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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

Archivo de la categoría ‘Columnas’

Los Quién

Ahí estaba. Tieso como una vela. Inmutable e impávido, soltando uno tras otro todos y cada uno de los hits que no pueden faltar en cualquier boda que se precie: fueron cayendo King África y sus Bombas, Paquito el Chocolatero, alguna sevillana que otra, Bisbales y Chenoas, Lady Gagas, Rihannas y Beyoncés. También lo más granado del pop español de los 80. «Perdona», le dije cuando la noche ya había avanzado lo suficiente como para que sólo quedáramos cuatro borrachos en la pista, «¿puedes poner algo de rock? Algo clásico, no sé, ACDC, los Ramones, los Who…». Tras teclear en el ordenador desde el que lanzaba las canciones, me miró con gesto de extrañado. «¿Los quién? ¿Cómo se escribe eso?». Me incorporé a su mesa de mezclas para indicarle. Había escrito H-O-O. «No, no», le corregí. «uve doble, hache, o. Los Quién».

Hubo en tiempo en que para ser DJ y cobrar dinero por ello hacía falta saber algo de música. Gracias, Internet, por esta nueva generación.


The Who – My Generation por Dan_of_the_Land

 

Anquilosados

«La música española está anquilosada», dijo, con cierta vehemencia –y un gin-tonic en la mano–, mi buen amigo Kike. «Nadie innova hoy en día, ni siquiera en el mundo indie», sentenció. «Hombre, hay quien sí innova», contesté apurando mi copa. «Así, a bote pronto, innova El Guincho, innovan Pony Bravo, Standstill…». «El Guincho vale», contestó. «¡Pero es que El Guincho es raro de cojones!».

Cierta razón no le faltaba: muchos grupos –al menos, en los terrenos del pop y el rock– suenan a otros grupos, como si los inescrutables caminos de la música no admitieran nuevas vías creativas. Como si, ante el panorama de que todo ha sido ya inventado ya, pocos se tomasen la molestia de ir un poco más allá y buscar un sonido propio lejos de las influencias más evidentes. Como si todo lo que hoy nos venden como nuevo estuviera ya más que trillado. ¿Lo está? Puede que sí. Puede que a nadie le importe lo más mínimo.

[Nota de sinceridad con el lector]: escribo estas líneas en plena escucha para los medios de comunicación del nuevo disco de Amaral, Hacia lo salvaje. Por alguna razón, me ha venido a la mente la conversación de anoche con Kike. «¿Te ha gustado?», me preguntan a la salida. «Sí, sí. Muy en su línea», contesto. «Lo van a petar». Y así lo creo.

Gracias, R.E.M.

Cuando una gran banda toma la decisión de separarse, se producen de manera prácticamente infalible e instantanea dos reaccciones contrapuestas. Por un lado están los que se entristecen sobremanera y le dedican toda una retahila de parabienes: para los fans, nunca hubo ni habrá nadie como ellos. Por el otro, abundan los que creen que hace mucho que pasó su momento, que sus mejores discos vieron la luz hace ya demasiado tiempo y que, desde hace años, se dedican poco menos que a dar palos de ciego.

El caso de R.E.M. no ha sido una excepción. Y a pesar de que es cierto que sus últimos álbumes no están a la altura de obras maestras como Out of Time o Automatic for the People, la mayoría de ellos mantuvieron el listón a una altura que ya quisieran para sí muchos de sus compañeros de generación, alguno de los cuales, dicho sea de paso, deberían tomar buena nota de cómo retirarse a tiempo y con estilo. R.E.M. lo han hecho.

Ayer se nos fue una banda única. Hoy su legado nos sigue perteneciendo a todos como parte de la banda sonora de nuestras vidas. Gracias por las canciones.

Los discos, esa mentira

En una ocasión, un buen amigo productor me comentó lo frustrante que resulta el hecho de que algunos músicos, cuando entran al estudio, pretendan grabar cosas que están fuera de su alcance. «A veces vienen guitarristas que emplean una tarde entera en grabar un solo», me comentaba. «No es que me importe, pues yo cobro por horas, pero me parece ridículo». Lo es.

