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Un mansonita tocando en la cárcel música para el diablo


El hombre que toca la guitarra de doble mástil y viste una camiseta con la palabra Freedom (Libertad) en el pecho es Bobby Beausoleil (1946). La grabación, de 1978, pertenece a un concierto-ensayo en la cárcel de Tracy, donde el músico estaba encerrado cumpliendo una cadena perpétua por asesinato —en principio fue sentenciado a muerte, pero el estado de California abolió la pena capital—.

Le condenaron por matar a cuchilladas y friamente a un hombre en julio de 1969. Obedecía órdenes de Charles Manson y el crimen fue el primero de la Familia, el culto de asesinos hippies que menos de dos semanas después cometió la matanza de la actriz Sharon Tate y cuatro personas más.

Beausoleil acuchilló a la víctima, el profesor de música Gary Hinman, como venganza porque este había vendido a Manson mescalina de mala calidad. Mientras cometía el crimen, dijo a Hinman:

— Eres un cerdo y debías estar agradecido porque te saque de este mundo.

Luego escribió en una pared, con sangre del cadáver, una frase siniestra: «Cerdos políticos».

El vídeo del concierto, publicado hace pocos días en el canal de YouTube de Beausoleil, es la primera oportunidad de ver la interpretación en directo de la banda sonora de Scorpio Rising, una suite compuesta por Beausoleil como banda sonoora para la película del mismo título dirigida por Kenneth Anger, chico malo y diabólico del underground de Hollywood en la época. En el trabajo, que el músico culminó en la cárcel, sustituyó a Jimmy Page, líder de Led Zeppelin, que flirteaba entonces con el satanismo pero se asustó y decidió optar por alejarse de tanto lunático.

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Hace 50 años un grupo pop inventó el ‘heavy’ y el ‘punk’

Primere edición del 'single' con "You Really Got Me", agosto de 1964 (Pyle Records)

Primera edición del ‘single’ con «You Really Got Me», agosto de 1964 (Pye Records)

El heavy metal —ese veterano y celebrado género del rock basado en las guitarras fuertes y distorsionadas, el ritmo enfático y el bajo y la batería añadiendo tormentosa densidad— y el punk —música exprimida de todo adorno para alcanzar la crudeza más básica— nacieron hace medio siglo en Londres, en el verano de 1964.

El par de estilos, que han labrado por su cuenta caminos propios y capturado por su fiereza a fanáticos de toda edad y procedencia geográfica, deben la esencia de su aspereza a una canción grabada en 1964 en Londres por un grupo de pop rock: You Really Got Me, el tercer single de The Kinks.

Dave Davies con la guitarra que tocó en "You Really Got Me"y el modelo el amplificador que utilizó. Abajo, el 'riff' de guitarra de la canción

Dave Davies con la guitarra que tocó en «You Really Got Me»y el modelo el amplificador que utilizó. Abajo, el ‘riff’ de guitarra de la canción

El riff de guitarra que puntúa como un martillo la canción estaba basado en una aberración armónica —las notas fa y sol repetidas como en una antimelodía— y había sido una ocurrencia instintiva de Ray Davies, el líder del grupo, transformada luego por su hermano Dave, el guitarrista, mediante el uso de power chords (quintas vacías).

Pero el riff aunó algún otro milagro. Dave, que tenía 17 años, estaba cansado del sonido demasiado limpio del amplificador barato que utilizaba, un Elpico transportable, y rajó con una navaja barbera la membrana del aparato. Tocada con una guitarra Harmony Meteor, un instrumento originalmente pensado para el jazz, la combinación de notas emergió entonces del amplificador roto con una distorsión extrema.

Es necesario fijar el momento para entender la conmoción. En 1964 el pop inglés adoraba el sonido celestial de los Beatles —armonía pura y desbravadas y dulces versiones de los pioneros del rock and roll estadounidense—. A partir de You Really Got Me, los compañeros de generación de la beatlemanía —The Who, The Yardbirds, Them…— entendieron que el ruido y el arrebato podía mostrar mejor que el yeah-yeah-yeah la angustia y la desesperación generacionales.

En el riff de la canción precursora de la rudeza heavy y la tosquedad punk se han encontrado referencias variopintas. Los hermanos Davies han citado la influencia de The Train and the River (1957), del pionero de la improvisación jazística Jimmy Giuffre; de Louie Louie (1963), el éxito de culto garajero de los Kingsmen; de Tequila, de los Champs (1958), y de los lamentos por la falta de sexo o la actitud reacia de la mujer amada de los bluesmen Leadbelly y Big Bill Broonzy —después de todo, You Really Got Me es un plañido similar al de los blues: Me tienes tan pillado que no sé hacia dónde voy, dice la letra—.

Contrariamente a la vieja creencia de que en la canción tocó Jimmy Page —uno de los mercenarios de estudio más activos del momento y futuro fundador de Led Zeppelin, acaso el primer grupo plenamente heavy—, el guitarrista no intervino en la sesión, según ha confirmado el productor Shel Talmy, convencido desde el primer momento en que la canción sería histórica: «Tan pronto escuché el riff, supe que el tema era un hit«.

The Kinks, 1965

The Kinks, 1965

You Really Got Me fue la salvación para el cuarteto, que con sus dos primeros singles —una versión demasiado beatle de la clásica de Little Richard Long Tall Sally y You Still Want Me, un soso medio tiempo— no había llamado la atención de casi nadie. Los hermanos Davies, que seguían viviendo en la casa paterna, empezaban a sentirse desilusionados e incapaces.

Los Kinks hicieron cinco tomas de la pieza. El productor grabó la pista de guitarra en dos canales, uno con distorsión y otro sin ella. El tema, versionado centenares de veces desde entonces, fue número uno en el Reino Unido y, aunque el grupo exploró aguas menos tórridas en los siguientes años —fueron cronistas sociales y valientes investigadores de la psicodelia desde la tradición british—, You Really Got Me se convirtió en una canción inapelable.

No pensaban lo mismo los ejecutivos de la discográfica Pye Records, que definieron la guitarra mitológica de Dave Davies como «un ladrido de perro» y estuvieron a punto de esconder You Really Got Me en la cara B del single.

Gracias al cielo no lo hicieron, Ray Davies se convenció de que era un gran compositor y los Kinks nos regalaron en sucesión: All Day and All of the Night, Set Me Free, Tired of Waiting for You, A Well Respected Man, Dedicated Follower of Fashion, Sunny Afternoon, Waterloo Sunset

Escuchadas una tras otra parecen producto de un milagro.

Ánxel Grove

Ronnie Lane, de ‘face’ a gitano

Ronnie-Lane (1946-1997)

Ronnie-Lane (1946-1997)

Entre 1965 y 1963, es decir, cuando la música era el gran demiurgo y las canciones, comunión que nos embriagaba con sueños que, como toda locura, eran por definición, ingenuos, Ronnie Lane fue uno de los elegidos para guiarnos con la antorcha.

