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Las fotos inéditas del ‘loco’ Dennis Hopper en Taos, Nuevo México

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

No es posible saber si la utopía hippie acabó con la primera cuchillada de las mansonitas contra la tripa embarazada de Sharon Tate o con el disparo del red neck que tumba y mata a Captain America Wyatt, el personaje principal de Easy Rider, interpretado por Peter Fonda. Entre la primera escena, tan real como la sangre y sucedida en las colinas de Los Ángeles, y el estreno publico de la película que contenía la segunda, metafórica y escenificada, pasaron pocas semanas.

Todo ocurrió en el verano de 1969, cuando el diablo fue de vacaciones a California.

En la foto que abre la entrada, tomada por el director-actor de la película, Dennis Hopper (1936-2010), mientras buscaba localizaciones para el largometraje que sería el canto póstumo de una generación, el flower power no parecía estar todavía condenado a la cuneta de una carretera sureña o al delirio de una secta de niños convencidos de que aquel delincuente de poca monta con ojos hipnóticos era, «en serio, hombre», el quinto beatle.

Las dos mujeres que aparecen en la imagen tienen toda la vida por delante. Eso creen ellas.

Acaban de editar las que quizá sean las últimas imágenes inéditas de Hopper, o sea, las únicas no explotadas por la codicia de los herederos. Drugstore Camera reúne las fotos del director, tomadas con cámaras desechables y reveladas en drugstores —esa mezcla de maxiquiosco y farmacia tan abundante en los EE UU, donde tiene un sentido metafísico comprar en el mismo lugar lo que te cura y lo que te lleva directo a la diabetes— durante sus primeros meses en la zona de Taos, en el desierto de Nuevo México, un lugar seco donde la topografía parece una canción de Lydia Mendoza: Cerro del Oso, Arroyo Seco, Mosca, Cerro del Oro, Jicarita, Hernández, La Española, Cerro Vista, Cuchillo de Fernando, Sangre de Cristo, Agua Fría…

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¿Por qué rompieron Miles Davis y John Coltrane?

John Coltrane (izquierda) y Miles Davis , 1960

John Coltrane (izquierda) y Miles Davis , 1960

En una esquina, el trompetista Miles Davis, capaz de reventar más veces que nadie la historia de la música —están contabilizadas al menos cuatro—. Sexy, escabroso, domador del silencio. Negro pero con posibles: hijo de un dentista. Durante muchos años tocó de espaldas al público. Cuando le preguntaron por qué, dijo: “Nadie se molesta por ver la espalda del director de una orquesta sinfónica”.

En la otra, John Coltrane, explorador estelar con el saxo tenor, hijo de padres sin blanca. Se apuntó en la Armada el mismo día que la bomba atómica cayó sobre Hiroshima. Decidió llamar a las puertas del cielo de una manera tajante: con la estridencia. No soplaba el saxo: lo pervertía. Cuando tocaba, buscaba a dios, pero lo hacía con ferocidad, porque el creador sólo escucha a quienes gritan.

Discos del quinteto de Miles Davis

Discos del quinteto de Miles Davis con John Coltrane

Ambos nacieron en 1926, se dejaron entumecer por la frialdad de la heroína y tocaron juntos entre 1955 y 1960.  La historia de los ochos discos en los que se mezclaron apuntala el dogma del respeto mútuo y el tránsito conjunto por senderos sin rumbo, porque en el jazz nada es definitivo y toda forma contiene su contrario, el vacío. El jazz no es taxativo como el rock, siempre basado en afirmaciones y estructuras sólidas. El jazz es volátil y, en ocasiones, informe: plantea siempre más preguntas que respuestas.

Los discos del primer Quinteto de Miles Davis —que a veces se ampliaba a sexteto— forman un cuerpo sagrado que culmina con Kind of Blue (1959). Los participantes, no siempre los mismos pero con Miles de oficiante estable y Trane de contrapunto, hicieron del jazz algo flotante y elástico, de discreta y apasionada elegancia.

Anuncian ahora la edición de un cuádruple disco con las últimas actuciones de Miles y Trane juntos. All of You: The Last Tour 1960 contiene grabaciones de una gira por Suecia, Alemania y Suiza. Según algunos es la prueba de que la alquimia se había agotado y los dos genios estaban a punto de divorcio. Se lllega a sugerir que ya no se soportaban.

Escuchen y juzguen esta versión de So What grabada el 22 de marzo de 1960 en Estocolmo.

Entre los códigos de tiempo 00:30 y 03:40,  la trompeta de Miles hace el solo, perfecto, de una eficacia doliente: una lección magistral del jazz modal que el quinteto había inventado y perfeccionado mezclando tonos brillantes y apagados. Luego entra el tenor de Trane, que avanza en principio por el mismo camino que había iniciado el líder del quinteto pero bien pronto se dispara y termina, en torno al 6:40, en una borrachera rapidísima y chirriante. Es como si el saxofonista estuviese tocando para sí mismo, ajeno a los demás músicos, un hereje flotando en el aullido multiforme y abierto del free jazz.

Dicen que la paradoja se daba cada noche y en cada tema: Trane en un planeta y Davis y los demás en otro. El público reaccionó mal y algunos críticos peor. Los adjetivos «horrorosos», «aburridos», «absurdos» e incluso «obscenos» fueron aplicados a los solos del saxofonista, al que llegaron a acusar de tocar mal para precipitar que Davis le expulsara.

Al terminar la gira y regresar a los EE UU ocurrió el desenlace: Trane y Davis rompieron para siempre. Sin gran discordia pero de forma tajante: jamás tocarían juntos de nuevo.

Algunos de los discos de John Coltrane grabados en los últimos cuatro años de su vida

Algunos de los discos de John Coltrane grabados en los últimos cuatro años de su vida

Aunque ya había grabado tres discos como solista antes de pasar por el quinteto, Trane nunca se había atrevido a componer música. Era inseguro y necesitaba un asidero espiritual que la ayudase a salir de la dependencia a la heroína, que casi lo había matado en 1957 de una sobredosis. También bebía demasiado y, al contrario que Miles, capaz de drenar la toxicidad y convertirla en aliada, cargaba con un cuerpo muy castigado. En 1960, cuando dijo adiós al quinteto, tenía 34 años. Moriría poco después de cumplir 40.

Quizá era consciente de que el tiempo apremiaba y no le quedaba demasiado para buscar aquello que buscaba, fuese lo que fuese: empezó a componer con furor, arañando como inspiración en cualquier forma de creencia espiritual («creo en todas las religiones», decía); renegó de cada verdad para acercarse a las cinco notas esenciales de las ragas de la India; intentó domar las «fuerzas emocionales»  contenidas en cada soplo; estaba convencido de que la música era medicinal tal como afirmaban los chamanes africanos; leyó el Corán, la Biblia, textos de budismo zen y cábala con la misma ecuánime sinceridad; grabó una pieza de 29 minutos basada en la sílaba sagrada Om y las enseñanzas del Bhagavad Gita y el Bardo Thodol

Consiguió lo que nadie antes había soñado, que el jazz pudiese tener una cualidad sacramental: A Love Supreme (1964) es el equivalente negro a una misa de Bach.