La gran mayoría de discos de estudio están rodeados de un innegable aura de falsedad: profusión de arreglos innecesarios, correcciones a posteriori, tomas y más tomas hasta dar con la ejecución perfecta… El resultado, a menudo, hace parecer a las bandas infinitamente más virtuosas de lo que en realidad son, lo que produce sonadas decepciones entre sus fans cuando, a la hora de verles defender sus canciones en directo, comprueban hasta dónde son capaces de llegar realmente y sin ayuda de artificio alguno. Por eso valoro de forma especial los discos grabados con la banda al completo tocando en directo, como antaño y, en general, todos aquellos en los que el oyente puede apreciar claramente fallos e imperfecciones. Porque eso hace que suenen orgánicos, únicos y reales. Al fin y al cabo, y por el momento, la mayoría de la música sigue siendo cosa de humanos, no de máquinas.

Ilustración: María Gil.

Reinventar la música

Antes de verano, reflexionaba en esta misma columna sobre lo injusto de las condiciones que ofrecen las plataformas de streaming tipo Spotify a los artistas en materia de royalties por cada clic, e invitaba a sellos discográficos y artistas a alzar su voz contra un sistema que, a pesar de sus innumerables ventajas y su prometedor futuro, está lejos de ser equitativo para todos. Especialmente para los músicos, que paradójicamente siguen siendo los que menos dinero obtienen de la explotación de sus obras por parte de terceros.

Hace unos pocos días, Century Media (la más importante disquera europea de metal y un referente en cuanto a honestidad y buen hacer), retiraba todo su catálogo de Spotify con el objetivo de “proteger los intereses de sus artistas”, en una maniobra ciertamente controvertida que puede que imiten otros en un futuro no demasiado lejano. Pese a que muchos esperamos que la decisión sea reversible, Spotify debería tomar buena nota. Al fin y al cabo, en sus manos está perpetuar un modelo obsoleto o, por el contrario, reinventar la forma de consumir música para hacer de ella algo más democrático, accesible y rentable.

La vida pasa en verano

En verano conocí a la que hoy en día sigue siendo mi pareja. En verano tuve la fortuna de poder viajar a los lugares del mundo que me han marcado de manera más profunda y de conocer a algunas de las personas más interesantes que he tenido la oportunidad de cruzarme a lo largo del camino. También durante el verano sufrí algunos de los más dolorosos desengaños emocionales. Pero en todos y cada uno de esos momentos, sin excepción, la música estuvo presente para poner banda sonora a las tardes tórridas y las noches de brisa suave con las ventanas abiertas de par en par. Una canción, un disco. Varios.

Espero que tengas el tuyo a mano y disfrutes de este verano intensamente. Nos leemos a la vuelta.

Leer la música

«De gira con los Ramones» y «Paul McCartney. La biografía», han sido los dos últimos libros sobre música que han ocupado mi mesilla de noche. El primero (gracias por el regalo, Vicente) es un entretenidísimo compendio de las tropelías, desventuras y momentos de gloria vividos por la banda de punk más grande de todos los tiempos. Una obra que introduce al lector en el singular universo de los Ramones a través de los testimonios de sus protagonistas, bajo el hilo conductor del que fuera su manager durante 30 años, Monte A. Melnick. El segundo es un intrincado recorrido por la azarosa vida del ex Beatle, desde sus primeros pasos en el mundo de la música hasta la época actual, pasando por los momentos más álgidos de la Beatlemanía y la trágica muerte de John Lennon.

A pesar de haber leído ya unos cuantos títulos del género, nunca fui un gran aficionado a los libros sobre músicos y grupos. Al fin y al cabo, soy de los que se interesan más por la obra de un artista que por los pormenores de su vida personal. Y sin embargo, su lectura ayuda en ocasiones a comprender buena parte de su legado, contextualizar su obra y desentrañar los siempre misteriosos caminos de la creación musical. Y es que, de cuando en cuando, leer la música puede ser casi tan enriquecedor como disfrutar de una buena canción.

Terminados estos dos libros, y dado que el verano es una buena época para la lectura, cuéntame. ¿Cuál es tu libro preferido sobre música? A la vuelta de vacaciones compartimos pareceres.

