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¿Cómo influyen los bosques en el clima?

Por J. Julio Camarero (CSIC)*

Seguramente has apreciado alguna vez cómo el clima afecta a los bosques cuando, tras una sequía, una nevada, una helada o una fuerte ola de calor, algunas especies de árboles y arbustos pierden vigor, crecen menos o incluso mueren. Quizá vienen a tu memoria las fuertes olas de calor del verano del 2022, la tormenta de nieve Filomena al inicio del 2021 o las sequías de los años 1994-1995, 2005 y 2016-2017. Los árboles toleran unos márgenes limitados de temperatura y humedad del suelo y del aire, por lo que pueden morir si se superan esos umbrales vitales como consecuencia de fenómenos climáticos extremos. Pero podemos darle la vuelta a la pregunta y plantearnos si la interacción clima-bosque sucede en los dos sentidos: ¿pueden los bosques cambiar el clima? Pues bien: la respuesta a este interrogante es afirmativa. Sabemos que los bosques pueden modificar (amortiguar o amplificar) los efectos del clima sobre la biosfera y que esas modificaciones cambian según las escalas espaciales y temporales a las que se observe esta interacción.

Nimbosilva o bosque mesófilo de montaña en la Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Los árboles almacenan grandes cantidades de agua y de carbono en sus tejidos, sobre todo en la madera, y conducen y transpiran mucha agua hacia la atmósfera. Esto explica que se hayan observado caídas en el caudal de los ríos en respuesta a los aumentos de la cobertura forestal a nivel de cuenca. Existen datos de este proceso en el Pirineo donde, como en el resto de la península, se ha producido un abandono del uso tradicional del territorio (cultivos, pastos, bosques) desde los años 60 del siglo pasado, cuando la mayoría de la población española emigró a núcleos urbanos. Ese abandono ha favorecido la expansión de la vegetación leñosa y propiciado que bosques y matorrales ocupen más territorio y retengan más agua, la llamada ‘agua verde’, a costa de reducir el caudal de los ríos, la llamada ‘agua azul’.

Hayedo y río (Cataluña). / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Pero tampoco podemos ignorar que al aumentar las temperaturas la vegetación transpira más y se evapora más agua. Ese aumento de temperaturas incrementa también la demanda de agua por parte de grandes usuarios como la agricultura, a veces centrada en cultivos que requieren mucha agua, y esto contribuye a que los caudales de los ríos y el nivel freático de los acuíferos desciendan. Por tanto, a escalas locales se ha comprobado cómo la reforestación conduce a un menor caudal de los ríos. Sin embargo, la historia cambia bastante a escalas espaciales más grandes.

Según la teoría de la bomba biótica, los bosques condensan la humedad y con ello impulsan los vientos y por tanto la distribución de la humedad en el planeta. (1) Si talamos los bosques tropicales, el mecanismo de la bomba biótica se altera y las precipitaciones se trasladan a la costa y en zonas tropicales (2). Según esta teoría los bosques extensos y diversos permiten captar y generar precipitación tierra adentro, especialmente cerca de la costa (3). / Irene Cuesta (CSIC)

Bomba biótica y bosques tropicales

A escalas regionales y continentales, gracias a un mecanismo llamado bomba biótica, la evapotranspiración de los bosques aumenta los flujos de humedad atrayendo más aire húmedo. Esta teoría defiende que los bosques atraen más precipitaciones desde el océano, tierra adentro, mientras generen suficiente humedad a nivel local. Fueron Anastassia Makarieva y Víctor Gorshkov, del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo (Rusia), quienes propusieron la hipótesis de la bomba biótica en 2006. Además, sugerían reforestar algunas zonas para hacerlas más húmedas aumentando así la precipitación y el caudal de los ríos. La bomba biótica explica en gran medida la existencia de las elevadas precipitaciones y los grandes bosques en las cuencas tropicales más extensas, como las de los ríos Amazonas y Congo. Por tanto, nos alerta sobre la posible relación no lineal entre deforestación y desertificación ya que, según esta teoría, una región o un continente que cruzara un determinado umbral de deforestación podría pasar muy rápidamente de condiciones húmedas a secas.

Bosque nublado en Cundinamarca, Colombia. / Juan Felipe Ramírez (Pexels.com)

También se observan grandes diferencias en la relación clima-bosque entre los distintos biomas forestales. Los bosques tropicales pueden mitigar más el calentamiento climático mediante el enfriamiento por evaporación que los bosques templados o boreales. Además, los bosques templados tienen una gran capacidad de captar dióxido de carbono de la atmósfera, reduciendo en parte el calentamiento climático causado por el efecto invernadero. Sin embargo, si el calentamiento climático favorece la expansión de bosques boreales en las regiones árticas favoreciendo su crecimiento y reproducción, la pérdida de superficie helada disminuirá el albedo (el porcentaje de radiación solar que cualquier superficie refleja), ya que los bosques reflejan menos radiación que la nieve y, en consecuencia, aumentarán las temperaturas en esas regiones frías. Además, gran parte del carbono terrestre se almacena en suelos y turberas de zonas frías, que podrían liberarlo si aumentan las temperaturas, con el consiguiente impacto sobre el efecto invernadero, generando más calentamiento a escala global.

