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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

Archivo de la categoría ‘Columnas’

Inglés: así, no

Resulta descorazonador escuchar a determinadas bandas españolas cantar en inglés. Una cosa debería estar clara: si has decidido usar en tus canciones una lengua que no es la tuya –opción, por otra parte, totalmente lícita–, debería ser requisito indispensable hacerlo con un dominio mínimo de la misma en materia de pronunciación y vocabulario. En caso contrario es mejor ser valiente, sacudirse los complejos y lanzarse a escribir en el idioma en que uno piensa, habla y sueña.

Una anécdota: en una ocasión le puse a un amigo neoyorquino una canción de una banda española de entre las que apuestan por el idioma de Shakespeare. ¿Qué ocurrió? No entendió ni la mitad y le provocó una gran sonrisa. La misma que se nos dibuja en la cara a nosotros al escuchar el spanglish de Isla de Encanta, de los Pixies, o la reciente adaptación al castellano de Dawned on me de Wilco, traducida como Me avivé.

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Querida SGAE

El grupo sevillano Pony Bravo, conocido, además de por la originalidad de su musica, por su política en favor de la libre circulación de sus canciones, ha remitido una carta al nuevo presidente de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), Antón Reixa. En ella, y a través de su abogado, David Bravo, le instan a reunirse con ellos para hablar sobre las licencias Creative Commons –bajo la que también funciona este diario– y de las que son firmes defensores.

Pero la carta va más allá de una simple invitación para hablar de cómo se gestionan los derechos de autor en este país. Y es que la de Pony Bravo, como la de otros tantos, es una situación difícil: al no pertenecer el grupo a la SGAE, y según denuncia Bravo, no pueden reclamar un euro de los derechos que genera su música. Un dinero que, sin embargo, sí recauda la Sociedad. Son parte de los llamados «derechos anónimos», una vía por los que se calcula que, al año, la organización ingresa (y no reparte) unos 10 millones de euros.

Es tiempo de poner solución a una situación a todas luces injusta y que no hace ningún bien por la música de este país. Porque, aunque muchos pensamos que la existencia de un organismo como la SGAE (o similar) es necesaria, no es menos cierto que la manera de gestionarla está más que obsoleta: hace ya unos cuantos años que las nuevas tecnologías dieron paso a un escenario en el que ya no valen las políticas que en el siglo pasado engordaron los bolsillos de algunos de manera obscena, cuando no abiertamente criminal. Toca cambiar. Y de paso, acabar con situaciones tan absurdas como la de Pony Bravo.

«Estimado Sr.: 

Le escribo en nombre del grupo musical Pony Bravo y por su expreso mandato. 

Mi representado es un grupo de música cuyas obras, creadas e interpretadas por ellos mismos, son difundidas con licencias Creative Commons. Como usted cononce, este tipo de licencias permite a los autores la gestión de sus propios derechos patrimoniales, decidiendo qué derechos desean reservarse y cuáles prefieren ceder al público. Pese a algunas manifestaciones que sostienen equivocadamente lo contrario, los grupos que se acogen a este tipo de licencias no están realizando ataque alguno a los derechos de autor sino que se limitan a realizar un legítimo ejercicio de los mismos. 

Con la convicción de que los nuevos tiempos han supuesto un radical cambio de paradigma, los grupos con obras licenciadas con Creative Commons han decidido aprovechar el impulso de la corriente provocada por las nuevas tecnologías en lugar de tratar de frenarla con las manos. De este modo, y sin que eso signifique en absoluto renunciar a cobrar por su trabajo, grupos como Pony Bravo tratan de lograr esa justa remuneración por cauces distintos a los que consideran incompatibles con los nuevos usos sociales y con la deseable expansión y libre distribución de los bienes culturales. 

Las obras de Pony Bravo no están incluidas en el repertorio de SGAE al no estar sus autores asociados ni a esta ni a ninguna otra entidad de gestión del mundo. El problema con el que nos encontramos es que, pese a ello, su entidad cobra por autorizaciones de repertorio o por derechos de gestión colectiva obligatoria, por lo que percibirían cantidades que corresponden a mis mandantes y que estos no reciben por no ser socios de su entidad. Tal y como consta en su reglamento, las cantidades recaudadas que no son repartidas entre los socios quedan pendientes de su reclamación por estos durante cinco años, pasados los cuales se integran en el patrimonio de esa entidad de gestión y para cumplir los fines determinados en sus estatutos. 

