Entradas etiquetadas como ‘fotos’

Un falso pionero de la fotografía en color

Autorretrato de Bernard Eliers con los tres filtros de color. Entre 1934 y 1936 - Todas las fotos: Bernard Eliers, Archivos Municipales de Ámsterdam

Autorretrato de Bernard Eilers con los tres filtros de color. Entre 1934 y 1936 – Todas las fotos: Bernard Eilers, Archivos Municipales de Ámsterdam

El próspero comerciante Bernardus Fredericus Aloysius Eilers, que tuvo el buen juicio de sustraer nombres de pila y reducir su filiación a Bernard Eilers nació y murió en la misma ciudad, la acuática y silenciosa Ámsterdam (1878-1951). La circunstancia implica mesura, pero no debe llevar al error de considerar al equilibrado holandés un timorato. Al contrario, fue valiente, animoso e imparable en el ejercicio de la imaginación y la iniciativa. También supo venderse con eficacia.

Durante algunos años, en torno a 1935, cuando Europa vivía la bonanza merecida tras la I Guerra Mundial y no sospechaba que faltaba poco para que la demencia alemana provocara otra vez una segunda, Eilers gozó de fama por la patente de lo que llamó foto-chroma eilers, un sistema que tardó año y medio en desarrollar para conseguir imprimir fotos a color a partir de tres negativos, cada uno de ellos tomado con un filtro distinto: azul-violeta, verde y rojo-anaranjado.

Los holandeses, tan chovinistas como los que más, le llamaron «mago del color» y se jactaron de la invención de un proceso revolucionario, pero el error puede perdonarse por desconocimiento: en aquellos tiempos primarios en lo fotográfico, los avances técnicos se reducían a círculos de enterados. Es más que probable, sin embargo, que Eilers sí supiese que las imágenes a color, de proceso complejo y lento, es verdad, ya circulaban con asiduidad desde hacía varias décadas. La primera está datada en 1861 y las de colores separados habían sido perfeccionadas en 1911.

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Cuatro décadas del Woodstock antifranquista, el Festival de los Pueblos Ibéricos

Festival de los Pueblos Ibéricos - Foto © Jorge G R Dragón

Festival de los Pueblos Ibéricos – Foto © Jorge G R Dragón

Ese casi niño (acababa de cumplir 21 años) de la camisa a cuadros, las gafitas y el pelo orgullosamente necesitado de un buen cepillo soy yo. Sostengo un trapo negro —la única bandera que reconozco y siento, todavía hoy— atado a una rama de matojo —el más digno mástil—.

La foto, que hizo mi todavía amigo y entonces compañero en Periodismo en la Complutense Jorge García Rojas (Jorge G R Dragón para el e-mundo), muestra una estampa del Festival de los Pueblos Ibéricos, que se celebró hace hoy cuarenta años, el 9 de mayo de 1976, en un baldío de la Universidad Autónoma de Madrid en Cantoblanco.

Había razones para festejar: Franco había muerto unos meses antes y la valentía de la sociedad civil era manifiesta en los 50.000 que nos desplazamos, sin transporte especial ni refuerzo al deficiente interurbano de aquellas, para escuchar a una veintena larga de cantautores. Casi ninguno me gustaba demasiado, pero eran personas con coraje y desvergüenza, con ganas de revolvernos de la ceniza miserable de los años del fascio o el fascio-tecnócrata, que era algo así como una manera de gobernar a lo fascista pero enseñando tetas.

También había razones para el luto: el 3 de marzo, dos meses y poco antes del día del festival, la Policía había tiroteado a sangre fría en Vitoria a los trabajadores que celebraban una asamblea en la iglesia del barrio de Zaramaga. Primero lanzaron gases al interior del templo. Depués, con la única salida bien triangulada, dispararon como cazando conejos. Mataron a sangre fría a cinco personas —conviene recordar sus nombres: Pedro Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo García y Bienvenido Pereda Moral— e hirieron a cien más. Ninguno portaba arma más peligrosa que su conciencia libre.