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La SGAE del siglo XXI

La reciente detención de la cúpula de la SGAE debería servir para abrir un periodo de reflexión sobre su papel en la defensa de los derechos de autor. Más allá de los delitos que se imputan a los directivos -e incidiendo en la a menudo olvidada presunción de inocencia-, es evidente que la Sociedad ha cometido errores garrafales durante los últimos tiempos que han contribuido a situarla como una de las entidades más detestadas por el español medio, que la identifica inexorablemente con actividades poco honestas. No se puede decir que hayan hecho bien las cosas: desde el canon digital a sus desafortunadas persecuciones a pequeños comercios y ciudadanos por reproducir música sin derechos de autor. De las salidas de tono de Ramoncín a la Ley Sinde. La SGAE acumula sonoras meteduras de pata que no sería capaz de arreglar ni la mejor campaña de relaciones públicas de la historia. Y aun así, conviene recordar que la existencia de organismos como la SGAE es necesaria para velar por los derechos de autor. Eso sí, sin ostentar un monopolio de facto. Permitiendo que operen, a todos los niveles, otras entidades con otra una filosofía distinta sobre cómo gestionar esos derechos. Haciendo gala de una transparencia que impida que se produzcan tropelías como la que presuntamente han tenido lugar. Y sobre todo, con una mentalidad puesta en el siglo que vivimos y no en el anterior.

Dinero

«Hoy día, cualquiera puede grabar un disco por dos duros y que suene de puta madre». A mi amigo Ricardo, compañero de paseos de perros y cervezas, no le faltaba razón. Y sin embargo, se equivocan los que, llevando ese razonamiento un paso más allá, creen o tratan de hacer creer que, hoy día, hacer un disco, distribuirlo y promocionarlo está al alcance de cualquiera que posea talento, tiempo y un ordenador con conexión a Internet.

En la mayoría de los casos y estilos, conseguir que un disco suene decentemente implica una inversión considerable de dinero. Hay que grabarlo, mezclarlo y masterizarlo. Si el grupo no posee el respaldo de una discográfica que haga las veces de editorial para gestionar sus royalties, subirlo a una plataforma de streaming como Spotify conlleva un proceso engorroso, y permitir su descarga gratuita en la Red puede ser tan útil como abandonarlo en medio de un desierto. Buena parte de las salas de conciertos exigen condiciones leoninas, a menudo basadas en el pago por adelantado de cantidades desorbitadas en concepto de alquiler. La mayoría de las revistas de música independiente basan su modus operandi en el amiguismo y las modas efímeras. Los medios de comunicación masiva siguen (seguimos) pecando de clientelistas, dando prioridad a los productos de grandes multinacionales y considerando la música más como ocio que como cultura. En definitiva, el botón para hacer triunfar a una banda sigue estando, salvo excepciones, en manos de los de siempre, los mismos que hoy día continúan funcionando como hace una década: con un ejército de intermediarios absolutamente prescindibles dispuestos a llevarse el grueso del pastel por delante de las bandas, con la excusa de hacer llegar sus canciones al gran público.

Es posible que el mundo de la música se diriga hacia un paradigma más democrático gracias al trabajo de los que luchan, a base de honestidad y sudor, para que las cosas cambien poco a poco. Pero, hoy por hoy, esta industria sigue siendo un negocio en el que, como en casi todo, los más poderosos parten con una ventaja a menudo insalvable.

Ilustración: María Gil

La muerte del rock

Durante una entrevista reciente, un reputado guitarrista me argumentaba que el rock como fenómeno de masas murió hace ya mucho tiempo. «En el pop tienen a Lady Gaga», me dijo, «pero en el rock, la última gran estrella mediática fue Kurt Cobain. Después, ya no hubo nada».

No le faltaba cierta razón. Claro está que ha habido –y sigue habiendo– multitud de propuestas interesantes dentro del género, pero los grandes iconos de antaño brillan hoy por su ausencia. Apenas hay rock en las emisoras comerciales, y los únicos grupos capaces de llenar estadios triunfaron, en su mayoría, durante épocas de mayor esplendor musical. También de mayor monopolio de los medios de transmisión cultural por parte de una industria hoy en horas bajas.

De niño, yo soñaba con ser una estrella del rock. Emular a Jim Morrison, Freddie Mercury o Axl Rose, cuyos estribillos cantaba ante el espejo. Hoy los críos sueñan, como mucho, con imitar los pasos de baile del Justin Bieber de turno. ¿Significa eso que el rock ha muerto? No. Al fin y al cabo, siempre se encontró cómodo en las profundidades del underground.