Tal y como informó el periódico Público en enero de 2011, el 15% de los derechos recaudados pertenecen a esta categoría, de manera que cada año SGAE se quedaría con unos 10 millones de euros por derechos recaudados y no repartidos. Mis representados, Pony Bravo, se encuentran en esa situación como tantos otros grupos que usan licencias Creative Commons y desean reclamar los derechos devengados por sus obras. 

El obstáculo que se encuentran los grupos que usan este tipo licencias para poder recuperar las cantidades recaudadas por su entidad es que se les exige para ello que se hagan socios dado que SGAE solo reparte entre estos. Sin embargo, mis representados no desean ser socios de SGAE por diferentes motivos y, entre ellos, la incompatibilidad que supone cederles a ustedes en exclusiva la gestión de sus derechos y, al mismo tiempo, autogestionarlos con Creative Commons, si bien ya han anunciado ustedes cambios futuros en este sentido. Entendemos que obligarnos a ser socios de su entidad para que ésta no se quede con las cantidades que pertenecen a mis representados es contrario al derecho constitucional de asociación que entraña, no solo el derecho a asociarse con quien se desee, sino también el de no hacerlo. 

Por otra parte, quedarse con las cantidades generadas por las obras de mis representados entendemos que es un caso de enriquecimiento injusto al reunir todos sus requisitos. Según las sentencias del Tribunal Supremo de 2 de julio de 1946 y de 20 de abril de 1947, entre otras, son tres los requisitos que han de cumplirse para que una demanda por enriquecimiento injusto prospere: la existencia de enriquecimiento del demandado, la de un correlativo empobrecimiento del demandante y la ausencia de una causa legal de justificación en el enriquecimiento producido. 

Cuando se plantean este tipo de argumentos a SGAE es común que aleguen que nada ilícito hay en su forma de proceder y que, justa o injusta, su actividad está amparada por la ley. Sin embargo no se exige para la prosperabilidad de la acción de enriquecimiento injusto que la actividad del demandado haya sido ilícita, sino únicamente que su enriquecimiento no esté justificado. O lo que es lo mismo, que la actividad del demandado no sea ilícita no significa que las cantidades que ha obtenido estén justificadas. 

En ese sentido, la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de octubre de 2003, manifiesta que: 

“La teoría del enriquecimiento injusto no requiere para su aplicación que exista sólo mala fe, negligencia o acción culpable de ningún género, ni conducta ilícita por parte del enriquecido, sino simplemente el hecho de haber obtenido una ganancia indebida, es decir, sin causa y sin derecho, lo cual es compatible con la buena fe”. (Sentencias de 12 de abril de 1955 y 27 de marzo de 1958). 

Estamos absolutamente seguros de que el cambio de presidencia en SGAE y el autoproclamado cambio de rumbo no significará una mera dulcificación de las formas de dirigirse a la sociedad sino un cambio de fondo en aquellas actividades que son manifiestamente injustas. Es por ello por lo que le solicitamos una reunión para poder tratar esta cuestión y poder solventar este problema, con objeto de que pueda crear un precedente al que puedan acogerse todos los autores y grupos que esten en nuestra misma situación. 

Quedando a la espera de sus noticias, reciba un cordial saludo.»

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Música de negros

Hubo un tiempo no muy lejano, a finales de los años 50 y principios de los 60, en el que carteles como éste se distribuían por las calles de Nueva Orleans. «Ayude a salvar a los jóvenes americanos. No compre discos de música negra», reza su encabezado, bajo el que se pueden leer, entre otras cosas, frases como «los gritos, las letras idiotas y la música salvaje de estos discos están menoscabando la moral de nuestros jóvenes». Aquellos eran tiempos difíciles. Rosa Parks había encendido la mecha de los derechos civiles en EE UU al negarse a ceder el asiento a un blanco, tal y como obligaba la ley. Bessie Smith se había desangrado tras un accidente de automóvil por no poder entrar a hospitales para blancos. Y el temido Ku Klux Klan se encontraba en su momento de máximo apogeo. En ese marco social, la música, como incomparable vehículo de comunicación de ideas y sensaciones, fluía sin parar. Otis Redding, Sam Cooke, Chuck Berry, Bo Didley, Little Richard… todos negros. Los blancos trataban sin éxito de mantener a sus vástagos a salvo de la inevitable mezcla con una cultura que, en lo musical, le daba mil patadas a todo lo que estaba haciendo la clase dominante. Y de hecho, no tardaron en llegar las versiones blancas (y algo domesticadas) de los mismos géneros que practicaban los negros.

