Entradas etiquetadas como ‘refugiados’

Niñas ante el desastre

Por Eloísa Molina

El Cuerno de África, en el Este del continente,  ha sufrido varios desastres naturales durante los últimos dos años. El año pasado una sequía generalizada afectó a millones de familias en Etiopía, Somalia y Kenia. En 2018, muchas de las mismas áreas, que aún no se habían recuperado, se han visto afectadas por inundaciones devastadoras. Todos estos desastres naturales han obligado a más de 2 millones de personas a abandonar sus hogares en el Este de África.

Para las niñas en particular, las consecuencias de los desastres naturales pueden durar toda la vida, especialmente si no se les brinda asistencia humanitaria específica.

«Las niñas corren mayor riesgo de abandonar la escuela, participar en el trabajo infantil, casarse temprano, ser explotadas sexualmente, quedar embarazadas y encontrar otros mecanismos negativos para sobrellevar la situación. Después de los desastres naturales, es común ver un aumento del número de niños en las calles que abandonaron sus hogares para buscar oportunidades de sustento en pueblos y ciudades»

Esto nos explica Tina Berwa Ojuka, una de las asesoras especializadas en protección y participación infantil en África.

Lochero, de ocho años, presenció cómo 180 de las cabras de su familia murieron de hambre el año pasado después de esperar durante meses la lluvia. Obligada a abandonar su forma de vida, siguió a su madre y a sus dos hermanos pequeños al centro urbano más cercano, pensando que allí encontrarían un futuro mejor.

En Somalia, millones de personas fueron desplazadas por la sequía en 2017. Mujeres y niñas han sido especialmente afectadas. Imagen de World Vision.

En Kakuma, en el norte de Kenia, se reinstalaron en una pequeña cabaña hecha de ramas y barro en las afueras de un campo de refugiados de 180.000 personas. Desde el primer día la madre de Lochero, Mónica, rogó a los refugiados que le cambiaran ramas que habían recogido a cambio de una taza de harina de maíz para alimentar a sus hijos. Así empezó su nueva forma de vida.

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La vida de una cooperante más allá de las balas y la sangre

 Por Belén Gómez

Hace tres años, Shireen caminaba por la calle con sus amigos por Aleppo, Siria. Paseaban con normalidad por los check points del ejército sirio y del Ejército Sirio Libre. Era un día especial: estaban terminando los exámenes finales de sus posgrados y pensaban sobre su futuro y lo que vendría después. Pero lo que vino después descarriló sus planes.
A cierta distancia, Shireen escuchó gritar: `¡Van a abrir fuego! ¡Van a abrir fuego!`. Algunas personas a su alrededor se cubrieron; otros comenzaron a correr. En mitad de ese caos, su amiga Shirian fue asesinada a tiros. Cuando Shireen giró para correr, una bala le dio en el pecho. Pensó: `Ya está, me estoy muriendo`, pensó. Pero unos días más tarde, abrió los ojos en un lugar extraño. Había sido rescatada por el Comité Internacional de la Cruz Roja y estaba en un hospital en Turquía. ´Nunca imaginé que dejaría mi país así´, dice. ´Vengo de una buena familia. Tuvimos una casa muy bonita. Nunca necesitamos el apoyo de nadie´, apunta. Después de meses en el hospital, Shireen superó sus heridas y se recuperó por completo.


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Time is Up! Tendamos puentes por las personas refugiadas

Por Berta de la Dehesa 

Cuando todos los cauces se han explorado. Cuando las formas del sistema van en contra de los derechos fundamentales. Cuando ya percibimos que todo está yendo mal y no hay voluntad política de cambio, solo queda una posibilidad de acción: crear.

Un grupo de alemanes, españoles, holandeses, italianos, marroquíes y sirios nos unimos por coincidencias de la vida alrededor de un espacio que nunca debió existir, un campo de refugiados. ¿Cómo cambiar esta realidad? ¿Cómo evitar que esto exista? Vivimos, observamos, estudiamos, comprendimos la realidad y la denunciamos. La denunciamos a las instituciones, a los gobiernos, al Parlamento Europeo, ninguna respuesta, ninguna propuesta.

Ante tanta frustración a veces dan ganas de tirar la toalla, ¿para qué seguir gritando? Hay que buscar nuevas formas.

