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James Booker: gay, negro, tuerto, heroinómano… y el mejor pianista de la historia

James Booker (1939-1983) - Foto: Anton Corbijn

James Booker (1939-1983) – Foto: Anton Corbijn

Una declaración: «James Booker vivió 430 años en 43 años».

Otra: «Podía tocar una pieza asombrosamente y luego tocarla al revés aún mejor».

Otra: «Era capaz de tocar un concierto de Rachmaninoff o Junco Partner como si ambas composiciones fuese parte de su DNA».

Una más: «Era como mezclar a Chopin con Ray Charles«.

Una última: «Era un hombre orquesta. El dedo meñique de su mano izquierda era como el pedal de bajo de un órgano Hammond. Los otros cuatro dedos eran la guitarra rítmica y el piano. La mano derecha era Aretha Franklin, Ray Charles, Fats Domino, Ernesto Lecuona, Jelly Roll Morton y el Professor Longhair»

Apodos (todos merecidos): Príncipe del Piano de Nueva OrleansMarajá del Bayou, Liberace Negro, Mr. Misterio y Gonzo (por su single de 1960, muy anterior al periodismo gonzo, bautizado por Hunter S. Thompson en honor a la canción, que el periodista veneraba).

James Booker nació en 1939, poco antes de la Navidad. El momento epifánico guarda equilibrio con la genealogía (era nieto de un pastor evangelista) y el lugar, Nueva Orleans, húmedo y grasiento pesebre de todas las músicas que valen la pena.

A los nueve años fue atropellado por una ambulancia. Tuvieron que administrarle morfina durante más de tres meses. Se enganchó a la heroína a los veinte años, tras la muerte, sucesiva y en cuestión de días, de las dos personas a la que más quería: su madre y su hermana.

James Booker

James Booker

Era gay, heroinómano, negro, tuerto —rumor nunca confirmado 1: perdió el ojo izquierdo en una pelea postalcohólica con el exbeatle Ringo Starr; rumor nunca confirmado 2: en una trifulca con Jackie Kennedy —, paranoico (alertaba a los asistentes a los conciertos sobre planes maquiavélicos de la CIA) y, con probabilidad (nunca le trataron médicamente) esquizofrénico o, como poco, bipolar.

Lo encerraron durante varios meses en la temible penitenciaria de Angola, una de las formas del infierno en la tierra, por posesión de heroína. La Policía de Nueva Orleans le marcó como si se tratará del quarterback del equipo rival. Allá donde fuese Booker había un par de oficiales con los ojos bien abiertos.

En vida enseñó a tocar nada menos que a Dr. John y fue pianista para Aretha Franklin, Fats Domino, Little Richard, Earl King, The Coasters, Ray Charles, Lionel Hampton, Jerry Garcia, Labelle, Lloyd Price…

También dió las primeras clases de piano a Harry Connick Jr. Fue un trueque: el padre del chaval, el abogado Harry Connick Sr., defendió a Booker en algunos asuntos judiciales.

Introdujo unas cuantas onzas de marihuana en la República Democrática de Alemania escondiendo la hierba en la melena afro.

Dejémoslo en este punto si su idea de buen pianista de ragtime y boogie es Hugh Laurie —admirador fanático de Booker e intérprete del televisivo doctor Lupus House—.

A veces Booker parecía tocar como un prodigioso avatar de Shiva con cuatro manos. Tenía la habilidad de un virtuoso de conservatorio (Arthur Rubinstein, que lo escuchó cuando Booker tenía 18 años, dijo que «hace cosas imposibles que me obligan a replantearme mi oficio») o un maestro del jazz, pero, tocase lo que tocase, nunca se alejaba del blues asilvestrado de Nueva Orleans.

Tenía estilo. Gastaba buena parte del caché de los bolos en alquilar un Rolls para llegar y marcharse como el príncipe que era.