De barrio obrero —nunca perdió el acento espeso y la mirada de candela de los pilluelos de callejón— e hijo de un camionero, ingresó en la aristocracia del pop británico a los 19 años, cuando cofundó los Small Faces (de cuyo tema-símbolo de 1967 Itchycoo Park escribió la letra). Aparecían semana sí y semana también en las cubiertas de las revistas pop, vestían mejor que nadie sin disfrazarse de aprendices de Buda y competían en brío, actitud y belleza con los Beatles y los Kinks —escuchen esta toma en directo de Tin Soldier y vuelen.

Al terminar la aventura, Lane acabó montando The Faces, donde compartió tablas con Rod Stewart, a quien el futuro depararía muchos matrimonios fallidos y una vejez innoble, y Ron Wood, un borrachín impenitente al que aguardaba un devenir aún más sombrío como comparsa de la empresa geriatrica más rentable de la historia, los Rolling Stones. The Faces fue la banda más abrasiva del Reino Unido durante los primeros años setenta: los únicos blancos que, gracias acaso a la infinita cantidad de cerveza y scotch que consumían, podían sonar como gente de piel negra. El contrabajo de Lane demolía las paredes.

Lane compuso la letra y la música de algunas de las mejores canciones del grupo —la fogosa Richmond (1971), las conmovedoras Stone (1971) y Debris (1972) y la irónica Oh La La (1973)— pero Stewart, que estaba empezando a olisquear las posibildades económicas de que los rubios lo pasan mejor, le robó Mandolin Wind, que usó en su primer disco como solista, grabado como proyecto paralelo al grupo. Lane no quiso litigar con su excolega pero decidió dejar la banda. La importancia que jugaba en el equilibrio interno de la pandilla quedó demostrada cuando, a la semana, The Faces hacían pública la disolución.

Con la liquidación de las regalías, que fueron cuantiosas porque The Faces habían conquistado el mercado de los EE UU con giras en grandes estadios tocando electro-alcohol de incendiaria intensidad y contagiosa alegría, Lane acometió una vuelta de tuerca tan ruinosa como bella: compró una granja en una zona rural y alejada de Gales, se estableció como campesino con su segunda esposa y los hijos de ella y gastó 250.000 libras esterlinas de 1972 —que ahora equivaldrían a dos millones, unos 2,4 millones de euros— en construir un estudio móvil de grabación en un trailer Airstream que importó de los EE UU. Fue el mejor de su tiempo y en él se grabarían discos como Quadrophenia (The Who, 1973), el debut homónimo de Bad Company (1974) y Physical Grafitti (Led Zeppelin, 1975).

"Ronnie Lane & Slim Chance" (1975)

«Ronnie Lane & Slim Chance» (1975)

Convencido de que el rock se había complicado en exceso y era necesario un regreso al camino, Lane montó un circo ambulante con carpas, animadores, bailarinas, «los peores payasos del mundo» y, como broche final, la actuación de su nueva banda, Slim Chance, un grupo abierto por el que pasaron, entre otros, el futuro dúo escocés Gallagher & Lyle. Se lanzaron a recorrer Gran Bretaña en caravanas y autobuses, al estilo de los gitanos nómadas. No había agenda establecida ni conciertos programados: tocaban donde les sorprendía el atardecer o dónde les dejaban, casi siempre sin permisos legales, cobrando muy poco o nada por las entradas y robando ilegalmente la energía eléctrica de los transformadores.

La gira gitana fue un desastre (denuncias, peleas, cortes de luz, actuaciones supendidas por aguaceros…) que dejó a Lane en la ruina, pero la música —con acentos folklóricos de Escocia e Irlanda, espíritu de vodevil y chispeantes versiones zíngaras de clásicos del rock  (la de You Never Can’t Tell fue definida por el maestro Chuck Berry como la mejor que había escuchado)— desprendía la vigorizante frescura de una empresa utópica y valiente.

El mejor de los discos de la época es Ronnie Lane & Slim Chance, grabado con sus compañeros nómadas. Fue el contrapeso perfecto, en 1975, para los excesos ególatras de los dinosaurios aburridísimos que habían convertido el rock en música para fumar porros (Pink Floyd) o hacer el ganso (Queen). Se trata de un álbum transparente, emocional y desnudo, una especie de celebración del puro goce de la música del que sólo encuentro un referente previo, Music from Big Pink (The Band, 1968), otro disparo de gracia, esta vez contra los excesos de la psicodelia hippie.

En 1977 al superestrella convertido en gitano le diagnosticaron esclerosis múltiple —aunque la dolencia no es, que se sepa, hereditaria, su madre y su único hermano la padecieron también—. Lane no se arredró. Recibió la ayuda de viejos colegas (grabó discos con Pete Townshend y Eric Clapton) y se fue a vivir a Austin (Texas-EE UU). Cuando la salud y las complicaciones requirieron atenciones médicas que no podía pagar, Jimmy Page, Rod Stewart y Ron Wood se hicieron cargo de todos los recibos. El cuatro de junio de 1997, Lane murió a los 51 años tras una neumonía que se complicó por la esclerosis.

Acaban de editar  Ooh La La: An Island Harvest, un doble álbum que recopila parte de la música de Ronnie Lane en los años setenta. Es una buena oportunidad para recordar, como hizo en 2000 Paul Weller con el tema He’s the Keeper, al chico con mirada de candela. La primera línea de la letra de la canción-homenaje es la biografía más exacta de Lane: Él es el guardian de la antorcha.

Ánxel Grove

El tuareg Bombino firma el mejor disco en lo que va de 2013

"Nomad" - Bambino

«Nomad» – Bambino

El mejor disco editado en lo que va de 2013 es, en mi opinión, Nomad, del músico tuareg Bombino.

No era ningún secreto la potencia lírica y la valentía de estilos del compositor, guitarrista y cantante de Agadez (Níger), que toca con valentía y ardor roquistas, sin miedo a los planeos psicodélicos y las aventuras, pero también es capaz de sondear en la melancolía de su pueblo, un colectivo de 1,2 millones de personas condenadas a sufrir la imposición de fronteras e intereses sobre la patria sin divisiones reales del desierto del norte y el centro de África.

Estamos ante una persona que habla —en idioma tasmasheq, una de las lenguas tuareg— en nombre de muchas y con conocimiento de causa: Bombino ha vivido en el exilio durante años por su condición racial y dos de sus músicos fueron fusilados por los militares nigerianos durante la última de las rebeliones tuareg, cuando la posesión de guitarras eléctricas fue decretada como delito castigado con la pena de muerte por la vinculación de los instrumentos con las demandas de voz y libertad de los hombres del desierto.