Estamos cansadas de palabras, tantas noticias manipuladas, tantos discursos políticos, tantas  discusiones en el bar. Cambiemos de acción, construyamos.

Erijamos un símbolo que represente nuestro sueño. Una estructura mitad física mitad imaginada que cruce todas las fronteras: “Si las fronteras son líneas imaginarias que separan los países, nosotras preferimos imaginarnos puentes que los unan”.

Mapa de actividades dentro de la iniciativa #Sickofwaiting, que tienen lugar este fin de semana.

El 30 de septiembre más de treinta ciudades se han unido a esta propuesta y ya van apareciendo muchísimos puentes: cantados, de cartón, actuados con el cuerpo, poéticos… pero entre todos ellos, dos creaciones son el germen de este intento de reformulación de nuestro imaginario. Dos medios puentes conectados por nuestras ganas de estar juntos.

En Atenas, el corazón de la protesta, nacerá un puente diseñado por Buenaventura Visconte di Modrone y Edoardo Giancola, dos arquitectos italianos que buscan nuevas formas y sentidos. Trabajaremos con el Athens Makerspace, uniendo así manos de diversas nacionalidades: italianas, griegas, sirias, españolas… levantaremos la estructura en la que todo el mundo está invitado a dejar su huella. Un lienzo de 75m2 para plasmar nuestros deseos, nuestras frustraciones y la espera. Esa que, como si de una tortura se tratara, va minando la capacidad de proyectar un futuro.

Desde allí, sobrevolando Europa, llegaremos Madrid donde se levantará la otra mitad del puente. Ana Caos, una artista comprometida con una forma de vida sostenible que preserve un mundo en el que todos podamos vivir, finalizará este puente materializando las cifras de la vergüenza. Esta creación nos pone delante la falta de compromiso del gobierno español que, en dos años, no ha sido capaz de asumir ni siquiera un 12% de las personas a las que se comprometió a acoger. Su propuesta de cuerdas que todos iremos atando, nos muestra en dos colores las personas que han llegado y las que quedan esperando al otro lado. Cada nudo, cada cuerda que sumamos a la estructura, nos conecta con cada persona afectada y a su vez nos ayuda a  trazar ese puente que nos unirá a todos.

Os invitamos a participar, a hacer red, a conectarnos: busca el evento más cercano en www.sickofwaiting.org  Ya empieza a no bastar con creer en un mundo mejor, ha llegado el momento de crearlo.

Berta de la Dehesa  ha estado trabajando como voluntaria en un campo de refugiados en Ioannina, Grecia y es una de las impulsoras del movimiento #SickOfWaiting

Nosotros mismos

Por Barbijaputa

Unas semanas atrás, encontré y compartí en redes sociales este video que me impresionó. Cuenta la historia de una mujer en circunstancias terribles:

El video forma parte de una campaña de Oxfam Intermón en la que diferentes actrices y actores internacionales interpretaban textos escritos por refugiadas y refugiados respectivamente contando sus experiencias para que los demás nos pusiéramos con más facilidad en sus zapatos.

Me dio la triste impresión de que necesitamos ver a rostros conocidos y blancos para empatizar con la situación de las personas que buscan refugio. Es como si al pertenecer a países en conflicto diéramos por hecho que están habituados al horror, a la guerra, a la metralla en sus cuerpos y al sonido de las bombas. Como si a esas personas les doliera menos de lo que nos dolería a nosotros.

Que veamos normal la necesidad esta campaña o que ni nos percatemos de lo horrible del asunto demuestra que donde realmente se ha instalado la insensibilidad es en esta parte del mundo, y sin necesidad de guerras, conflictos o metrallas en nuestros cuerpos. Porque a las heridas, a las pérdidas personales y materiales, al aislamiento, al frío y al miedo no se acostumbra nadie nunca. Y con ello viven miles y miles de personas en estos momentos, sin siquiera la esperanza de que su situación cambie.

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Por el recuerdo de una niña refugiada

Por Winnie Byanyima

Lloraba a mares cuando llegué al Reino Unido como refugiada.

Recuerdo cómo me miraba el policía del puesto de control de inmigración. A mí, una niña africana, pequeña, perdida y desconsolada. Me había pillado con un billete falso de 100 dólares. ‘No sabía que era falso’, traté de explicar. En Uganda, bajo la dictadura de Idi Amin, no teníamos más remedio que cambiar dinero en el mercado negro. Pensé que mi suerte se había acabado y que iba a ir a la cárcel.

