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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

Archivo de la categoría ‘Joyas de otro tiempo’

Joyas de otro tiempo (V): Mississippi John Hurt

De entre todos los géneros capaces de hacer viajar al oyente a un pasado remoto, pocos lo hacen como el blues. No el electrificado, aquel que floreció en el Chicago de los años 50 de manos de los emigrantes del sur de EE UU, sino el que se facturó en la época de la Gran Depresión en el aún más deprimido delta del Mississippi. Hombres que, dedicados en cuerpo y alma a cultivar los campos de algodón, encontraron en sus viejas guitarras un medio de expresión con el que narrar con extrema crudeza sus historias de segregación y miseria.

La historia de John Smith Hurt, más conocido como Mississippi John Hurt (1893-1966) podría ser la de tantos y tantos músicos de aquella época. Nació, vivió y murió en el estado cuyo nombre se acabaría convirtiendo en parte de su apodo. Y sin embargo, durante un breve periodo de tiempo, la posibilidad de obtener un reconocimiento mayor llamó a su puerta. Hurt alternaba su trabajo en el campo con actuaciones puntuales en los clubes de su localidad, Avalon, hasta que el responsable de la discográfica Okeh Records, Tommy Rockwell, le dio la oportunidad de grabar ocho de sus canciones en Memphis. Sólo dos de ellas, Frankie y Nobody Dirty Business, vieron finalmente la luz, lo que le abrió las puertas para grabar un LP en Nueva York. Sin embargo, el disco no vendió lo esperado. Okeh entró en bancarrota y Hurt se vio obligado a volver a su tierra para seguir trabajando el algodón.

Es muy posibile que hoy no estuviéramos hablando de Mississippi John Hurt si no hubiera sido por la labor de Tom Hoskins, un joven entusiasta del blues primigenio que jugó un papel fundamental en el revival del género a mediados de los 60. Hoskins se afanó en recuperar el legado de Hurt, y siguó su rastro hasta el propio Mississippi. Cuando finalmente lo encontró en su casa de Avalon, en 1962, Hurt tenía 72 años y no entendió el entusiasmo de Hoskins por dar con él. «Llevamos años buscándote», le dijo Hoskins. El anciano Hurt, confundido, tomó a Oskins por un agente del FBI: «Se han equivocado de hombre, yo no he hecho nada malo». Cuatro años después de aquel encuentro, Hurt murió de un ataque al corazón.

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Joyas de otro tiempo (IV): Benny Goodman

Una vez más, os invito a un largo viaje en el espacio tiempo. Sólo hace falta trasladarse 7.045 kilómetros hacia el oeste y cien años atrás en la historia para, cual Richard Alpert cualquiera, aterrizar en Chicago y asistir en vivo y en directo al nacimiento de Benny Goodman, un hombre que en cuestión de un par de décadas iba a convertirse en el gran protagonista de la era dorada del swing. Oh sí, swing. Viajemos, pues.

Hasta mediados de los años 30, el jazz, el blues y el propio swing eran cosa de negros. No había más. Los negros ya no eran esclavos, pero la gran mayoría de sus trabajos consistían en servir o entretener a los blancos. Y qué graciosos y marchosos eran, oiga. Pero una vez más, y tal y como ha ocurrido desde entonces y hasta Eminem pasando por Elvis, tuvo que aparecer un blanco en escena para demostrar que a veces (y sólo a veces) lo podemos hacer tan bien como los propios negros. Y así, ni corto ni perezoso, aquel niño judío de gafotas se puso a soplar un clarinete. ‘Pues no la hace mal el chaval’, debió pensar su padre, y le puso a tocar en la sinagoga. Hizo bien.

Benny Goodman era un genio. Poco después de empezar a tocar, con sólo 12 años, ya era la estrella de la sinagoga de su barrio. A los 14 dejó los estudios para dedicarse profesionalmente a la música, y a los 16 se unió a la banda de Ben Pollack, quien años después sería apodado «el padre del swing». Como todo aquel que combina talento, tesón y buena estrella, Goodman se abrió un hueco en el mundo de la música para alcanzar el éxito.

El swing es esa música que te hace caminar como si acabases de echar el mejor polvo de tu vida. Ese ritmo que te hace bailar aunque no quieras. Esa sensación eléctrica que recorre tu cuerpo de la cabeza a los pies, pasando por los dedos de la mano, que chasquean a ritmo de bombos, cajas y timbales vertiginosos. Pura vida. Y el bueno de Goodman (valga la redundancia bilingüe), supo entenderlo y comunicarlo como nadie. Con 25 años formó su propia orquesta, alcanzó el número 1 con el single Moon Glow y formó por la prestigiosa emisora radiofónica NBC, para cuyo programa Saturday night Let’s Dance ofrecían una hora de música en directo. Aquello sólo fue el principio de una carrera imparable en la que coqueteó con otros estilos como el bebop o el cool jazz y realizó extensas giras junto a Louis Armstrong. Su vida, y sobre todo, su éxito, se plasmaron en la película de 1955 The Benny Goodman Story, protagonizada por Steve Allen y Donna Reed.