Nubes sobre bosque templado en el Bosque Nacional Tongass, Alaska. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

A nivel global, nuestro conocimiento de las interacciones entre atmósfera y biosfera proviene de modelos, pero nos faltan aún muchos datos para mejorar esas simulaciones y saber cómo interaccionan el clima y los bosques con los ciclos del carbono y del agua. Por ejemplo, no sabemos cómo los bosques boreales y tropicales responden a la sequía y al calentamiento climático en términos de crecimiento y retención de carbono. Necesitamos más investigación para mejorar esas predicciones en el contexto actual de calentamiento rápido.

Picogordo amarillo (‘Pheucticus chrysopeplus’) y bromelias bajo la lluvia, nimbosilva o bosque nuboso Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Todos los papeles que juegan los bosques como reguladores del clima a escalas locales, regionales y continentales, pueden verse comprometidos si la deforestación aumenta en algunas zonas, especialmente los bosques tropicales, o si extremos climáticos como las sequías reducen el crecimiento de los árboles y los hacen más vulnerables causando su muerte, como observamos en la cuenca Mediterránea y en bosques de todos los continentes.

Pinos rodenos o resineros (‘Pinus pinaster’) muertos en un bosque situado cerca de Miedes de Aragón (Zaragoza) tras la sequía de 2016-2017. En primer plano, las encinas (‘Quercus ilex’), árboles más bajos, apenas mostraron daños en sus copas. / Michele Colangelo

* J. Julio Camarero es investigador en el Instituto Pirenaico de Ecología (IPE) del CSIC.

**Ciencia para llevar agradece especialmente al fotógrafo Luis F. Rivera Lezama por su generosa colaboración con las imágenes que acompañan al texto.

Incendios forestales: la geometría del fuego

Por Serafín J. González Prieto (CSIC)*

Tradicionalmente se ha considerado que tanto el inicio como la propagación del fuego son una cuestión de triángulos. Para que se inicie un fuego son necesarios tres factores: combustible, comburente y fuente de ignición. Los dos primeros son casi omnipresentes en condiciones naturales, en forma de vegetación y oxígeno de la atmósfera, y el tercero surge con frecuencia variable a partir de rayos o erupciones volcánicas, por ejemplo. La propagación del fuego también está controlada por tres factores: el combustible disponible, la topografía y las condiciones meteorológicas (humedad, viento, temperatura).

Sin embargo, con demasiada frecuencia se olvida que desde hace miles de años a los triángulos anteriores les ha crecido un ‘cuarto vértice’, que condiciona decisivamente a los otros tres vértices en la mayor parte del planeta: las actividades humanas. Con el dominio del fuego los humanos pasamos a ser la principal ‘fuente de ignición’ en la naturaleza. Con la extinción de los mega-herbívoros silvestres en amplísimas zonas (en parte sustituidos por ganado), la agricultura y ciertas plantaciones forestales masivas –con especies pirófitas de interés económico, como eucaliptos y pinos– pasamos a controlar la cantidad y continuidad del combustible, es decir, las posibilidades de inicio y propagación del fuego. Sobre estas posibilidades de inicio y propagación inciden también el cambio climático que estamos provocando y las labores de extinción de los incendios cuando y donde nos interesa, incluso cuando estos son naturales. Por último, con la imparable expansión, a menudo caótica, de las áreas urbanizadas y las infraestructuras, nos hemos metido, literalmente, en la ‘boca del fuego’ que nosotros mismos atizamos. Así, además de la sexta extinción masiva de especies, la actividad humana está generando lo que ya se denomina mega-incendios de sexta generación: humanamente imposibles de apagar; humana y ecológicamente devastadores.

Ilustración: Irene Cuesta (CSIC)

Los riesgos de las quemas controladas o ‘pastorear’ el fuego

Llegados a este punto, ¿qué podemos hacer? Pensando solamente en el primero de los triángulos mencionados, algunos aseguran que únicamente podemos gestionar el ‘combustible’ y propugnan realizar quemas controladas o prescritas, ‘pastorear’ el fuego. Antes de optar por esta alternativa, conviene recordar que la sabiduría popular nos advierte que, si jugamos con fuego, es probable que acabemos quemándonos. Debemos tener presente que tanto las quemas prescritas como los incendios tienen efectos sobre la salud humana, la economía, la atmósfera, el agua, el suelo, la vegetación, la fauna e, incluso, el patrimonio cultural. Estos efectos pocas veces, o nunca, son tenidos en cuenta adecuadamente y en su conjunto.

Como realizar quemas prescritas con las necesarias garantías es laborioso y costoso, con relativa frecuencia se hacen mal y afectan a más superficie de la prevista, llegando incluso a convertirse en grandes incendios forestales. Pero, aún siendo técnicamente bien realizadas y de baja severidad, las quemas controladas o prescritas provocan pérdidas elevadas de nutrientes y organismos del suelo (lo que disminuye su fertilidad) y reducen su capacidad para actuar como una gigantesca ‘esponja’ que se empapa cuando llueve. Gracias a esta función de ‘esponja’, un suelo sano y rico en biodiversidad reduce las inundaciones y libera lentamente el agua después, lo que reduce las sequías.