No tenía una gran voz pero cantaba convirtiendo las canciones en peligrosas y desesperadas. El pianista Tom McDermott opina que la intensidad emocional de la voz de Booker superaba a la de Frank Sinatra.

Este es el trailer de Bayou Maharajah: The Tragic Genious of James Booker, el documental que acaba de estrenar la cineasta Lilly Keber —con ayuda financiera de una abrumadoramente exitosa campaña de crowdfunding—. La directora no podía entender el olvido en torno a la figura de un músico tan decisivo. «El estilo de Booker, uno de los músicos más innovadores de los EE UU, combina a la perfección jazz, R&B , soul, gospel, música clásica y los ritmos de Nueva Orleans, sintetizándolos de manera que trascienden todas las reglas y cánnones. Todas las personas que le conocieron, a pesar de la vida frustrante y difícil que llevó, le recuerdan con amabilidad y una sonrisa».

Guía de uso. La discografía de Booker tiene tantos meandros como el delta del Misisipi. Aunque abundan las malas grabaciones en directo con las que intentaba ganarse la vida y pagar las dependencias, hay piezas celestiales. Una selección básica debería incluir More Than All the 45’s (selección de singles de los años cincuenta y sesenta, entre ellos Gonzo), Junco Partner (el trabajo más coherente, con versiones afiladas de Goodnight Irene, Pixie  y Junco Partner que no dejarán a nadie sentado durante la fiesta), New Orleans Piano Wizard: Live! (grabado en Suiza en 1977) y The Lost Paramount Tapes (con grupo y echando chispas).

En directo. Inserto tras la entrada tres vídeos de una misma actuación de Booker en el Maple Leaf Bar de Nueva Orleans, el bar-guarida donde siempre le dieron cancha. Vean y vuelen.

James Booker, quizá el mejor pianista de la historia, murió a los 43 años, el 8 de noviembre de 1983, en la ruina e ignorado y olvidado por casi todos. La causa de la muerte fue un fallo renal complicado con un largo historial de alcoholismo y consumo de heroína. Estaba sentado en una silla de ruedas en la sala de emergencias del hospital de la beneficencia de Nueva Orleans y falleció antes de que llegasen a atenderle.

Si Dios quisiera aprender a tocar el piano, intentaría que Booker fuese su profesor. Primera lección: «deja que cada uno de tus dedos sea una araña con vida independiente».

Ánxel Grove

El tuareg Bombino firma el mejor disco en lo que va de 2013

"Nomad" - Bambino

«Nomad» – Bambino

El mejor disco editado en lo que va de 2013 es, en mi opinión, Nomad, del músico tuareg Bombino.

No era ningún secreto la potencia lírica y la valentía de estilos del compositor, guitarrista y cantante de Agadez (Níger), que toca con valentía y ardor roquistas, sin miedo a los planeos psicodélicos y las aventuras, pero también es capaz de sondear en la melancolía de su pueblo, un colectivo de 1,2 millones de personas condenadas a sufrir la imposición de fronteras e intereses sobre la patria sin divisiones reales del desierto del norte y el centro de África.

Estamos ante una persona que habla —en idioma tasmasheq, una de las lenguas tuareg— en nombre de muchas y con conocimiento de causa: Bombino ha vivido en el exilio durante años por su condición racial y dos de sus músicos fueron fusilados por los militares nigerianos durante la última de las rebeliones tuareg, cuando la posesión de guitarras eléctricas fue decretada como delito castigado con la pena de muerte por la vinculación de los instrumentos con las demandas de voz y libertad de los hombres del desierto.

Bombino

Bombino

Nacido en 1980 en un campamento tuareg, Bombino asomó al mundo en 2007 cuando el cineasta Hisham Mayet grabó una de sus actuaciones durante los festejos de una boda taureg. El documental subsiguiente, Agadez the Music and the Rebellion, muestra el poder de un músico de una intuición sobrecogedora, condensador de muchos estilos y, al mismo tiempo, hijo de ninguno.