Jeanne Berat

Jeanne Berat, de República Centroafricana, tuvo que huir al sur de Chad para salvar su vida y la de sus hijos. Imagen de Pablo Tosco/Oxfam Intermón.

El viaje había sido peligroso. Mi madre y yo tuvimos que marcharnos de repente. Huimos a Kenia de noche. Teníamos miedo porque muchas personas que también habían huido habían muerto, pero estábamos desesperadas. La gente nos ayudó durante nuestro viaje hasta llegar a un país que acogía refugiados: el Reino Unido. .

Pero mi suerte no se había acabado. El policía me dijo unas palabras que nunca olvidaré: ‘Te perdono porque sé que vienes de una situación muy difícil’. ¡Estaba a salvo! Pronto tendría la suerte de recibir una buena educación gracias a una beca para refugiados.

Ese policía, ese día, ese país, cambiaron mi vida. Me trajeron finalmente hacia Oxfam, donde puedo contribuir a la lucha por la justicia social que siempre me ha impulsado.

Mi experiencia no es comparable a las que he escuchado de otras personas que también se han visto obligadas a abandonar sus hogares en todo el mundo. Pero me ayuda a comprender por qué necesitamos encontrar con urgencia las formas más justas y efectivas de apoyar a estos millones de personas vulnerables y traumatizadas.

El mundo se enfrenta a la crisis de desplazamiento más grave de la que existen registros. Más de 65 millones de personas han tenido que dejar sus casas por el conflicto, la violencia o la persecución. Dentro de tres días se celebrará la primera Cumbre de Naciones Unidas por los refugiados y migrantes en Nueva York. No podría haber llegado en un momento más oportuno.

Estoy orgullosa, como persona que una vez fue refugiada, de asistir a este evento. Es una oportunidad para que el mundo se una y acuerde un enfoque común. Al final, por supuesto, la gente que ha tenido que huir es un síntoma de causas de origen como la guerra, la violencia, la persecución, el cambio climático y la pobreza. El mundo tiene que hacer más para resolver estos problemas.

Y necesitamos una respuesta ambiciosa para apoyar a las personas que buscan refugio y asegurarnos de que pueden vivir con paz y seguridad. No es problema ajeno, es nuestro.

Si todos podemos imaginar por un minuto ‘¿Qué pasaría si fuera yo?’, podemos empezar a entender que la suerte y la resiliencia nunca pueden ser suficientes. Necesitamos humanidad, no sólo de las personas corrientes, sino también de nuestros gobiernos, que tienen la obligación de protegernos con buenas leyes.

Todas las personas que se han visto obligadas a huir de los conflictos, la violencia, los desastres o la pobreza o en busca de una vida mejor tienen derecho a ser tratadas con dignidad y respeto. Los refugiados también deben tener acceso a oportunidades para trabajar y estudiar y para cualquier otra cosa que permita a las personas llevar una vida digna y productiva.  ¿De qué otra forma podrían, si no, hacer su contribución al país que les ha acogido?

Generaciones enteras de niños y niñas refugiados se están viendo privadas de una educación, lo que disminuye sus opciones de conseguir empleo, obtener ingresos y pagar impuestos. Los Gobiernos deben garantizar que tanto las niñas como los niños tengan un acceso igualitario a la educación.

Sin embargo, las expectativas de estas cumbres son desalentadoras incluso antes de que hayan comenzado

Me indigna la obstinada negativa de los Gobiernos ricos a acoger más refugiados. Y, por otro lado, no se puede acusar a muchos países en desarrollo de dar la espalda a los millones de personas que ponen en riesgo sus vidas y las de sus hijos al huir en busca de protección.

¿Tan poco valor dan los líderes de los países ricos a las vidas de esos desafortunados niños y niñas que buscan desesperadamente un hogar seguro?

Cerca del 86% de los refugiados y solicitantes de asilo vive desplazado en países de renta media o baja; países cuya ciudadanía ya se ha acostumbrado a compartir sus aulas y hospitales con estas personas. Uno de cada cinco habitantes del Líbano es refugiado sirio. Y la cuarta ‘ciudad’ más grande de Jordania es un campo de refugiados.