Pérdida de áreas forestales por la erosión del terreno tras incendio (Ourense, Galicia)

Además, ya sea en un incendio forestal o en una quema prescrita, la combustión incompleta de materia orgánica de los suelos y vegetación genera inevitablemente hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAPs) tóxicos, que la erosión arrastra a embalses y zonas costeras y que afectan a la potabilidad del agua, la riqueza pesquera y marisquera, y, una vez más, a la biodiversidad. Las cenizas suelen también contener concentraciones demasiado elevadas de algunos micronutrientes y metales pesados, con riesgos aún no evaluados para los lugares donde se sedimentan.

Sedimentos de cenizas en costas gallegas

Pastoreo sí, pero de ganado extensivo y sostenible

Entonces, ¿qué otras cosas podemos hacer? En primer lugar, convencernos de que actualmente la figura geométrica del fuego, más que a un triángulo, se parece a un rombo, en cuyo vértice superior está la actividad humana influyendo decisivamente sobre el inicio y la propagación de los incendios. Los datos oficiales indican que el 78% de los incendios en España son de origen antrópico (quemas deliberadas, accidentes y descuidos). Por tanto, nada conseguiremos si no actuamos sobre la principal ‘fuente de ignición’ en los incendios forestales, grandes y pequeños: la actividad humana.

Salamandra calcinada por un incendio (Galicia)

Para dificultar la propagación y facilitar la extinción de los incendios debemos actuar sobre la biomasa vegetal, mal llamada combustible: aunque arde, nadie en su sano juicio llama combustible a una biblioteca, a un retablo barroco o a los tejados de Notre Dame. Una superficie continua de hierba seca, matorral, eucaliptos, pinos o acacias puede facilitar mucho la propagación de un incendio. Para reducirla, debemos generar discontinuidades y crear un mosaico de hábitats diferentes que, además, es muy beneficioso para la biodiversidad. Para eso disponemos básicamente de tres herramientas: diente, hierro y fuego; pastorear, rozar y quemar. Más allá de unos puestos de trabajo coyunturales, las quemas prescritas y el ‘pastoreo de incendios’ no producen bienes o riqueza y tienen en contra los mayores efectos ambientales. En circunstancias parecidas están las rozas, pero con menor impacto ambiental. Y luego está el pastoreo real, trashumante o con ganado en régimen extensivo o semi-extensivo, es decir, en el que este pasa la mayor parte de su vida en libertad. Al suplir a los grandes herbívoros salvajes que hemos diezmado o extinguido, el ganado en semi-libertad controla el crecimiento de la biomasa vegetal, contribuye a conservar un mosaico diverso de hábitats, genera puestos de trabajo estructurales, ayuda a mantener la población rural y produce alimentos.

Por todo ello, la solución del grave problema de los incendios forestales en nuestro país pasa por actuar cuanto antes sobre las causas de origen humano, promocionar un pastoreo semi-extensivo bien gestionado y recurrir a desbroces mecánicos donde sea necesario. Y solo cuando el número, extensión, severidad y frecuencia de los incendios sea más o menos natural podremos plantearnos no extinguir o ‘pastorear’ los incendios naturales.

* Serafín J. González Prieto es experto en restauración de suelos tras incendio e investigador del CSIC en el Instituto de Investigaciones Agrobiológicas de Galicia (IIAG-CSIC).

Desertificación: cuando ya no hay marcha atrás

Por J.M. Valderrama (CSIC)*

Más de dos tercios del territorio español corren riesgo de desertificación. Tras esta afirmación, muchos de los lectores y lectoras pensarán que nuestro país se va a convertir en un secarral de tierras yermas y agrietadas, pero lo cierto es que esa imagen no es del todo correcta, ya que tendemos a confundir desiertos con desertificación. Mientras que un desierto es un tipo de ecosistema restringido a un territorio en el que se dan unas condiciones climáticas determinadas, la desertificación es un tipo de degradación ambiental propia de los territorios áridos, y es consecuencia de las variaciones climáticas, que se acentúan con el cambio climático, y las actividades humanas inadecuadas. Así lo especifica el artículo 1 de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, firmada el 17 de junio de 1994, de ahí que el próximo domingo se celebre el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación.

Este fenómeno se achaca a tres grandes motivos: el sobrepastoreo, la deforestación y las actividades agrarias inadecuadas, como el sobrecultivo y la salinización de suelos o aguas subterráneas. El abandono de las tierras de cultivo y el turismo son considerados como causas de desertificación dentro del ámbito Mediterráneo, según apuntan diversos autores. Pero, ¿cuáles son las causas de las causas? O dicho de manera más específica: ¿por qué se sobrepastorea un determinado lugar? ¿Qué lleva a intensificar el uso de las tierras de cultivo? En definitiva, ¿qué hace que las actividades humanas sean “inadecuadas”, como dice la definición oficial de desertificación?

