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Cuatro décadas del Woodstock antifranquista, el Festival de los Pueblos Ibéricos

Festival de los Pueblos Ibéricos - Foto © Jorge G R Dragón

Festival de los Pueblos Ibéricos – Foto © Jorge G R Dragón

Ese casi niño (acababa de cumplir 21 años) de la camisa a cuadros, las gafitas y el pelo orgullosamente necesitado de un buen cepillo soy yo. Sostengo un trapo negro —la única bandera que reconozco y siento, todavía hoy— atado a una rama de matojo —el más digno mástil—.

La foto, que hizo mi todavía amigo y entonces compañero en Periodismo en la Complutense Jorge García Rojas (Jorge G R Dragón para el e-mundo), muestra una estampa del Festival de los Pueblos Ibéricos, que se celebró hace hoy cuarenta años, el 9 de mayo de 1976, en un baldío de la Universidad Autónoma de Madrid en Cantoblanco.

Había razones para festejar: Franco había muerto unos meses antes y la valentía de la sociedad civil era manifiesta en los 50.000 que nos desplazamos, sin transporte especial ni refuerzo al deficiente interurbano de aquellas, para escuchar a una veintena larga de cantautores. Casi ninguno me gustaba demasiado, pero eran personas con coraje y desvergüenza, con ganas de revolvernos de la ceniza miserable de los años del fascio o el fascio-tecnócrata, que era algo así como una manera de gobernar a lo fascista pero enseñando tetas.

También había razones para el luto: el 3 de marzo, dos meses y poco antes del día del festival, la Policía había tiroteado a sangre fría en Vitoria a los trabajadores que celebraban una asamblea en la iglesia del barrio de Zaramaga. Primero lanzaron gases al interior del templo. Depués, con la única salida bien triangulada, dispararon como cazando conejos. Mataron a sangre fría a cinco personas —conviene recordar sus nombres: Pedro Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo García y Bienvenido Pereda Moral— e hirieron a cien más. Ninguno portaba arma más peligrosa que su conciencia libre.

Cuando acabaron la misión, un agente —quizá esté vivo, entre nosotros, adecuadamente feliz y cobrando jubilación—, dijo por la frecuencia de comunicaciones policiales:

— Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.

El hombre que estaba al frente de la cadena de mando de los pistoleros uniformados y con salario público era Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación —nombre que parecía más varonil que Interior a los franquistas—, personaje que sería futuro adalid de la democracia, un altísimo dirigente de empresas como Endesa y Sogecable y un etcétera que les ahorro porque asquea. Tiene ahora 84 años y soy sincero cuando le deseo que languidezca entre dolor y aflicciones lo que le quede de vida. Lee el resto de la entrada »

Esta ‘mujer’ es el pintor Francis Bacon travestido

Unknown Woman 1930s © John Deakin Archive

Unknown Woman 1930s © John Deakin Archive

Mujer desconocida, años treinta. Publicamos esta foto hace unas semanas en un artículo sobre el fotógrafo inglés John Deakin (1912-1972), a quien llamamos el «más loco, borracho y brillante de la bohemia del Soho londinense».

La pieza destacaba que Deakin, «inquietante, alocado y dictatorial», fue el «gran cronista de los antros» artísticos más hirvientes de la capital inglesa durante las décadas de los años cincuenta y sesenta y fabricó una íntima amistad con el pintor más salvaje del siglo XXFrancis Bacon, a quien retrató con dos piezas de carne de vacuno en la más intensa y descriptiva imagen nunca tomada del artista del chillido y la sangre.

Mediante el programa Animetrics, desarrollado con fines forenses y crimonológicos por la CIA, han comparado los rasgos faciales de la mujer desconocida de Deakin y con los de Bacon.

El resultado, revelado por el diario The Guardian, demuestra lo que ya habían anotado algunos biógrafos del pintor: entre los muchos juegos lúbricos del homosexual Bacon —algunos duros, como el sadomasoquismo— estaba también el travestismo y su colega Deakin camufló los datos del pie de foto para ocultar la pasión privada de su amigo. Paul Rousseau, gestor del archivo del fotógrafo, ha sido el primero en comprobarlo: localizó el negativo de la mujer desconocida en un grupo datado en los años cincuenta, no en los treinta.

Antes de 1967, el travestismo era considerado legalmente como una evidencia en las acusaciones contra los homosexuales en Inglaterra, de modo que tal vez Deakin deseara proteger a Bacon, aunque hay quien opina que mantuvo la foto oculta con intención de jugar una de las proverbiales bromas que gastaba a sus amigos. El fotógrafo, a quien Lucian Freud definió como «la Cenicienta y sus malvadas hermanastras en una misma persona», arrastraba un alcoholismo abrasivo y pernicioso que no lograba ser empañado por su genio y que le empujaba a las malas artes.

En 1972 a Deakin le diagnosticaron cáncer de pulmón, fue operado y murió a los pocos días de un ataque al corazón a los 60 años. En una póstuma decisión de mala baba, declaró en el hospital que su familiar más cercano era Francis Bacon, por lo que el pintor debió acudir a la morgue a identificar el cadáver. «Me pareció muy adecuado hacerlo», dijo el artista, «y muy de John la salida».

La vida privada de Bacon —que solía usar a menudo ropa interior femenina bajo la pana o el tweed— está plagada de rincones opacos sobre los que el artista nunca arrojó demasiada luz: a los 18 años vivió en el Berlín vicioso de la República de Weimar unos meses de decadencia y disolución, en los que probó por vez primera, dicen, los placeres que obtenía del travestismo, el sexo hardcore y la dominación (de niño era castigado con azotes de fusta por su cruel padre, un fracasado entrenador de caballos de carreras que perdió totalmente el control cuando descubrió al hijo, a los 16 años, con la ropa interior materna).

George Dyer retratado por Bacon en el estudio del pintor

George Dyer retratado por Bacon en el estudio del pintor

El autor de algunos de los cuadros más alarmantes (por lo que revelan de nosotros mismos) del siglo XX, tuvo muchos amantes ocasionales —»hombres con traje», les llamaba en genérico, sin otorgarles la mínima dignidad de un nombre—, con los que buscó siempre ser el dominado. Cimentó tres o cuatro relaciones duraderas, la más atormentada con George Dyer, que se suicidó con alcohol y barbitúricos en 1971, dos noches antes del estreno de la primera gran retrospectiva de Bacon en París, a la que el artista asistió sin aparentar las consecuencias de la tragedia, que luego plasmaría en uno de sus cuadros más desasosegantes: Triptych para marcharse a continuación a otro fin de semana de frenesí sexual en Tánger.

Cuando murió en Madrid en 1992, Bacon había viajado a la ciudad por varias razones: visitar de nuevo el Museo del Prado, donde permanecía horas ante los cuadros de Velázquez que se encargó de trastornar y reinterpretar; comer pescado en el restaurante La Trainera del barrio de Salamanca; emborracharse temerariamente para un tipo de 82 años en el Bar Cock de los divinos; ir a una corrida de toros a Las Ventas y, sobre todo, intentar recuperar el amor del joven de alta sociedad, José —nadie ha dado su apellido en público— con el que estaba liado. No lo consiguió.

Ánxel Grove