"Stellar Regions"

«Stellar Regions»

Casi todo lo que grabó antes de que el cáncer de hígado lo matase —el último concierto lo ofició, parece lógico que así fuese, en una iglesia humilde— estaba basado en el convencimiento de que la música universalis no es un concepto alquímico sino una verdad tangible a la que es posible acceder con determinados sonidos. Nadie entendió demasiado aquella forma de rezo y los críticos tardaron en asimilar los viajes de fiebre de Trane, estelar, dolido, suplicante, atonal, dirigido hacia habitantes de esferas diferentes a la terrenal… Nada le importaba cuando tocaba: cuando estás a solas y hablas con múltiples dioses debes inventar un idioma, una jerga acumulativa que sólo tú y ellos entenderéis.

La mejor constancia de los diálogos de Coltrane con todos los avatares de la divinidad apareció 27 años después de la muerte del músico. Lo encontró, se nos dijo, su viuda, Alice Coltrane (1937-2o07) mientras ponía orden en las cajas y archivadores donde Trane guardaba sus cosas. Editado en 1995, Stellar Regions, había sido grabado cinco meses antes de la muerte del artista. Intenten escucharlo con las luces apagadas y suban el volumen. Les convencerá de la posibilidad cierta de los viajes astrales del alma.

Miles Davis, que siguió dinamitando clichés hasta 1991, cuando un fallo cardiorrespiratorio lo tumbó a los 65 años, nunca habló de Trane o de las razones de la ruptura. Lo más cercano a una explicación la ofreció en unas escuetas declaraciones durante la última gira del quinteto, en 1960. Tras la actuación, en la que Trane había vuelto a tocar por su cuenta y de manera disonante, un periodista preguntó a Miles:

— ¿No te parece que Coltrane va demasiado lejos?

El mejor músico de jazz de la historia respondió:

— No. Soy yo quien no soy capaz de llegar tan lejos como él.

Jose Ángel González

¿Y si Jim Morrison se hubiese quedado en España?

La última vez que entró en un estudio de grabación, Jim Morrison estaba absolutamente borracho. No era extraño: llevaba varios años bebiendo de manera constante, casi científica, y consideraba al alcohol una forma de «capitulación lenta» contraria a la determinación instantánea del suicidio, porque cuando bebes, decía, «es tu elección cada vez que tomas un sorbito». La canción de arriba, si es que merece esa consideración dada la pobreza de la pieza, se titula Orange County Suite, fue grabada en París en 1971 con un grupo de músicos callejeros y está dedicada a la novia del cantante, la procaz y peligrosa Pamela Courson, que acompañaba a Morrison en la capital francesa, lugar que eligieron muy literariamente para escapar del pasado y acaso intentar eludir el futuro inevitable.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Unos meses antes de grabar el disparate —incluido en el disco no oficial The Lost Paris Tapes: The Private Tapes Of James Douglas Morrison, editado en 1994 y muy querido por los muchos fanáticos de Morrison, tropa empecinada en considerar al cantante y poeta como una de las potenciales reencarnaciones de Jesucristo—, Morrison había tosido sangre. El médico le advirtó del precario estado de salud que arrastraba y le aconsejó dejar por un tiempo el clima húmedo de París y optar por una estancia redentora en lugares secos. También le propuso que redujera el consumo de whisky y cigarrillos —encendía un Marlboro con la colilla del anterior y se ventilaba cuatro cajetillas al día, inhalando cada vez con un hambre de niño inclusero—.

Quizá la elección de España como balneario para una cura temporal estuvo condicionada por la evocación de Spanish Caravan (Caravana española), editada en 1968 en Waiting for the Sun, el tercer álbum de The Doors, el grupo en el que Morrison jugaba el papel de muñeco sexual atacante y letrista belicoso con aspiraciones poéticas. La letra del tema, sobre un arreglo basado en la cita musical de Asturias (Leyenda), uno de los opus de Albéniz que toda academia de guitarra incluye en su temario, es tan pintoresca como un folleto de tour para jubilados sajones: Llévame, caravana, llévame lejos / Llévame a Portugal, llévame a España / Andalucía con campos llenos de trigo (…) / Los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar / Sé que hay un tesoro aguardándome / Plata y oro en las montañas de España.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Tal vez esperando confirmar que en España había caravanas y vientros vientos ecuatoriales y en Andalucía trigales —disparates que debemos achacar al romanticismo a la Byron que Morrison cultivaba o a los proverbiales y pésimos programas educativos de geografía humana que se imparten en los EE UU—, Morrison y Courson alquilaron un Peugeot el nueve de abril de 1971 y pusieron rumbo hacia el sur.

De las tres semanas siguientes hay referencias, aunque bastante parcas, en muchas de las biografías dedicadas al ídolo [en Internet puede consultarse el ensayo Jim Morrison’s Quiet Days in Paris, de Rainer Moddemann]: paso por Limoges y Touluse, desvío hacia Andorra con la posible intención de merodear por los Pirineos, estancia de unos días en Madrid y llegada a Granada.

Sabemos que en el Museo del Prado Morrison pasó unas cuantas horas ante El Jardín de las Delicias, el enigmático y moralizante tríptico pintado por El Bosco para desarrollar plásticamente un refrán flamenco que el desmejorado cantante podía asumir e interiorizar como reflexión propia: “La felicidad es como el vidrio, se rompe pronto”. También es conocido el paso por Granada, la melancólica noche de whisky en la taberna-cueva Zíngara, en el Sacromonte, donde pidió a los dueños que pusieran canciones de Janis Joplin, otra descarriada que había muerto, seis meses antes, en soledad, y el amanecer casi místico en la Alhambra.

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 - Foto: © Alain Ronay

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 – Foto: © Alain Ronay

El viaje concluyó al otro lado del Estrecho. Cruzaron a Tánger en ferry vía Algeciras y luego condujeron hacia Casablanca, Marrakech y Fez. Devolvieron el coche y el 3 de mayo tomaron un avión de regreso a Paris.

Dos meses exactos después Morrison murió a los 27 años —»estáis bebiendo con el número tres», había anunciado a sus compañeros de parranda tras los fallecimientos de Jimi Hendrix y Joplin, del club de los 27—. Todavía oscilan las teorías sobre las circunstancias del deceso: ataque al corazón en la bañera tras una noche de alcohol esta vez culminada con heroína, droga que llevaba meses sin usar; sobredosis accidental, e incluso muerte en otro lugar, un garito al que había ido a comprar caballo para la novia, voraz consumidora, y traslado subrepticio del cadáver al apartamento para evitar incómodas preguntas policiales.

El viaje por España del adorado cantante de los Doors me interesa por los amplios espacios que deja abiertos y que están pidiendo a gritos una narración de no ficción. Quiero imaginar al par de millonarios —los Doors era una caja registradora muy saludable— vagando por la aridez castellana, deteniéndose en las villas de adobe centenario y mutismo palpitante que duele en los oídos, enfrentándose al sombrío encuentro con una pareja de la Guardia Civil con capotes, paladeando vino más recio que el whisky amanerado, fumando hachís liado con Bisonte rubio, admitiendo que Albéniz era bastante vulgar, comprobando que Goya estaba más alucinado que El Bosco y que El Greco le ganaba a ambos, entrando en una iglesia donde unas señoras con piel de cera rezan el rosario con la misma cadencia con la que cantan gospel en Alabama otras señoras con piel de carbón, comprando en un bar de camioneros una cinta de Camarón para convertirla en banda sonora en loop del viaje entero, buscándose la vida para encontrar heroína para Pamela en la España aún franquista de 1971…

Me gusta preguntarme, aún sabiendo que no hay respuesta, que nueva historia se abriría si en determinado momento Jim y Pan hubieran dedidido, como dicta la lógica, que París es un despojo para tarjetas postales y mejor nos quedamos aquí…

El 25 de abril de 1974, en un epílogo presentido, Pamela Courson murió tras inyectarse heroína en un apartamento de Los Ángeles, la «ciudad de la noche» de la que había escapado con Morrison. También tenía 27 años y su cadáver no fue enterrado, como ella deseaba, en el cementerio parisino de Père Lachaise donde había sido sepultado su novio. Aunque la pereja no estaba legalmente casada, los padres de Courson —que le habían retirado la palabra a la hija años antes por merodear con un «degenerado» como Morrison— se afilaron los dientes, lograron que los tribunales reconocieran la unión como un matrimonio de hecho y, por tanto, legalizaron su papel como herederos de la mitad del legado millonario de Morrison. Ambas familias, los Morrison y los Courson, litigaron con saña durante décadas.