Benny Goodman falleció en 1986, a los 77 años. Concluyó así una vida dedicada al jazz en cuerpo y alma. Miembro del jazz hall of fame desde 1957, muchos le reverencian como el mejor clarinetista de la historia. Woody Allen, fan confeso, le ha rendido homenaje en la banda sonora de muchas de sus películas, contribuyendo a recuperar unos sonidos que para muchos nunca cayeron en el olvido. Pero por encima de todo, Goodman será recordado por abrir puertas y estar por encima de cualquier tipo de prejuicios. Y es que, al final y como siempre, para tocar una música u otra no es necesario pertenecer a una raza, religión o clase social concreta. Sólo hace falta tener alma, pasión y swing.

Joyas de otro tiempo (III): Blind Willie Johnson

Hay músicas que te transportan a otro tiempo. Sonidos que hacen viajar al oyente hacia épocas lejanas. Melodías que evocan lugares, momentos y sensaciones remotas. Y muy pocas lo consiguen como el blues, especialmente el de la primera hornada de músicos de la América profunda. Artistas que pusieron voz a toda una generación, aquella formada por la sociedad negra de finales de los años 20 en el sur de EE UU. Hombres que habían sido liberados de las cadenas de la esclavitud, pero no del estigma social. Músicos que dibujaron su mundo con pasión, autenticidad, crudeza y alma a través de canciones.

Blind Willie Johnson (1897-1945) fue el rey del slide. Pocos como él han manejado a lo largo de la historia una técnica que viajó de África a Norteamérica en barcos cargados de mano de obra esclava. Willie era ciego, aunque no de nacimiento. A pesar de que las razones de su ceguera nunca se supieron con certeza, su segunda mujer arrojó cierta luz al respecto en una ocasión, al relatar al célebre historiador de la música Samuel Charters que «cuando Willie tenía siete años, su padre pegó a su madrastra al encontrarla con otro hombre; la madrastra cogió lejía y se la tiró a la cara del joven Willie».

La historia del viejo Willie está plagada de dolor. Nació, vivió y murió en la más absoluta de las miserias, ofreciendo su música en la calle a cambio de la voluntad. Sufrió la triple discriminación que conllevaba ser ciego, negro y pobre en la América de la Gran Depresión, hasta el punto de que, cuando enfermó de neumonía, se le negó la entrada al hospital por ser invidente. Años antes, su humilde casa había sido pasto de las llamas, lo que le condenó a vivir en las ruinas de la misma a merced de un frío que, a la postre, acabaría con su vida.

Todo este sufrimiento se percibe a la perfección en sus composiciónes de blues y gospel, 30 de las cuales grabó para el sello Columbia. Hoy forman parte de la historia de la música. Y hoy os ofrezo una de ellas para, juntos, emprender un viaje con destino a un destartalado porche de Beaumont, Texas, donde los ecos de la vieja guitarra de Blind Willie Johnson aún perduran en el tiempo.

Joyas de otro tiempo (II): Wanda Jackson

Fnac de Bilbao, hace un año. A los responsables de la tienda se les ocurrió apostar por un disco de rock and roll de los 50 y ponerlo por megafonía durante todo el día. Funcionó. La gente empezó a preguntar quién era esa cantante de poderosa voz que sonaba por los altavoces. Y el disco comenzó a venderse como nunca antes. Paradojas del márketing de centro comercial.

Aquella voz era la de Wanda Jackson, la reina del rockabilly y la primera gran cantante femenina de rock and roll. La banda sonora perfecta de cualquier fiesta. Y también la excusa ideal para recuperar una serie que hacía tiempo que había olvidado. Mis perdones.

Wanda Jean Jackson nació en Oklahoma en 1937. Aún vive para disfrutar del éxito que cosechó durante su carrera, en la que compartió escenario y giras con Elvis Presley, Jerry Lee Lewis, Gene Vincent o Buddy Holy, quienes se rindieron a su manera única de fusionar rockabilly, country y gospel. Su reconocimiento es inmenso dentro de las fronteras de EEUU, mientras que en el resto del mundo, a pesar de sus numerosas giras, su repercusión fue más moderada.