Técnicamente impecable, en su forma de tocar la guitarra hay ecos de sus ídolos Jimi Hendrix y Jimmy Page, de los que no paraba de ver videoclips cuando era niño y vivía en el exilio de Argelia y Libia. Pero, al contrario que estos guitarristas distorsionados, no estamos ante un estilista de turbulencias: la guitarra de Bombino es seca, sin efectos, como él, una hija del desierto.

Mientras el otro gran colectrivo de la música tuareg, Tinariwen, parece haber entrado en un declive creativo, Bombino da la impresión de tener un futuro inmenso por delante.

Nomad, editado por la discográfica independiente estadounidense Nonesuch, está producido por el hiperactivo guitarrista de los Black Keys, Dan Auerbach —que el año pasado también apadrinó uno de los mejores discos de la temporada, Locked Down, de Dr. John—. Es un disco abrasador que deja en evidencia la inmensa tontería de buena parte de la música europea y estadounidense.

Dejo abajo el primer videoclip del álbum, la afiebrada y festiva Azamane Tiliade y una grabación desenchufada e improvisada de Bombino. Ambas componen las dos facetas de este músico pasmoso, eléctrico y sin complejos, poético y puro.

Ánxel Grove

Un nigromante de 71 años y un furioso guitarrista de 33 firman el mejor disco de 2012

Era fácil de adivinar. Sucede casi siempre cuando un fan respetuoso, un heredero sin ínfulas —en este caso Dan Auerbach (80% de The Black Keys)— se marida con un maestro —Dr. John— dispuesto a aprender algo de los descendientes.

El disco, Locked Down, es el mejor albergue en un año de chabolismo musical infamante. Lo prefiero, de calle, a cualquier producto musical de 2012, incluido el celebrado El camino, lo último de The Black Keys. Dr. John & Dan Auerbach suenan mucho más peligrosos y mucho menos encorsetados en la fórmula, que Dan Auerbach & Patric Carney.

Dr. John cubre la espalda de Dan Auerbach

Dr. John cubre la espalda de Dan Auerbach

La historia es conocida. El black key, admirador veterano de Mac Rebennack, el Doctor, fue a visitar al ídolo a sus cuarteles de Nueva Orleans en 2010. Dijo: «Si hacemos un disco juntos será tu mejor disco en décadas».

El viejo brujo —uno de los mejores músicos vivos pese al daño del alcoholismo y algunos movimientos musicales erráticos para paliar una vida de chiflado dispendio económico — no había escuchado nunca al grupo de Auerbach, pese a que el dúo lleva una década editando discos —no, amigo moderno, no empezaron con Brothers (2010) y esos videoclips que tanto te gustan—.

Para asesorarse Dr. John buscó a los mejores consejeros: «Pregunté a mis hijos y me dijeron que los Black Keys son uno de sus grupos favoritos desde The Big Come Up. Me dejaron los discos y, vaya, me gustó lo que escuché», ha declarado. Sin problema alguno se puso en manos de Auerbach y le entregó las riendas: producción, búsqueda de músicos para las sesiones y grabación en los estudios Easy Eye Sound, que el guitarrista abrió en Nashville hace dos años.

La brecha de la edad no existió durante la grabación porque las sensibilidades son los únicos puentes necesarios para salvar obstáculos temporales. Auerbach, para quien Dr. John fue una inspiración diaria «musical, espiritual y cósmicamente» durante la grabación («es uno de los mejores músicos de todos los tiempos»), dejó de lado las mañas de los Blac Keys y abrió el abanico hacia un sonido más espeso basado en el modelo caliente del funk de los pantanos.