Imagen de Tabernas, Almería. / Colin C Wheeler (CC 3.0).

El ser humano ha desarrollado estrategias para adaptarse a las zonas secas, en las que llueve poco y de manera impredecible. El truco para mantenerse en estos territorios es estar atento a las señales de escasez y adaptar las tasas de extracción de recursos (el pasto consumido, el agua extraída de los acuíferos, los árboles talados) a las de regeneración. El estereotipo que mejor refleja esta situación son los nómadas que siguen las erráticas lluvias y el pasto que brota tras su paso. Cuando la hierba se acaba, deshacen su campamento y buscan nuevos pastizales. La zona pastoreada volverá a ser productiva tras un periodo de regeneración.

En un sistema autorregulado (punto 1 en la figura) como el descrito no pueden darse episodios de desertificación. Pero más que vivir, se sobrevive. Por eso, cuando ocurre alguna perturbación que le es favorable (punto 2), el ser humano la aprovecha. Puede ser un periodo de lluvias extraordinario; o una novedad tecnológica que permita establecerse permanentemente en un territorio y vivir de un modo más desahogado e incluso con lujos hasta entonces impensables.

De repente el sistema aparenta ser más productivo (punto 3). Una subida del precio del trigo en los mercados internacionales puede convertir en un negocio redondo los rácanos campos de secano. En consecuencia, aumentan las tasas de extracción y se genera un sistema económico de mayor envergadura. Este nuevo equilibrio es muy precario, inestable. Tanto, que una vez que aparezcan las primeras señales de escasez -bien porque vuelvan las sequías o porque el ecosistema muestre los primeros síntomas de agotamiento- será necesario retraer el sistema económico a sus dimensiones originales (recorrido del punto 5 al 1). Sin embargo, puede suceder que la nueva situación haya desmantelado las antiguas vías de organización, y ya no sea posible la marcha atrás.

Estructura de los procesos de desertificación. / Los desiertos y la desertificación (CSIC-La Catarata).

En caso de mantener la sobreexplotación —porque deliberadamente se ignoran los síntomas de deterioro o porque no se perciben correctamente—, el sistema se dirige hacia unos umbrales que, a escala humana, son irreversibles como es el caso de pérdida de suelo fértil o salinización de los acuíferos. Este proceso de esquilmación en el que se sobrepasan puntos de no retorno se denomina, en el ámbito climático señalado, desertificación.

Ante la disyuntiva (punto 5) que sugiere este esquema, ¿por qué no detenemos la desertificación eligiendo la opción de regresar del punto 5 al 1 antes de que sea demasiado tarde? Hay tres razones, no necesariamente independientes, para entender -que no justificar- el camino destructivo del NO.

  1. El carácter oportunista resulta en una visión cortoplacista de la realidad. Esto implica maximizar el rendimiento económico en el menor tiempo posible, lo que no deja de ser un caso más de la Tragedia de los Comunes. Esta teoría afirma que cuando varios individuos explotan un recurso compartido limitado y actúan de manera independiente y motivados solo por el interés personal, terminan por arruinar ese recurso común, aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga que tal destrucción suceda.
  2. La segunda explicación tiene que ver con la racionalidad limitada del ser humano, principio enunciado por el premio Nobel Herbert Simon y con la distorsión de las señales de escasez. Por un lado, nuestra mente tiende a simplificar las interacciones y elementos que componen un sistema y por otro el componente emocional interfiere en la interpretación de la información. Además, muchas veces ésta es escasa y confusa y no sabemos, a tiempo real, cual es el estado de un sistema. Puede que un acuífero se esté agotando y que al mismo tiempo los precios que se paguen por los productos que se riegan con ese recurso sean muy elevados e inciten a seguir bombeando agua.
  3. El coste de oportunidad. En muchas ocasiones la rentabilidad de las actividades alternativas a la que se realiza es tan baja que es preferible mantenerse en un uso poco productivo e insostenible. Por tanto, para aliviar la presión sobre unos recursos maltratados, han de implementarse políticas que favorezcan la versatilidad socioeconómica del lugar. El desarrollo de la industria agroalimentaria para amortiguar los períodos de crisis que afectan a los centros de producción agrícola es un buen ejemplo de esta estrategia.

Esta visión del problema incide en un hecho simple pero rotundo: la desertificación no consiste en el avance de los desiertos. El enemigo está en casa y para adelantarse al desastre, a que los paisajes empiecen a parecerse a un desierto, es necesario integrar las distintas políticas que afectan a los territorios (agricultura, gestión forestal, agua) y tratar de acoplar nuestras ambiciones a las reglas de la naturaleza. Pensemos con más amplitud de miras.

* J.M. Valderrama es investigador de la Estación Experimental de Zonas Áridas (EEZA) del CSIC y autor del libro Los desiertos y la desertificación de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y La Catarata. También escribe el blog Dando bandazos.