Bombino

Bombino

Nacido en 1980 en un campamento tuareg, Bombino asomó al mundo en 2007 cuando el cineasta Hisham Mayet grabó una de sus actuaciones durante los festejos de una boda taureg. El documental subsiguiente, Agadez the Music and the Rebellion, muestra el poder de un músico de una intuición sobrecogedora, condensador de muchos estilos y, al mismo tiempo, hijo de ninguno.

Técnicamente impecable, en su forma de tocar la guitarra hay ecos de sus ídolos Jimi Hendrix y Jimmy Page, de los que no paraba de ver videoclips cuando era niño y vivía en el exilio de Argelia y Libia. Pero, al contrario que estos guitarristas distorsionados, no estamos ante un estilista de turbulencias: la guitarra de Bombino es seca, sin efectos, como él, una hija del desierto.

Mientras el otro gran colectrivo de la música tuareg, Tinariwen, parece haber entrado en un declive creativo, Bombino da la impresión de tener un futuro inmenso por delante.

Nomad, editado por la discográfica independiente estadounidense Nonesuch, está producido por el hiperactivo guitarrista de los Black Keys, Dan Auerbach —que el año pasado también apadrinó uno de los mejores discos de la temporada, Locked Down, de Dr. John—. Es un disco abrasador que deja en evidencia la inmensa tontería de buena parte de la música europea y estadounidense.

Dejo abajo el primer videoclip del álbum, la afiebrada y festiva Azamane Tiliade y una grabación desenchufada e improvisada de Bombino. Ambas componen las dos facetas de este músico pasmoso, eléctrico y sin complejos, poético y puro.

Ánxel Grove

¿Dónde estabas cuando te sacudió por primera vez Led Zeppelin?

Por razones como ésta nos gustaba el rock: peligroso, vulgar, explosivo, con el pecho al aire y las caderas revueltas. Mostrenco pero con ropa de terciopelo. Bruto pero con un aire de sexy prerrafaelismo.

La más justa forma de reconocer qué música debemos salvar del paredón es la memoria, volver al lugar del crimen primario, al desolladero donde te arrancaron la piel. Cuando quiero saber qué soundtrack es el indicado —porque, lo confieso, he olvidado: mucho y sin más motivo que mi propio desgaste— me limito al intento de recordar. Conviene hacerse al menos una vez al día la pregunta ¿dónde estaba yo cuando…?.

Primera foto de promoción para Atlatic Records, 1968 (Foto: Dick Barnatt)

Primera foto de promoción para Atlatic Records, 1968 (Foto: Dick Barnatt)

Dónde: el santuario de mi cuarto, sagrado y algo necio como todas las habitaciones de todos los quinceañeros de Occidente. Cuándo: algún día de enero de 1969. Qué: el disco de vinilo contenido en una carpeta que mostraba, con el grano tipográfico roto tras una ampliación extrema, al Hindenburg, orgullo nazi, ardiendo en el cielo estadounidense —yo tenía una vaga evocación visual del desastre del zepelín, pero casi nada sabía de la cronología nazi ni del lugar del desastre—.

El ejercicio del recuerdo es cumplidor para las patadas feroces. Todo cambió el día en que escuché, pasmado, el primer disco de Led Zeppelin: supe que la violencia también era una forma de amor.

Desde hace unos pocos días está en los mercados. Tiene las etiquetas magnéticas de PVP bien lustrosas en todas las piezas de ese paquete comercial que llaman multiplaforma —un feo término con ínfulas técnicas para decir: te voy a cobrar varias veces por el mismo caramelo—. Celebration Day, el concierto de reencuentro de Led Zeppelin en Londres, en diciembre de 2007. Como la jugada salió bien, las cuentas corrientes echaron chispas y las críticas fueron complacientes —pese a la postproducción de efectos en vivo durante el show—, ahora anuncian la reedición limpia —eso que llaman remastered no es más que un filtrado y algunas triquiñuelas de edición— de todos los discos del grupo con «sustanciales» rarezas, otra palabra tramposa: dicen rareza y quieren decir carnada. También acude al festín consumista un nuevo libro autorizado: Get the Led Out: How Led Zeppelin Became the Biggest Band in the World.

Aunque no me importa Celebration Day ni seré cliente de las reediciones porque todo lo que necesito de Led Zeppelin lo llevo conmigo desde aquel día de 1969, cuando yo tenía 15 años y ellos me rompieron la cabeza a cadenazos, aprovecho el tsunami para presentar un decálogo personal sobre uno de los escasos grupos de los que se puede decir que construyeron un golem: nadie suena como Led Zeppelin, los reconoces en medio de una tormenta, en el umbral del ruido y en el maldito infierno de la indecencia cotidiana.

Led Zeppelin en concierto, 1973

Led Zeppelin en concierto, 1973

1. La máquina. Eslabón entre el heavy metal y el rock de estadio; atrevidos, valientes, caóticos y honestos; mucho mejores como suma de sus partes que como músicos individuales; creadores de un corpus que nadie pudo ni podrá imitar; dueños de la patente del trueno; esenciales y paradójicos; simplones y de cultura básica; pesimos letristas; plagiadores sin recato y sin descanso… Pero no hay otros que se les acerquen: Led Zeppelin, una historia de doce años de los cuales sólo la mitad (1968-1975), seis, basta para justificarlos. Ningún otro grupo detonó con una cinética tan rápida, intensa y calórica los valores del rock para mezclarlos con los latidos del blues (básico), el hard rock (pélvico) y el folk acústico británico (sentimental) y añadirle un cierto grado de dramatismo y ópera. Donde los Beatles ofrecían mansedumbre, ellos eran lobos. Donde los Rolling Stones posaban con orgullo de alta costura, ellos eran simple adrenalina. Led Zeppelin: nadie necesitó nunca otra deflagración para reventar.

Jimmy Page, 1970 (Foto: Jorgen Allen)

Jimmy Page, 1970 (Foto: Jorgen Allen)

2. El líder. Jimmy Page (1944), hijo de la clase media, niño prodigio —primera guitarra, a los 12 años; primeros grupos y actuaciones, a los 14; primeras grabaciones, a los 17— y mercenario mal pagado y sin derecho a crédito en los discos donde otros no eran capaces de tocar bien: se ha llegado a calcular que entre 1963 y 1965 su guitarra se escucha en entre el 50 y el 90% de todas las canciones pop y rock grabadas en Londres. Tres ejemplos: el primer single de los Who, I Can’t Explain; Heart of Stone, de los Rolling Stones, y Baby Please Don’t Go, de Them, el grupo de Van Morrison… Page se descolgó de la espiral del anonimato del estudio con The Yardbirds, un tremendo grupo de rock duro, que publicó grandes canciones, fue ninguneado sin compasión,  sirvió como cuna natal de guitarristas de fuste (además de Page, Jeff Beck y Eric Clapton) y apareció en una inolvidable escena de la película Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966). Desde que montó Led Zeppelin (1968), el grupo fue su maquinaria personal. Compone, produce, arregla y dicta. Gran virtuoso y también débil e inseguro, la fama universal de la banda le llevó a los paraísos analgésicos de la heroína, de la que estuvo muy colgado a finales de los años setenta. También desarrolló por la misma época una fijación neurótica con el seudosatanismo del cantamañanas Aleister Crowley. Ahora Page es un millonario y condecorado caballero británico y, sin duda, aparece en los libros como uno de los mejores guitarristas de rock de todos los tiempos. Sus colegas no dejan de lanzarle flores, pero ya no es quien era: suena académico.