"Locked Down"

«Locked Down»

Locked Down brota de la unión de dos músicos sin complejos (Auerbach ha compuesto y tocado rap, esa música que desprecian el 99% de los roquistas, y Dr. John —además de ser la piedra angular del guiso criollo de Nueva Orleans— ha colaborado con el space químico de Spiritualized, atrevimiento que acometen muy pocos músicos de su generación). Ambos consideran sagrada la fórmula de fiebre y ritmo de burdel por la que circula el rhythm and blues —sí, amigo moderno, eso inspira a The Black Keys y no garaje como estoy cansado de leer— y sus muchas carreteras secundarias, pero no cometen la tropelía de dejarse enclaustrar por dogmas o modas.

Es un disco potente, abrasivo y contagioso. El sonido es viejo en el sentido ortodoxo —si el rock no suena a metal oxidado o alimento podrido no es rock— , no hay miedo a la disonancia y el vudú de estilos otorga la dignidad de evitar las caricaturas.

Me parece la más bella de las metáforas que en un año tan exiguo en buena música el mejor de los discos —en lo que mí respecta, el único decente— venga firmado por un viejo nigromante de 71 años y un tipo de 33 cuya sensibilidad furiosa es discordante con esta época de flojera musical.

Ánxel Grove

Levon Helm: diez años de vida extra gracias a un establo

The Band, 1967 (Foto: Elliot Landy)

The Band, 1968 (Foto: © Elliot Landy)

Tres de las cinco personas de la foto están muertas. El del medio se suicidó en 1968 1986, a los 42 años. El del extremo izquierdo falleció de un ataque al corazón en 1999, a los 55. El que está entre ambos murió el jueves pasado de un cáncer, un mes antes de cumplir 72.

No menciono sus nombres en el primer párrafo porque nunca cometieron la grosería de obligarnos a la veneración genealógica ni practicaron el apostolado egoísta de la sacra iglesia del rock, despreciable como toda congregación, poblada por medianías, frecuentada por fanáticos ciegos.

Esos cinco tipos retratados por Elliott Landy en el buen año de 1968 en las montañas Catskills (no se trata de un plató de ocasión para hacerse pasar por chicos de campo: vivían allí) se llamaban The Band. Eran la única banda posible.

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

La tercera muerte estaba anunciada desde 1998. «Tiene usted cáncer de garganta», dijeron los médicos a Levon Helm —hijo de granjeros de algodón de Arkansas, la tierra de gente con sombrero y uñas sucias donde sedimentó el blues, fuente única—. Dios te da donde más duele. De las cuerdas vocales de Mark Levon Helm había nacido el grito arrugado de los derrotados: la suya era una voz  que condensaba la sarga mojada por el chaparrón bíblico de la injusticia, el contrabando como senda de iluminación, la sombra de los barrancos donde van a morir los perros viejos, el alcohol de los pobres como única compensación por tanta miseria… Bruce Springsteen, que busca el mismo tono, lo dijo con lengua llana: «Hablamos mucho sobre el asunto, pero Levon es el asunto».

«Podrá vivir unos cuantos años, pero se quedará sin voz». Los médicos lo anunciaron con firmeza inmutable de avatares de Krishna. Cáncer en la garganta, bisturí, quimioterapia… Un barranco postrero para el perro enfermo. En 1998 todos comenzamos la cuenta atrás para Levon Helm. Concluímos que solamente nos quedaban las grabaciones como consuelo.

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Después de dos años sin voz ni canciones, dos años blancos como hospitales, Helm empezó a hablar de nuevo, a cantar. La culpa del milagro la tuvo un establo en las montañas. Montañas y pelo de bestias, acaso no haya otra cura.

Fue como un inesperado bis. En 2004 Levon Helm, que debía muchos recibos a los médicos que le habían condenado antes de tiempo, organizó un concierto en el establo, adaptado como estudio de grabación. Los vecinos y amigos llevaron mazorcas de maíz, puré de calabaza y costillas asadas. El establo y el hijo de granjeros de Arkansas pusieron la música. Desde entonces, hasta hace pocos meses, la fiesta se celebró cada sábado. La llamaron Midnight Ramble y era una sorpresa. Reservabas la entrada, llegabas con algo de comida, te sentabas cerca de la chimenea y te dejabas caer por el barranco.

