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¿Cómo es posible que Oriol Maspons haya muerto sin ganar el Premio Nacional de Fotografía?

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

«Los fotógrafos de entonces nos colgamos de la oreja de la cultura y nos fue muy bien». El enunciado, que Oriol Maspons pronunció en 2008 durante la inaguración de una de sus últimas exposiciones, tiene sabor a paradoja.

El mejor fotógrafo español del siglo XX, murió hace unos días, a los 84 años, sin que su obra y docencia vital hayan sido reconocidas por quienes se dicen administradores de la cultura y deben ser, por exigencias del cargo público que ocupan, responsables de reconocer a quienes han entregado su vida al arte, es decir, a los demás ciudadanos.

Desde 1994 el Ministerio de Cultura otorga cada año el Premio Nacional de Fotografía —desgajado del Premio Nacional de Artes Plásticas para conceder a las fotos, tardía pero justamente, categoría artística—. El premio, dotado con 30.000 euros, es una forma, dice el ministerio, de «reconocimiento de la sociedad a las personas como recompensa a la meritoria labor de los galardonados, que con su creación artística contribuyen al enriquecimiento del patrimonio cultural de España«.

Maspóns dejó el mundo sin que su nombre figure en una lista de premiados poblada de medianías y arribistas. Es un contrasentido y duele saber que el viejo maestro, como comentó ayer su hijo Álex en el funeral en Barcelona, se haya largado anhelando el reconocimiento de la máxima institución cultural del país.

La muerte de Maspons es también el final de un modo de vida y un estilo, no tanto fotográfico como espiritual. Escasamente competitivo («ganaba lo suficiente y no ahorraba nada»), bastante hippie y canalla («me metí en esto para ligar»), alejado de toda ínfula —cuando le preguntaban qué «proyecto» era su favorito decía que «eso de los proyectos sólo se aplica a los arquitectos»— y carente de prejuicios («no he visto nunca nada como una chica negra montada a caballo: hace poco intenté hacer la foto pero me cobraban 300.000 pelas y no encontré espónsor»), fue lo suficientemente valiente como para dejar un empleo como agente de seguros y establecerse como fotógrafo en Barcelona en el durísimo tiempo de carbón de 1956.

Desde entonces fue el gran ojo público de una España sometida pero contradictoria donde los poblados gitanos de Granada se yuxtaponían con la vida loca de la Barcelona afiebrada de la izquierda divina y las siluetas del yugo y las flechas sembradas por los caminos quedaban licuadas por la llegada del turismo y sus luminosas novedades.

Maspons hizo retratos de estudio que todavía parecen tomados ayer; reportajes neorrealistas; cubiertas de libros; fotos documentales en la edad de oro, con frecuencia menospreciada —todavía se lleva mal el maridaje de la carne con el periodismo—, de la revista Interviú del postfranquismo, y fusiló con intención inteligente y socarrona a las «chicas pijas» de los sesenta —los títulos son una bofetada a la insoportable corrección contemporánea: Ex pijas venidas a menos, Pollita refrescándose, Cachas mocetona normanda desayunando, Experta maniquí francesa haciendo el gato en un tejado...—.

Para quienes necesiten de apuntes curriculares conviene anotar que fue el primer fotógrafo español al que compró obras, en 1958, el MoMA de Nueva York.

En un encuentro digital en 2006 con los lectores del diario El País, alguien pidió consejo a Maspons sobre la posibilidad de estudiar fotografía en un momento en el empezaban a  pintar bastos. «Yo también me decepcionaría un poco con la foto tal y como está», respondió. «Han desaparecido las grandes revistas y las portadas de novelas y libros… Con Internet, los directores de arte prefieren robar las fotografías. La fotografía ha pasado un poco de moda, igual que los fotógrafos. Los nuevos, tendrán que abrir camino, porque ha desaparecido el hábitat en el que nos movíamos, igual que hay animales, como la rana, que desaparecen por que no encuentran donde croar… Nosotros tampoco sabemos donde croar».

Que este docente de la mirada que repartió dignidad, ganas de broma y, sobre todo, maravillosas imágenes —buenas fotos, esa es la simple ecuación— durante más de medio siglo haya muerto sin ser reconocido por el Ministerio de Cultura, por cuya gestión han pasado con similar ceguera seudo socialistas y seudo demócratas, define bien a las claras dónde está el límite entre la política y la vida.

Pese a que contradigo el anhelo de un muerto, prefiero a Maspons no consagrado por esas peligrosas bendiciones. La cultura que se colgó de la oreja, la que predicaba la libertad y el goce de la vida, es demasiado peligrosa para el Premio Nacional de Fotografía.

Ánxel Grove