¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Libros para el verano de 2008

Me voy de vacaciones. Pasé antes por La Casa del Libro y me llevo muchos libros, sobre todo novela, la mayoría negra: Mandrake, la Biblia y el bastón, de Rubem Fonseca. El molinero aullador, de Arto Paasilinna (Anagrama). La ciudad del Gran Rey, de Óscar Esquivias (Ediciones del Viento). Las rosas de piedra, de Julio Llamazares. Más allá, a la derecha, y Sin hogar ni lugar, de Fred Vargas. Visto para sentencia, de Rafael Reig. El saqueo de la imaginación, de Irene Lozano. El infinito en la palma de la mano, de Gioconda Belli. Y Balas de plata, de Elmer Mendoza.

De Fonseca os he hablado a menudo, es uno de mis autores preferidos. La que me llevo ahora es la primera obra que leo de su personaje Mandrake, un curioso abogado criminalista.

Busqué algo de Fred Vargas (autora a la que Fernando Savater incluye es su sancta sanctorum de novelas policiacas) porque me cautivó La tercera virgen (Siruela). Os la recomiendo como lectura de tumbona de playa.

La novela de Esquivias es la segunda de una trilogía muy curiosa. Leí hace poco la primera, Inquietud en el Paraíso (Ediciones del Viento). La trama ocurre en Burgos en julio de 1936: mientras el general Dávila y sus cómplices preparan el golpe que provocaría la guerra civil, un cura chiflado propone a los burgaleses un viaje al Purgatorio de Dante desde las piedras de la catedral. En la trama se mezclan personajes de ficción y otros reales, algunos de ellos profesores míos de cuando estudié allí, de crío.

El de Llamazares es un nuevo libro de viajes, ahora a las catedrales españolas. Me gustó mucho uno anterior, Tras os Montes, que me llevé a unas vacaciones por esa zona del norte de Portugal. Conozco a Julio desde hace décadas, antes nos tratábamos más que ahora. Una historia que le oí contar a él la convertí yo, con su permiso, en un reportaje por el que me dieron hace veintitantos años un importante premio, el Francisco de Cossío, que es algo así como el premio regional de periodismo de Castilla y Léon. Y de un reportaje mío en El País en 1983 tomó Julio, con mi permiso, la figura de un perro para convertirlo en uno de los protagonista de su novela La lluvia amarilla.

El libro de Reig es una recopilación de sus descacharrantes críticas literarias en El Cultural. El de la ensayista Irene Lozano lleva por subtítulo «Cómo estamos perdiendo el sentido de las palabras». De Belli me han hablado tanto este año que compré lo primero que encontré.

Del finlandés Paasilinna no he leído hasta ahora nada. Me llamó la atención lo que leí en la contratapa del Compacto de Anagrama.

El libro de Elmer Mendoza me lo ha recomendado mi amigo José Ángel Esteban, periodista, guionista de cine y televisión y gran lector. Luego he visto en Internet que Mendoza es un gran admirador de Fonseca. ¡Se cierra el círculo!

P.D. Hace una semana, otro José Ángel, José Ángel González, también gran reportero y gran lector, hizo en 20 minutos una selección de 20 novelones, de muchos cientos de páginas cada uno (16.600 páginas en total, calcula él) para que los lectores pudiérais escoger una lectura larga para estas vacaciones. Lo tituló espléndidamente: «Veinte tochos, ningún tostón». Yo os añado hoy otro puñado más, para que tengáis más abanico de elección, aunque algunas no son tan monumentales en páginas como las de José Ángel. Son éstas. Fortunata y Jacinta, de Galdós. Misericordia, de Galdós. La Regenta, de Clarín. El ruedo ibérico, de Valle-Inclán (en realidad, una trilogía: La corte de los milagros, Viva mi dueño y Baza de espadas). La forja de un rebelde, de Arturo Barea (en realidad, otra trilogía: La forja, La ruta, La llama). La plaza del diamante, de Mercé Rodoreda. Los miserables, de Víctor Hugo. Madame Bovary, de Flaubert. Los Maia, de Eça de Queiroz. El gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa. La montaña mágica, de Thomas Mann. Guerra y paz, de Tolstoi. Las aventuras de Huckleberry Finn, (1885) de Mark Twain. Tieta de Agreste, de Jorge Amado (o Gabriela, clavo y canela; o Doña Flor y sus dos maridos). La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. Y, por supuesto, Don Quijote, de Cervantes.