Muchos países africanos conocen desde hace tiempo su responsabilidad de proteger a las personas obligadas a huir (a una escala masiva). Y esta responsabilidad prevalece. Un reciente análisis de Oxfam muestra que los países de la Unión Africana acogen a más de una cuarta parte de los 24,5 millones de refugiados y solicitantes de asilo del mundo a pesar de representar tan solo un 2,9% de la economía mundial.

Mi propio país, Uganda, acoge a más de medio millón de refugiados y solicitantes de asilo. Allí, los refugiados tienen garantizado su derecho –como deberían tenerlo en cualquier país– a trabajar, a abrir negocios, a asistir a la escuela, a desplazarse libremente y a tener propiedades. También se les proporciona tierras para el cultivo.

El número de personas desplazadas internas, obligadas a huir dentro de las fronteras de su propio país, es aún mayor. Y resulta escandaloso que se ignore a estas personas en las cumbres. El África subsahariana acoge a casi un 30% de las personas desplazadas internas debido a los conflictos y la violencia, por ejemplo, en Nigeria, donde un violento conflicto que dura ya siete años y que también afecta a Níger, Chad y Camerún ha provocado una crisis humanitaria regional.

Así que debemos rebajar nuestras expectativas: dada la situación actual, no podemos esperar compromisos por parte de los Gobiernos ricos de acoger y dar apoyo a más refugiados. Tampoco podemos esperar que se ofrezca a la población refugiada un mejor acceso al trabajo y los estudios.

Pero aún queda tiempo para que los Gobiernos rectifiquen. Siempre lo hay.

Por ahora, corremos el riesgo de que estas cumbres no sean más que un tímido primer paso para ayudar a los millones de personas que se han visto obligadas a huir. Por el contrario, deberían constituir un punto de inflexión en esta crisis.

Los Gobiernos, y las personas que los conforman, deben recordar su humanidad, la misma que yo encontré cuando me acogieron no hace tanto tiempo.

Winnie Byanyima es Directora Ejecutiva de Oxfam Internacional.

En el Día del Migrante: el viaje de Medina

Por Laura Hurtadolaura

Medina tiene la mirada perdida. El bebé de 6 meses que tiene en el regazo le reclama atención y sus hijas de 5 y 10 años revolotean a su alrededor, gritando y peleándose. Sin embargo, ella apenas reacciona, se nota que ya no tiene energía para nada. Hace varias horas que camina, tras pasar la noche sin dormir bajo las estrellas, a varios grados bajo cero. Ahora por fin se ha podido sentar y solo ansía que arranque el bus que les ayudará a cruzar Serbia, una etapa más del viaje que emprendió con destino a la próspera Europa.

Medina viaja con sus cuatro hijos hacia Europa (c) Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Medina es una de las muchas mujeres que hacen la ruta de los Balcanes con sus hijos con rumbo a la próspera Europa (c) Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Ya no recuerdo cuándo salimos de casa. Creo que hace tres semanas que estamos viajando. Ha sido muy duro, especialmente para los niños‘, me cuenta esta mujer que huyó de la guerra en Afganistán con sus cuatro hijos. La acompañan otro matrimonio y su hijo pequeño. Va con la misma ropa que el día que dejó su casa. ‘Me hubiera gustado coger más cosas, como guantes o gorros para no pasar frío, pero no podía cargar con todo’, se lamenta. Excepto el pañuelo con el que se cubre la cabeza, ya no lleva nada de su vida anterior porque ha tenido que ir desprendiéndose de todo.

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¿Qué hay en el móvil de una refugiada siria?

Por Laura HurtadoLaura Hurtado

Empieza la película. Plano general. Estamos en Zaatari, uno de los campos de refugiados más grandes del mundo. Aquí habitan 79.000 hombres, mujeres, niños y ancianos procedentes de Siria, donde una guerra cruenta ya ha provocado el éxodo de 4 millones de personas, muchas de las cuales están llegando a Europa.

De lejos, Zaatari parece una ciudad en medio del desierto. Un mar de containers de plástico que se usan como viviendas, tiendas de lona y antenas parabólicas. Incluso hay una calle comercial con bares, tiendas y restaurantes. En realidad, Zaatari es tan grande como la cuarta ciudad de Jordania.

foto movil siria

Plano medio. Entramos en una tienda del campo. Las paredes se mueven fuertemente por el viento. Dos mujeres toman el té y hablan, sentadas en el suelo. En un rincón, una niña de 10 años está mirando su móvil y, por el movimiento del dedo, deducimos que está mirando fotos.