Por una serie de casualidades, en el lapso de un par de días he tenido ocasión de entrevistar a Jimmy Cliff y a Public Enemy, dos nombres que, desde ópticas tan distintas como el reggae y el rap, comparten su condición de iconos históricos en la lucha por la igualdad racial. También de ver el documental Marley, del que os hablé en el último post, y bajo el que subyacía un mensaje similar. Esta mañana he encontrado este cartel navegando por la Red y he sentido la irrefrenable necesidad de recordar lo imposible que sería imaginarse la música si no hubiera sido por los negros. No tendríamos rock and roll, ni blues, ni jazz, ni rap, mi reggae. Y aunque es de sobra conocido, nunca está de más volver a recordarlo.

Gracias, Dios, por los negros y por su música salvaje, sus letras idiotas y sus gritos.

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Voluntarios

Les presento. Estos 185 mozalbetes de la foto se hacen llamar «voluntarios». En realidad esa es la denominación  que les da el festival Rock in Rio, de cuya nueva e inminente edición forman orgullosa parte. Y no está mal traída la palabra, no: son voluntarios porque van a trabajar gratis en el macrofestival que se celebra en Arganda del Rey. Bueno, gratis no: a cambio les dan una entrada para un día y un diploma «que acreditará la experiencia adquirida en este importante evento», según aclara la web de Rock in Rio. Vamos, que después de currar les dan palmadita en la espalda y hale, a ver a los Maná. Y ellos, tan contentos.

Que el mundo está lleno de gente ávida de aprovecharse de los demás no es nada nuevo. Que haya tanta gente dispuesta a prestarse a participar en tan cutre tocomocho ya resulta más inverosímil.

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Usar y tirar

A mi vecino, que es una especie de mezcla entre Jaime de Marichalar y David Beckham, le apasionan los Black Keys. Fue uno de los primeros en conseguir entradas para su concierto en el Palacio de los Deportes del próximo mes de noviembre, y a menudo baja las ventanillas de su flamante Audi A3 para que todo el barrio escuche a toda hostia, quiera o no, los riffs de ese gran disco que es El Camino, y que les ha llevado a alcanzar cotas de popularidad impensables hace no tanto tiempo . Convertirte en el grupo de moda tiene estas cosas: gustas incluso a la gente a la que la música no le interesa lo más mínimo, más allá de su condición de producto de usar y tirar. Lo curioso del asunto es que, si hace un par de años le hubiese puesto un tema de Black Keys a mi vecino, a buen seguro hubiera torcido el morro. Probablemente habría dicho que son unos barbudos perroflautas. Y que lo que mola son The Killers.

Courtney, Dave y el circo rosa del rock

Hay ocasiones en que la frontera entre la información relacionada con el mundo de la música y la referente al del corazón se desdibuja casi completamente. Ayer, infinidad de medios digitales se hicieron eco de la nueva y delirante polémica entre la viuda del desaparecido Kurt Cobain, la siempre desequilibrada Courtney Love, y el líder de Foo Fighters y ex batería de Nirvana, Dave Grohl. A través de su cuenta en Twitter -una cuenta, por cierto, privada a la que ha tenido acceso el sitio web gawker.com-, Love ha acusado a Grohl de haber intentado seducir a su hija, Frances Bean Cobian, de 19 años. La líder de Hole asegura, además, que Grohl padece algún tipo de «patología» obsesiva con Kurt, y deduce que es él con quien realmente le hubiera gustado acostarse, de ahí que, por ejemplo, fichara en su día para tocara Foo Fighters a un batería que guarda un gran parecido con el propio Cobain.

No, no se ha confundido el astuto lector. Este no es un nuevo post de mi compañera Rosy Runrún y su blog sigue esteando en el mismo sitio de este mismo diario. Pero hay que saber hacer de todo: quién sabe qué tipo de habilidades requerirá el periodismo del mañana.