Robert Plant, 1971 (Foto: Fin Costello)

Robert Plant, 1971 (Foto: Fin Costello)

3. Cuerpo y cuerdas vocales. Robert Plant (1948). Procedía de una familia solvente —padre ingeniero— e iba para contable, pero a los 16 años se largó de casa por culpa de la música. Cantó en grupos oscuros que no dejaron demasiada huella y acabó haciendo baladas bluesy y sicodélicas en Band of Joy, donde tocaba la batería un tal John Bonham. Cuando se enteró de que Page buscaba vocalista para un nuevo proyecto —y le había fallado la primera opción, el carnoso Terry Reid, que no lo vió claro y decidió seguir como solista—, Plant se ofreció para una prueba y apasionó al líder con sus voz de amplio registro. En directo fue uno de los más carismáticos dioses del rock: pecho al aire, melena salvaje, manos locas y gesticulación corporal frenética. No comenzó a escribir letras para el grupo hasta el tercer disco, Led Zeppelin III (1970). Estuvo a punto de matarse en un accidente de coche en Grecia en 1975 y dos años después murió su primer hijo (5) de una infección estomacal vírica. Plant se dedica ahora a proyectos musicales situados en las antípodas del rock duro, entre ellos una colaboración que ha dado muy buenos resultados comerciales con la cantante country Alison Kraus. Es vicepresidente del equipo de futbol de la segunda división inglesa Wolverhampton Wanderers.

John Paul Jones, 1971

John Paul Jones, 1971

4. El ritmo. John Paul Jones (1946). Su nombre de registro civil es John Paul Baldwin, pero adoptó el artístico de John Paul Jones en homenaje a una película sobre un héroe de la marina. El menos visible pero quizá el más importante para explicar la furiosa pegada rítmica de Led Zeppelin. Extraordinario intérprete de bajo eléctrico —uno de los mejores de la historia—, es hijo de un arreglista de big bands con cierto nombre y aprendió solfeo y piano a los seis años. Como Page, se curtió en la fertil escena pop londinense de los años sesenta como músico de sesión, aplicando sus amplísimas capacidades para firmar hasta 60 arreglos orquestales cada semana. Son suyos, por ejemplo, los de She’s a Rainbow, de los Rolling Stones, y Hurdy Gurdy Man, de Donovan. En la sesión de grabación de esta canción coincidió con Page y hablaron de tocar juntos. A las dos semanas estaban ensayando con los embrionarios Led Zeppelin, que en principio se iban a llamar, con escasa imaginación, The New Yardbirds. Algunas de las líneas de bajo que aportó al grupo son inolvidables por su poder (The Lemon Song) o por su imaginativa estructura (Ramble On). Aunque era tan fullero y dado a los excesos de drogas, alcohol y sexo como sus compañeros, siempre se dejó llevar por el sano instinto de no llamar la atención y mantenerse en un segundo plano. Tras la ruptura del grupo nunca le faltó trabajo y su educación musical le ha llevado a colaborar con artistas de tan variado registro como Brian Eno o REM, para quienes firmó los arreglos del álbum Automatic for the People (1992). En 2009 participó en el supergrupo Them Crooked Vultures. Es un tipo feliz y cada día, al contrario que Jimmy Page, toca mejor.

Bonzo

Bonzo

5. La furia. John Bonham (1948-1980). Un metrónomo con forma humana y el poder de un huracán. Uno de los mejores bateristas que ha pisado el mundo. Bonham, Bonzo o La Bestia, tocaba con pasión los tambores desde que era un niño de seis años. Terminó sin ganas el insituto («podrá convertirse en un millonario o un mendigo«, predijo un profesor en una evaluación), fue aprendiz de carpintero, tocó en grupos de segunda y aterrizó en Led Zeppelin, por recomendación de Plant, para dejar en evidencia a todos sus compañeros de generación. Dotado de una fuerza muscular atroz —tocaba siempre con las baquetas más grandes y pesadas, a veces con un par en cada mano y les llamaba «los árboles»— y admirador del ritmo sincopado de la música soul (James Brown era su ídolo), marcó el sonido de Led Zeppelin con sus poderosos arreglos. Ávido coleccionista de coches de época y motos, también era un bebedor compulsivo. El 24 de septiembre de 1980, antes durante y después de un ensayo, bebió dos litros de vodka. Esa noche murió ahogado en su vómito y fue encontrado en su cuarto por John Paul Jones. Tenía 32 años.

Jones, Plant y Page, campestres

Jones, Plant y Page, campestres

6. El mejor disco. Led Zeppelin editó nueve álbumes de estudio entre 1969 y 1982. Los cuatro primeros son excepcionales. El resto, prescindibles (quizá salvando algunas canciones del sexto, Physical Graffiti, el doble elepé de 1975). Aunque elegir sólo un disco es un ejercicio meramente caprichoso, mi opción personal es Led Zeppelin III, el disco de 1970 donde demostraron que podían ser igual de penetrantes con instrumentos acústicos. Preparado  en una casa de campo sin luz ni energía eléctrica en Gales a la que Plant iba de vacaciones cuando era crío, el disco es menos ofuscado, tiene más matices que los dos primeros, Led Zeppelin y Led Zeppelin II, y un planteamiento más democrático: la guitarra de Page no ejerce una dictadura tan notable. Aunque contenía uno de los temas más bárbaros de la banda, Immigrant Song, el mundo esperaba otro cataclismo integral mientras que el grupo se atrevió a rondar con instrumentación acústica por los aires campestres del folk británico e irlandés. Ese quiebro les ennoblece.

Jimmy Page, 1975 (Foto: Charles Auringer)

Jimmy Page, 1975 (Foto: Charles Auringer)

7. El peor. Si es complejo y casi arbitrario elegir el mejor disco, lo mismo sucede con el peor. Houses of The Holy (1973), Presence (1976), In Through the Out Door (1979) y Coda (1982, una colección de descartes) son, en general, medianías indignas, desganadas y faltas de inspiración. En Presence, en especial, la vida disipada de Page y su íntima amistad con la heroína derivan en canciones abotargadas de las que conviene escapar.

