El misterio de los ríos que se comportan como ríos

Por Daniel Bruno* (CSIC)

Un río no es estático, no sigue siempre el mismo curso. Si pudiéramos ver el trazado de un río pintado en un mapa a lo largo de los siglos veríamos que no es una mera línea azul, sino un intrincado conjunto de líneas que se contrae, expande, y cambia su curso a lo largo del tiempo. Las lluvias provocan crecidas naturales en los ríos; especialmente en los ubicados en la cuenca mediterránea, que periódicamente reciben episodios de lluvias torrenciales. Pero esto no es un misterio. Nunca lo ha sido. Pese a su poder destructivo si no se gestionan adecuadamente, las crecidas son necesarias tanto para el propio río como para el mar que va a alimentarse de él.

Los ríos no son meros canales de agua, su dinámica natural implica la ocupación periódica de sus cauces mayores e incluso la llanura de inundación durante las crecidas. Generalmente vemos esta realidad de manera sesgada por nuestra corta perspectiva temporal de lo que es un río. Solo en los últimos siglos hemos conseguido moldear esa dinámica fluvial a nuestros intereses y necesidades. Y lo hemos hecho básicamente gracias a dos estrategias: la construcción de embalses y la canalización de los ríos.

Crecida extraordinaria del río Ebro a su paso por Zaragoza, en abril de 2018. / Daniel Bruno

La falsa domesticación de los ríos españoles y sus consecuencias

Los ríos de España se encuentran entre los más regulados del mundo, con un mayor número de presas por kilómetro de río y una gran capacidad de agua embalsada (top 5 mundial) para la precipitación que se recibe. Somos el país de Europa con mayor número de grandes presas (1.200), duplicando a Turquía, segundo del ranking, según la Agencia Europea de Medioambiente (2018). La labor de presas y embalses para almacenar agua, laminar avenidas y producir energía es inestimable. Sin embargo, interrumpen el flujo de especies, agua y sedimento con graves implicaciones ecológicas y socioeconómicas. En el río Ebro, por ejemplo, están provocando que cada vez llegue menos sedimento al delta, lo que agrava su hundimiento, y afecta así a la pesca en el Mediterráneo, la formación de playas o la producción de arroz. Un impacto menos evidente de las presas es la interrupción del ciclo del fósforo. Con los grandes embalses impedimos que especies anádromas (aquellas que viven en el mar, pero durante su vida remontan los ríos para reproducirse y morir) migren aguas arriba transportando desde el mar al interior un elemento clave para la agricultura: el fósforo. Otro impacto social que pasa a veces desapercibido es la inundación de pueblos y de las tierras más fértiles para cultivos como consecuencia de la construcción de presas.

Una estrategia que se ha desarrollado en paralelo a la construcción de presas y embalses es la canalización y construcción de defensas laterales. Esto ha supuesto un estrangulamiento de los ríos y la degradación de las riberas fluviales con numerosos daños económicos en las zonas bajas. El levantamiento de defensas cada vez más altas, junto a los dragados y la eliminación de vegetación (mal llamada limpieza de cauces) son estrategias que solo aumentan el potencial efecto devastador aguas abajo al aumentar el poder erosivo del agua que discurre por el cauce. Con ello, se crea una falsa sensación de seguridad que nos lleva a construir cada vez más cerca del río.

En un contexto de cambio climático en el que las lluvias serán más irregulares y destructivas, siempre habrá un punto débil a lo largo del recorrido del río donde los daños sean máximos. Además, hay que tener en cuenta que la defensa hace de efecto barrera en las dos direcciones: si la avenida consigue superar la altura de la defensa o sube el nivel freático a la superficie (cuando hay crecidas el río también puede inundar “por debajo”, por filtración, como consecuencia de la subida del nivel freático), el agua tardará más en evacuarse de la zona anegada, con los correspondientes perjuicios económicos para estas tierras. Por tanto, las defensas fijas se deberían reservar exclusivamente para áreas urbanas en las que no hay posibilidad de alejar las edificaciones y darle espacio al río. Afortunadamente, la ciencia, la política y la gestión ambiental han identificado medidas más eficaces en las últimas décadas y nos encontramos inmersos en un cambio de paradigma potenciado por la Directiva Europea de Inundaciones (2007/60/CE) y su transposición al ordenamiento español (RD 903/2010). Este cambio está centrado en la gestión del territorio a escala de cuenca hidrológica para mitigar inundaciones.