-¿Cómo estáis?

-Bien, gracias a Dios. ¿Y vosotros?

-Aquí estamos. Sobreviviendo.

-¿Habéis pensado en volver a Siria o os queréis quedar aquí?

-Estaremos en Zaatari hasta que Dios nos diga.

-Nosotros, no sé, ningún Zaatari del mundo podrá sustituir nuestra querida Siria.

Plano detalle. Vemos las fotos que mira la niña. Y se nos encoge el corazón. Lo que pasa con el dedo mecánicamente, casi sin inmutarse, son imágenes de explosiones, casas derruidas, gente huyendo con el miedo en el rostro, hombres heridos en la calle con los brazos levantados buscando ayuda, hileras de muertos envueltos en sábanas blancas.

Eso es lo que hay en el móvil de una niña refugiada siria. Un horror que explica en gran medida porqué millones de sirios y sirias han optado por abandonar sus hogares. Un horror que seguramente se reproduce en los móviles de millones de personas refugiadas en todo el mundo y ante el cual la comunidad internacional debería buscar soluciones duraderas. Existen y son posibles. Si realmente queremos que haya menos refugiados en el mundo deberíamos poner fin a los conflictos.

 

La película District Zero, producida por Arena Comunicación y Txalap.art con el apoyo de Oxfam y la Comisión Europea, se estrena en el Festival de San Sebastián el domingo 20 de septiembre.

Y Silvia cogió su mochila

Por Alejandra Luengo Alejandra Luengo

Silvia (no es su nombre real) tenía menos de cuarenta años cuando la conocí. Me contó que años atrás había escapado en un camión junto a su hermana huyendo de la violencia de su país. Salió una madrugada con una mochila pequeña, después de haber pagado una cantidad desorbitada para intentarlo. Fue afortunada y logró primero seguir con vida y más tarde trabajar cuidando a una señora mayor. Pero la incertidumbre, la ansiedad, la pérdida de referencias, la soledad y el miedo del camino habían transformado y dejado una profunda huella en su personalidad.

Zakia Abdullah, una mujer siria, sobre los escombros de su vivienda tras la explosión de un misil en Alepo. Imagen de Pablo Tosco/Oxfam Intermón.

Zakia Abdullah, una mujer siria, sobre los escombros de su vivienda tras la explosión de un misil en Alepo. Imagen de Pablo Tosco/Oxfam Intermón.

Hace cinco días leí la noticia de los 71 refugiados muertos en un camión frigorífico. Hace tres días, que al menos 37 habían fallecido al hundirse su embarcación frente a las costas libias. Hace dos días, que cuatro refugiados murieron y más de mil fueron rescatados en aguas del Mediterráneo intentando llegar a Italia. Ayer, que al menos doce refugiados sirios, de los que cinco eran niños, murieron ahogados de madrugada al intentar alcanzar la isla griega de Kos en dos barcas…

Las noticias nos sacuden diariamente, aunque posiblemente la realidad es infinitamente más dramática. No soy una experta del tema y mi conocimiento sobre refugiados es escaso. Por circunstancias laborales, en determinados momentos de mi vida he acompañado a algunas de esas personas y familias que tuvieron que dejar sus países por amenazas, guerras, violencia extrema, inseguridad, y desesperanza. No podía evitar quedarme abrumada ante todos los pasos que tuvieron que dar para poder disponer de un horizonte vital.

Ahora en Europa estamos siendo espectadores de la desesperanza, de la necesidad de escapar de un sitio donde no hay futuro, del sacrificio, de las masas movilizadas para huir de la muerte. Países desbordados reforzando sus límites y construyendo muros para que no entren, discursos sobre fronteras y derechos, y mientras las personas mueren, se hacinan y buscan la forma de entrar, cueste lo que cueste. Esas mujeres, hombres y niños llevan sobre sus espaldas una mochila donde posiblemente hay muchas experiencias traumáticas y de dolor tanto en su país de origen como en el hecho de escapar.

