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Mujeres, brecha de género y coronavirus

Por Lola Liceras

Reclusión, aislamiento, incomunicación, confinamiento. Son palabras que hoy forman parte de nuestro lenguaje ante el coronavirus. Y, claro, no es igual, pero son las mismas palabras que usamos en Amnistía Internacional para denunciar la privación de libertad de mujeres como Nasrin Sotoudeh. Encarcelada en Irán por defender la libertad de las mujeres, hoy está en huelga de hambre para que las defensoras y defensores de derechos humanos salgan también de las cárceles insalubres ante el riesgo de contagio. Irán es uno de los países más afectados por el virus.

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Son también las mismas palabras con las que hemos descrito la inhumana situación de las mujeres refugiadas atrapadas en los campamentos superpoblados de Grecia. Más de 37.000 personas hacinadas en esos campamentos con capacidad para poco más de 6.000. La falta de servicios para la higiene personal y las enfermedades multiplican el riesgo de contagio por coronavirus.

Hoy, aquí, en España, esas mismas palabras nos alertan del riesgo de que la violencia de género aumente y se agrave la situación de las mujeres que ya la sufren, como ya sucedió el pasado 20 de marzo cuando un hombre asesinó a su pareja delante de sus hijos menores en Almassora, Castellón. Aisladas, incomunicadas y obligadas a convivir con el agresor todo el día, su casa es su cárcel. ONU Mujeres y el propio Ministerio de Igualdad han lanzado la alarma. A las autoridades corresponde activar los servicios de asistencia integral y considerarlos esenciales, es un problema de salud pública. Y a la ciudadanía nos toca abrir ojos y oídos y ser una antena de alerta, denuncia y protección.

Segregación ocupacional, inestabilidad laboral, precariedad. Son las palabras que caracterizan buena parte del empleo de las mujeres. Ahora las consecuencias económicas de la epidemia se vuelven también contra ellas. Casi el 90% de las mujeres trabajan en el sector servicios y la caída de la actividad se ceba en el comercio, la hostelería, la educación.

Las mujeres pierden sus empleos en esos sectores y la red de protección social no siempre les alcanza. Muchos contratos precarios no dan derecho a cobrar el desempleo, un ejemplo claro son las empleadas de hogar. Y habrá muchas pequeñas empresas que cierren directamente y despidan a sus trabajadoras en vez de acogerse a un expediente de regulación de empleo temporal, una de las medidas que ha incentivado el gobierno para mantener los empleos.

Atender, cuidar, presencia, proximidad. La brecha de género laboral también pone en riesgo la salud de las mujeres. Éstas, en las actividades sanitarias y de servicios sociales, representan el 75% del empleo. Pero también son mayoría las cajeras en los supermercados, las limpiadoras, las cuidadoras de la infancia y de las personas mayores. En estas tareas no vale el teletrabajo. Queremos su presencia física, no virtual, las queremos a nuestro lado, que nos hablen, nos atiendan y nos sirvan. Asumen la carga física y emocional y se arriesgan a infectarse.

Ahora que los espacios de socialización -el trabajo, la escuela, los centros de día de mayores- desaparecen por el necesario confinamiento, y sus funciones se transfieren al ámbito doméstico, la carga de su gestión también recae mayoritariamente en las mujeres ¡Qué gran oportunidad para que los hombres asuman su cuota de responsabilidad!

La incomunicación afecta especialmente a las mujeres dependientes. Entre las mujeres con diversidad funcional aumenta el riesgo de violencia sexual por parte de las personas que deberían cuidarlas. Entre las mujeres mayores -son el 56% de la población con más de 65 años y muchas viven solas-, el aislamiento acentúa su soledad. En estas circunstancias, la debilidad del Sistema Nacional de Dependencia se ha hecho ahora muy visible.

Pero en estos días tan raros también pasan otras cosas extraordinarias. Emocionan los aplausos diarios a las personas del sector sanitario y sorprende la solidaridad comunitaria de los grupos de apoyo creados en los barrios, las ofertas en cada portal, para ayudar a quienes lo necesitan.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos nació ante las terribles consecuencias de la Segunda Guerra Mundial con el compromiso de los Estados de proteger a cada persona y construir una comunidad de iguales en derechos y libertades. Cuando venzamos a la pandemia deberíamos repensar el compromiso. Para extender su universalidad, para llegar a los márgenes, para tirar el muro simbólico de nosotros frente a los otros. Nos pasan las mismas cosas y podemos ponernos en su lugar. 

Quizás después del coronavirus nada vuelva a ser igual. Debiera no serlo. Habremos sentido que la sanidad pública es nuestra protección y la urgencia de invertir en los servicios públicos y blindarlos frente a la privatización. Que las personas mayores no son desechables y necesitan de los servicios públicos. Que las tareas de cuidado son valiosas y los hombres son también responsables de lo doméstico. Que el trabajo de las mujeres en el espacio público es igualmente valioso y debe ser justamente retribuido. Que la discriminación estructural de género y cualquier forma de violencia hacia las mujeres interpela a toda la sociedad para acabar con ella. Que podemos vivir más despacio, cuidar el medio ambiente…

“Que cuando esta epidemia acabe nos quede la memoria”,  Yan Lianke

Lola Liceras es Coordinadora del Equipo Mujeres y Derechos Humanos de Amnistía Internacional.

El futuro se construye ahora

Por Laura Hurtado laura hurtado

 

Todos los días nos despertamos con malas noticias: pandemias, desastres naturales, guerras que no terminan, aumento del racismo, asesinatos machistas. Si seguimos así, el futuro pinta negro. Y la ficción se ocupa de reflejarlo con series que triunfan como El cuento de la criada o Years and Years. En este entorno, surgen enfermedades nuevas como la ecoansiedad o el temor crónico ante el impacto del cambio climático. Una dolencia que se diagnostica, sobre todo, entre la juventud, asustada ante un mañana incierto y apocalíptico. Las noticias negativas producen estrés o lo que es peor: rechazo, sensación de impotencia y apatía. Nos desconectan de la realidad y de nuestra responsabilidad.

Pero no podemos quedarnos paralizados y encerrados en casa. Sin olvidar el sufrimiento y la destrucción que copan los telediarios, debemos reconocer también los grandes avances en derechos humanos de los últimos 50 años. Muchas personas y organizaciones han logrado cambios sociales que parecían imposibles, hemos visto nacer el Tratado contra Internacional contra el Comercio de Armas y el matrimonio homosexual, el resurgir del movimiento feminista y el auge de la conciencia medioambiental. Son pequeñas (o grandes) victorias que necesitamos recordar, pero sobre todo celebrar, como reclama la escritora y activista Rebecca Solnit en su ensayo Esperanza en la oscuridad.

Y debemos hacerlo justamente para convencernos de que la acción es necesaria para acabar con las injusticias. Una acción que debe ser colectiva si quiere ser efectiva. El futuro se construye aquí y ahora, con pequeños pasos de muchas personas unidas. Y la esperanza es el motor de todo, lo que permite que avancemos. La esperanza no está en el futuro, sino que es la fuerza que mueve el presente. No dejemos que la desesperación nos anule, solo es una excusa para no hacer nada.

Laura Hurtado es periodista y directora de Comunicación de Oxfam Intermón.