Cuando acabaron la misión, un agente —quizá esté vivo, entre nosotros, adecuadamente feliz y cobrando jubilación—, dijo por la frecuencia de comunicaciones policiales:

— Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.

El hombre que estaba al frente de la cadena de mando de los pistoleros uniformados y con salario público era Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación —nombre que parecía más varonil que Interior a los franquistas—, personaje que sería futuro adalid de la democracia, un altísimo dirigente de empresas como Endesa y Sogecable y un etcétera que les ahorro porque asquea. Tiene ahora 84 años y soy sincero cuando le deseo que languidezca entre dolor y aflicciones lo que le quede de vida. Lee el resto de la entrada »

Iggy Pop se desnuda (otra vez)

Iggy Pop posa desnudo - Foto: Elena Olivo: Brooklyn Museum

Iggy Pop posa desnudo – Foto: Elena Olivo: Brooklyn Museum

Es el paradigma de la reiteración: Iggy Pop está desnudo. Otra vez. Ya vale.

El veterano cantante, que en abril cumple 69 años —juro que la cifra es correcta y no rebuscada en favor de la sexualización del texto—, acaba de enseñarlo todo a un grupo de alumnos de arte. No hay novedad: lleva sin camisa desde los ventipocos y al exhibicionismo añade la versión integral, sin pantalones ni ropa interior, con harta frecuencia.

Posando con languidez frente a 21 alumnos del Museo de Brooklyn, Iggy es el de siempre: despatarrado y crudo. Tuvo su gracia, pero empieza a sonar a el-abuelo-ha-vuelto-a-hacerlo.

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Una Polaroid al día desde los 22 años hasta la muerte a los 41

Primera y última foto del diario de Jamie Livingston

Primera y última foto del diario de Jamie Livingston

Entre la primera de las fotos, a la izquierda, y la última, hay una línea que no se interrumpe.

Entre la primera, el perfil eventual de dos muchachas, y la última, la perturbadora imagen doliente de alguien que presentimos enfermo de gravedad —el brazo abandonado, la mirada sin dirección, la bata lúgubre de los hospitales…—, hay seis mil fotos más, todas del mismo formato, todas tomadas con una de las mejores cámaras fabricadas por Polaroid, la SX-70.

Entre la primera, tomada el 31 de marzo de 1979, y la segunda, del 25 de octubre de 1997, transcurren algo más de 18 años y medio.

En la primera el fotógrafo tenía 22 años. En la última celebraba su 41º cumpleaños. Ese día fue también el de su muerte.

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Un gato (¡al fin!) que hizo algo decente por el arte fotográfico

Buzzer - Foto: Arnold Genthe. Dominio público

Buzzer – Foto: Arnold Genthe. Dominio público

Arnold Genthe (1869-1942) tiene asegurada una entrada en la historia de la fotografía por las desoladoras imágenes documentales con las que mostró al mundo el terremoto y posterior incendio que destruyó San Francisco en 1906. Había llegado a la ciudad en 1895 desde la natal Berlín para trabajar como profesor de fotografía y cinco años después había añadido al oficio el de retratista de estudio.

El seísmo destruyó el local, pero Genthe adquirió fama con la desgracia. Suya es la foto que quizá condense con mayor énfasis la tragedia, la titulada Looking Down Sacramento Street, San Francisco, April 18, 1906, donde la aberración no viene dada por los efectos drásticos de los entre 7,9 y 8,6 grados de magnitud del gran temblor, sino por las personas que ven las llamas y los cascotes como un espectáculo de fondo, mientras permanecen sentadas en sillas de tijera en una de las altas colinas de la ciudad de la bahía.

