño inclusero—.

Quizá la elección de España como balneario para una cura temporal estuvo condicionada por la evocación de Spanish Caravan (Caravana española), editada en 1968 en Waiting for the Sun, el tercer álbum de The Doors, el grupo en el que Morrison jugaba el papel de muñeco sexual atacante y letrista belicoso con aspiraciones poéticas. La letra del tema, sobre un arreglo basado en la cita musical de Asturias (Leyenda), uno de los opus de Albéniz que toda academia de guitarra incluye en su temario, es tan pintoresca como un folleto de tour para jubilados sajones: Llévame, caravana, llévame lejos / Llévame a Portugal, llévame a España / Andalucía con campos llenos de trigo (…) / Los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar / Sé que hay un tesoro aguardándome / Plata y oro en las montañas de España.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Tal vez esperando confirmar que en España había caravanas y vientros vientos ecuatoriales y en Andalucía trigales —disparates que debemos achacar al romanticismo a la Byron que Morrison cultivaba o a los proverbiales y pésimos programas educativos de geografía humana que se imparten en los EE UU—, Morrison y Courson alquilaron un Peugeot el nueve de abril de 1971 y pusieron rumbo hacia el sur.

De las tres semanas siguientes hay referencias, aunque bastante parcas, en muchas de las biografías dedicadas al ídolo [en Internet puede consultarse el ensayo Jim Morrison’s Quiet Days in Paris, de Rainer Moddemann]: paso por Limoges y Touluse, desvío hacia Andorra con la posible intención de merodear por los Pirineos, estancia de unos días en Madrid y llegada a Granada.

Sabemos que en el Museo del Prado Morrison pasó unas cuantas horas ante El Jardín de las Delicias, el enigmático y moralizante tríptico pintado por El Bosco para desarrollar plásticamente un refrán flamenco que el desmejorado cantante podía asumir e interiorizar como reflexión propia: “La felicidad es como el vidrio, se rompe pronto”. También es conocido el paso por Granada, la melancólica noche de whisky en la taberna-cueva Zíngara, en el Sacromonte, donde pidió a los dueños que pusieran canciones de Janis Joplin, otra descarriada que había muerto, seis meses antes, en soledad, y el amanecer casi místico en la Alhambra.

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 - Foto: © Alain Ronay

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 – Foto: © Alain Ronay

El viaje concluyó al otro lado del Estrecho. Cruzaron a Tánger en ferry vía Algeciras y luego condujeron hacia Casablanca, Marrakech y Fez. Devolvieron el coche y el 3 de mayo tomaron un avión de regreso a Paris.

Dos meses exactos después Morrison murió a los 27 años —»estáis bebiendo con el número tres», había anunciado a sus compañeros de parranda tras los fallecimientos de Jimi Hendrix y Joplin, del club de los 27—. Todavía oscilan las teorías sobre las circunstancias del deceso: ataque al corazón en la bañera tras una noche de alcohol esta vez culminada con heroína, droga que llevaba meses sin usar; sobredosis accidental, e incluso muerte en otro lugar, un garito al que había ido a comprar caballo para la novia, voraz consumidora, y traslado subrepticio del cadáver al apartamento para evitar incómodas preguntas policiales.

El viaje por España del adorado cantante de los Doors me interesa por los amplios espacios que deja abiertos y que están pidiendo a gritos una narración de no ficción. Quiero imaginar al par de millonarios —los Doors era una caja registradora muy saludable— vagando por la aridez castellana, deteniéndose en las villas de adobe centenario y mutismo palpitante que duele en los oídos, enfrentándose al sombrío encuentro con una pareja de la Guardia Civil con capotes, paladeando vino más recio que el whisky amanerado, fumando hachís liado con Bisonte rubio, admitiendo que Albéniz era bastante vulgar, comprobando que Goya estaba más alucinado que El Bosco y que El Greco le ganaba a ambos, entrando en una iglesia donde unas señoras con piel de cera rezan el rosario con la misma cadencia con la que cantan gospel en Alabama otras señoras con piel de carbón, comprando en un bar de camioneros una cinta de Camarón para convertirla en banda sonora en loop del viaje entero, buscándose la vida para encontrar heroína para Pamela en la España aún franquista de 1971…

Me gusta preguntarme, aún sabiendo que no hay respuesta, que nueva historia se abriría si en determinado momento Jim y Pan hubieran dedidido, como dicta la lógica, que París es un despojo para tarjetas postales y mejor nos quedamos aquí…

El 25 de abril de 1974, en un epílogo presentido, Pamela Courson murió tras inyectarse heroína en un apartamento de Los Ángeles, la «ciudad de la noche» de la que había escapado con Morrison. También tenía 27 años y su cadáver no fue enterrado, como ella deseaba, en el cementerio parisino de Père Lachaise donde había sido sepultado su novio. Aunque la pereja no estaba legalmente casada, los padres de Courson —que le habían retirado la palabra a la hija años antes por merodear con un «degenerado» como Morrison— se afilaron los dientes, lograron que los tribunales reconocieran la unión como un matrimonio de hecho y, por tanto, legalizaron su papel como herederos de la mitad del legado millonario de Morrison. Ambas familias, los Morrison y los Courson, litigaron con saña durante décadas.

