‘Anatomy Classroom’ – Foto: Lori Nix (lorinix.net)
«Hacemos pequeñas las cosas grandes» es el sencillo y críptico lema de Nix+Gerber. El dúo compuesto por las estadounidenses Lori Nix y Kathleen Gerber convierte el diorama en una realidad no siempre idílica, se desmarca del mundo perfecto de las maquetas y reproduce visiones que despiertan inquietudes y miedos, que generan preguntas.
Aunque construyen casi todos los elementos de las escenas en miniatura y tardan una media de siete meses en completarlas, el objetivo final del proyecto no es el diorama, sino la foto definitiva que Nix hará de él. La artista se considera «una fotógrafa más que una escultora, porque el producto final es una fotografía» y las obras nacen del deseo de «no buscar un motivo para la foto», sino crearlo desde cero.
‘Authenticité. The Syliphone Years. Guinea’s orchestres Nationaux & Federaux. 1965 – 1980’ – Album cover via Radio Africa
¿Buscando música caliente para encender la pobre brasa de una fiesta triste? ¿Escudriñando para encontrar beats que sustenten un trip-hop largo y sostenido?
Este es el escondite del tesoro: ocho mil temas de afro pop de Guinea grabados entre 1958, cuando el país se independizó de Francia, y 1964. Tenían el apoyo y la financiación del Gobierno del primer presidente del país, Ahmed Sékou Touré, un gran melómano que envió instrumentos y equipos de sonido a todas las ciudades importantes para impulsar la música popular.
Los discos, producidos y editados por la discográfica Syliphone, empresa también subvencionada por el Estado, eran emitidos por la poderosa señal de la Radiodiffusion Télévision Guinée (RTG), una de las de más alcance del continente, para que los otros países dedujeran que el fin del colonialismo llevaba aparejada la fiesta.
Supone el 80% de los residuos en mares y océanos, contamina las aguas liberando químicos tóxicos, ahoga y envenena a las especies marinas. El catastórifo círculo del plástico se completa cuando consumimos pescado o marisco: la basura se integra en nuestro cuerpo. Mientras tanto, en tierra, se amontona en los vertederos, listo para permanecer sobre la tierra una media de 1.000 años.
La siniestra radiografía se perpetúa, el problema empeora por toneladas. Como pequeña muestra sólo hace falta observar la rapidez con que se llena el cubo amarillo de los envases: muchas veces reciclar es un verbo vacío que nos ayuda a sentirnos mejor hasta que perdemos la basura de vista.
El holandés Dave Hakkens ha demostrado con otros proyectos sus ganas de afrontar problemas. Con Phonebloks ideó el concepto de un teléfono móvil con una plataforma base y los componentes en bloques para que pudieran reemplazarse y reducir así de manera drástica la chatarra tecnológica que generan por quedar obsoletos en un par de años. Ahora el diseñador busca una solución a uno de los problemas medioambientales más graves de nuestro tiempo: los residuos plásticos.
La fotógrafa Cristina de Middel (Alicante, 1975) se ha convertido, por uno de esos portentos que son posibles gracias a lo estrafalario del mundo que habitamos y padecemos, en una de las artistas españolas más reclamadas, premiadas, becadas y felicitadas.
Ejerció una década como fotoperiodista en diarios de provincias y de fotovoluntaria para organizaciones humanitarias. Además de desconsolarse y sudar por cada céntimo, se sentía quemada. En 2011 abordó la locura del arte con un proyecto que suena a chanza —Los Afronautas, una falsa fotonarración muy bien trabada (yo también caí, lo confieso) del intento de Zambia por entrar en la carrera espacial en los años sesenta—.
Ahora la exfotógrafa es una estrella.