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Escuchando a Creedence en un Mustang en la base militar de los EE UU en Rota

"Up Around the Bend" © Christian Lagata -  www.christianlagata.com

«Up Around the Bend» © Christian Lagata – www.christianlagata.com

La canción y el Mustang vienen en el mismo paquete para Christian Lagata (Jerez de la Frontera, 1986).

La canción, Up Around the Bend, cantada y tocada por Creedence Clearwater Revival, que bajo ese endiablado nombre eran algo así como los Beatles de la clase obrera, el grupo de la gente que sudaba cuando hacía calor y no por ello se quedaba en cueros, de la gente que tenía vergüenza al estar con otra gente atacada por la risa boba causada por la marihuana… La canción, decía, es tan pura como el automóvil: pistones y gasolina, aceite y válvulas, una invitación condensada y simple para pisar el acelerador más allá de lo admitido por la ley.

¿Quién tiene derecho a ponerle límite de velocidad al atardecer?

Catch a ride to the end of the highway
And we’ll meet by the big red tree
There’s a place up ahead and I’m goin’
Come along, come along with me

Come on the risin’ wind
We’re goin’ up around the bend

En la foto del Mustang puede entreverse un cartel que tiene carga de copyright existencial: Bethel Baptist Church. Es fácil imaginar lo que sucede dentro del invisible local: una prédica sobre expiación y reptiles, pecado original e infierno.

La palabra de dios antes de activar el encendido del Mustang, escuchar a John Fogerty, ese tipo que tiene más derecho que el Hijo de Dios a ser llamado Jesús, quemar neumáticos y estar dispuesto a jugar a la ruleta con los kilómetros por hora.

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El fotógrafo discreto Jake Shivery y su cámara mamut

Mr. J. Shivery and Daisy, N. Syracuse, 2009 © Jake Shivery

Mr. J. Shivery and Daisy, N. Syracuse, 2009 © Jake Shivery

Les presento a Jake Shivery y su perra Daisy. El tercer y el cuarto elementos de la foto-ecuación están vinculados entre sí, son interdependientes: el coche —¿un Oldsmobile break?— es necesario para transportar la cámara, una Deardorff Deerdorff de gran formato de 8 por 10 pulgadas, una máquina de madera que pesa casi seis kilos y está construida a mano en piezas únicas. Desde 1916 es fabricada por la misma empresa, una firma familiar de artesanos.

No crean que se trata de un capricho de millonario esnob: el modelo que maneja Shivery sale por 1.897 dólares (unos 1.500 euros), bastante menos que los cacharros digitales de gama alta ensamblados en cadenas de montaje en factorías de Extremo Oriente que no soportarían una inspección laboral y dónde cada empleado merece la categoría de esclavo.

Shivery es un fotógrafo discreto que habita, como todas las almas cándidas que no necesitan del zalamero swing de las megaciudades, en el barrio de St. Johns, un suburbio del norte de Portland (Oregon-EE UU), un lugar donde convergen dos ríos y la luz es excelente porque las nubes son constantes y el alumbrado natural tiene la empañada resplandescencia del hemisferio norte.

Hace retratos con la cámara mamut tras buscar a desconocidos que le llamen la atención o volviendo a molestar a los amigos de siempre.

Mi ambición es tener fotos de un cierto grupo de gente, siempre las mismas personas, según pasa el tiempo: seguir retratándolos cuando tengas 35, 47, 52, 68, etcétera. ¿Hasta cuándo durará? ¿Cuánto aguantaré?… Bueno, todo lo que pueda. Mi horizonte es dejar de hacer fotos cuando me muera.

Le gusta callejear a primera hora de la mañana, cuando todavía tenemos en los ojos las cenizas de lo que hemos soñado, dice en una entrevista.

También confiesa no se trata de dinero, que el oficio no le da para vivir, y que se siente suficientemente retribuido si los modelos le invitan a unos tragos de «whisky matutino». Creo que el punto canalla también ennoblece los retratos.