Ánxel Grove

La película-tragedia más y mejor fotografiada de la historia

© Elliott Erwitt

© Elliott Erwitt

Demasiados mitos en una sola foto. Perfecta, seductora, inolvidable pero, tras la pátina épica, el barniz sentimental que nos ablanda, la imagen edificada con la perfección habitual por el gran Elliott Erwitt es como una oración mortuoria, condenada y triste, un congreso de pañuelos blancos encharcados de lágrimas, alcohol, depresión, engaños y tragedia.

The Misfits, la película de 1961 de John Huston que en España llamaron Vidas rebeldes, hurtando la traducción literal del título, Los inadaptados, perfecta para describir las dos historias en liza —la del guión sobre cuatro perdedores sin redención posible y la de la vida real de los implicados, prolongación de la cinematográfica, como si el cine fuese un disfraz para el documental— fue el largometraje más y mejor documentado fotográficamente de la historia.

Al rodaje, en varias localizaciones del estado de Nevada, entre ellas el paraje desértico bautizado desde entonces como Misfits Flat, tuvieron libre acceso varios fotógrafos de la agencia Magnum, autorizada para cubrir en exclusiva la película. Fue una premonición: admitir a los mejores testigos para documentar una ceremonia de carne viva y muerte.

Además de Erwitt, en los sets de grabación, el hotel donde se hospedaba el equipo —el Mapes, en Reno— y durante las excursiones de ocio a cantinas, casinos y tugurios se movieron nada menos que Cornell Capa, Henri Cartier-Bresson, Bruce Davidson, Ernst Haas, Erich Hartman, Inge Morath, Dennis Stock y Eve Arnold. Ninguna otra película tuvo testigos de tanto nivel. Ninguno era inocente: buscaban drama y lo encontraron, olieron la muerte y se comportaron como eficaces enterradores, presintieron el dolor y dejaron que las cámaras actuasen como discretas plañideras. 

Las tórridas temperaturas que castigan al desierto y al antiguo poblado minero de Dayton, localización principal del rodaje —en el verano de 1960, con máximas de 45º—, no fueron la más infernal de las circunstancias: Clark Gable había recibido poco antes el diagnóstico de cáncer terminal de pulmón —en algunas escenas la enfermedad es notable en la voz extinta del actor—; Marilyn Monroe, que, para añadir un matiz freudiano, consideraba a Gable como el padre que nunca tuvo, estaba hundida en una de las simas de su eterna melancolía depresiva; Montgomery Clift, otro saturnal, la acompañaba en el viaje —los productores tuvieron en nómina a un médico durante el rodaje para atenderlos y suministrales drogas—; el director John Huston, con el áspero temperamento que acaso explicaba su genio, no se andaba con chiquitas con los enfermos, a los que llamaba niños «mimados» y «mariquitas» —él mismo padecía de alcoholismo y una incurable ludopatía, que alimentaba con diarias excursiones nocturnas a los tableros de black jack de Reno—; el guionista, Arthur Miller, que se había casado con Marilyn en 1956, intentaba velar por la fragilidad de su mujer e, instigado por ella, modificaba cada noche el libreto…

© Eve Arnold

© Eve Arnold

© Eve Arnold

© Eve Arnold

Las fotos de los reporteros de Magnum no hurgan con grosería en las muchas heridas del rodaje de una película que se funde con la vida —los inadaptados no son sólo los caracteres no del todo ficticios del guión, sino los seres humanos que los interpretan—, sino que se asoman a las rendijas que hacen tangible el desconsuelo. Haas mostró la elegante furia salvaje de los caballos mustang; Morath indagó en la figura de Marilyn como un axis en torno al cual circundaba toda la soledad del mundo; Davidson se mantuvo a la distancia justa para no implicarse emocionalmente y mirar con desapasionamiento; Arnold, una de las fotógrafas con mayor grado de confianza con la actriz, retrató las sombras que rodeaban su brillo y amenazaban con invadirlo…

La película tuvo un epílogo con tantas grietas como era de esperar. Gable murió doce días después del final del rodaje, sin llegar a ver el montaje final. Marilyn y Miller se divorciaron seis días después del estreno y ella murió menos de dos años después —fue su última película, del siguiente compromiso, Something’s Got to Give (George Cukor, 1962), fue despedida porque no era capaz de tenerse en pie e incumplía los horarios una y otra vez—.

Quizá el prontuario más justo para aquel infierno tan bien fotografiado ocurrió el 23 de julio de 1966 en Nueva York, cuando Montgomery Clift, que tenía 45 años, pronunció sus últimas palabras antes de irse a la cama para morir durante el sueño. Minutos antes, su secretario le hizo ver que emitían en televisión The Misfits y que quizá le apetecía verla:

— ¡En absoluto!, respondió el actor.

Ánxel Grove

15 revelaciones de la primera biografía de David Foster Wallace

"Every Love Story Is a Ghost Story" (D.T. Max, 2012)

«Every Love Story Is a Ghost Story» (D.T. Max, 2012)

Acaban de editar en los EE UU, hace solamente unos días, Every Love Story is a Ghost Story (Viking-Penguin), la primera biografía sobre el escritor David Foster Wallace, muerto por suicidio en 2008, a los 46 años. El libro, cuyo título (Toda historia de amor es un cuento de fantasmas) proviene de una cita de la floja novela póstuma El rey pálido—, está (muy bien) escrito por D.T. Max, que ha tenido acceso a la correspondencia privada del biografiado y ha entrevistado a todo su círculo de familiares y amigos.

La lectura de Every Love Story is a Ghost Story, que acabo de consumar, es una experiencia dolorosa para cualquiera que haya apreciado el genio de las pocas pero deslumbrantes obras que nos dejó Wallace.

Martin Amis —a quien la mala baba no desacredita como avezado espectador literario— suele dar un consejo a los lectores: «Identifícate con el autor, no con los personajes. Tu afinidad nunca es con ellos, sino con el escritor. Los personajes son meros artefactos«. Pese a que la aplicación del exhorto es causa frecuente de desilusión, creo en su verdad: el personaje no importa, importa quien fue capaz de crearlo.

La biografía de DFW —siglas ya universales para hablar del escritor más copiado de Occidente por los aspirantes a narradores menores de 30 años (esos de quien Amis, otra vez con bastante razón, recomienda no leer ni una línea, porque sólo hablan de ellos mismos y les importa un pimiento el lector)— se devora con una sensación que no debe diferir demasiado de la experimentada por quien mata a un amigo. Si alguien mitifica al escritor y se siente identificado con él, debe alejarse del libro.