El elenco de cada noche dependía del azar y parecía dictado por un dios bondadoso. Podía incluir a Elvis Costello, Jackson Browne, Emmylou Harris, Dr. John, Gillian Welch, Rickie Lee Jones, Los Lobos… Hay un par de discos que sintetizan el milagro del establo.

Levon Helm sonreía, cantaba, tocaba la batería y la mandolina, renacía en una marcha atrás que le llevaba hacia delante. No tenía la rabia tensa de los años setenta y los músculos doloridos le obligaban a golpear los tambores con menos pegada, pero la sonrisa era un guiño a la muerte. «Te estoy ganando, chica», parecía decir.


En los últimos cinco años, Helm grabó tres discos. Todos ganaron un Grammy, pero es injusto reducirlos a la entidad difusa de un premio. Dirt Farmer (2007), Electric Dirt (2009) y Ramble at the Ryman (2011) son adultos, no tienen la desesperada pureza redentora de las grabaciones de The Band, pero hablan de asuntos de gravedad intensa en este tiempo de desprecio por la siembra, el arado, las cosechas y el riego: la desaparición, tal vez definitiva, de la cultura rural y su templada elegancia. Percibir que los enuncia un condenado que araña tiempo a la muerte los convierte en sobrecogedores.

"Dirt Farm" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

"Dirt Farmer" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

El escenario final para Helm, el establo celeste, fue congruente, como también lo habían sido los de sus dos colegas en The Band que le precedieron en la muerte: el motel barato donde Richard Manuel se colgó de una puerta con su propio cinturón —los chicos de campo prefieren el cuero— y la casa familiar de pueblo —esta gente nunca babeaba por las bruñidas luces de las vanidosas noches urbanas— donde Rick Danko fue sorprendido por el reventón cardíaco mientras dormía, tras haber declarado a un entrevistador, el día anterior, la verdad necesaria: «Las cosas buenas nunca se planean».

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

The Band, la única banda, era un fruto accidental que condensaba todos los sabores del plantío americano: tres canadienses de Ontario —Danko, Manuel y Garth Hudson (1937)—, el medio indio mohawk Robbie Robertson (1943) y el hijo de granjeros Helm. Siendo adolescentes se foguearon en garitos donde, según la ley, eran demasiado jóvenes para entrar. Se llamaban The Hawks y acompañaban al viejo loco Ronnie Hawkins, que les pagó las primeras copas.

El resto es leyenda: entraron en contacto con Bob Dylan, al que apoyaron en la sideral transición del folk al rock eléctrico (1965). En julio de 1966, el cantautor, también nativo de las brumosas tierras de la imprecisa frontera cultural entre los EE UU y Canadá, fue víctima de un accidente de motocicleta. Las secuelas no fueron únicamente físicas. Alquilaron por una renta de trescientos dólares una casa de madera pintada de rosa, Big Pink, en Woodstock, el pueblo montañoso del estado de Nueva York donde Helm levantaría su estudio-establo, y llevaron a término la Gran Pastoral Americana, el  menos es más del rock de los años sesenta.

Dylan y The Band grabaron cientos de canciones complicadas y peligrosas que ni siquiera intentaron editar (circularon profusamente en grabaciones pirata, conquistaron a los Beatles —George Harrison visitó Big Pink y salió transformado— hasta que una selección, The Basement Tapes, fue publicada en 1975). Mientras los hijos de las flores apuraban al máximo el volumen de los amplificadores Marshall y volaban sobre paisajes de gelatina, volvieron la vista al territorio, la verdad de la orografía, y llevaron al rock a terrenos donde resonaban las voces alunadas y góticas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers, los libros bíblicos, Robert Johnson, las jigas tradicionales y los cantos de ciego con perro lazarillo.