Las fotos de Shivery han de ser por obligación posados —con una cámara de placas que pesa un quintal y un trípode de similar carga no estás como para capturar movimientos o gesticulaciones: sólo enfocar exige uno cuantos minutos, es decir, debes ser flemático y moroso—, pero aunque sepamos que la condición de momentos helados viene dada por los condicionantes de la artilllería pesada, hay un fundamento documental en la serie.

Durante casi una década (Shivery tiene un stream de Flickr donde se pueden ver fechas y localizaciones), el merodeador de la vieja cámara de placas ha censado a personas del mismo suburbio, repitiendo spot en muchas ocasiones —el patio de su casa es uno espacio al que regresa una vez tras otra—, sin intentar forzar los retratos, buscando la sutileza antes que la fanfarria.

Nada parecen tener que decir estos sujetos identificados casi registralmente —la inicial de su nombre, el apellido, el lugar y la fecha del crimen—: para el hombre-payaso ha terminado la función, la muchacha de la bicicleta ha dejado de pedalear, la señorita T. Mille, metida en el agua del río hasta las rodillas, mueve las caderas pero sin auditorio.

Sivery es un old timer con todas las consecuencias y pasa a papel las fotos por contacto, con lo que cada copia mide lo mismo que el negativo, 8 por 10 pulgadas (20,3 por 25,4 centímetros). Se siente cómodo siendo anticuado.

En el futuro cuando alguien vea una foto en papel sabrá que es del siglo XX. Contribuyo a que sea así. Podría hacer lo mismo con una cámara pequeña e imprimiendo en alta calidad, pero soy tozudo y me divierte mucho más hacer lo que hago y cómo la hago.

Un amigo de Shivery, Blue Mitchell, fundador y hombre orquesta de One Twelve Publishing, una de esas empresas de edición que trabajan en el milagro de que la fotografía siga siendo un arte en el que te manchas las manos y no un intercambio de estampitas digitales, ha organizado una campaña de micromecenazgo para intentar publicar las fotos de su colega. Aspiran a conseguir 18.500 dólares y, en el moment0 en que escribo esto van por 16.380. Quedan cuatro días para que se cierre el plazo. Me odio por llegar demasiado tarde a lo que de verdad importa. Hagan ustedes lo que puedan.

Bajo un retrato de Shivery y su cámara les dejo un vídeo del fotógrafo trabajando. Lleva el cigarrillo en la boca, la petaca de whisky siempre cerca y la Deardorff en la trinchera. Es una de las cinco partes de un documental más extenso [aquí están los demás capítulos: 2 |3 | 4 | 5] con una máquina de escribir, una perra, una partida de póquer, vías de tren, ríos y un tipo siempre mal afeitado y con ropa que parece de su abuelo con una cámara muy grande a cuestas.

Las fotos, y no hablo de tamaños evaluables con la incompetencia sentimental de las unidades de medición, son aún más grandes.

Jose Ángel González

Jake Shivery con su mamut © Jim Hair

Jake Shivery con su mamut © Jim Hair

La crónica de tres años con los pastores de renos de la Europa ártica

© Erika Larsen

© Erika Larsen

El pueblo sami —que en español suele denominarse lapón— reivindica la condición de etnia indígena de Escandinavia. Aunque no hay censos precisos, los sami son unas 130.000 personas y viven en un área de casi 400.000 kilómetros cuadrados de las zonas árticas de Noruega, Finlandia, Suecia y Rusia. Hablan diversas formas de la lengua sami, donde, con ecos del lenguaje vigoroso de las sagas nórdicas, vârrâ significa sangre; jiegηa, hielo, y goatte, casa.

Los sami gozan del asombro frecuente de las auroras boreales; veneran a la diosa Beiwe de la fertilidad, el sol y la cordura; deben luchar, sobre todo en Noruega, contra intentos de asimilación invasiva promovidos desde el poder central del Estado, y todavía se dedican a la ganadería y pastoreo del reno, ese majestuoso animal cuyo rango de visión alcanza el ultravioleta.