8. Letras de instituto. Si fuera obligatorio prescindir de la música y recibir solamente las letras de las canciones, la experiencia dolería. Las de Led Zeppelin, mayoritariamente de Robert Plant, son simplonas, de rima fácil, misticismo barato y soniquete mitológico a lo Tolkien. Sólo en los últimos discos, y entonces ya no quedaba nada de la velocidad y el poder iniciales, el cantante se atrevió a escribir letras personales y a poner en ellas algo de su propia experiencia en vez de resumirnos manuales mal rimados sobre la espitualidad del musgo y los arcanos.

9. Los plagios. La grandeza como instrumentista, compositor y productor de Jimmy Page y su intuición visionaria del mensaje eléctrico y mágico del rock and roll quedan en entredicho por su larga tradición de ladrón de canciones, arreglos de guitarra y letras ajenas. El par de vídeos anteriores es más ilustrativo que cualquier enunciado (¡dos temas birlados nada menos que a Willie Dixon, uno los padres fundadores del blues, y escamoteados como si se tratara de composiciones originales!). Lo indignante es que el buen Page nunca ha admitido los robos ni pedido perdón en público —aunque tuvo que corregir las etiquetas de los discos en más de una ocasión por demandas judiciales— y sus defensores acérrimos no admiten las continuadas apropiaciones indebidas.

Jimmy Page, 1977 (Foto: Adrian Boot)

Jimmy Page, 1977 (Foto: Adrian Boot)

10. La ceremonia. Entre 1971 y 1977 no había nada mejor que un concierto de Led Zeppelin. El grupo actuó en directo unas 400 veces —desde 1971, con jet privado para desplazarse—. Los shows eran largos, con improvisaciones cimbreantes e inacabables (es mítica la de 43 minutos de Dazed and Confused en Los Ángeles en 1975), versiones de rock and roll y blues clásicos y una tensión que podía palparse. Famosos por las escandaleras que montaban los músicos y sus ayudantes en los hoteles tras las actuaciones, algunos alborotos entre el público con espectadores detenidos y los aforos más grandes de la época —casi 80.000 personas en un concierto record en 1977 en los EE UU—, las actuaciones del grupo eran, como escribió algún privilegiado asistente, «lo más parecido a uno de los conciertos del primer Elvis».

Como el retorno no es posible, inserto tras la entrada algún vídeo para practicar el viaje hacia el edén. En el momento en que escribo, son visibles online, pero apuren a bajarlos a su ordenador, porque Led Zeppelin están limpiando Internet de «grabaciones no autorizadas». Nos quieren hurtar el derecho a compartir la sacudida.

Ánxel Grove

John Lee Hooker, estafado por las discográficas a cambio de un puñado de dólares

John Lee Hooker

John Lee Hooker

Se sabe que una guitarra llegó a las manos de John Lee Hooker (1917-2001) por casualidad, que su padre, el reverendo William Hooker, no quería ver en casa el pernicioso instrumento que tan frecuentemente se utilizaba para contar historias lascivas, viciosas y oscuras como las de Robert Johnson.

Pero el pulso lo ganó Will Moore, el hombre con el que se fue la madre de Hooker, un aparcero de Louisiana que, según el hijastro, fue quien le enseñó todo lo que necesitaba para crear el boogie, un ritmo que crece en el interior del cuerpo como un bicho y te domina con suavidad y constancia. Por lo demás, nada se sabe de Moore como músico, aunque Hooker haya dado mil y una versiones sobre la notoriedad de su padrastro en Clarksdale.

Hooker sembró su vida de fechas falsas, datos que no cuadran, exageraciones, detalles sin contexto… La neblina se vuelve espesa en cuanto asoma algún dato biográfico del bluesero nacido en las afueras de Clarksdale, un pequeño pueblo-milagro que, como todo el Delta del Misisipi, reunía una serie de requisitos desconocidos para que el blues fluyera de la manera más pura posible. Robert Johnson, Son House, Muddy Waters…, todos cruzaron en algún momento las calles de este punto invisible en el mapa.

Cantaba hablando, se despojaba de cualquier elemento que no fuera imprescindible y no dejaba de seguir el ritmo con el pie. El Cotilleando a… de esta semana es para John Lee Hooker, el boogie man que cavaba un hoyo con cada fraseo, haciéndo brotar sensaciones primarias.

En Detroit

En Detroit

1. Dormido en la cadena de montaje. Se marchó del sur a Detroit en 1940, cuando encontrar trabajo en la Ciudad del Motor era instantáneo. De noche actuaba en fiestas privadas y clubes de clase trabajadora. Las mañanas las pasaba como conserje o en las cadenas de montaje de las fábricas de coches, donde se quedó dormido con frecuencia a causa de su doble vida. Con cada vez más bolos nocturnos, empezó a ser más músico que empleado y comenzó a hacerse un nombre.

2. Nada de adornos. Fue Elmer Barbee, el dueño de una tienda de discos de Detroit, quien descubrió el filón comercial que se escondía en el hombre flaco y menudo que cantaba en minúsculos bares donde la gente empezaba a apretarse más para verlo. Barbee propuso al músico grabar en el estudio casero que tenía en la trastienda del negocio. En los intentos del negociante por darle sofisticación a los temas, se dio cuenta de que la más mínima adenda a la voz y a la guitarra de Hooker resultaba en un fiasco. Su blues no se regía por la perfección técnica y la fórmula mágica era inseparable de la sobriedad. Barbee supo que él sólo no podía afrontar algo tan embaucador. Puso al fenómeno en contacto con Bernard Besman, dueño de una distribuidora de discos y de una pequeña discográfica llamada Sensation. Allí grabó su primer éxito a finales de 1948, Boogie Chillen, un tema insistente, dominado por el ritmo que marca la suela del zapato, pero alejado de la placidez rural, con un nervio urbano y acelerado.

Hooker en Riverside Records, uno de tantos sellos

Hooker en Riverside Records, uno de tantos sellos

3. Chuletitas de cerdo y otros disfraces. Hooker no vio que su éxito se correspondiera con las ganancias y decidió grabar —incumpliendo el contrato— con otras pequeñas discográficas. Lo consideró un acto de justicia y Barbee se encargó de ponerlo en contacto con sellos como Danceland, King o Savoy, cobrando 100 dólares por sesión —renunciando a los derechos— y firmando con pseudónimos crípticos como Little Pork Chops (Chuletitas de cerdo) o descarados a modo de imitación barata, como John Lee Cooker. El público, ante tanto boogie con nombre diferente, comenzó a tomarse aquello como una corriente musical más que como un talento individual escondido tras muchos apodos: en 1950 habían salido 22 discos del artista en decenas de discográficas diminutas y con nombres diferentes. Los royalties seguían siendo para los sellos: Hooker se vendía barato sin pensar en la sobrecarga de canciones con las que había saturado el mercado y que amenazaban con quemarlo para siempre.