Segundo álbum de The Band, 1969

Segundo álbum de The Band, 1969

Cuando The Band emergió como grupo, sobre todo con los dos primeros elepés, Music from Big Pink (1968) y The Band (1969), el compositor devocional Robertson preparó sagas sobre la gran frontera norteamericana para las voces de Helm, Manuel y Danko, de timbres, respectivamente, rugoso, frágil y conmovedor. En los dos discos establecieron una simbiosis total con los ciclos, con frecuencia desalmados, de la naturaleza y con el escenario inmutable del devenir errático de los humanos.

En piezas como Long Black Veil, The Shape I’m In, Chest Fever, Stage Fright, The Weight, The Nigth they Drove Old Dixie Down, In a Station o King Harvest había un tono de serenata, no por matizado menos intenso, desconocido en el rock. The Band hablaba el idioma eterno de la desesperanza con un matiz de sermón y plegaria que abrió las puertas para una nueva derivación humana del rock. Después llegó la admiración de todos, algunos discos erráticos y el concierto de despedida The last waltz (1976), convertido por Martin Scorsese en la mejor película de rock and roll de la historia. Les dejo con un fragmento en el que Helm canta una pieza que mientras escribo intenté escuchar, pero que, lo confieso, no puedo afrontar ahora. Duele demasiado.

Ánxel Grove

 

¿Pueden los guitarristas blancos tocar blues de negros?

Mike Bloomfield (1943-1981)

Mike Bloomfield (1943-1981)

Michael Bernard Mike Bloomfield nació en 1943 en la mejor ciudad del mundo si quieres ser un guitarrista de blues: Chicago, tierra prometida de los bluesmen de los humedales del Mississippi que emigraron hacia el norte industrial de los EE UU antes y durante los tiempos del gran crack económico de 1929.

Había unos cuantos problemas para que el muchacho, empeñado una y otra vez en imitar las progresiones dolientes de los guitarristas de blues, fuera admitido en el club: Bloomfield era blanco, hijo de judíos y su familia tenía mucho dinero. «¿Cómo puede sentir el blues alguien con tanta miel sobre la tostada y todos los dientes en la boca?», se preguntaban los negros de los clubes de Chicago al ver al chico.

Una años más tarde, Bloomfield respondió a su manera a la paradoja que le echaron en cara tantas veces: «En este país los negros sufren por fuera. Los judíos sufrimos por dentro. El sufrimiento es el puntal del blues».

Aunque la teoría conduce a terrenos raciales incómodos (¿pretendía privar a los negros de la capacidad intelectual del sufrimiento y reservarla para los judíos, dejando a los primeros la mera posibilidad de responder al maltrato físico?), Bloomfield dedicó sus años sobre la tierra, que fueron pocos -murió en 1981, a los 37- a demostrar al mundo que un blanco también puede sentir la profunda llaga del blues.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

¿Guitarristas de blues de piel blanca?

Las primeras respuestas de una hipotética votación citarían, me parece, a los británicos, que en Europa nos caen bastante mejor que los gringos por una pura cuestión de cercanía y mejor prensa, sin pararnos a pensar si tocan mejor o con más sentimiento.

Me atrevo a opinar que Eric Clapton obtendría la mayoría absoluta, siempre se la ha querido bien pese a su decadencia creativa, a punto de cumplir cuatro décadas, seguido por Jeff Beck y quizá Mick Taylor, Jimmy Page o Alvin Lee. Mi voto iría para Peter Green.

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

Si damos el salto atlántico, la nómina es mucho más rica en dinámica y tono. Pese a esta evidencia incontestable, pocos de ellos son reconocidos en Europa en su justa valía.

Los guitarristas de blues de piel blanca de los EE UU nunca pretendieron, como a veces parece suceder con sus colegas europeos, tocar como Robert Johnson -tarea imposible: todavía nadie ha logrado superar su complejidad armónica-, sino llevar hacia el blues la sensibilidad de otras tradiciones.