Laboratorios virtuales para frenar la desertificación

cara2Por J.M. Valderrama*

La mejor estrategia para atajar la desertificación es anticiparse a su aparición. Si para tomar medidas esperamos a que los síntomas de degradación sean aparentes (salinización de aguas y suelos, erosión, etc.), lo más probable es que ya sea demasiado tarde para revertir la situación. Por eso, los modelos de simulación resultan una herramienta fundamental en este ámbito.

Un modelo de simulación es una réplica simplificada de un sistema real que sirve para entender su funcionamiento. En otras palabras, un laboratorio virtual en el que ensayar hipótesis y estudiar diversos escenarios.

Existen diversos modelos de este tipo, pero los más útiles a la hora de abordar problemas medioambientales como la desertificación son los llamados modelos de dinámica de sistemas (o modelos DS). Esto es así por dos razones. La primera es que, como su propio nombre indica, son dinámicos y se preocupan por generar trayectorias temporales de las variables que consideran. La segunda se debe a que aplican un enfoque sistémico, es decir, integran en un mismo esquema componentes que pertenecen a diferentes disciplinas. Esta facilidad para poner en práctica la multidisciplinariedad es particularmente relevante en la desertificación, donde la interacción entre socioeconomía y ecología es esencial para entender el problema.

Ejemplo en el que se representa una dehesa mediante un modelo DS para estudiar los problemas de erosión.


¿Cómo representar un fenómeno complejo?

Nuestra mente tiende a simplificar el mundo para comprenderlo y considera que las respuestas a los cambios son nítidas (hay una causa antes que un efecto), lineales (mucho más de una cosa da lugar a mucho más de la otra; un pequeño cambio da lugar a un pequeño cambio) y sin retardo (una cosa provoca otra de forma inmediata). Sin embargo la realidad suele ser mucho más compleja. Los modelos DS nos ayudan a representar esa complejidad estableciendo un diagrama de relaciones causa-efecto entre las variables de un sistema.

Para empezar, existen bucles de realimentación que ponen de manifiesto la confusión entre causa y efecto. Un ejemplo lírico, extraído de la canción Círculos viciosos de Joaquín Sabina, ilustra bien este aspecto:

Yo quiero bailar un son y no me deja Lucía / Yo que tú no bailaría porque está triste Ramón. / ¿Por qué está tan triste? / Porque está malito ¿Por qué está malito? / Porque está muy flaco ¿Por qué está tan flaco? / Porque tiene anemia ¿Por qué tiene anemia? / Porque come poco / ¿Por qué come poco? Porque está muy triste

Como se puede apreciar, el contenido de la primera pregunta coincide finalmente con su respuesta; la diferencia entre causa y efecto no está tan clara. Por si fuera poco, las relaciones entre variables son de carácter no lineal: inicialmente la pérdida de cubierta vegetal no afecta a la tasa de erosión, pero llega un punto en el que una pequeña pérdida de cubierta vegetal hace que se incremente muchísimo la pérdida de suelo; en este caso el porcentaje de cubierta vegetal y la erosión tienen una relación exponencial.

El tercer elemento clave son los retardos. En efecto, las relaciones causa y efecto no son automáticas, sino que muchas veces llevan tiempo. Un ejemplo relevante sobre las consecuencias de estos intervalos entre causa y efecto es el agujero de ozono. Desde la detección del problema hasta la llegada de un acuerdo en la limitación del uso de clorofluorocarbonos (que no su aplicación real) pasaron casi treinta años. Por el camino hubo unas cuantas discusiones científicas, errores en la medición del ozono y falta de compromiso entre los diversos países.

Diagrama

Nuestros modelos mentales suelen simplificar las relaciones causales como en (a). Sin embargo los mapas causales forman redes, como en (b), en las que hay retardos (R), relaciones no lineales y bucles de realimentación.

Los modelos DS están presentes en muchos campos de investigación. En la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC (EEZA) venimos desarrollado este tipo de modelos desde hace años. Se han aplicado a diversos casos de desertificación en todo el mundo, estudiando la explotación de aguas subterráneas, el uso de los pastizales o la intensificación y expansión de los sistemas agrícolas. Recientemente hemos consolidado una familia de modelos para representar los cinco paisajes de la desertificación enunciados en el Programa de Acción Nacional contra la Desertificación. Dichos modelos son la base de otras herramientas que sirven como un sistema de alerta temprana para prevenir la degradación del territorio.

 

* J.M. Valderrama es colaborador de la EEZA (CSIC) y autor del blog Dando Bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y viajes.

Cómo medir la degradación del territorio

cara2Por J.M. Valderrama (CSIC)*

La degradación del territorio es la herencia irreversible de la desertificación y solo con grandes inversiones puede recuperarse una pequeña parte del esplendor perdido. Con este panorama la mejor estrategia es la prevención, como ocurre en la mayor parte de los problemas de carácter medioambiental. Y para atajarla hay dos vías: una es el análisis de los procesos socioeconómicos que causan la desertificación y la puesta en marcha de políticas de cambio, y otra vía es la detección temprana de la degradación y su magnitud.