Fotografiado por Paul Natkin en 1998

Fotografiado por Paul Natkin en 1998

4. «Hacían un buen dinero, pero nosotros no lo recibimos». I’m in the Mood fue su revancha. Una canción caliente, un quejido nocturno que vendió más de un millón de copias en 1951. Pero poco a poco Hooker se daba cuenta de que el esfuerzo no le compensaba, que las ventas no se traducían en dinero. «Entonces las discográficas eran degolladoras. Odio decirlo, pero es la verdad y se supone que hay que decir la verdad. La mayoría de los artistas de blues no sabían sobre editores, autores. No sabíamos lo que era un editor. Hacían un buen dinero, los editores, pero nosotros no lo recibimos porque no sabíamos», declaró más tarde con su lenguaje llano.

5. Besman y los libros de colorear. Los años cincuenta transcurrieron de gira, en la carretera con el guitarrista y chico para todo Eddie Kirkland. Las ganancias del escenario eran más claras que con Besman, un exprimidor ávido de dinero que cobraba royalties como editor y coautor de los temas de Hooker. Ante cualquier posible duda, se escudaba diciendo que cuando conoció al bluesman su educación musical era tan precaria que él mismo tuvo que poner remedio a las lagunas para que el artista pudiera comenzar a grabar. Besman se autoproclamaba organizador de las ideas de Hooker y aseguraba que sin él las canciones no hubieran llegado a nada. Dice mucho del personaje que se retirara a California y cambiara radicalmente de negocio para dedicarse a vender libros para colorear, en los que cada área iba numerada y correspondía a un color.

La mano de Hooker fotografiada por Anton Corbijn en 1994

La mano de Hooker fotografiada por Anton Corbijn en 1994

6. Una relación explosiva. Hooker se casó cuatro veces (aunque a veces declaraba que tres) y sólo tuvo hijos con Maude Mathis, con quien estuvo 25 años. Ella se refería a la guitarra del músico como «caja de inanición», la relación era tormentosa y las peleas, antológicas. Maude sabía de las numerosas aventuras del músico durante sus viajes y enloquecía ante la falta de ingresos para mantener a la familia. En una ocasión, la furiosa esposa fue expresamente a un concierto para subirse al escenario y romperle a Hooker la guitarra en la cabeza. Tuvo suerte de que fuera una acústica. Zakiya Hooker, una de las seis hijas del matrimonio recuerda que había un dedo de la mano que su padre no podía doblar porque en una de las reyertas caseras Maude le cortó el tendón.

7. «Boom, boom, llegas tarde otra vez». Tras fichar por una larga lista de sellos, sentó cabeza en 1955 con Vee-Jay, una casa discográfica de Indiana que puso a su disposición a una banda de músicos que se desquiciaban con la anarquía de los esquemas inexistentes de Hooker. Fue con una de esas formaciones de músicos todoterreno, acostumbrados a la imprevisibilidad y encabezados por el pianista Joe Hunter (bregado nada más y nada menos que en Motown) cuando Hooker grabó Boom Boom. El título —según su propio autor, al que no hay por qué creer— surgió en el club Apex de Detroit, donde tocó durante años: «Yo siempre llegaba tarde, ya sabes. Entonces bebía, tenía una botella de whiskey escocés en el coche (…) la chica tras la barra, que se llamaba Willow, decía todas las noches ‘Boom, boom, llegas tarde otra vez’, entonces me vino la idea: eso es una canción».

'Hooker 'N' Heat'

'Hooker 'N' Heat'

8. Europa. En los años sesenta viajó a Europa y encontró en Alemania, Francia, Italia, Dinamarca, Suecia, Suiza y el Reino Unido a una legión de fans que reclamaban su boogie,  entre ellos Mick Jagger y el guitarrista de Led Zeppelin Jimmy Page. Mientras, Vee-Jay se dejaba influir por los nuevos títulos de las demás discográficas y se obsesionaba por cambiar el sonido del músico, que volvió a su hábito de grabar a escondidas para pequeños sellos, esta vez porque fuera de Vee-Jay le dejaban tocar como él quería.

9. «Tendréis que pagarme el doble». Pasó los años sesenta y el comienzo de los setenta colaborando con otros artistas, perdido en el marasmo comercial de la industria del rock. Tal vez el proyecto más notable fue el de Canned Heat en 1971, el grupo de Al Wilson y Bob Hite. Acogieron con admiración a quien reconocían como una influencia decisiva, pero Hooker veía en el proyecto, por encima de todo, la oportunidad de sacar tajada, de resolver tantos años de explotación y engaños colaborando con blancos que lo adoraran. Al comentar la banda que de las sesiones podía salir un doble LP, dijo de manera espontánea: «Entonces tendréis que pagarme el doble».

10. Un anciano solicitado. Con sólo cincuenta y pocos años, el mundo lo veía como la leyenda viva del Delta del blues. Hasta 1988 con la publicación del disco The Healer —con Carlos Santana tocando la guitarra en el tema que da nombre al disco—permaneció en la brecha dando conciertos. El disco fue el regreso soñado que convirtió a Hooker en un anciano solicitado y, con más de setenta años, comenzó a encadenar éxitos y premios. Pasó esa dulce última etapa de su vida en California, en el área de la bahía de San Francisco. Murió plácidamente, mientras dormía, en la ciudad de Los Altos. Todavía, en el club Boom Boom Room de San Francisco, inaugurado en su honor en los años noventa, hay una cómoda mesa redonda frente al escenario, siempre vacía, reservada para John Lee Hooker.

Helena Celdrán

La saga eléctrica de Small Faces

Small Faces, 1968

Small Faces, 1968

Eran los menos condicionados por el estilo: tenía una amplísima gama expresiva y grabaron, en sólo cuatro años, canciones de potente rock and roll, descargas de rhythm & blues, crónicas pop de inconfundible aire británico y descabelladas piezas de psicodelia.

Sonaban como si los Who, los Kinks y los Beatles se hubiesen simbiotizado en un solo grupo. Quizá eran tan buenos músicos como los de esas tres bandas que, junto a los Rolling Stones, eran las piezas sagradas de la música inglesa de los años sesenta. Sin embargo, el futuro no fue justo con los Small Faces, quienes pocas veces aparecen en las reseñas de los años milagrosos con la importancia que merecen.