Bastó que el maestro Martin Parr —un cronista de lo banal y el mal gusto, quizá el peor de los fotógrafos de Magnum y, tal vez como consecuencia, dueño de gran influencia en el mundo 2.0— recomendase un librito autoeditado por la española con la serie para que las alarmas saltasen y De Middel fuese considerada hype, moderna, imprescindible, multiplataforma…
La feria de fotografia PHotoEspaña programa este año una antología de la alicantina, Muchísimo, que se presenta con el mismo empaque que si se tratase de una creadora veterana y consolidada. La descripción de la muestra, que se celebra del 2 de junio al 31 de julio en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, huele a premio a toda una carrera:
Cristina de Middel (Alicante, 1975) es una de las artistas más relevantes de la fotografía española contemporánea. En 2012 publicó su libro ‘Afronautas’, una reacción a las limitaciones del lenguaje documental a la hora de describir y explicar el mundo. La relación entre la fotografía, la realidad y la verdad, junto con el papel que los medios de comunicación juegan en ella, se situó en la proa de sus inquietudes artísticas.
En esta exposición, la artista tiene como objetivo compartir sin filtros lo que estos años han dado de sí con respecto a la producción y repetición de copias fotográficas de exposición que difícilmente encajan con las bases del mercado y el coleccionismo. Las imágenes de la serie ‘Muchismo’ son todas las copias de su inventario con todas las variaciones y adaptaciones que responden a ferias, planos de sala y comisariados. Con esas imágenes contó sus historias, y ahora, como si fueran palabras en una frase, juega con ellas y las redescubre.
¿Cómo dibujarías una bicicleta sin tenerla delante? Confiando en la memoria y en la experiencia, deslizarías el lápiz sobre el papel dando protagonismo a los manillares, el sillín, el cuadro, las ruedas. Es probable que cometieras errores de bulto, al fin y al cabo es sólo un dibujo para plasmar una idea y nadie espera rigor técnico.
Gianluca Gimini hizo el experimento con «amigos y extraños al azar», les dio papel y boli y les pidió que, sin pensarlo demasiado y con la mayor espontaneidad posible, dibujaran una. «Pronto descubrí que, ante esta extraña petición, a la mayoría les costaba mucho recordar exactamente cómo está hecha una bici», relata el diseñador italiano en su página web.
Cubiertas de ‘Ciudad en llamas’ y ‘Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de ‘Vinyl’
La década de los años setenta fue la última de la que emanó el presentimiento constante de que todo estaba a punto de estallar, la creencia, como decía la canción, de que cualquier esfuerzo era inútil porque nadie saldría vivo del mundo y la opción más adecuada, quizá la única, era entregarse al torrente de la locura y arder en el magma de la disipación. Uno de los personajes del escritor Garth Risk Hallberg condensa la sensación en una imagen olfativa: «huelo a sangre de niño».
El autor de una de las novelas del año, Ciudad en llamas, no vivió el tiempo que narra —nació en 1979—, pero ha conseguido en su debut literario la crónica más detallada y pulsátil de los Bad Old Days, como llaman los neoyorquinos a los tiempos de la heroína, el desorden y el rock and roll. El libro, que en castellano ha sido editado por Random House [los fragmentos iniciales de cada bloque de la novela se pueden leer en estos vínculos: 1, 2, 3 y 4], viene precedido de los adjetivos promocionales de «nuevo clásico» y el autor recibió un adelanto de dos millones de dólares, el mayor nunca pagado por una ópera prima.
Ninguna de ambas circunstancias manchadas por la moda debe llamar a engaño: la novela es una fábula tétrica de un millar de páginas que se dejan leer con la adictiva naturalidad de un tóxico. Si el lector anhela una máquina del tiempo para conocer el lugar y el momento donde sucedió todo y de modo simultáneo, esta es su oportunidad. Lee el resto de la entrada »
En el tronco cortado a lo ancho, las finas circunferencias concéntricas (anillos) revelan la edad de los árboles —los seres vivos más longevos del planeta— desplegando una prodigiosa biografía. La ciencia de la dendrocronología analiza los surcos exactos como discos de vinilo, documentos gráficos de sequías, inundaciones, cambios en la estabilidad de la tierra y en el clima.