El albino Johnny Winter inyectó modales de hard rock en la música tradicional negra; los prematuramente fallecidos Lowell George y Duane Allman mezclaron el blues con el rock sureño, nacido a la sombra de aquel y mezclado con la psicodelia de la Costa Oeste, y el gran Ry Cooder empapó la toalla con los múltiples aromas de la frontera.

Mike Bloomfield era grande antes de que el mundo se enterase de la grandeza. Los viejos negros que vivían en Chicago y llenaban de bencina las noches de los clubes (Sleepy John Estes, Yank Rachell, Little Brother Montgomery, Muddy Waters…) le hicieron hueco sin mirar el color de la piel. Pasmaban con aquel chico judío que era capaz de emanar tristeza de cada yema de los dedos de las manos.

Bob Dylan le fue a ver a uno de aquellos antros en 1963 y le llamó dos años después para un par de movimientos que romperían la historia del rock. El primero, la actuación en el Newport Folk Festival de 1965, en un pase de cuatro canciones que, pese a lo escueto, merece una entrada en las enciclopedias como la controvertida electrificación de Bob Dylan.

La circunstancia es bien conocida. El domingo 24 de julio de 1965 fue el día del juicio final. Las sesiones sumarísimas se celebraron en el parque Freebody de Newport (Rhode Island – EE UU) y las más o menos 15.000 personas que formaban parte del jurado decidieron, por aplastante mayoría, condenar a muerte a quien, hasta antes de la actuación, era el Dios del folk de protesta. ¿Delito? Enchufarse y vestir una americana de cuero.

La guitarra solista la tocaba Bloomfield.  Unas semanas antes también había secundado a Dylan en la grabación de la que quizá sea la canción superlativa del siglo XX, Like a Rolling Stone, y de las demás del álbum Highway 61 Revisited.

No es raro que Bloomfield haya sido avistado por Dylan, adorador del blues, a la hora de romper cánones. Este músico semiolvidado que hoy asomo a la sección Top Secret es el mejor ejemplo de la adaptación casi simbiótica de un pálido a una música racial. Su gloria es que nunca se cerró a ampliar horizontes y romper academicismos.

Mike Bloomfield

Mike Bloomfield

Durante los años sesenta Bloomfield fue uno de los redentores que devolvieron la atención hacia el blues de la audiencia hippie, hasta entonces refractaria al género. Lo hizo primero con el The Paul Butterfield Blues Band, grupo de mayoría blanca con inclinaciones bluesy pero sin problemas para lanzarse por los vericuetos de las ragas de la India; luego con The Electric Flag, una banda ambiciosa que quiso fundar un género («música americana», pretendían, sin demasiada imaginación, bautizarlo) basado en la fusión de blues, soul, country, rock y folk, y finalmente con colaboraciones bajo la formula del súpergrupo, primero con Al Kooper, otro habitual del primer Dylan eléctrico, y Stephen Stills y más tarde con Dr. John

El carisma de Bloomfield fue decayendo a medida que los años y los gustos cambiaban. Grabó casi una veintena de discos como solista entre 1970 y 1981. Fueron editados por discográficas modestas, se vendieron mal pero recibieron muy buenas críticas.El estilo pristino del guitarrista, enemigo de distorsiones y feedback, seguía estando lo más cerca del blues a lo que podía llegar un blanco.

Mike Bloomfield

Mike Bloomfield

La ilusión se le apagaba e intentó iluminarla con la luz blanca de la heroína. «Cuando me pincho me siento vacío y la música me deja de importar», confesó en una de las entrevistas finales.

No se merecía el tipo de muerte que le esperaba. El 15 de febrero de 1981 su cuerpo apareció en el asiento delantero de un coche en una calle de San Francisco. El forense dictaminó que una sobredosis de heroína había causado el fallecimiento. La Policía, tras una somera investigación, descubrió que Bloomfield había muerto en una fiesta y que dos de sus amigos, asustados por el problema, le metieron en un coche que condujeron a varias manzanas de distancia y abandonaron.