DFW (Foto: Janette Beckman Redferns)

DFW (Foto: Janette Beckman Redferns)

Como todavía pasará algún tiempo antes de que las morosas editoriales españolas se animen a publicar la biografía —sólo cuando DFW se ahorcó editaron algunas de sus obras y hay otras que todavía están esperando—, voy a dedicar nuestra sección quirúrgica de los miércoles (Cotilleando a... la llamamos, seguramente con un punto de mal gusto) a revelar algunos de los hallazgos del biógrafo en torno el carácter, el comportamiento y la personalidad del biografiado, que este año hubiera cumplido 50.

Atención: esto es un spoiler sobre la vida de DFW que detalla el libro biográfico. Fans acríticos y veneradores pueden sufrir con su lectura. Lo advierto porque estoy en el caso y cometí el error.

DFW

DFW

1. Envidioso. DFW sentía una destructiva envidia hacia otros escritores de su generación, en especial contra William T. Vollmann Wollmann, a quien no perdonaba su capacidad productiva, enorme brillantez y valentía personal para implicarse en espinosas cuestiones sociales. Cenaron juntos en una ocasión y DFW, fundamentalmente un burgués, se encargó de desacreditar luego a su rival, ante terceros y sin que Vollmann estuviese presente, por los «pésimos modales en la mesa» de aquel «gordo tragón».

2. Pro-Reagan. En las elecciones presidenciales de 1992 1984 DFW votó por el conservador Ronald Reagan. También admiraba al millonario metido en política Ross Perot, quien llegó a proponer que el Ejército patrullase las ciudades para combatir la delincuencia. «Necesitamos a locos de ese calibre para arreglar las cosas en este país», dijo el escritor a uno de sus amigos. DFW sólo se acercó a un tibio liberalismo tras su viaje por el vientre del dragón fascista al cubrir para la revista Rolling Stone la campaña del candidato John McCain, rival de Barack Obama en 2000 2008.

3. Tenista mediocre. Pese a lo que afirmó en muchas entrevistas y mantuvo en algunos de sus deliciosos ensayos de noficción —como este sobre su veneración por Federer (y desprecio por Nadal) y sobre todo, este otro, el merecidamente celebrado Tenis, trigonometría y tornados, donde señaló que estuvo a punto de ser un jugador «casi maravilloso»— , DFW era un tenista de medio pelo que sólo alcanzó el décimo primer puesto entre los jugadores de la zona central de su estado, Illinois. Todos sus compañeros de equipo en el instituto de Urbana le ganaban de calle. En su fascinación por el deporte de la raqueta tuvo bastante que ver el atrezzo: bandana, pantalón corto, cordones de colores en los botines… Le parecía «muy cool«.

En la portada de Weekender: "Nunca aprendí a leer"

En la portada de Weekender, en 2006: «Nunca aprendí a leer»

4. La raqueta y la bandana, una coartada. Durante años utilizó el tenis como una coartada para justificar el trauma que sentía por sufrir de hipersudoración. El caudal de las glándulas sudoríparas de DFW era enorme en cualquier momento, incluso en descanso. Durante sus ataques de angustia, la situación empeoraba. En la universidad y en sus primeros años como profesor de Literatura llevaba la raqueta y una toalla encima para intentar enmascarar con una falsa práctica deportiva la hiperidrosis que sufría. La sempiterna bandana en el pelo tenía una sola función: absorber sudor. También llevaba consigo hilo dental, que escondía en los calcetines.

5. La Cosa Mala. Desde la adolescencia sufrió de crisis de ansiedad y depresión, enfermedades que no fueron diagnosticadas hasta 1982 tras un episodio grave y paralizante que le obligó a abandonar temporalmente los estudios en la prestigiosa universidad de Amherst —privada y clasista: unos 60.000 dólares por curso, uno de los alumnos en la época de DFW era Alberto de Mónaco—.  Dos años más tarde fue internado por primera vez en un hospital psiquiátrico, donde emitieron la diagnosis de depresión atípica, caracterizada por cambios reactivos de humor. Desde entonces, DFW vivió medicándose a diario (en una ocasión intentó dejar a la brava los antidepresivos y terminó en el hospital tras una tentativa de suicidio). Tomó muchos químicos, sobre todo Tofranil, Advil, Nardil y Xanax, fue sometido a varias sesiones de electrochoques y consultó con terapeutas de toda condición, pero «the Bad Thing» (la Cosa Mala), como llamaba a la depresión en sus diarios y cartas, no le dejaba vivir en paz.

6. Marihuanero. Los primeros ataques de ansiedad de DFW coincidieron con su inició en el consumo de marihuana —que mantuvo durante casi toda la vida—. Le gustaba tanto que se ofrecía a redactar trabajos escolares a cambio de hierba. También le gustaban los hongos alucinógenos («te hacen pensar que eres más inteligente de lo que eres y eso resulta gracioso, al menos por un rato», escribió a un amigo) y eventualmente tomaba LSD y cocaína.

Primera edición de "The Broom of the System" (1987)

Primera edición de «The Broom of the System» (1987)

7. Literatura contra el dolor de ser. DFW no fue un escritor precoz. Hasta 1983 no escribió nada que se pareciese a ficción y ni siquiera era un lector ávido: consumía novelas como fuente informativa o para relajarse y le gustaban tanto el porno dieciochesco como las tramas hard-boiled de Ed McBain. Todo cambió cuando leyó por casualidad a Donald Barthelme, padre del lenguaje quebrado del posmodernismo, y, sobre todo, a Thomas Pynchon (acabó El arcoiris de la gravedad en ocho noches de consumo afiebrado) y Don DeLillo, en quienes encontró una voz conmovedora, loca y nueva. Se obsesionó tanto con ambos («era como Bob Dylan al encontrar a Woody Guthrie«, dice en la biografía uno de los amigos de universidad de DFW), que decidió cambiar sus planes académicos iniciales —dedicarse a la Filosofía y la Lingüística— y concentrarse en la literatura. Después de varios relatos se atrevió con una novela, The Broom of the System (La escoba del sistema, ¡todavía inédita en español!), en la que intentó con demasiada inocencia emular los niveles superpuestos de Pynchon y los diálogos pop de DeLillo. Presentó el texto como parte de su tesis de doctorado en 1985 y le pusieron la nota máxima con una mención especial (entregó al mismo tiempo un ensayo de lógica formal sobre el fatalismo, Fate, Time, and Language: An Essay on Free Will, tampoco traducido), pero lo realmente importante es que la novela le permitió descubrir, señala su biógrafo, que «escribir ficción le liberaba del dolor de ser él mismo». El debut literario encontró editor dos años más tarde. «Un Pynchon pueril», dijo una crítica.

Poema infantil de DFW dedicado a su madre (Harry Ransom Humanities Research Center, The University of Texas at Austin)

Poema infantil de DFW dedicado a su madre (Harry Ransom Humanities Research Center, The University of Texas at Austin)

8. Fundación para Niños sin Rumbo. Los padres de DFW fueron siempre una sombra y un espejo, un cobijo y una trampa. El padre, James D. Wallace, era doctor en Moral y Ética. La madre, Sally Foster —de quien DFW mantuvo en la firma literaria el apellido de soltera— procedía de una saga de granjeros, había aprendido a leer con la Biblia y se había licenciado en Inglés. DFW y su hermana Amy, dos años menor, consideraban a los padres la pareja ideal y al hogar una maquinaria perfecta donde todo era felicidad (cuando crecieron llamaban al cobijo The Mr. and Mrs. Wallace Fund for Aimless Children, la Fundación del Sr. y la Sra. Wallace para Niños sin Rumbo). Muy inseguro de sí mismo, DFW se desdobló en una simbiosis de ambos: estudió Filosofía para no decepcionar a su padre y desarrolló una fanática y brillante epistemología gramatical como su madre, una mujer capaz de poner una reclamación en un supermercado porque en un cartel había una falta gramatical. El matrimonio tuvo una crisis cuando los hijos eran adolescentes y toda la familia fue a un consejero, lo que sacó a relucir demasiados trapos sucios, como la crueldad con que DFW trataba a Amy.