Los círculos rodeados de corteza y los cortes limpios y verticales de troncos de árbol son para la hawaiana Alison Moritsugu lienzos en los que pinta parajes naturales del pasado. Con los óleos de Log Series (Series de troncos), bellos de un modo canónico, la artista explora «los artificios de la pintura paisajística de los siglos XVIII y XIX».
Ese casi niño (acababa de cumplir 21 años) de la camisa a cuadros, las gafitas y el pelo orgullosamente necesitado de un buen cepillo soy yo. Sostengo un trapo negro —la única bandera que reconozco y siento, todavía hoy— atado a una rama de matojo —el más digno mástil—.
La foto, que hizo mi todavía amigo y entonces compañero en Periodismo en la Complutense Jorge García Rojas (Jorge G R Dragón para el e-mundo), muestra una estampa del Festival de los Pueblos Ibéricos, que se celebró hace hoy cuarenta años, el 9 de mayo de 1976, en un baldío de la Universidad Autónoma de Madrid en Cantoblanco.
Había razones para festejar: Franco había muerto unos meses antes y la valentía de la sociedad civil era manifiesta en los 50.000 que nos desplazamos, sin transporte especial ni refuerzo al deficiente interurbano de aquellas, para escuchar a una veintena larga de cantautores. Casi ninguno me gustaba demasiado, pero eran personas con coraje y desvergüenza, con ganas de revolvernos de la ceniza miserable de los años del fascio o el fascio-tecnócrata, que era algo así como una manera de gobernar a lo fascista pero enseñando tetas.
También había razones para el luto: el 3 de marzo, dos meses y poco antes del día del festival, la Policía había tiroteado a sangre fría en Vitoria a los trabajadores que celebraban una asamblea en la iglesia del barrio de Zaramaga. Primero lanzaron gases al interior del templo. Depués, con la única salida bien triangulada, dispararon como cazando conejos. Mataron a sangre fría a cinco personas —conviene recordar sus nombres: Pedro Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo García y Bienvenido Pereda Moral— e hirieron a cien más. Ninguno portaba arma más peligrosa que su conciencia libre.
Cuando acabaron la misión, un agente —quizá esté vivo, entre nosotros, adecuadamente feliz y cobrando jubilación—, dijo por la frecuencia de comunicaciones policiales:
— Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.
El hombre que estaba al frente de la cadena de mando de los pistoleros uniformados y con salario público era Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación —nombre que parecía más varonil que Interior a los franquistas—, personaje que sería futuro adalid de la democracia, un altísimo dirigente de empresas como Endesa y Sogecable y un etcétera que les ahorro porque asquea. Tiene ahora 84 años y soy sincero cuando le deseo que languidezca entre dolor y aflicciones lo que le quede de vida. Lee el resto de la entrada »
«Me suelen preguntar si hago mamíferos, como gatos o perros. Me interesan más los animales que la gente teme«. Cuando Edouard Martinet tenía 10 años le cautivó la complejidad de los insectos. En el colegio tenía un profesor que era entomólogo y supo contagiar a sus alumnos la fascinación por los invertebrados fundando un «club de la naturaleza», para el que capturaban ejemplares y los dibujaban.
El artista francés es ahora un lutier de la escultura que construye criaturas a partir de partes de bicicletas, coches, máquinas de escribir y cualquier elemento metálico que recuerde por su forma y textura a la anatomía de un animal. En su catálogo no sólo hay insectos, también peces y algún ave, criaturas menos cercanas a los seres humanos que los hermanos mamíferos.
El rock, al menos como solíamos entenderlo, era caliente como una bala, peligroso como una pistola e instantáneo como un disparo. Solía ser también sexi, adjetivo que cada uno debe rellenar con su propia imaginación.
Entre el 7 y el 9 de octubre se celebrará —jugaré a los opuestos— la más fría, tranquila y perpetua ceremonia que nunca imaginé. Añadiré el antónimo antisexi que falta, pero multiplicado por nueve, que era el número talmúdico de John Lennon: desagradable, asquerosa, repulsiva, hedionda, infecta, inmunda, nauseabunda, pútrida y mugrienta.