Por supuesto que el problema es difícil y en absoluto tengo la respuesta, pero según la Organización Internacional para las Migraciones alrededor de 3.600 personas han muerto intentando llegar a Italia, Grecia y España por mar durante los últimos doce meses. Estamos hablando de casi 100 personas que fallecen al día simplemente por el hecho de querer sobrevivir y escapar de un lugar donde la vida no vale nada. ¿Quién se beneficia con este tráfico de personas?, ¿Acaso no escaparíamos de un lugar hostil si pudiésemos pagarlo? ¿Escapar, huir, buscar un futuro?

Me surge entonces una pregunta ¿La vida de un refugiado cuánto valor tiene?, ¿La de Silva cuando huía mochila al hombro sin saber qué iba a ser de ella?  ¿La de ese niño ahogado en la orilla de la playa que llenaba las portadas y las redes sociales? ¿Nada?

Bueno sí que parece valer para aquellos que se lucran del tráfico de personas, aquellos que les cobran por ejemplo en Libia entre 900 y 1.200 euros para una plaza en una lancha neumática que los lleve a una de las cercanas islas griegas.

Por supuesto que el problema está en los países de origen donde han ido proliferando regímenes totalitarios o donde se han ido gestando guerras civiles. Está claro que si uno se siente bien y seguro en su casa, no expone su vida para irse a otro sitio, eso es de lógica. Estas personas no son aventureros, son supervivientes y luchadores que se ven forzados a desplazarse. ¿Las diferentes religiones qué tienen que decir sobre todo esto? Y para quien no sea religioso, ¿la ética, la moral, los derechos humanos, la humanidad, la política que puede añadir? No hay decisiones fáciles, pero sí humanitarias.

Viendo la imagen del niño varado en la playa de Turquía me preguntaba por la impotencia de esas madres, padres que tienen que exponer a sus hijos a un viaje donde el final es incierto y frecuentemente dramático, sólo por el hecho de que la mera casualidad nos ha hecho nacer y vivir en lugar geográfico distinto. ¡Qué dolor ver a tu hijo morir así!

Los campos de refugiados está claro que no son la solución, ya que es perder en vida a personas con capacidades y recursos, pero pueden ser alternativas temporales en un momento dado. También en esta situación mujeres y hombres tendremos que salir de nuestro círculo de confort y comodidad para que las soluciones no sean meramente políticas, sino también ciudadanas en las que podamos participar de alguna manera.

Las secuelas psicológicas de la guerra, de la violencia, del escapar, de la masificación, de las muertes ¿Quién las trata?, ¿Quién acompaña? Son heridas que el tiempo no las cicatriza y que afectan en el terreno personal, familiar y social ¿Quién mira a los ojos de estas refugiadas y refugiados?

Varias organizaciones en nuestro país, como CEAR o el SJR reclaman y llaman la atención sobre la situación. No sólo es el momento de ver: escuchemos sus propuestas para evitar tanto dolor y tanto sufrimiento.

Alejandra Luengo. Psicóloga clínica,  combino la atención psicológica en servicios públicos con la consulta privada. Creo firmemente que se pueden cambiar las cosas y en esa dirección camino. Autora del blog unterapeutafiel.

Estamos acabadas

Por María Sánchez-Contador Maria Sanchez-Contador

‘Estoy acabada’. Así de rotunda fue la declaración de Maria Ayok, en el campo de desplazados de Baryar, cerca de Wau, en Sudán del Sur. Tuve la oportunidad de compartir una calurosa tarde con ella en el campo. Maria no sabe exactamente la edad que tiene. No es que la quiera esconder por capricho o por ser presumida. La mayoría de mujeres aquí no saben su propia edad. Cuando les preguntas por su edad, todo el grupo alrededor comienza a conversar y discutir hasta llegar a algún cálculo que satisface a la mayoría y entonces alguien contesta con contundencia: ‘37, tiene 37 años’.

Maria Ayoc con un hatillo de paja que quiere llevar para venderlo a la ciudad de Wau, a 10 kilómetros. Imagen: Gabriel Pecot.