Jonathan Franzen (izq.) y DFW

Jonathan Franzen (izq.) y DFW

9. Las diez horas de errores de un alcohólico. DFW bebía con inmoderación y durante su vida acudió varias veces a grupos de apoyo (escribió sus experiencias en un centro una candorosa carta anónima que le atribuyen, donde confiesa que su record de abstinencia de drogas fue de tres meses seguidos). En 1988 se alistó en un grupo especialmente rígido en Tucson (Arizona). Le obligaron a recapitular sobre los errores de su vida y habló durante diez horas de su ansiedad, de la Cosa Mala, del temor a no ser capaz de escribir, de la envidia y la competitividad. Luego tuvo que disculparse ante todos aquellos a los que había engañado o causado dolor: escribió a Amy para pedirle perdón, a un profesor a quien entregó trabajos copiados, a mujeres a las que había sido infiel… Más tarde le recomedaron rezar y encomendarse a un poder superior. Fue demasiado para un escéptico y volvió a la marihuana y el alcohol, retirado en una pequeña cabaña en el desierto. En esta época le enviaron las galeradas de un escritor novato, Jonathan Franzen, que se convertiría en uno de sus mejores amigos.

Mary Karr

Mary Karr

10. Planeando un asesinato. En 1990 DFW se prendó de Mary Karr, una poeta siete años mayor que él, segura de sí misma y libre pese a estar casada y tener un hijo. La veía como su ángel salvador, la mujer que podría darle la seguridad que no encontraba, pese a que ella consideraba que los libros de DFW «poco directos». La obsesión de DFW —que le llevó al ridículo de referirse a sí mismo como el Desventurado Werther— le hizo considerar seriamente la idea de matar al marido de Karr con un revolver que pretendía conseguir a través de uno de sus excompañeros de Alcohólicos Anónimos. DFW y Karr vivieron juntos unos meses en 1991, pero ella se cansó de que él la considerase «una madre rehabilitadora» y él la acusó de ser «demasiado violenta».

DFW en una lectura en San Francisco en 2006

DFW en una lectura en San Francisco en 2006

11. «Adicto al sexo». DFW se definió así en más de una ocasión para justificar sus aventuras y traiciones. Tuvo muchos líos de un día, sobre todo a partir de la notoriedad que alcanzó como personaje público con La broma infinita, editada en inglés en 1996. En las giras de promoción de sus libros se comportaba como una estrella de rock, fichando a groupies para pasar la noche. Con sus amigos de confianza era groseramente sincero sobre sus intenciones: «poner mi pene en cuantas vaginas sea posible», confesó a Franzen.

12. Bomba sucia escuchando a Brian Eno. En 1982, tras su primer colapso de ansiedad depresiva, cambió de aspecto de manera radical. Si hasta entonces llevaba camisetas y sudaderas de equipos de béisbol, pantalones chinos y gorras de visera, con un aspecto de chico limpio del Medio Oeste, empezó a comprar ropa de segunda mano, oscura y ajada y botas Timberland, siguiendo los dictados del estilo que entonces se conocía como dirt bomb (bomba sucia). La crisis también modificó sus gustos musicales: de Reo Speedwagon, Kiss y Deep Purple pasó a interesarse por música menos complaciente y facilona: Joy Division, Squeeze y, sobre todo, Brian Eno, al que era capaz de utilizar como fondo sonoro sin descanso (canción favorita: The Big Ship).

Cuaderno de trabajo de DFW ((Harry Ransom Humanities Research Center, The University of Texas at Austin)

Cuaderno de trabajo de DFW ((Harry Ransom Humanities Research Center, The University of Texas at Austin)

13. Encerrado en el camarote. En marzo de 1995 la revista Harper le encargo un texto vivencial sobre un crucero de lujo por el Caribe. Muy a su pesar —sufría de fobia al mar y los tiburones (también a los insectos)—, DFW se embarcó en el barco Zenith para una semana de navegación por el Golfo de México. Como en el crucero abundaba el alcohol y estaba en una de sus etapas de limpieza, se encerró en el camarote durante buena parte del tiempo, fumando casi cuatro cajetillas de cigarros al día y saliendo sólo para visitar la pequeña biblioteca de a bordo. El largo manuscrito que entregó a la revista, publicado en origen como Shipping Out y más tarde, en libro, como Also supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, tiene la forma de un reportaje, pero casi todo es ficción. Es una de sus mejores piezas literarias.

14. Señores Wallace. En la Navidad de 2004, DFW se casó con la artista plástica Karen Green, a la que había conocido dos años antes cuando ella le pidió permiso para hacer una obra basada en un cuento. Durante un tiempo, la estabilidad fue notable: él era capaz de organizarse mejor (incluso sacaba la basura, algo de lo que nunca se había preocupado), jugaban al ajedrez (ganaba siempre ella) y veían juntos su serie favorita de televisión, The Wire. En 2007 DFW intentó dejar la medicación antidepresiva, pero los resultados fueron espantosos: tomó una sobredosis de un medicamento contra el insomnio, tuvo que ser hospitalizado y fue sometido a una docena de sesiones de electrochoques. Cuando le dieron el alta era una piltrafa, tenía episodios de amnesia, apenas podía hablar, dejó de escribir… Su familia decidió no dejarlo solo y le acompañaban por turnos.

Karen Green, 2011 (Foto: Jeff Zaruba, The Guardian)

Karen Green, 2011 (Foto: Jeff Zaruba, The Guardian)

15. El quiropráctico. Durante sus últimas semanas en el mundo, DFW anotó en su diario muchas listas de «miedos y temores», pero también de «agradecimiento». Se hizo con una soga y buscó un momento adecuado. El 12 de septiembre de 2008, viernes, sugirió a Green que fuese a su galería a hacer gestiones —a diez minutos en coche de la granja donde vivían, en Claremont-California— mientras él se quedaba en casa preparando la cena. A ella le pareció buena idea («David tenía cita con el quiropráctico el lunes, no te suicidas si tienes que ver al quiropráctico», recuerda con triste amargura). DFW apagó las luces de la casa, entró en el garaje, ató la cuerda a una viga, se subió en una silla, se ajustó el lazo al cuello, dió una patada a la silla y se dejó morir. Antes había ordenado todos sus papeles, discos de datos y manuscritos en una pila para que los localizasen sin esfuerzo.

Ánxel Grove

El primer disco de Clapton tras salir de la heroína

"461 Ocean Boulevard" - Eric Clapton, 1974

"461 Ocean Boulevard" - Eric Clapton, 1974

Adolescente prodigio del blues entendido como idioma británico —primero con los Yardbirds y luego con John Mayall & The Bluesbreakers—, dios del vuelo astral y sólido con Cream, integrante del primer supergrupo, autor de la canción de amor más arrebatada del rock, hilador de desgracias, venerado y respetadísimo guitarrista para todos los públicos

La carrera de Eric Clapton, que en 2013 cumple medio siglo sobre los escenarios, tiene demasido matiz como para ser abarcable con una sola mirada. El carácter frágil del personaje, la mala sombra que parecía abocarle a la desdicha, algunos movimientos musicales erráticos y la acomodación reciente en el estatus de playboy, artista de masas y habitante de las revistas de papel couché tampoco contribuyen a que sea posible separar el agua del aceite, las grandes obras de las medianías.