Hay que empezar a interiorizar que las inundaciones tienen su origen en una mala gestión del territorio, en una mala planificación a nivel de cuenca hidrológica, especialmente en todo el territorio que queda aguas arriba del lugar donde estas se producen. En este sentido, se expone a la población a un riesgo que es, en la mayoría de los casos, evitable con una correcta gestión. Y existen herramientas tanto para mejorar esta gestión, como para que la población tenga información precisa y fiable de las zonas susceptibles de inundarse durante las crecidas y episodios de lluvias fuertes. El conocimiento nos permite tomar decisiones informadas. Por ejemplo, si fuera a comprarme una casa, consultaría con detalle si una vivienda se encuentra en una zona de alto riesgo de inundación, es decir con una probabilidad de inundación alta, cada 10 años de media.

Crecida del río Gállego a su paso por Zaragoza, en abril de 2018 / Daniel Bruno

De luchar contra el río a colaborar con él

El daño que genera una riada no depende solo de su magnitud sino de la exposición de la población a la misma. El nuevo paradigma en la gestión de ríos establece que la cuestión no es si un río mediterráneo se desborda o no, es decir, que se expanda más allá de su cauce habitual, sino dónde y cuándo lo hace para maximizar los beneficios y minimizar los daños. Esto implica primar la protección de núcleos urbanos a cambio de facilitar que el río ocupe esporádicamente su lugar en zonas no pobladas, como son zonas naturales y campos. Cuando dejamos espacio al río (alejando las defensas o haciéndolas permeables) o permitimos que se desborde de forma controlada (es decir, planificando a nivel de cuenca los lugares más óptimos) estamos disminuyendo la velocidad del agua y su destrucción aguas abajo. Además, al mismo tiempo, permitimos que multitud de funciones y servicios de los ecosistemas tengan lugar en nuestro propio beneficio.

Es comprensible que la medida pueda suscitar polémica en el sector agrícola que puede perder puntualmente sus cosechas, pero no hay que perder de vista que las avenidas son un proceso histórico y a la larga beneficioso para el río, para las riberas e incluso para los propios campos de cultivo, si sabemos gestionarlas adecuadamente. Por ejemplo, la resistencia a la inundación puede variar de unas pocas horas a semanas, dependiendo de la especie que se plante. No es casualidad que las vegas fluviales sean los terrenos más fértiles para la agricultura, dado que las crecidas e inundaciones aportan limos y nutrientes esenciales a las tierras bajas, y más en un futuro próximo donde los fertilizantes químicos o de síntesis podrían escasear. Además, unas riberas bien conservadas producen innumerables beneficios, como la mejora de la calidad del agua, la fijación de suelo o la disminución de la erosión, y actúan a su vez como corredor ecológico para numerosas especies de animales y plantas.

Por último, en los próximos años, la frecuencia e intensidad de los fenómenos extremos como las avenidas y las sequías aumentará, por lo que deberíamos pasar de una visión de dominancia sobre la naturaleza a una de convivencia, adaptación e integración de la dinámica fluvial en la planificación territorial. Solo si la ciencia, la naturaleza, la sociedad, la política y la gestión van de la mano aplicando el conocimiento científico en la toma de decisiones y en las medidas a implementar sobre el terreno tendremos la oportunidad de minimizar los daños y maximizar los beneficios de fenómenos naturales cada vez más extremos. Lo contrario traerá más sufrimiento del necesario para hacer frente al enorme reto que supone el cambio climático en curso.

 

*Daniel Bruno es investigador del CSIC en el Instituto Pirenaico de Ecología (IPE).

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