La primavera de 2012 servirá para hacer algo de justicia a uno de los grupos más notorios de la segunda mitad de la década del cataclismo. El día 14 de este mes serán admitidos, con una injusta demora, en el Rock and Roll Hall of Fame —esa especie de museo-santuario que en los EE UU utilizan para venerar a los músicos de rock—.

En la justificación de la membresía, los Small Faces, que serán presentados en la gala por Stevie Van Zandt, mano derecha de Bruce Springsteen, son definidos como «visionarios mod«, destacan su «imperecedera influencia» sobre músicos como Led Zeppelin, Black CrowesThe Jam, Paul Weller, Replacements… y les definen como «iguales» en términos «creativos y comerciales» a los Beatles, los Rolling Stones y los Who.

Small Faces - "Ogdens Nut Gone Flake" (1968)

Small Faces - "Ogdens Nut Gone Flake" (1968)

No exageran. Quien opte por la comprobación está en el mejor momento. En mayo serán reeditados los cuatro primeros discos del grupo en ediciones especiales: Small Faces (1966), From the Beginning (1967), Small Faces (1967) y Ogden’s Nut Gone Flake (1968). Los tres primeros aparecerán como discos dobles y en formato triple el último, la obra maestra psicodélica de la banda y una de las causas del desmembramiento de los músicos, frustrados porque las canciones era demasiado complejas para ser tocadas en directo. Es una pena que hayan dejado fuera del lanzamiento el póstumo The Autumn Stone (1969).

Chicos del este de Londres que deseaban emular la intensidad volcánica de James Brown y la belleza melódica de Smokey Robinson, los Small Faces empezaron a ensayar en 1965. Eran Steve Marriott (1947-1991), Ronnie Lane (1946-1997), Kenney Jones (1948) e Ian McLagan (1945). Los dos primeros, los que componían casi todo el material, morirían prematuramente. Marriott en un incendio y Lane tras padecer durante décadas esclerosis múltiple.

Del grupo emergió una saga. En 1969 Lane, Jones y McLagan llamaron a Ronnie Wood (1947) —futuro stone— y a Rod Stewart (1945) —futuro playboy millonario— y montaron el grupo más bruto de electro-alcohol de la historia, Faces, que acabaron con la cerveza y el whisky de todos los lugares en los que entraron y fueron una de las pocas bandas blancas capaces de reinterpretar soul negro sin provocar vergüenza. Los supervivientes del grupo se van a reunir para tocar durante la ceremonia del Rock and Roll Hall of Fame.

Marriott, que buscaba nuevos horizontes, montó en 1968 Humble Pie, otra banda que ha sido maltratada por el olvido pese a la influencia que ejerció con la solidez de su sonido casi heavy en el debut de Led Zeppelin, cuyo líder Jimmy Page adoraba la forma de tocar la guitarra de Marriott —también Jimy Hendrix, que declaró cómo su solo de guitarra favorito del rock inglés el de esta canción de los Small Faces—.

Dejo un vídeo de cada uno de los tres grupos que emergieron de esta historia de electricidad y desgracia: Small Faces, Faces y Humble Pie. Tengo la impresión de que ya nadie toca así, como si cada canción fuese un pulmón artificial y el aire de la maquinaria estuviese ardiendo.

Ánxel Grove

¿Pueden los guitarristas blancos tocar blues de negros?

Mike Bloomfield (1943-1981)

Mike Bloomfield (1943-1981)

Michael Bernard Mike Bloomfield nació en 1943 en la mejor ciudad del mundo si quieres ser un guitarrista de blues: Chicago, tierra prometida de los bluesmen de los humedales del Mississippi que emigraron hacia el norte industrial de los EE UU antes y durante los tiempos del gran crack económico de 1929.

Había unos cuantos problemas para que el muchacho, empeñado una y otra vez en imitar las progresiones dolientes de los guitarristas de blues, fuera admitido en el club: Bloomfield era blanco, hijo de judíos y su familia tenía mucho dinero. «¿Cómo puede sentir el blues alguien con tanta miel sobre la tostada y todos los dientes en la boca?», se preguntaban los negros de los clubes de Chicago al ver al chico.

Una años más tarde, Bloomfield respondió a su manera a la paradoja que le echaron en cara tantas veces: «En este país los negros sufren por fuera. Los judíos sufrimos por dentro. El sufrimiento es el puntal del blues».

Aunque la teoría conduce a terrenos raciales incómodos (¿pretendía privar a los negros de la capacidad intelectual del sufrimiento y reservarla para los judíos, dejando a los primeros la mera posibilidad de responder al maltrato físico?), Bloomfield dedicó sus años sobre la tierra, que fueron pocos -murió en 1981, a los 37- a demostrar al mundo que un blanco también puede sentir la profunda llaga del blues.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

¿Guitarristas de blues de piel blanca?

Las primeras respuestas de una hipotética votación citarían, me parece, a los británicos, que en Europa nos caen bastante mejor que los gringos por una pura cuestión de cercanía y mejor prensa, sin pararnos a pensar si tocan mejor o con más sentimiento.

Me atrevo a opinar que Eric Clapton obtendría la mayoría absoluta, siempre se la ha querido bien pese a su decadencia creativa, a punto de cumplir cuatro décadas, seguido por Jeff Beck y quizá Mick Taylor, Jimmy Page o Alvin Lee. Mi voto iría para Peter Green.

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

Si damos el salto atlántico, la nómina es mucho más rica en dinámica y tono. Pese a esta evidencia incontestable, pocos de ellos son reconocidos en Europa en su justa valía.

Los guitarristas de blues de piel blanca de los EE UU nunca pretendieron, como a veces parece suceder con sus colegas europeos, tocar como Robert Johnson -tarea imposible: todavía nadie ha logrado superar su complejidad armónica-, sino llevar hacia el blues la sensibilidad de otras tradiciones.

El albino Johnny Winter inyectó modales de hard rock en la música tradicional negra; los prematuramente fallecidos Lowell George y Duane Allman mezclaron el blues con el rock sureño, nacido a la sombra de aquel y mezclado con la psicodelia de la Costa Oeste, y el gran Ry Cooder empapó la toalla con los múltiples aromas de la frontera.

Mike Bloomfield era grande antes de que el mundo se enterase de la grandeza. Los viejos negros que vivían en Chicago y llenaban de bencina las noches de los clubes (Sleepy John Estes, Yank Rachell, Little Brother Montgomery, Muddy Waters…) le hicieron hueco sin mirar el color de la piel. Pasmaban con aquel chico judío que era capaz de emanar tristeza de cada yema de los dedos de las manos.

Bob Dylan le fue a ver a uno de aquellos antros en 1963 y le llamó dos años después para un par de movimientos que romperían la historia del rock. El primero, la actuación en el Newport Folk Festival de 1965, en un pase de cuatro canciones que, pese a lo escueto, merece una entrada en las enciclopedias como la controvertida electrificación de Bob Dylan.