De la tortuosa discografía del guitarrista de Surrey —demasiado desordenada, como si Clapton buscase en el zig zag un refugio contra sus demonios interiores—, rescato hoy una pieza menor: 461 Ocean Boulevard, un disco editado en julio de 1974 al que pocas veces se resalta bajo la compleja sombra de una obra marcada por la incotinencia.

Eric Clapton, 1974

Eric Clapton, 1974

El disco es humilde y apocado: no hay estremecedores solos de guitarra, la producción es de bajo nivel y los músicos parecen tocar sentados, sin necesidad de desmelenarse.

Algo de eso hay: Clapton acaba de salir de una radical rehabilitación para desengancharse del consumo esnifado de heroína —en su biografía jura que nunca se la metió por vía endovenosa—, que le llevó a gastar unos 20.000 euros semanales y no abandonar un encierro de tres años. Todos le daban por acabado tras la edición de Layla and Other Assorted Love Songs (1970), una obra inolvidable que pareció maldecir a sus intérpretes. Con 461 Ocean Boulevard  logró confiar en sí mismo otra vez.

Aunque la historia se quedó con I Shoot the Sheriff, versión de una canción de Bob Marley que se convirtió en el primer número uno de las listas de ventas que conseguía Clapton, 461 Ocean Boulevard contenía mejores canciones. Mi favorita es Get Ready, un sorprendete lamento soul, que Clapton compuso a medias con Yvonne Elliman.

Pese al tono de alivio del álbum —al que contribuyó que se gestase en la blanca mansión de las afueras de Miami que aparece en la cubierta—, el peligro seguía poniendo zancadillas a Clapton y sus colaboradores. La heroína fue sustituida por el mucho más lento pero no menos letal alcohol. Carl Radle, bajista y mano derecha de Clapton, bebía incansablemente —murió seis años más tarde de cirrosis hepática—. Clapton también le dió duro a la botella y tuvieron que pasar más de quince años para que abandonase la dependencia.

Ánxel Grove

Cary Grant: tacaño, gigoló bisexual, marido violento y enganchado al LSD

Cary Grant en "Madame Butterfly" (1932)

Cary Grant en "Madame Butterfly" (1932)

«No lo diriges, simplemente lo pones delante de la cámara. La audiencie se identifica con su personaje de inmediato. Representa al hombre que conocemos, nunca resulta un desconocido para nadie«. Nada amigo de dorar la píldora, Alfred Hitchcock fue así de taxativo cuando le preguntaron su opinión sobre el más importante de su actores-fetiche, Cary Grant.

El periodista y escritor Tom Wolfe —que era bastante mejor en el primer oficio que en el segundo— dijo: «Para las mujeres, él es el único ejemplo de caballero sexy de Hollywood. Para los hombres y las mujeres, es el único ejemplo de una figura que tanto EE UU como Occidente necesitan: el héroe romántico burgués«.

La apolinea gallardía, la franqueza que desprendía en la pantalla —en la vida real, como veremos, hay matices—, la romántica suavidad de la mirada, no desprovista de un fondo aceptablemente pícaro, y, por supuesto, las más de 60 películas que marcó con su huella, han convertido a Grant en un símbolo de dimensiones históricas.

El American Film Institute, la entidad independiente encargada de preservar el legado cultural del cine, coloca a Grant en el segundo puesto de los actores legendarios de todos los tiempos, sólo por detrás de Humphrey Bogart. La Academia, el sindicato profesional de quienes sacan trajada de la poderosa industria de la pantalla, le otorgo en 1970 un Oscar honorario —no ganó ninguno en competición y estuvo nominado sólo dos veces—, una especie de castigo por su rebeldía pasada: se había dado de baja de la Academia en 1936 porque se negaba a estar contratado a las órdenes de un gran estudio y odiaba las «prácticas corporativistas de autopremiarse».

Con Audrey Hepburn en "Charada" (1963)

Con Audrey Hepburn en "Charada" (1963)

Pero tras «el hombre de la ciudad de los sueños», como algún crítico le llamó con justicia, o la «primera opción segura», como le consideraban los mejores directores de las décadas de los años cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta, había una persona insegura y de grandes sombras pirvadas.

Sin olvidar que casi todos los pecados han de omitirse frente al legado de las películas —algunas de ellas, inolvidables: La fiera de mi niña, Encadenados, Arsénico por compasión, Sólo los ángeles tienen alas…— , dedicamos el Cotilleando a… de esta semana a Cary Crant, nombre artístico de Archibald Alexander Leach, nacido en 1904 en una familia modesta y señalada por la tragedia de Bristol (Reino Unido), y fallecido en 1986 en una remota ciudad de Iowa (EE UU), tras sufrir una hemorrogia cerebral en medio de una gira de monólogos teatrales. Al hacer recuento de las posesiones del cadáver encontraron en uno de los bolsillos un trozo de vulgar bramante: Grant, el actor mejor pagado de su tiempo, lo llevaba siempre encima como recuerdo de los años de pobreza de su niñez. No era el caso: tras la muerte, la fortuna personal de la estrella se calculó en 70 millones de dólares.

Archie Leach, el futuro Cary Grant,  y su madre, Elsie

Archie Leach, el futuro Cary Grant, y su madre, Elsie

1. Las «largas vacaciones» de mamá. Cuando tenía nueve años, Elias James Leach (1873–1935), el padre, le dijo al niño Archie, hijo único, que su madre, Elsie Maria Kingdon (1877–1973), se había ido de casa para unas «largas vacaciones». Lo cierto era que Leach la había internado en un sanatorio mental para irse con otra y porque la mujer sufría una depresión clínica severa tras la muerte de un primer hijo, que desarrolló una gangrena tras pillarse un dedo con una puerta mientras estaba al cuidado de la madre, que nunca superó el convecimiento de que la culpa le correspondía. Grant creció convencido de que su madre estaba muerta, hasta que en 1933, tras una conversación alcohólica con su padre, éste le confesó la verdad. En la sala de visitas de una tétrica institución mental, Elsie (56 años) y su hijo (30) se vieron por primera vez tras veinte años. Ella le trató como a un crío de nueve. El actor, que ya era famoso, trasladó a la madre a una residencia privada, donde ella moriría, dos semanas después de cumplir 95, mientras dormía la siesta. Grant nunca quiso dar demasiados detalles en público sobre su infancia desgraciada e incluso la falseó, haciéndose pasar por hijo de una familia con tradición teatral y dedicada a «prósperos negocios».

