«Hoy día, cualquiera puede grabar un disco por dos duros y que suene de puta madre». A mi amigo Ricardo, compañero de paseos de perros y cervezas, no le faltaba razón. Y sin embargo, se equivocan los que, llevando ese razonamiento un paso más allá, creen o tratan de hacer creer que, hoy día, hacer un disco, distribuirlo y promocionarlo está al alcance de cualquiera que posea talento, tiempo y un ordenador con conexión a Internet.
En la mayoría de los casos y estilos, conseguir que un disco suene decentemente implica una inversión considerable de dinero. Hay que grabarlo, mezclarlo y masterizarlo. Si el grupo no posee el respaldo de una discográfica que haga las veces de editorial para gestionar sus royalties, subirlo a una plataforma de streaming como Spotify conlleva un proceso engorroso, y permitir su descarga gratuita en la Red puede ser tan útil como abandonarlo en medio de un desierto. Buena parte de las salas de conciertos exigen condiciones leoninas, a menudo basadas en el pago por adelantado de cantidades desorbitadas en concepto de alquiler. La mayoría de las revistas de música independiente basan su modus operandi en el amiguismo y las modas efímeras. Los medios de comunicación masiva siguen (seguimos) pecando de clientelistas, dando prioridad a los productos de grandes multinacionales y considerando la música más como ocio que como cultura. En definitiva, el botón para hacer triunfar a una banda sigue estando, salvo excepciones, en manos de los de siempre, los mismos que hoy día continúan funcionando como hace una década: con un ejército de intermediarios absolutamente prescindibles dispuestos a llevarse el grueso del pastel por delante de las bandas, con la excusa de hacer llegar sus canciones al gran público.
Es posible que el mundo de la música se diriga hacia un paradigma más democrático gracias al trabajo de los que luchan, a base de honestidad y sudor, para que las cosas cambien poco a poco. Pero, hoy por hoy, esta industria sigue siendo un negocio en el que, como en casi todo, los más poderosos parten con una ventaja a menudo insalvable.
Ilustración: María Gil