La fotógrafa Erika Larsen (EE UU, 1976), hija de noruego, vivió durante tres años en la población sami de Kautokeino, situada tres grados de latitud por encima del Círculo Polar Ártico. La localidad, donde viven menos de tres mil personas, tiene relevancia histórica: en 1852 estalló en el lugar una rebelión contra las autoridades noruegas que culminó con el homicidio de dos comerciantes y la posterior ejecución de los líderes de la revuelta.

Las fotos que Larsen ha reunido en la serie Sami, Walking with Reindeer (Sami, caminando con los ganaderos de renos) son una declaración de amor y un ejercicio de nostalgia por una arcadia nevada y de escasa luz solar. Cuando la fotógrafa regresó a Nueva York, cuenta en un texto con carácter confesional, sintió que «estaba dejando atrás el verdadero hogar, Kautokeino».

Acogida por una familia, los Gaups, Larsen se vió integrada en el círculo invulnerable que para los sami representan los lazos de sangre. Ayudaba en casa, asistió a clase, aprendió a hablar sami y a entender el blando poder que contienen las canciones yoik, que algunos estudiosos consideran la forma de canto folklórico más antigua de Europa. También, por supuesto, se convirtió en una experta en cocinar platos con reno, entre ellos el gamsu: el estómago del animal relleno de sangre y después cocido.

En las fotos se aprecia un poder vinculante. Siendo la familia el sostén primario de la sociedad en una región donde el clima nunca es un aliado, los retratos son un elemento de constancia de paso, reverencia hacia el pasado y reivindicación de la procedencia y en todo hogar se guardan con mimo extremo imágenes de los antepasados. De ahí que no haya afectación en las poses y que las miradas de los sami tengan una textura que concierne al ambiente: nitidez boreal.

La fotógrafa afirma que sus años sami le han cambiado la vida y enseñado una nueva forma  de relacionarse con el mundo y participiar de su engranaje. «Encontré una profunda paz mental y me propuse tener hijos, construir una familia. Todavía me mantengo en contacto esporádicamente con los Gaups, pero llevo a diario conmigo lo que aprendí de ellos. Me siento más cercana a mis instintos y necesito salir al campo… Los sami me enseñaron una forma nueva de vida».

Ánxel Grove

El fotógrafo de los últimos trenes a vapor

© O. Winston Link

O. Winston Link

Un cigarrillo bajo la luna, el canto oxidado de los grillos y la luna como referencia anímica: una cálida noche de verano en un pueblo rural y una locomotora de vapor cruzando el paisaje.

En 1955 O. Winston Link (1914-2001), que estaba de trabajo en una villa agrícola de Virginia, fue testigo de una escena similar. Tuvo el poder de una revelación y decidió dedicarse a narrar la belleza mecánica, la poesía poderosa, de los trenes que surcaban el amplio paisaje estadounidense. Entendió también que en un país de 40 millones de habitantes que compraban cada año una media de ocho millones de automóviles el futuro de los trenes de pasajeros tenía los días contados.

Fotógrafo publicitario, es decir, conocedor de los muchos modos de manejar el corazón interior de las imágenes, compuso el álbum póstumo de los trenes a vapor, condenados no sólo por la llegada de la cultura del automóvil, sino también por las maquinarias ferroviarias alimentadas por combustible diésel que empezaban a ser introducidas en casi todas las líneas.

Durante los cinco años posteriores al momento de iluminación, Link se dedicó a fotografiar los trenes de la Norfolk and Western Railway, la última línea estadounidense de tren que utilizó las maquinarias a vapor. Vendió la idea a la empresa ferroviaria e hizo centenares de fotos de los convoyes, la belleza de las proteicas locomotoras y su intermediación con los paisajes humanos y territoriales que atravesaban dejando tras de sí una columna de denso vapor de agua.