En una de las escenas cumbre de "Sospecha" (1941)

En una de las escenas cumbre de "Sospecha" (1941)

2. Apuesta máxima: dos dólares. Las cicatrices internas de la soledad y el sentimiento de abandonó que sufrió al vivir sin padres en el gris y portuario Bristol nunca curaron del todo. Grant, que padeció varias crisis relacionadas con el consumo inmoderado de alcohol, confundió durante toda su vida el dinero con la felicidad y la autoestima con la riqueza. El miedo a volver a ser pobre poblaba sus pesadillas y recibió sesiones de psicoanálisis para intentar evitarlas. Fue uno de los grandes tacaños de su tiempo —le apasionaban las carreras de caballos y las apuestas, pero nunca invertía más de un par de dólares a la vez—, temía revelar lo que ganaba —que era mucho, unos tres millones de dólares por película en los años sesenta, cuando era el actor mejor pagado de Hollywood— y se quejaba siempre que podía de la presión fiscal («el gobierno se queda con 81 centavos de cada dólar que gano, pero soy uno de esos tipos afortunados que ganan muchos dólares, todos con una marca que indica ’19 centavos para Grant’. ¡No está mal!», dijo en una entrevista).

Con su amigo íntimo y 'novio' Randolph SCott

Con su amigo íntimo y 'novio' Randolph SCott

3. El mejor gigoló de Nueva York. En sus primeros años en EE UU, cuando intentaba labrarse una carrera en los musicales y dramas de Broadway, Grant fue vendedor de corbatas, hombre anuncio y gigoló de damas y caballeros de la alta sociedad, practicando la bisexualidad que años más tarde, cuando era un divo, intentó ocultar pese a que era comidilla pública (la deslenguada Marlene Dietrich declararía en una entrevista que el comportamiento sexual de Grant merecía un «suspenso, por marica»). El actor aprovechó el trabajo de escort para aprender buenas maneras y formas de protocolo y comportamiento. Llegó ser considerado como el mejor gigoló de Nueva York y protagonizó algunas escandalosas escenas de celos con uno de sus amantes, el diseñador Orry-Kelly. Algunas de las biografías sobre Grant aseguran que era el empleado estrella de la próspera agencia de acompañantes masculinos que dirigía la actriz Mae West, la inolvidable autora de frases bomba como: «Cuando soy buena, soy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor». La bisexualidad de Grant, que él nunca admitió aunque tampoco trató de ocultar, fue objeto de solaz para la prensa dedicada al cine, que sacaba partido a su continúa presencia en fiestas con el actor gay Randolph Scott —que también era una de las pocas personas en las que confiaba en asuntos financieros— y los intentos infructosos de llevarse a Grant a la cama de algunas de sus compañeras de reparto, como Carole Lombard y Tallulah Bankhead. Para compensar, los estudios Paramount, los principales clientes del actor, inundaron las revistas con montajes periodísticos sobre sus presuntas dotes como amante de mujeres («El atleta consumado», se titulaba uno de estos reportajes de ficción).

Grant y su tercera esposa, Betsy Drake

Grant y su tercera esposa, Betsy Drake

4. Un marido «hostil e irracional». Pese a la leyenda sobre su preferencia por el sexo con hombres, Grant se casó cinco veces. Las relaciones acabaron mal en cuatro de los casos. Su primera mujer fue Virginia Cherrill, actriz que interpretaba a la vendedora de flores ciega en Luces de la ciudad (Charlie Chaplin, 1931). Se casaron en 1934 y se divorciaron al año siguiente, en un proceso escabroso. Ella acusó a Grant de malos tratos, que no fueron probados, beber en exceso, amenazarla y de darle 125 dólares al mes. «Eso le bastaba y le sobraba antes de conocerme», dijo el actor en el juicio con su acostumbrado carácter roñoso. El juez le adjudicó a la mujer la mitad de los bienes de la sociedad de gananciales, valorados en unos 50.000 dólares. En 1942 Grant contrajo matrimonio con la multimillonaria Barbara Wollworth Hutton, conocida como la Pobre niña rica por su azarosa vida sentimental. Firmaron un acuerdo prenupcial que establecía con claridad lo que cada uno de los cónyuges aportaba y se divorciaron por las buenas en 1945. Con la tercera esposa, la actriz Betsy Drake, la unión fue más duradera (1949-1962). Tras el divorcio ella se convirtió en terapeuta new age. En 1965 Grant se casó con la también actriz Dyan Cannon. Tuvieron una hija, Jennifer Grant, la única descendiente biológica del actor, y se divorciaron en un amargo proceso en 1966. Cannon acusó a su marido de ser violento, pegarle, tener ataques de ira, encerrarla en el armario y prohibirle usar ropa «demasiado corta». La sentencia calificó a Grant de «hostil e irracional». En 1981, el actor protagonizó su última ceremonia nupcial, con Barbara Harris, relaciones públicas de un hotel y 47 años más joven que su marido.

Con su 'amor español', Sophia Loren

Con su 'amor español', Sophia Loren

5. Affaire español con Sophia. Uno de los grandes romances de Grant ocurrió en territorio español, en Segovia y durante el rodaje del drama bélico ambientado en las guerras napoleónicas Orgullo y pasión (Stanley Kamer, 1957). Grant y su compañera de reparto Sophia Loren mantuvieron un tórrido affaire que incluso despertó los celos del otro actor principal, Frank Sinatra, quien en una explosión de ardor muy apropiada a su caracter mucho macho llamó a su rival «madre Grant» en presencia de la chica. Grant, que entonces estaba casado con Betsy Drake, le prometió a la actriz italiana un divorcio rápido y le propuso matrimonio, pero ella le recordó que, aunque le gustaba lo que vivían y se sentía confundida por las emociones, estaba prometida con el productor italiano Carlo Ponti. La aventura apareció en la prensa y Drake voló a España para intentar no perder a Grant. Para regresar a los EE UU se embarcó en el trasatlántico de lujo Andrea Doria, que se hundió dos horas antes de llegar a Nueva York tras chocar con otro crucero.  Fue el peor desastre marítimo en tiempo de paz tras el del Titanic. Drake no sufrió heridas, pero las joyas que había llevado a España para lucirlas ante su marido acabaron en el fondo del Atlántico. Estaban valoradas en 200.000 dólares. Grant no abandonó el rodaje —y el flirteo con Loren— para consolar a su naúfraga esposa.

Cromo de Grant que se repartía en las cajetillas de tabaco

Cromo de Grant que se repartía en las cajetillas de tabaco

6. Tripi Grant. «He herido a todas las mujeres que he amado. Fui un completo farsante (…) Ahora por primera vez en mi vida soy sincera, profunda y verdaderamente feliz«, declaró Cary Grant a un periodista en 1957. ¿Qué había ocurrido? ¿Cuál fue el detonante de la locuacidad desconocida en un hombre parco en palabras y, sobre todo, la causa de tanta plenitud? La respuesta tiene que ver con la química. Desde ese año el actor empezó a tomar, primero bajo control médico y luego por su cuenta y riesgo, LSD, ácido, la droga psicodélica de síntesis descubierta en 1938 y no declarada ilegal hasta 1968. Le gustó tanto que tomó al menos un tripi al día durante años. A la ceremonia le llamaba «mi hora del té». En 1961 dijo: «Siento que ahora me comprendo realmente a mí mismo. Antes no era así. Y al no comprenderme a mí mismo, ¿cómo esperar comprender a los demás? Sencillamente, he vuelto a nacer». Con más de 50 años de edad, Grant creyó encontrar en los ácidos, cuyo apostolado asumió con una vehemencia cándida, una verdad superior de trascendencia —se empeñó en tener hijos para colmarla— y una «conexión» que nunca había experimentado con su yo interior. La afición, que dejó de ser placentera cuando se hizo compulsiva, fue utilizada contra Grant por la prensa amarillista y por algunas de sus esposas en los procesos de divorcio. Dyan Cannon dijo que viendo por televisión una ceremonia de entrega de los Oscar bajo los efectos del ácido, Grant destrozó el mobiliario de la habitación por la rabia de no haberlo obtenido.