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Los músicos y la huelga

Hace unos días, la revista Rolling Stone publicaba un artículo en el que preguntaba a varios músicos sobre su postura de cara a la huelga general de ayer. Entre los más entusiastas defensores del paro, Ramoncín, Love of Lesbian, Depdro o Joaquín Sabina. Y, sin embargo, quienes realmente daban en el clavo eran los legendarios Obús: «Si los músicos tuviéramos que protestar, haríamos huelga todos los días del año», apuntaba su líder, Fortu. No exagera: trabajar en este mundo es sinónimo de precariedad. Los músicos actúan por cantidades de dinero que no llegan siquiera a la categoría de miserable. Conozco técnicos de sonido de salas de renombre que no tienen ni han tenido jamás un contrato ni tienen a nadie que defienda sus derechos laborales. Y sacar adelante una banda conlleva, salvo en contadas ocasiones, perder bastante más dinero del que se ingresa. Esa es la cruda realidad del día a día del músico.

Siempre tarde

Con la ayuda de algún que otro amigo experto en la materia, he decidido zambullirme en el -para mí- desconocido mundo de Twitter. Lo hago, en principio, con el objetivo de promocionar mi grupo de música, más que con el de informar al resto del mundo sobre los pormenores de mi vida personal.Y de la misma manera que me ocurrió hace ya bastante tiempo con Facebook, tengo la sensación de llegar un poco tarde.

Es la misma sensación que percibo cuando levanto la tapa de mi viejo Nokia, que ni es táctil, ni es smart, ni hace virguería alguna, pero funciona y resiste los golpes que da gloria (todos lo sabemos: cuanto más viejo es un cacharro, más tiempo nos dura. Caprichos de la obsolescencia programada). La misma sensación que cuando me preguntan si tengo whatssap o wifi en el móvil. E incluso la misma que cuando veo a la gente sacar su teléfono para mirar el correo cada cinco minutos cuando, en medio de una conversación, se produce el silencio más breve y mímimamente incómodo, momento en el que todos echan mano a su pequeño e inteligente celular. Nos estamos volviendo idiotas, pienso. O quizá el idiota soy yo, pues reconozco que, muy probablemente, haría algo similar si uno de esos prodigiosos aparatos cayese en mis manos. Porque una cosa está clara: determinados artículos de consumo pasan de sernos muy útiles a resultarnos absolutamente indispensables con una facilidad pasmosa. Somos así. Y así, todos acabamos pasando por el aro antes o después. Yo también lo haré. Aunque es posible que, cuando lo haga, vuelva a ser tarde.  Como siempre.

Quizá sea hora de reivindicar un poco más de impuntualidad tecnológica.

Soñar la música

Esta mañana me he levantado algo confuso. Recordaba vagamente lo que había soñado sólo unos momentos antes pero, más que cualquier imagen, tenía una canción adherida a la cabeza. Su estribillo ha estado poderosamente fijado a alguna remota parte de mi cerebro durante toda la noche, poniendo banda sonora a mis caóticos sueños, repitiéndose una y otra vez como un disco rallado. Aún debatiéndome entre la estrecha frontera que los separa débilmente de la vigilia, me he dirigido a la cocina para preparame un café. Allí, justo antes de que rompiera a hervir inundando la casa con su estimulante olor, me he dado cuenta de la anomalía: nunca he escuchado esa canción. No existe en ninguna parte, salvo en mi cabeza. Y a los pocos minutos, la he olvidado sin remedio. Ahora sólo espero que llegue de nuevo la noche para, quizá, volver a soñarla otra vez.

(Ilustración: María Gil).

 

El eterno debate

Antes de ayer, mientras veía en la tele la muy decepcionante Alcatraz, la nueva serie del creador de Perdidos, el primer anuncio del intermedio me hizo saltar del asiento. Ahí estaba Álvaro, amigo de la adolescencia, anunciando un coche en el que «cabe todo, hasta un concierto de The Right Ons», su banda de soul y rock and roll de ls que hemos hablado en alguna ocasión.

Aunque la primera reacción fue de sorpresa, no puedo sino alegrarme por ellos. Cuando una banda alcanza cierto estatus –especialmente el que conlleva aparecer en televisión o en determinadas radios comerciales– a menudo surgen un sinfín de voces en contra de su decisión de formar parte del entramado mainstream. El debate es tan eterno como absurdo: al fin y al cabo, en los planes de casi cualquier banda está el intentar hacer llegar su música al mayor número de gente posible. Y si eso ocurre manteniendo intacto tu espíritu, tu sonido y tu dignidad, bienvenido sea.