© O. Winston Link

© O. Winston Link

Link, era un publicista, ya lo he apuntado, y preparó algunas de las imágenes con formas de producción discutibles. Casi todas eran fotos nocturnas, iluminadas articial y dramáticamente con focos de todo calibre —la foto de la izquierda muestra al fotógrafo y su ayudante con el equipo—, y abundaba la manipulación: recogía extras para que colaborasen en la creación de coreografías falsas, pagaba diez dólares a una pareja para que cambiasen el coche cubierto por un descapotable  y, en el colmo del falseamiento, hizo un montaje bastante torpe —primera foto de abajo— para que la pantalla de un autocine mostrase la silueta de un avión.

Pese a las trampas, la colección de fotos de trenes de vapor que nos dejó Link detuvo la realidad para que ahora veamos lo que perdimos. No sólo retrató trenes, sino el momento de transición entre el romanticismo y la modernidad, entre la vida como avance y la vida como dispendio.

Ánxel Grove

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

© O. Winston Link

El director de «Smells Like Teen Spirit» quiere ser fotógrafo

A Samuel Bayer (Nueva York, 1965), a quien llaman The Bear (El Oso) por la altura y la pelambrera, le sonrió la suerte en 1991, cuando la discográfica DGC del sagaz multimillonario David Geffen, le puso 50.000 dólares en la mano para grabar el videoclip de la canción Smells Like Teen Spirit, de Nirvana. Bayer no sabe todavía hoy por qué le eligieron: no tenía experiencia de ningún tipo además de los vídeos que hacía a su familia. Quizá los productores y el grupo, sostiene, se quedaron prendados con la cinta demo que había remitido a la discografíca. «Era tan mala que debieron pensar que yo era muy punk», ha declarado.

Tras el videoclip, uno de los más difundidos y reverenciados del rock, a Bayer no han dejado de irle bien las cosas. Prolífico hasta la inconsciencia —le da igual dirigir cortos promocionales para Green Day, los Rolling Stones o David Bowie que para Natalie Imbruglia, Robbie Williams o Papa Roach—, se ha labrado fama de efectivo realizador, de esos que dan a sus obras un toque levemente sucio pero siempre suficientemente glamouroso para no desentonar con la decoración de las salas de estar de las clases medias.

Con las mismas mañas —garrulería simpática, belleza mancillada lo justo para no alcanzar la incorrección—, no ha dejado de llevarse premios en las dos últimas décadas como director de spots publicitarios para algunas de las megacorporaciones que explotan el marquismo consumista después de explotar previamente y con mayor intensidad a sus empleados en factorías camufladas en un sin número de aldeas invisibles del mundo pobre. Para completar currículo, en 2010 Bayer dirigió el remake de Pesadilla en Elm Street.

© Samuel Bayer

© Samuel Bayer

Bayer acaba de inagurar una exposición de fotos en una galería cuya ubicación geográfica es una declaración de principios: Beverly Hills. Se trata de 16 desnudos femeninos —con el vello púbico convenientemente rasurado— montados en forma de dípticos y trípticos verticales. La hoja promocional presenta las obras como «estudios contemporáneos de la forma femenina» y establece un cuando menos atrevido paralelismo con los trabajos de Diane Arbus y Robert Mapplethorpe.

No son las primeras fotos del realizador. Ya había aprovechado su envidiable agenda de contactos comerciales para hacer retratos de celebrities como los que abren esta entrada. También había tanteado con fotos que define, con descarado atrevimiento, como documentales.

Adivino en El Oso un desmedido intento por convertirse en el genio renacentista que no es. Adivino, sobre todo, un deseo no verbalizado de ser austero y profundo como el gran Anton Corbijn.

Mi recelo es que allí donde Corbijn retrata lo que ama, Bayer retrata lo que mola. El multiartista estadounidense sabe cómo vender unas Nike o una canción de los Strokes, pero jamás deja nada de sí mismo en una foto y nunca regresará al lugar donde la hizo.

Ánxel Grove