La circunstancia es bien conocida. El domingo 24 de julio de 1965 fue el día del juicio final. Las sesiones sumarísimas se celebraron en el parque Freebody de Newport (Rhode Island – EE UU) y las más o menos 15.000 personas que formaban parte del jurado decidieron, por aplastante mayoría, condenar a muerte a quien, hasta antes de la actuación, era el Dios del folk de protesta. ¿Delito? Enchufarse y vestir una americana de cuero.

La guitarra solista la tocaba Bloomfield.  Unas semanas antes también había secundado a Dylan en la grabación de la que quizá sea la canción superlativa del siglo XX, Like a Rolling Stone, y de las demás del álbum Highway 61 Revisited.

No es raro que Bloomfield haya sido avistado por Dylan, adorador del blues, a la hora de romper cánones. Este músico semiolvidado que hoy asomo a la sección Top Secret es el mejor ejemplo de la adaptación casi simbiótica de un pálido a una música racial. Su gloria es que nunca se cerró a ampliar horizontes y romper academicismos.

Mike Bloomfield

Mike Bloomfield

Durante los años sesenta Bloomfield fue uno de los redentores que devolvieron la atención hacia el blues de la audiencia hippie, hasta entonces refractaria al género. Lo hizo primero con el The Paul Butterfield Blues Band, grupo de mayoría blanca con inclinaciones bluesy pero sin problemas para lanzarse por los vericuetos de las ragas de la India; luego con The Electric Flag, una banda ambiciosa que quiso fundar un género («música americana», pretendían, sin demasiada imaginación, bautizarlo) basado en la fusión de blues, soul, country, rock y folk, y finalmente con colaboraciones bajo la formula del súpergrupo, primero con Al Kooper, otro habitual del primer Dylan eléctrico, y Stephen Stills y más tarde con Dr. John

El carisma de Bloomfield fue decayendo a medida que los años y los gustos cambiaban. Grabó casi una veintena de discos como solista entre 1970 y 1981. Fueron editados por discográficas modestas, se vendieron mal pero recibieron muy buenas críticas.El estilo pristino del guitarrista, enemigo de distorsiones y feedback, seguía estando lo más cerca del blues a lo que podía llegar un blanco.

Mike Bloomfield

Mike Bloomfield

La ilusión se le apagaba e intentó iluminarla con la luz blanca de la heroína. «Cuando me pincho me siento vacío y la música me deja de importar», confesó en una de las entrevistas finales.

No se merecía el tipo de muerte que le esperaba. El 15 de febrero de 1981 su cuerpo apareció en el asiento delantero de un coche en una calle de San Francisco. El forense dictaminó que una sobredosis de heroína había causado el fallecimiento. La Policía, tras una somera investigación, descubrió que Bloomfield había muerto en una fiesta y que dos de sus amigos, asustados por el problema, le metieron en un coche que condujeron a varias manzanas de distancia y abandonaron.

Alguien debería componer un blues partiendo de la imagen: un Chevy con el cadáver de un guitarrista dentro.

Ánxel Grove

¿Quién es la chica que juega al Monopoly con los Beatles?

Jackie DeShannon y Paul Harrison, 1964

Jackie DeShannon y George Harrison, 1964

Agosto de 1964. Los reyes del mundo son los Beatles. Acaban de aterrizar en los Estados Unidos para una gira de treinta conciertos. Habían conquistado al país durante la primera visita, en febrero, pero entonces se dedicaron, sobre todo, a aparecer en televisión. Ahora, en verano, la pretensión era llenar estadios con el tirón de la beatlemanía.

La gira, planeada al dedillo por el agente e ideólogo del grupo, Brian Espstein, fue un éxito en términos económicos, con un millón de dólares de ingresos limpios en entradas vendidas, pero un desastre en lo musical.

A Epstein, demasiado pendiente de la caja registradora, le importaba poco el sonido del grupo. Alquiló equipos de amplificación de escasa potencia para recintos abiertos con entre 10 y 20.000 asistentes. Anulada por la algarabía de la fanaticada, la música no se escuchaba.

Aunque los Beatles eran tratados como celebridades en todas las localidades y ningún capricho les era negado, las exigencias del grupo eran escasas. Una de las pocas condiciones de Lennon y Paul McCartney fue elegir a la telonera que abriría los shows de la gira. No lo dudaron: querían a Jackie DeShannon.

Jackie DeShannon, 1967

Jackie DeShannon, 1967

La elección tenía sentido: se trataba de una de las mejores cantantes-compositoras de la época y brillaba. Acababa de editar Needles and Pins, una balada de tono soul que se convertiría en éxito mundial en la versión (mucho más blanda y sin aristas) de los Searchers.

DeShannon acompañó a los Beatles durante el tour. En las actuaciones demostró que tenía rodaje y arrestos. Los ciegos fans del cuarteto inglés no dejaban de chillar reclamando al grupo. En esas incómodas condiciones, la cantante y su grupo interpretaban tres temas. Lennon y McCartney no se perdieron desde el backstage ni una de las actuaciones y felicitaron efusivamente a la telonera.

«No entiendo al público. Tus canciones son mejores que las nuestras«, le dijo McCartney.

Quedaron pocas pruebas de la participación de DeShannon en los eventos. Los ojos mediáticos eran para los Beatles y la telonera no le importaba a casi nadie. Su buena relación con el grupo inglés puede apenas ser comprobada en algunas fotos en las que que aparece, moderna y pop,  jugando al Monopoly con George Harrison en un hotel.

"When You Walk in the Room"

"When You Walk in the Room"

Jackie de Shannon regresa a la música en septiembre con un nuevo disco, When You Walk in the Room, el primero en once años.

Es injusto recordarla por la circunstancial condición de ser telonera de los Beatles en las caóticas actuaciones de  1964.

Sus canciones han sido interpretadas por Bruce Springsteen y Al Green; cantó con Elvis Presley, los Byrds, Randy Newman, Burt Bacharach y Jimmy Page, el líder de Led Zeppelin, que años después le dedicó la más hermosa de las canciones del grupo, Tangerine; editó docenas de canciones intensas e inteligentes (entre ellas Bette Davis Eyes, que sería superventas global en la versión, mucho menos inspirada, de Kim Carnes); superó las trabas de ser una chica en un mundo de hombres; inspiró a Aretha Franklin, Joni Mitchell y Carole King; firmó uno de los mejores discos de los años hippies, Laurel Canyon (1968)…

Escúchenla aquí cantando con alma negra entre tontos blanquitos o aquí y aquí, arrebatada como una hija del gueto.

Hoy dedicamos este Top Secret a una intérprete y compositora que hizo bastante más que jugar al Monopoly con los Beatles.

Ánxel Grove