Ánxel Grove

¿Cómo es posible que Oriol Maspons haya muerto sin ganar el Premio Nacional de Fotografía?

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

«Los fotógrafos de entonces nos colgamos de la oreja de la cultura y nos fue muy bien». El enunciado, que Oriol Maspons pronunció en 2008 durante la inaguración de una de sus últimas exposiciones, tiene sabor a paradoja.

El mejor fotógrafo español del siglo XX, murió hace unos días, a los 84 años, sin que su obra y docencia vital hayan sido reconocidas por quienes se dicen administradores de la cultura y deben ser, por exigencias del cargo público que ocupan, responsables de reconocer a quienes han entregado su vida al arte, es decir, a los demás ciudadanos.

Desde 1994 el Ministerio de Cultura otorga cada año el Premio Nacional de Fotografía —desgajado del Premio Nacional de Artes Plásticas para conceder a las fotos, tardía pero justamente, categoría artística—. El premio, dotado con 30.000 euros, es una forma, dice el ministerio, de «reconocimiento de la sociedad a las personas como recompensa a la meritoria labor de los galardonados, que con su creación artística contribuyen al enriquecimiento del patrimonio cultural de España«.

Maspóns dejó el mundo sin que su nombre figure en una lista de premiados poblada de medianías y arribistas. Es un contrasentido y duele saber que el viejo maestro, como comentó ayer su hijo Álex en el funeral en Barcelona, se haya largado anhelando el reconocimiento de la máxima institución cultural del país.

La muerte de Maspons es también el final de un modo de vida y un estilo, no tanto fotográfico como espiritual. Escasamente competitivo («ganaba lo suficiente y no ahorraba nada»), bastante hippie y canalla («me metí en esto para ligar»), alejado de toda ínfula —cuando le preguntaban qué «proyecto» era su favorito decía que «eso de los proyectos sólo se aplica a los arquitectos»— y carente de prejuicios («no he visto nunca nada como una chica negra montada a caballo: hace poco intenté hacer la foto pero me cobraban 300.000 pelas y no encontré espónsor»), fue lo suficientemente valiente como para dejar un empleo como agente de seguros y establecerse como fotógrafo en Barcelona en el durísimo tiempo de carbón de 1956.

Desde entonces fue el gran ojo público de una España sometida pero contradictoria donde los poblados gitanos de Granada se yuxtaponían con la vida loca de la Barcelona afiebrada de la izquierda divina y las siluetas del yugo y las flechas sembradas por los caminos quedaban licuadas por la llegada del turismo y sus luminosas novedades.

Maspons hizo retratos de estudio que todavía parecen tomados ayer; reportajes neorrealistas; cubiertas de libros; fotos documentales en la edad de oro, con frecuencia menospreciada —todavía se lleva mal el maridaje de la carne con el periodismo—, de la revista Interviú del postfranquismo, y fusiló con intención inteligente y socarrona a las «chicas pijas» de los sesenta —los títulos son una bofetada a la insoportable corrección contemporánea: Ex pijas venidas a menos, Pollita refrescándose, Cachas mocetona normanda desayunando, Experta maniquí francesa haciendo el gato en un tejado...—.

Para quienes necesiten de apuntes curriculares conviene anotar que fue el primer fotógrafo español al que compró obras, en 1958, el MoMA de Nueva York.

En un encuentro digital en 2006 con los lectores del diario El País, alguien pidió consejo a Maspons sobre la posibilidad de estudiar fotografía en un momento en el empezaban a  pintar bastos. «Yo también me decepcionaría un poco con la foto tal y como está», respondió. «Han desaparecido las grandes revistas y las portadas de novelas y libros… Con Internet, los directores de arte prefieren robar las fotografías. La fotografía ha pasado un poco de moda, igual que los fotógrafos. Los nuevos, tendrán que abrir camino, porque ha desaparecido el hábitat en el que nos movíamos, igual que hay animales, como la rana, que desaparecen por que no encuentran donde croar… Nosotros tampoco sabemos donde croar».

Que este docente de la mirada que repartió dignidad, ganas de broma y, sobre todo, maravillosas imágenes —buenas fotos, esa es la simple ecuación— durante más de medio siglo haya muerto sin ser reconocido por el Ministerio de Cultura, por cuya gestión han pasado con similar ceguera seudo socialistas y seudo demócratas, define bien a las claras dónde está el límite entre la política y la vida.

Pese a que contradigo el anhelo de un muerto, prefiero a Maspons no consagrado por esas peligrosas bendiciones. La cultura que se colgó de la oreja, la que predicaba la libertad y el goce de la vida, es demasiado peligrosa para el Premio Nacional de Fotografía.

Ánxel Grove