Cualquiera de éstas o de las de José Angel pueden haceros felices estas vacaciones.

Fernández de la Vega, vestida por un Walt Disney con mucho LSD

Una descripción muy original sobre el aspecto de la vicepresidenta del Gobierno:

«El guardarropa de Fernández de la Vega, por ejemplo, parece la pesadilla de un Walt Disney hasta las orejas de LSD. La señora no parece tener eso que llaman fondo de armario, sino un baúl de la Piquer repleto de complementos, marroquinería y túnicas de rey de baraja. ¿De qué rayos será símbolo? Miedo me da pensarlo: ¿de una creatividad contrariada por la falta de lápices de colores en la infancia o de una pasión funesta y secreta hacia Marichalar?

Lo hace hoy Rafael Reig en su impagable Carta con respuesta de Público.

Alcohol y literatura

Los habituales aquí ya sabréis que Rafael Reig es uno de mis escritores preferidos… y una de las mejores compañías posibles en el barrio a la hora de tomar unos vinos a mediodía, antes de comer (la última vez que nos vimos llegamos a casa a las cuatro, tras quizás siete u ocho vermús de grifo por cabeza en Bodegas Rivas, hablando de literatura, de periodismo y de política).

En el último número de El Cultural, Reig cuenta con su mejor desparpajo sus comienzos como escritor. Como escritor ya un un poco dipsómano («Mi primera novela -cuenta- la escribí bajo coacción: me prohibí cada día tomar el primer J&B hasta que no hubiera acabado cinco folios») al que el alcohol le servía unas veces de acicate y otras, indirectamente, de pausa para reordenar ideas. Ved cómo:

Cuando tenía sólo 23 años, Reig se fue a Boston, con una beca…

«En Navidades unos amigos me mandaron por correo, en un sobre acolchado, las llaves de su casa de Long Island. Estuve un mes y decidí ser metódico: compré treinta sobres, en cada uno puse la fecha y metí diez dólares: mi presupuesto diario. Me levantaba a las seis de la mañana, leía una hora (por lo general a Mark Twain), escribía hasta la una y luego bajaba al puerto a tomarme un whisky con el sobre del día. Me alimentaba de espaguetis y arroz. Por la tarde escribía un par de horas y paseaba. En Nochevieja me fui a un bar con cinco sobres en el bolsillo. Salí con una ligera tajada que me hizo tropezar en el hielo: me rompí el brazo derecho. No podía escribir y fue una verdadera suerte, porque eso me obligó a parar y reflexionar y a que la novela tuviera un mínimo de estructura y coherencia…».

El texto completo incluye algunas otras curiosas anécdotas.

Fischer, «una víctima de la Guerra Fría»


«Bobby Fischer estaba como una cabra, pero era el mejor jugador de ajedrez vivo. Confirma la idea de Unamuno que, cuando le preguntaban si el ajedrez desarrollaba la inteligencia, decía que sí, sin duda: pero sólo desarrolla la inteligencia para jugar al ajedrez. En todo lo demás, Bobby era un mentecato colosal. Sus partidas, en cambio, son imperecederas.

Fue una víctima de la Guerra Fría, un poco como Marisol o Joselito fueron víctimas del franquismo: Estados Unidos le utilizó como ariete de propaganda contra la Unión Soviética y, cuando Bobby creció y empezó a decir y hacer impertinencias y extravagancias, no tuvo ninguna piedad y decidió aplastarle como a una cucaracha. Ahora le dedicarán páginas y páginas, pero la verdad es que le persiguieron sin compasión. Lo destrozaron».

De «Un whisky en memoria de Bobby», un artículo de Rafael Reig sobre Bobby Fischer, cuya muerte hoy nos ha entristecido a todos los que amamos el ajedrez.