En los últimos años ha colaborado con gente como The Cramps, Elvis Costello, Lee Rocker o The Alligators, y recientemente se ha sabido que grabará un disco producido por Jack White. Aunque los años no pasan en balde y las arrugas han hecho estragos (son ya 72 añazos), aún se intuye esa belleza tan singular, ese aire de pin up del rock and roll que en su día tuvo.

La manera de cantar de Wanda es tan sensual como terriblemente salvaje. Su música transporta al oyente a una época en la que las cosas se hacían de una forma radicalmente distina. El rock and roll estaba en plena eclosión y los discos se grababan como siempre debieron hacerlo: de manera directa, concisa y alejada de las superproducciones pomposas y multimillonarias que llegarían décadas después. Pura alma, cero maquillaje. Sus canciones tienen la capacidad de llegar a lo más profundo, no sólo a la hora de hacerte bailar, sino también a la de conmoverte. Y es que el registro de Wanda da mucho de sí.

Os invito a descubrir la música de Wanda Jackson, si es que aún no lo habéis hecho. Podéis encontrar todos sus discos en Spotify y, cómo no, en multitud de servidores de descarga directa y P2P de todo pelaje. Y si encontráis alguno de sus discos en una tienda, os recomiendo haceros con él. Merece la pena.

Joyas de otro tiempo (I): Wynona Carr

Abundan las novedades. A veces, en exceso. Estamos sobresaturados de grabaciones recién salidas del horno. No es algo necesariamente negativo -entre ellas siempre se pueden encontrar grandes discos-, pero en ocasiones conviene echar una mirada al pasado para redescubrir auténticas joyas, muchas veces injustamente olvidadas. No hablo de los 90 ni de los 80. Ni siquiera de los 70 o los 60, las dos décadas doradas de la música, sino de antes.

Con esta serie que hoy comienza me gustaría compartir con vosotros algunos de mis artistas preferidos de los 50 hacia atrás. Y, como siempre, pedir vuestra colaboración para, entre todos, convertir esta serie en un interesante intercambio de propuestas musicales de la vieja escuela.

Hoy, con todos vosotros, Wynona Carr.

Wynona Merceris Carr estaba destinada a dedicarse a la música. Nacida en 1925 en Cleveland (Ohio, EE UU), desde muy pequeña se dedicó a estudiar piano, canto y armonía en el Cleveland Musical College. Sus dotes la llevaron al coro de góspel Wings Over Jordan Choir, de allí a formar su propio grupo, The Carr Singers, y más tarde a unirse al popular conjunto The Pilgrim Travelers.

Cuando Art Rupe, dueño de Speciality Records, la escuchó cantar, quedó sorprendido: aquella no era la clásica voz de góspel. Carr era contralto, la voz femenina más grave, y eso le confería una personalidad especial. Además, Wynona escribía sus propias canciones. Lo tenía todo.

Entre 1949 y 1954, y bajo el nombre de Sister Wynona Carr, nuestra protagonista grabó un puñado de singles de góspel. Pero el público no respondió, y Carr apenas triunfó tímidamente con un curioso sencillo de 1952, «The Ball Game», que relacionaba el góspel y la religiosidad con el baseball.

Pese a los sucesivos reveses, Carr no desesperó. Conocía su potencial, y su abanico musical iba mucho más allá del góspel. Pidió a Rupe que le dejara coquetear con estilos como el R&B y el rock and roll, y entre 1955 y 1959 grabó una colección de poderosos singles como «Jump Jack Jump!» o «Hurt me» que la llevaron a actuar por varias ciudades del país. Aquella fue su etapa más prolífica e interesante.

Cuando todo parecía ir bien, la mala suerte llamó a su puerta. En 1959 fue diagnosticada de tuberculosis, lo que la alejó de los planes promocionales y forzó su salida de Speciality Records en el verano de 1959. Su carrera se vino abajo, no sin antes llevar a cabo un último intento con un álbum pop editado en 1961 por el sello de Frank Sinatra, Reprise Records. Fue un rotundo fracaso comercial.

Wynona volvió a Cleveland y su música cayó en el olvido. Pocos se acordarían de ella hasta que, muchos años después, en 1992, el sello Ace Recordings recuperó sus singles con la edición de dos discos, «Dragnet For Jesus» -que recopilaba todos sus temas góspel-, y «Jump Jack Jump!», que hacía lo propio con su etapa de rock and roll y R&B. Muchos reivindicaron entonces su legado, pero Carr no vivió para verlo: tras mudarse a la ciudad que la vio nacer, cayó en una larga y profunda depresión. Falleció en 1976.