Según la definición de Naciones Unidas, desertificación es “la degradación de tierras en zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, causada por diversos factores como las variaciones climáticas y las actividades humanas”. Además se precisa que degradación es la “reducción o pérdida de la productividad biológica o económica y de la complejidad de las tierras”.

Mapa

Mapa de condición de la tierra de la Península Ibérica para el período 2000-2010, que refleja variaciones relativas de madurez ecológica / Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC).

Uno de los enfoques de medición es el conocido como RUE, siglas correspondientes a Rain Use Efficiency, que significa “eficiencia de uso de la lluvia”. El concepto detrás de estas siglas es el siguiente: la cantidad de biomasa producida por cada unidad de lluvia que cae en un territorio. Por ser un poco más específicos: los kilogramos por hectárea de vegetación que se producen cada año por cada milímetro de lluvia que recibe el suelo.

En zonas áridas, donde el agua disponible es el factor limitante para la vida, la degradación del territorio se mide a partir del RUE. Este sistema ofrece un retrato bastante preciso de la condición de la tierra, ya que refleja directamente la capacidad del suelo para amortiguar la falta de agua durante los periodos secos. Con un poco de elaboración matemática es posible determinar las zonas en mejor estado y hacer un seguimiento de su tendencia.

La tecnología actual permite sistematizar este método y evaluar la degradación en grandes territorios. Mediante imágenes de satélite es posible estimar la productividad vegetal para todo el planeta. Mientras que la red de estaciones meteorológicas, cada vez más amplia, permite obtener datos directos de precipitación y temperatura.

Montaje degradación

Ejemplo de aplicación del sistema 2dRUE en una sucesión de imágenes de Google Earth de un territorio que se está degradando / M.E. Sanjúan.

Una versión avanzada de este tipo de tecnologías es 2dRUE, desarrollada en la Estación Experimental de Zonas Áridas, del CSIC.  Se trata de una metodología de bajo coste, que usa datos públicos y abiertos. Tras una maquinaria computacional compleja, ofrece al usuario mapas contrastables y con una interpretación sencilla. El primer ensayo fue realizado en la Península Ibérica y, tras los resultados, ha sido adoptada por los gobiernos español y portugués con el fin de informar a la Convención de Naciones Unidas para la Lucha Contra la Desertificación, cuya misión es vigilar y mejorar la condición de los ecosistemas. Su éxito ha sido tal, que también se ha utilizado en el Magreb, Sahel, Mozambique y el Nordeste brasileño, y en la actualidad está siendo utilizada para toda China.

*J. M. Valderrama colabora con la Estación Experimental Zonas Áridas del CSIC y escribe en el blog Dando bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y viajes. 

Zonas áridas: la tercera trinchera contra el cambio climático

Por J.M. Valderrama y Francisco Domingo (CSIC)*

El papel del suelo y, más precisamente, de las cavidades subterráneas que se forman en determinados lugares con sustrato calizo, como las zonas áridas, podría resultar decisivo para el cambio global: según investigaciones llevadas a cabo por la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC, una parte significativa del CO2 atmosférico podría estar confinado en almacenes subterráneos. La alteración de estos suelos podría repercutir significativamente en la cantidad de CO2 emitido a la atmósfera.

Los científicos llevan años estudiando los procesos ligados al carbono con el fin de conocer los sumideros y fuentes de CO2, cuya acumulación en la atmósfera es una de las razones del calentamiento de la Tierra. Los estudios tratan de explicar por qué el incremento anual de la concentración de este gas debido a la actividad humana parece ser la mitad del esperado, un dato que no terminaba de cuadrar a la comunidad científica, que busca con ahínco el sumidero perdido del CO2.

torres correlacion

Torre de Correlación de Remolinos en el Llano de los Juanes, Sierra de Gádor, Almería.

Los resultados de este y de otros trabajos ponen de relieve el papel fundamental de las tierras áridas. Junto a océanos y zonas forestales, representan los tres grandes ámbitos que es preciso explorar para comprender el metabolismo del planeta. Hasta muy recientemente los esfuerzos se han concentrado en océanos y zonas forestales, mientras que las regiones áridas y semiáridas son las grandes desconocidas. Trabajos como el desarrollado por el equipo de investigación del CSIC, hacen pensar en estas zonas como un tercer bastión del planeta en la lucha contra el cambio global.

Lo primero que llama la atención en las zonas áridas es la relevancia de los procesos abióticos (no biológicos) en los que está envuelto el carbono. Es decir, que el carbono que forma parte de las rocas (como por ejemplo la caliza), lejos de ser un elemento estático e inmutable, participa activamente en varios procesos geoquímicos y se moviliza en determinadas condiciones. Otro hallazgo sorprendente ha sido constatar que parte del origen del carbono del subsuelo es biológico. La compleja maraña que entrevera procesos abióticos y bióticos (biológicos), en los que juega un papel muy relevante el carbono, aún está por desenmascarar.

