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Un adiós demasiado veloz para Alain Resnais

Se me ocurren algunas razones para explicar la sordina o el desinterés con que fue tratada por los medios la reciente muerte, a los 91 años, de Alain Resnais, uno de últimos cineastas a los que podías llamar artista sin caer el disparate o la incongruencia fanática: era dispar en el sentido formulado por Eisntein («es extraño: ser conocido universalmente y al mismo tiempo sentirse solo»), hacía películas atonales que nada tienen que ver con el furioso ruido que manda en el cine de las últimas décadas, introducía esquemas literarios que tampoco se llevan (capa sobre capa: la muerte, el sexo y la afasia obligada por la ineptitud del lenguaje como forma de comunicación) y estaba convencido de que el presente y el pasado coexisten y, por tanto, es absurda la noción de flashback. Era, en suma, un cineasta de películas difíciles. «Sé que son complicadas, pero no lo hago a propósito, me salen así», decía con humor.

Los obituarios del fallecimiento fueron, por resumir el desatino en un sólo adjetivo, escuetos. Incluso en medios de referencia como The Guardian y The New York Times abundaba el lugar común: el incorformismo, la ruptura de convenciones, la influencia de Resnais sobre los jóvenes de la nouvelle vague…, dejando el análisis reducido a la enumeración de los muchos premios que cosechó el fallecido. El siempre indecoroso teletipo de la agencia EFE, dado que el muerto formaba parte de la tribu de los raros, se sacudía el bulto hablando de una carrera «abrumadora», es decir, vamos a dejarlo así que el abuelo era demasiado complejo para la media de nuestros subscriptores —exagero, la razón última es: hace años que despedimos a los redactores expertos en cine, música y literatura, pero cubrimos cualquier expediente con una nota de microempleado—.

El veloz adiós al autor de Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad (1961), Muriel (1963), Te amo, te amo (1968), Providence (1977) y otras varias docenas de películas que podrían ser contempladas como una placa de rayos equis que diagnosticaba la maldad y la deseperada tristeza del siglo XX es más chocante en España, país adorado por el cineasta y por cuya tragedia histórica se sentía conmovido. En 1966 firmó, con guión de Jorge Semprún, La guerra ha terminado, uno de sus escasos films lineales, sobre la peripecia de Diego (Yves Montand), un dirigente del Partido Comunista de España encargado de una misión clandestina en el Madrid franquista, y en 1950 había codirigió, el cortometraje Guernica, una fúnebre alegoría sobre el bombardeo a la población vasca montada con imágenes especulares del cuadro de Picasso y del ataque de los aviones de la Legión Cóndor nazi sobre la población civil.

Quizá el fondo interrogativo de los grandes largometrajes-acertijo de Resnais y la belleza que deja sin aliento de cada uno de los planos que componía —como los tres que abren esta entrada, todos de El año pasado en Marienbad, la obra maestra sobre la irracionalidad inútil de los códigos sociales—, hayan relegado los cortos que dirigió desde que era un joven antinazi en el París ocupado —con gran valentía se jugó la vida escondiendo al periodista judío Frédéric de Towarnicki, que más tarde sería guionista de alguna de las películas del cineasta—.

El más hermoso —la condición del más descarnado es para Noche y niebla (1955), un documental crudísimo sobre los campos de concentración— es, en mi opinión, Toute la mémoire du monde (1956), que el canal de YouTube de Criterion acaba de colgar, en una versión restaurada, en memoria de Resnais. El corto, un viaje a las entrañas de la Bibliothèque Nationale francesa, es el poema visual más emotivo de Resnais y un canto a la libertad extrema de las bibliotecas, uno de los pocos terrenos donde la utopía sigue siendo posible.

Ánxel Grove