Alguien debería componer un blues partiendo de la imagen: un Chevy con el cadáver de un guitarrista dentro.

Ánxel Grove

La mujer de Tom Waits le prohibe ver a este hombre

Chuck E. Weiss

Chuck E. Weiss

Ahora que el gran Tom Waits ha dejado de ser el fantasma de las letrinas y es venerado por medio mundo como el bufón más simpático de la verbena, me apetece reivindicar a uno de sus amigos.

Mejor, examigos, porque la esposa de Tom, Kathleen Brennan, que produce, compone y filtra contenidos, le prohibe frecuentar a quienes ayudaron a Waits a construir al héroe desarrapado del bordillo de las aceras que es ahora un ídolo multi millonario.

Mientras empieza a rodar por el mundo el nuevo disco de Waits, Bad As Me, necesario para mantener la máquina registradora en funcionamiento pese a la inspiración en recesión, escucho a su antiguo compañero de parrandas y fatigas alcohólicas Chuck E. Weiss.

No es famoso, pero suena menos fabricado, es menos personaje, no se le aprecia tanto el envoltorio.

Weiss no se disfraza. Es tan desastre como parece.

Tocaba la batería antes de cantar. Fue elegido como músico de sesión por Lightnin’ Hopkins. ¿Cómo debe ser el alma de un blanco para que un bluesman te permita estar a su lado?

Weiss acompañó también a Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Willie Dixon y Dr. John. Es decir, tocó con todos a los que imita Waits.

Chuck E. Weiss y Tom Waits

Chuck E. Weiss y Tom Waits

¿Por qué es tan poco conocido si tocó con los grandes?, se preguntarán. Uno: porque a Weiss le importa un bledo la fama. Dos: porque tiene pánico a los aviones y nunca ha salido del sur de California. Durante once años seguidos se dedicó a tocar todos los lunes en el mismo bar.

En 1999 editó Extremely Cool, que coprodujo Waits en recuerdo de los años comunes de whisky y cigarrillos de mediados de los setenta, cuando ambos y Rickie Lee Jones, otra excluida por Brennan, cerraban todos los bares.

Escuchar el disco, en el que Waits canta en varias canciones, conlleva la duda: ¿quién debe algo a quién?. A veces parece una simbiosis; otras, una apropiación indebida.

"Extremely Cool" (1999)

"Extremely Cool" (1999)

Weiss, que ha editado otros dos grandes álbumes, Old Souls & Wolf Tickets (2002) y 23rd & Stout (2006), nunca ha hablado mal de Waits, que hasta hace unos años le llamaba por teléfono de vez en cuando para charlar, pero que, con la dictadura de la manejadora Brennan, ha cortado todos los hilos con el pasado.

Waits, por su parte, no habla de Weiss. Cuando concede alguna entrevista -siempre con afanas comerciales: para promocionar algún disco o anunciar conciertos-, impone al periodista como condición que no están permitidas las preguntas sobre los tiempos de perdición alcohólica del Tropicana, el Trobadour y otros antros. Tampoco pueden formularse cuestiones sobre los amigos y amigas de entonces.

Paradójicamente, el disco de Tom Waits que sale a la venta hoy, Bad As Me, tiene bastantes más baladas sinfónicas, similares a las de sus primeros discos, de las que esperábamos algunos, todavía deseosos de que el autor de Bone Machine (1992) -el mejor disco de su carrera- vuelva a la senda de la destrucción sonora y deje de imitarse a sí mismo.

Es como si Waits volviese a la senda del Sinatra turbio que fue cuando vivía con la gente con la que tiene prohibido hablar.

Mientras tanto, nos queda Weiss. En sí mismo una mala compañía.

Ánxel Grove