Esa frase, ‘Estoy acabada’, retumbó en mi cabeza y me resuena con frecuencia. Sólo tiene 37 años. Maria, mi tocaya y 10 años más joven que yo, es viuda y tuvo siete hijos de los que sólo sobreviven tres. Ella vivía en Abye, una provincia fronteriza entre Sudán y Sudán del Sur. Las milicias atacaron su pueblo por la noche mientras dormían, mataron a su marido, a niños y a animales, robaron todas las pertenencias y destrozaron la población. Desde entonces su vida dio un vuelco total. Ella huyó arrastrando su hija menor, impedida, enferma de polio. Andando de un lugar a otro, más de 200 kilómetros hasta llegar a Wau, donde pudo instalarse en 2011 en el campo de desplazados.

Es una mujer enérgica y comunicativa que lideró al grupo en una conversación animada, y de golpe, se rompió al relatarnos su vida y la situación en la que viven ella, su familia y todas las personas que han huido como ella. Se le arremolinaron los recuerdos y los pensamientos. En un momento de desesperación lo concluye claramente: ‘Mi tiempo ya ha pasado. Nací en guerra, crecí en guerra, moriré en guerra’.

Al atardecer, Maria Ayok cocina algo de sorgo y hojas silvestres que recoge por los alrededores. Imagen: Gabriel Pecot.

Al atardecer, Maria Ayok cocina algo de sorgo y hojas silvestres que recoge por los alrededores. Imagen: Gabriel Pecot.

La contundencia me cortó la respiración. La desesperación y la angustia por no poder dar un futuro a sus hijos, una educación, o ni siquiera tanto: simplemente darles de comer. Maria recuerda el tiempo en el que vivía en Abye, con sus hijos y su marido. En esa época tenían pollos, cabras, vacas, un campo que cultivar, y el marido iba a pescar y traía la leche para los niños. Aquí no tiene nada de eso, ni tiempo para descansar. Ahora para comer depende del reparto mensual del Programa Mundial de Alimentos, cuyas raciones cada vez son menores. Actualmente la ración es de 50 kilos de sorgo, 3 kilos de lentejas y 1  litro de aceite para 4 personas. Lo complementa con frutos y hojas silvestres y, cuando puede, compra algo de azúcar, sal y té en el mercado.

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Maria Ayok, en el campo de desplazados de Baryar, donde vive desde 2011. Imagen de Gabriel Pecot

No tenemos tiempo para nada‘ es una frase que se nos hace cotidiana, pero el quehacer concreto de esta mujer es bien diferente: ‘Desde la mañana hasta la noche estoy ocupada: ir a por agua, hacer las tareas de la casa, ir al bosque a cortar hierbas, cañas, ramas, traerlas aquí, llevarlas al mercado, por la tarde ir a buscar más agua, cuidar de los niños, cocinar…’· La única manera de ganarse la vida es ir a cortar cañas, que luego secan para hacer los tejados de las casas, o ramas para hacer fuego y poder cocinar. Cargan el hatillo sobre su cabeza para venderlo en el mercado, a unos 10 km. y poder sacarse así algo de dinero. Esto es todo lo que tienen.

Maria vive así, en el campo de desplazados, desde hace 4 años. Cada día luchando por sobrevivir un día más. En el campo están seguros, no hay incidentes, pero la vida se hace muy difícil, muy dura, y ella echa de menos a sus antiguos vecinos, parientes y amigos. Quizás  vuelva algún día, pero por el momento el conflicto continúa y no se atreve. Se siente parte de un rebaño sin saber muy bien qué pasa. Le cuesta tener esperanza y es incrédula sobre la paz. Sólo aspira que algún día llegue y que sus hijos no tengan que pasar lo mismo que ella.

Pide ayuda a la comunidad internacional, que puedan dar un futuro a los niños, una educación que les permita una vida mejor, que no tengan que sufrir de hambre. ‘Estábamos en un mundo difícil, y todavía estamos en él’. María es mujer de palabras claras. Se te hace un nudo en la garganta al querer darle ánimos y devolverle la esperanza. La única promesa que le puedo hacer es que contaré su historia, transmitiré su sufrimiento y sus deseos. Y aquí estoy cumpliendo mi palabra. Desde aquí podemos reclamar que realmente haya un esfuerzo internacional para llegar a acuerdos de paz en Sudán del Sur. Sólo así ella podrá volver a empezar.