De manera resumida puede afirmarse que estos procesos generan CO2. Parte del gas generado se emite a la atmósfera por ventilación (por efecto del viento y cambios de presión atmosférica) y parte se almacena, incluso en capas profundas a muchos metros, pues el CO2 desciende por gravedad. El tiempo que está almacenado se desconoce, de ahí que cuando se emite se confunde con el que respiran los seres vivos en superficie.

Estos procesos se han detectado y medido gracias al establecimiento de Torres de Correlación de Remolinos, unos aparatos capaces de apreciar el intercambio neto de CO2 entre la atmósfera y la superficie terrestre. La Estación Experimental de Zonas Áridas dispone, en colaboración con grupos de las Universidades de Granada y Almería, de tres estaciones de este tipo, integradas en la red internacional FLUXNET, que cuenta con más de 500 torres de flujo repartidas por todo el mundo.

sondas

Sondas utilizadas para medir la concentración de CO2 en el suelo

El análisis de los datos que se han ido tomando mediante este y otros procedimientos empieza a revelar una serie de resultados interesantes, como el que señalábamos sobre el almacenamiento de CO2. Estos hallazgos son algunas de las piezas de un rompecabezas gigantesco que todavía hay que encajar. Mientras los investigadores se encuentran en esa fase de formular hipótesis y corroborar hechos, las torres continúan recogiendo información.

La degradación de las tierras áridas y la importancia que están revelando tener estos ecosistemas en relación con el calentamiento global hace necesario continuar investigando sobre el balance del CO2 en estas tierras.

*J. M. Valderrama colabora con la Estación Experimental Zonas Áridas del CSIC y escribe en el blog Dando bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y amor a la montaña. Francisco Domingo Poveda es investigador y director de la Estación Experimental de Zonas Áridas. Los proyectos de investigación citados en esta entrada son CARBORAD (ref.CGL2011-27493) y GEOCARBO (ref. P08RNM3721), financiados por el Plan Nacional de I+D+i la Junta de Andalucía, respectivamente, y liderados por Francisco Domingo Poveda.

Día Mundial contra la Desertificación: umbrales que no se deben cruzar

Por el Grupo de Desertificación y Geoecología de la Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC)

Entre los años 50 y 70 del pasado siglo, en el Sahel, un periodo de lluvias extraordinario atrajo a una gran población y sus rebaños hasta el borde del desierto del Sahara. Los asentamientos comenzaron a surgir en lugares que históricamente tan solo eran zonas de pastoreo temporales. El retorno de la sequía atrapó a la gente y sus animales entre el Sáhara, al norte, y los campos de cultivo, al sur. Agotaron los recursos hasta que los animales murieron de hambre.

Desertificación

Desertificación/ Flickr. Erce Tümerk

Este es un caso paradigmático en el que mantener la sobreexplotación de los recursos –porque deliberadamente se ignoran los síntomas de deterioro o porque no se perciben correctamente– conduce a que el sistema se dirija hacia unos umbrales que, a escala humana, son irreversibles (por ejemplo, pérdida de suelo fértil o salinización de acuíferos). Este proceso de esquilmación, en el ámbito climático en el que se sobrepasan puntos de no retorno, se denomina desertificación.

Hoy, Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, dentro del Año Internacional de los Suelos, recordamos que el ámbito en el que sucede la desertificación es en regiones áridas, semiáridas y subhúmedas secas. El ser humano ha desarrollado estrategias para adaptarse a estas regiones, en las que llueve poco y de manera poco predecible. En efecto, el aumento de la aridez viene acompañado de una mayor irregularidad en la distribución de las precipitaciones. El truco para mantenerse en estos territorios es estar atento a las señales de escasez y adaptar las tasas de extracción de recursos (el pasto consumido, el agua de los acuíferos) a las de regeneración. Hay años de bonanza y otros de escasez. El estereotipo que mejor refleja esta situación son los nómadas que siguen las erráticas lluvias y el pasto que brota tras su paso. Cuando la hierba se acaba deshacen su campamento y buscan nuevos pastizales. La zona pastoreada volverá a ser productiva tras un periodo de regeneración.

En un sistema autorregulado como el descrito no pueden darse episodios de desertificación. Pero más que vivir, se sobrevive. Por eso, cuando ocurre alguna perturbación que le es favorable, las poblaciones la aprovechan. Puede ser un período de lluvias extraordinario. O una novedad tecnológica combinada con un pequeño milagro económico (nuevos mercados, subvenciones) que permita, súbitamente, alcanzar aguas profundas y regar el desierto. O una subida del precio del trigo que convierta en un negocio redondo los rácanos campos de secano.

De repente el sistema aparenta ser más productivo. En consecuencia aumentan las tasas de extracción y se genera un sistema económico de mayor envergadura. Este nuevo equilibrio es muy precario, inestable. Y las decisiones de los productores pueden estar más influidas por los tipos de interés que por la lluvia que cae o el estado del suelo.

La degradación del territorio es la herencia irreversible de la desertificación, y solo con grandes inversiones puede recuperarse una pequeña parte del esplendor perdido. Un ejemplo actual sería la rápida expansión del olivar que, como consecuencia de suculentos incentivos en forma de subsidios, ha transformado el monte mediterráneo andaluz de forma dramática. Los cultivos se han instalado en pendientes inverosímiles, y la obsesión productivista lleva a limpiar de matas y la más mínima brizna de hierba el suelo que separa los árboles.