Ánxel Grove

La iglesia que venera a San John Coltrane

San John Coltrane

San John Coltrane

La congregación se cita cada semana en un pequeño local a ras de suelo, en el número 1246 de la calle Fillmore de San Francisco. Es la sede de la Iglesia Ortodoxa Africana de San John Coltrane, fundada hace casi 25 años.

No es tan desatinado como pueda parecer. Un año antes de su muerte y dado el cariz impredecible de su música, un periodista preguntó a Coltrane qué esperaba ser en cinco años. La respuesta fue escueta e inequívoca: «Un santo».

Sobre al altar del templo hay un icono del mejor saxofonista de la historia del jazz con un nimbo en torno a su rostro hierático. En la mano derecha sostiene una escritura: «Dejadnos cantar todas las canciones para Dios. Dejadnos seguirle por la senda correcta. Es verdad: busca y encontrarás». En la izquierda, los larguísimos dedos del músico rodean las llaves de un saxo tenor que alberga un fuego eterno.

En la vida de Coltrane se dan cita peculiaridades suficientes como para que el fundamento de su credo no sea una simple extravagancia.

Hijo de un predicador, nieto de un reverendo, aprendió música entre rezos y gospel, se casó con una musulmana, flirteó con el zen y el budismo, leía a Aristóteles…

Los clubs de jazz le convirtieron en un pecador reiterado: alcohólico, mujeriego y, en los años cincuenta, heroinómano.

Se limpió sin ayuda, viajando de su propia mano en pos de la sanación. En 1957 tuvo una experiencia mística y decidió que su música debería ser un camino de ascenso hacia la bondad.

A Love Supreme (1965), quizá el mejor disco de jazz de todos los tiempos, es una plegaria.

Tras encontrar a dios, Coltrane no dejó de ser fiero, al contrario, sus últimos discos eran abiertos y disonantes, pero perseguía una beatitud astral y entendía la improvisación como un mantra.

Antes de la muerte prematura, en 1967, a los 40 años, de un cáncer de hígado, sugirió que todas las músicas que pueblan el mundo tienen una misma estructura, cohesionada por el afán de trascendencia. Ya enfermo, dió su último concierto en una iglesia.

San John Coltrane

San John Coltrane

La congregación que le venera como santo no se fundamenta en una fe alocada, caprichosa o exótica en la tierra californiana del millón de gurús.

Los ritos se celebran los domingos y cada asistente debe llevar un instrumento (una pandereta basta; las palmas de las manos, también).

Las ceremonias se basan en la música en directo, la improvisación y el trance. Pretenden ser un bautismo que sustituye la inmersión en el agua por la inmersión en el sonido.

El arzobispo de la  Iglesia Ortodoxa Africana de San John Coltrane, Franzo Wayne King (que vió tocar una vez al músico en 1966 y sintió la necesidad de transformar su modo de vivir), sostiene que es posible «conectar con las enseñanzas de Jesucristo a través de la música de San Jonh Coltrane».

Admiro los templos sin la benevolencia altiva del turista. Me importan menos las asombrosas estructuras arquitectónicas que el espíritu que percibes cuando cierras los ojos y te atreves a estar con el peor de los enemigos, tú mismo, en el recinto de boxeo espiritual que debe ser una iglesia.

Cuando escucho a John Coltrane tocando Afro Blue -el vídeo de arriba- participo de su santidad. No puedo descreer.

Ánxel Grove

A Tennessee le costaba respirar

Tennessee Williams (1911-1983)

Tennessee Williams (1911-1983)

Blanche Dubois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo, es el primer personaje que se me viene a la cabeza cuando pienso en Tennessee Williams. Ella necesita ser atractiva. Él, recibir buenas críticas y, si no lo conseguía, se sentía miserable y se daba al vicio.

Blanche es una belleza sureña que comienza a sufrir el paso del tiempo en su rostro, que vive a la luz ténue de un farolillo para no mostrar sus arrugas.

Tennessee, un hombre al que le costaba respirar sin ahogarse, también buscaba sombras: era homosexual, alcohólico y politoxicómano.

Aunque lo intentó, nunca pudo salir del fango y se abandonó en numerosas ocasiones como el personaje de una tragedia griega que acepta con estoicismo un destino fatal, marcado por los dioses.

Las adicciones, la homosexualidad y la familia fueron las obsesiones que tejieron su obra y también su vida.

La intimidad le servía a Williams para dibujar a personajes marginales, narcotizados o sadomasoquistas, tal vez con una dosis demasiado evidente de interpretación freudiana, pero con el encanto de la fragilidad del ser humano que puede quebrarse en cualquier momento.

Thomas Lanier Williams (1911-1983), reconocido como uno de los más grandes autores de teatro del siglo XX, nació hace ahora cien años (el 26 de marzo se cumplió el centenario).

Escribió obras que se llevaron al cine para convertirse en piezas cumbre de los años dorados de Hollywood: Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951) o La gata sobre el tejado de zinc caliente (Richard Brooks, 1958).

Marlon Brando y Vivian Leigh en "Un tranvía llamado deseo" (1951)

Marlon Brando y Kim Hunter en "Un tranvía llamado deseo" (1951)

En la memoria colectiva queda la camiseta blanca, ajustada y pretendidamente precaria de Marlon Brando interpretando al supermacho Stanley Kowalsky o la gata Elizabeth Taylor en el papel de Maggie, la bella víctima de un marido alcohólico, ex-jugador de fútbol americano.

[En el Teatro Español de Madrid, hasta el 10 de abril, se puede ver la adaptación de José Luis Miranda de Un tranvía llamado deseo, dirigida por Mario Gas]

Cotilleando a Tennessee Williams

1. Sufría de ansiedad, paranoia e hipocondria.

2. Desde la niñez tuvo ataques de pánico.

3. El popular e influyente cardenal Francis Spellman definió sus obras de teatro como “repugnantes, deplorables, moralmente repelentes y ofensivas para los estándares de decencia cristiana”.

4. Le pusieron el mote de Tennessee en el instituto por su marcado acento sureño de Nueva Orleans.

5. Su hermana mayor Rose -se llevaban unos meses- padecía esquizofrenia paranoide y vivía internada en un hospital psiquiátrico. Para mitigar los ataques le practicaron una lobotomía que la convirtió en una sombra de sí misma. Tennessee tenía remordimientos por no haberlo impedido.

6. Consumía grandes cantidades de alcohol y drogas (probó muchas: anfetaminas, opio, cocaína, medicamentos…), pero se sentía culpable por su forma destructiva de vivir y tenía la impresión de haber abusado de la libertad de una vida de éxito como artista.

7. Pensaba que se había librado del destino de su hermana porque él sabía convertir la psicosis en creatividad. Se torturaba pensando que no se debía despilfarrar ese privilegio autodestruyéndose.

8. Quiso estudiar poesía, pero la familia le obligó a hacer la carrera de Periodismo. Williams no pasaba del aprobado y su padre, representante de una firma de zapatos, dejó de financiarle la universidad y le obligó a trabajar en la empresa.

9. Murió asfixiado a los 72 años. La autopsia reveló que tenía el tapón de plástico de un medicamento en las vías respiratorias. Previamente había ingerido drogas y alcohol.

10. Era patológicamente tímido y respondía a la tensión con una carcajada. Llamaba a la risa “mi sustituto del lamento”.

Helena Celdrán