Sudán del Sur consiguió la independencia el 9 de julio de 2011, tras décadas de guerra con Sudán. Dos años más tarde, en diciembre de 2013, estalló el conflicto interno. La mayoría de la población ha vivido en condiciones de guerra casi toda su vida. Actualmente, más de dos millones viven desplazadas o refugiadas en países vecinos y casi 8 millones sufren hambre. Sudán del Sur es el país más joven y más frágil del mundo. Oxfam, gracias al apoyo de la Comisión Europea, ha realizado instalaciones de agua, letrinas y organizado sesiones de sensibilización en higiene en el campo de desplazados de Baryar. Sin agua, no hay vida.

María Sánchez-Contador, publicista y RRPP, trabaja en el departamento de Comunicación de Oxfam Intermón, con el convencimiento que a partir de la comunicación es posible cambiar vidas que cambian otras vidas. Un efecto multiplicador parar conseguir vivir en el mundo justo que deseamos.

Cuando la vida queda atrás

@bdelabanda

Por Belén de la Banda 

Con frecuencia me pregunto cómo estará Madeleine Ndeisi, una de las personas que huyeron de la guerra en República Centroafricana en 2013. La conocí en el sur de Chad en septiembre, mientras mis hijos empezaban aquí el curso que ahora termina. Ella había tenido ya muchos meses de sufrimiento. Con 61 años, Madeleine es una persona anciana, sin fuerzas, terriblemente cansada y desorientada, como lo estaría cualquiera que haya perdido en un instante de guerra todo lo que tenía en su vida, en su país. Tampoco era mucho, lo que ella considera necesario:  ‘Allí tenía mi estera, mi comida como el sorgo, alubias, cacahuetes… Todo eso tenía para vivir, pero como hubo la crisis, tuve que irme, y lo incendiaron todo.’

Madeleine Ndeisi en la iglesia de Mainené, donde ha sido acogida tras huir de la guerra en República Centroafricana.

Un grupo de hombres armados entró en su aldea cuando ella había salido al campo. Mataron, quemaron las casas y los cultivos, pillaron el ganado. ‘Los niños tienen fuerza, corrieron. Pero yo no tengo fuerza, caminaba un poco y me caía, otro poco y me caía, así que tuvieron que ayudarme. Me cansaba y me caía‘. El hijo de Madeleine y sus vecinos la buscaron, salvaron su vida y cargándola a sus espaldas la llevaron al otro lado de la frontera de Chad, buscando la seguridad. La suya es apenas una historia más en un entorno de desastre: salvar la vida no ha significado asegurar la supervivencia.

Su hijo tuvo que seguir camino hacia N’Djamena, pero Madeleine no podía continuar. En Mainené, el pueblo al que llegó, la comunidad hizo un gran esfuerzo para acoger a todos los que llegaban aterrorizados, agotados de caminar de noche, traumatizados. La hospitalidad africana es norma, y además muchos de los habitantes de este pueblo habían tenido la experiencia de huir al otro lado de la frontera. ‘Me acogieron bien en Mainené, por eso estoy aquí. No me quejo de pasar la noche en la iglesia, sino de que nos falta para comer, a nosotros y a ellos mismos, aunque nos han acogido bien.

Junto a Madeleine está todo lo que tiene ahora mismo en el mundo: una estera donde dormir, y un par de mantas. Al pueblo le gustaría poder hacer más por los refugiados, pero los recursos son muy limitados, desde los pozos que se secan cuando no llueve suficiente, hasta la escasez de comida. Madeleine ni siquiera puede hacer lo mismo que otras personas refugiadas: no tiene fuerza para trabajar en el campo.

Los días son muy duros para ella, sin nada que hacer y sin fuerzas para hacer nada. ‘Si tengo ayuda, salgo de día, y voy al bosque y cojo hojas silvestres, las cocino y las como.‘ Porque la comida es la principal preocupación del día: ‘La gente del pueblo encuentra también poco para comer. Pero sobre todo nosotros los refugiados tenemos mucho problema para conseguir comida’. 

Los días y los meses pasan rápido. El curso escolar termina aquí después de un año de esfuerzo. No puedo olvidar el peso de los días de Madeleine, la recuerdo y me pregunto cómo habrá pasado la estación seca, si habrá sobrevivido a la dureza de esa vida de refugiada, a la añoranza de esa vida que para ella, en todos los sentidos, quedó atrás.

Belén de la Banda es periodista y trabaja en el equipo de comunicación de Oxfam Intermón.