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Olivares en pendientes muy elevadas poco apropiadas para la agricultura y afectados por la erosión. /Jose Alfonso Gómez Calero, IAS (CSIC)

El resultado es que las trombas de agua –algo común en el clima mediterráneo– forman arroyadas que horadan y acarcavan el terreno, dando lugar a unas tasas de erosión nunca vistas. Aunque las señales son más que evidentes, los vientos económicos siguen siendo tan favorables que no levantamos el pie del acelerador. Estamos muy cerca de destrozar amplios territorios para siempre.

 

La importancia de los matojos

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Por J. M. Valderrama*

Las tierras áridas o secas no gozan de la misma buena imagen que las zonas boscosas. Su apariencia poco exuberante y aspecto un tanto desgastado las relega a un segundo plano en el imaginario colectivo. Sin embargo, prácticamente la mitad de la superficie terrestre (dos tercios del territorio de España) son tierras áridas. Es más, estos ecosistemas tienen un papel clave en el equilibrio global de carbono, siendo reservorios de extraordinario valor.

El rasgo esencial de la zona árida es el hecho de que la precipitación anual no alcanza a cubrir las pérdidas causadas por la evaporación superficial y la transpiración de las plantas. Al permanente déficit hídrico se le suma una distribución irregular de las lluvias, dando lugar a episodios recurrentes e impredecibles de sequías y diluvios torrenciales. Las tierras secas o áridas, que se clasifican en subtipos (subhúmedo seco, semiárido, árido e hiperárido), abarcan un gran rango de ecosistemas. Desde eriales y arbustos, hasta bosques xerofíticos (como acacias al borde del Sahara), pasando por sabanas y desiertos fríos y cálidos, que albergan algunas de las formas de vida más extremas del planeta.

Sierra del Cabo de Gata

Tupida cubierta vegetal de matojos (palmitos, espartales, etc.) en la Sierra del Cabo de Gata, Almería / J.M. Valderrama.

En estos amplios territorios viven 2.000 millones de personas y pasta la mitad de la ganadería mundial. Las especies vegetales y animales que conforman estos hábitats son producto de un proceso de adaptación a la errática y escasa disponibilidad de agua. En nuestro país, una de las expresiones más características de las zonas áridas son los matorrales, plantas de pequeño porte que prosperan en estepas, altiplanos y relieves con suelos de escaso espesor y muy pobres en materia orgánica.

Este paisaje de matojos (como vulgarmente se denominan) es en muchos casos el último bastión antes de llegar a la degradación absoluta: los desiertos. Su existencia es de vital importancia para proteger al suelo de la erosión, facilitar la redistribución del agua de lluvia y aumentar las tasas de infiltración. Además tienen un papel clave en el intercambio de carbono que se produce entre el suelo y la atmósfera. En lugares con vegetación abundante, la actividad fotosintética hace que se fije más carbono del que se emite. Sin embargo, en los drylands o tierras secas este balance está al límite. Los matojos evitan que se produzca una emisión mucho mayor de carbono a la atmósfera.

En algunas regiones, como es el caso de España, el hecho se agrava debido a que gran parte de las zonas áridas coinciden con sustratos calizos, especialmente ricos en carbono. En ellos, el agua diluye los sustratos haciendo que las emisiones de carbono sean enormes.

Los matorrales son el tipo de vegetación que gasta menos agua y en muchos casos no son sustituibles. Repoblaciones con especies inadecuadas pueden alterar el equilibrio hídrico y que el monte se seque. La desaparición de manantiales naturales debido a una tasa de consumo hídrico excesiva es un claro efecto de este tipo de repoblaciones.

Cuando las actividades humanas ponen en jaque estos ecosistemas, existen serios riesgos de que se desencadenen procesos de degradación que vayan minando la productividad del territorio. A este problema, en el que se combinan adversidades climáticas y un mal uso de los recursos, se le conoce como desertificación. Conocer la ecología de estas zonas, sus formas de vida y procesos que amenazan con degradarlos son los principales intereses de la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC. Todo ello con el fin de contribuir al desarrollo de estrategias que mitiguen los procesos de desertificación activos y otras que prevengan la aparición de nuevos episodios.

Si específicamente nos fijamos en los ecosistemas mediterráneos, la importancia de que el suelo tenga matorrales es aún mayor. La razón es que en muchos de estos lugares caen entre 200 y 400 milímetros de lluvia al año. Esta es una cantidad insuficiente para tener una densa cubierta vegetal, pero lo bastante como para causar estragos. Ante este escenario la solución óptima es mantener la máxima cubierta vegetal posible, como son los matorrales, para hacer frente a la amenaza de la erosión hídrica, el mayor depredador de suelos fértiles.

*J. M. Valderrama trabaja en la Estación Experimental Zonas Áridas del CSIC y escribe en el blog Dando bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y amor a la montaña.