No era la primera vez, ni la segunda que pasaba por quirófano. De hecho faltaban quince días para su operación pero esta vez no lo afrontaba de la misma forma que en las anteriores. Había algo en él que presentía lo peor. No, no temía que la operación fuese a ir mal, o que el cirujano no pudiese quitarle el quiste del hígado. Más bien era otra cosa lo que le angustiaba. Su temor era no despertarse después de la anestesia y que el fin de sus días llegara en aquella mesa de operaciones. No osó comentarlo a su esposa ni a sus hijos, le hubiesen tildado de escabroso, irracional o exagerado. No obstante, a medida que se acercaba el día, aumentaba inexplicablemente su certidumbre.
Bien pensado tampoco era una mala muerte, más bien todo lo contrario, un trance suave, dulce, sin dolor. No con la mejor compañía ni en el mejor contexto, pero no se puede tener todo. Al mirar atrás en los años, se le antojaba que había honrado bastante su vida, había arriesgado, había amado, se había entregado a su profesión…Se sentía agradecido por las bendiciones, mas de sus entrañas nacía un gesto, un grito, una expresión rotunda que decía: ¡todavía no quiero morirme!
Insistente, una voz en su mente le decía que no importaba lo que el quisiera, pues ya estaba decidido. Con la persistencia de esta premonición, se desplegaron dos semanas hasta el crítico día. En el trabajo, él siempre tan enfocado en los resultados, cada interacción cobró una dimensión inusitada. Veía a las personas bajo una luz distinta. En la comida con su hermana, le enternecía ver en ella a la niña con quien había crecido y a la mujer en quien se había convertido. En el vermut con los amigos del sábado parecía que el sol de noviembre brillara más de lo normal a través de las nubes y los chistes malos mezclados con risotadas se le antojaban como la mejor música. Las competiciones de tenis de sus hijos adolescentes que tanta pereza le daban, esta vez le habían resultado apasionantes, y ellos ya tan mayores. Aquella noche en vísperas de la operación, el cuerpo aterciopelado de su mujer le meció suavemente en el éxtasis de ambos.
El hilo que cosía sus días antes del quirófano, era que en cada encuentro, en cada desenlace, sentía que sería la última vez. Muchas veces quiso decir te quiero, te aprecio, es maravilloso haberte conocido, o simplemente «gracias» a las otras personas. Y lo hizo pero no con palabras, sino con el gesto, con el pensamiento, con la intención.
Junto con la mayor intensidad de su experiencia, coexistía la constatación de que nadie ni nada le necesitaba para continuar. Sin lugar a dudas aportaba a la vida de los otros y formaba parte de distintos sistemas. Mas sabía que todo seguiría adelante sin él, lo que le entristecía y reconfortaba a partes iguales.
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(Olga Kononenko, UNSPLASH)
Los planetas giraron, las horas pasaron, llegó el día y empezó el ritual. Le recibieron en el templo del hospital. La enfermera sacerdotisa le describió lo que iba a ocurrir y lo que se esperaba de él. Fue al baño, se desnudó y se puso la bata. Después de un doloroso pinchazo fallido, le pusieron una vía en la vena. Le rasuraron la zona a operar. Tomó la pastilla que le dieron para quitarle los nervios. Se despidió de su mujer y se lo llevaron en silla de ruedas. Al llegar al quirófano le estaban esperando. Le acompañaron a levantarse y a tumbarse en la mesa sacrificial. No pudo hacer otra cosa. Luego, un velo denso lo cubrió todo.
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