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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

Archivo de la categoría ‘Vida de un periodista musical’

Idiotas

El submundo de la música, como otros tantos submundos, está lleno de idiotas. No me refiero a los que piensan que el género que escuchan (el que sea) es el mejor del mundo y el único que merece la pena escuchar. Ni a los que que, orgullosos de su ignorancia, degluten gustosos la hez que les suministran las radiofórmulas. Tampoco a los músicos de medio pelo que se creen más que nadie por subirse a un escenario, ni a los periodistas que, enquistados en su obsoleta y rancia tribuna, manejan los hilos de la industria en virtud de razones que poco o nada tienen que ver con la propia música. Ni siquiera a las estrellas que, lobotomizadas por un modelo de negocio en vías de extinción, han perdido el norte a base de adulación constante. No. Me refiero a los que, abierta y deliberadamente, son idiotas. Idiotas de pura cepa. Idiotas porque sí.

Recientemente, uno de los fotógrafos de la revista Mondosonoro se enfrentó a uno de esos idiotas: Cass McCombs (en la foto), cantautor californiano que recaló en la sala Arena de Madrid para presentar su disco Humor risk. El colaborador, según cuenta en su columna Luis J. Menéndez, acudió a la cita para cubrir un evento cuyas condiciones estaban claras de antemano: sólo fotos durante las tres primeras canciones, y sin flash. Cumplió con lo acordado, pero por alguna razón el señor McCombs estimó que estaba más cerca de lo que debía. Y así, durante la primera canción, decidió propinarle una patada que de milagro no reventó la cámara. Pensó en denunciarle, pero no lo hizo, y finalmente optó por no publicar ninguna foto del concierto. Es lo mínimo.

La música crea ídolos. Personas a las que inevitablemente tendemos a endiosar, pues poseen el admirable talento de transmitir sentimientos a través de un lenguaje universal, único e incomparable. Pero ningún artista debería olvidar que sin su público no es nadie, y que una de las principales maneras de llegar a ese público son precisamente los medios especializados, cuyos colaboradores a menudo cobran poco o nada por su trabajo. Y es que hay mucho de pasión por la música en el oficio de colaborador. Pero ni toda la pasión del mundo da como para soportar a un idiota.

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Soy un hijo de puta (entrevistando a Bebe)

La cita era en el hotel Me de la madrileña plaza de Santa Ana. Allí estaba, con un moqueante resfriado, la cantante que más bilis desata entre nuestros lectores, que se despachan a gusto con ella en cada noticia que protagoniza con calificativos tan originales como «perroflauta», «macarra» o «feminazi». La misma que hace un par de meses pronunció, en la presentación de su nuevo disco ante los estupefactos medios, la recordada frase «los periodistas sois todos unos hijos de puta», además de otras perlas como «Si queréis os enseño las bragas». La misma que ha publicado un tercer disco que ha hecho correr ríos de tinta por lo singular de canciones como el primer single, K.I.E.R.E.M.E. La simpar María Nieves Rebolledo, más conocida como Bebe.

Hay en la mirada de Bebe -guapísima en las distancias cortas, por cierto- un halo de desconfianza. Como si sentarse ante un periodista entrañara todo un desafío. Como si, de entrada, todos tuviésemos oscuras intenciones. Quizá me equivoque, pero nada más saludarla me da la sensación -como con otros tantos artistas-, de que conceder entrevistas no es precisamente la parte de su trabajo que más le gusta.

Trato de ganarme la simpatía de Bebe con preguntas centradas en su nuevo disco: lo atrevido de su nuevo viraje musical o el papel que ha jugado el productor francés Renaud Letang (responsable del sonido de artistas como M.I.A., Manu Chao o Luz Casal) en el conseguidísimo sonido de su nuevo disco. Y por momentos, Bebe se muestra dulce y parlanchina. Especialmente cuando se le menta el eclecticismo del que hace gala en Un poquito de rocanrol, en el que tan pronto tira por caminos como la electrónica y el hip hop como abraza ese pop-rock canallesco que la llevó a la fama con temas como Malo o Ella. «El sonido del disco no es algo premeditado», asegura. «Me ha salido así. Pero está claro que estoy en un momento muy positivo y con mucha fuerza, en parte porque ser madre me ha dado mucha energía, y me apetecía probar cosas nuevas, con ritmos potentes».

De entre las cosas que me han llamado la atención de las declaraciones recientes de la cantante es eso que ha dicho de que «este es el disco más punk» de su carrera. Tengo curiosidad. ¿Qué es para ti el punk, Bebe? «El punk es una actitud. No tiene nada que ver con llevar una cresta. Punki es mi padre en muchos momentos, y aparentemente no tiene nada de punk». No conozco al padre de Bebe, pero no puedo estar más de acuerdo: El punk es una actitud. Y si me apuran, insultar a tu propio público es deliberadamente punk. Ya lo hacían Kaka de Luxe, solo que en su caso sus conciertos no eran precisamente un showcase para los medios de comunicación organizado por una multinacional.

La reflexión sobre el término nos lleva, inevitablemente, a abordar la parte más espinosa de la entrevista. ¿Por qué lo hiciste, Bebe? ¿No estuvo un poco feo aquello? «No me preocupa lo más mínimo. Ni me arrepiento». No le preocupa, pero acto seguido se despacha a gusto contra el compañero que publicó las imágenes. «El periodista que subió ese vídeo a Internet, que encima ni siquiera ha dado la cara, se dedicó a editar una parte muy concreta del concierto. Debería dedicarse a escribir libros de cocina». Ahí queda eso. O no, espera, que dice más: «Se debió de sentir muy ofendido porque no sabe lo que es un concierto, pero cosas como esas se dicen en muchos conciertos. La diferencia es que no hay periodistas delante».

En ese momento la entrevista da un giro y entra en barrena. Aunque cambio de tema, Bebe se pone a la defensiva, aunque sin perder la media sonrisa. «¿Te consideras una persona sincera?», pregunto. «No te voy a contestar lo que quieres oír», me espeta. «A buen entendedor, pocas palabras bastan». Debo de ser bastante mal entendedor, pienso, pues no tengo la más remota idea de a qué se refiere. El encuentro, o al menos la parte mínimamente sustancial del mismo, concluye ahí. A las clásicas preguntas sobre sus planes de futuro, que a menudo sirven para bajar la tensión en entrevistas como esta, obtengo las clásicas respuestas de «no tengo ni idea de qué voy a hacer mañana». Apago la grabadora, dos besitos corteses -a pesar del resfriado-, y a correr. ¿Una entrevista de mierda? Sí, pero la cosa no daba para más. Y me soluciona un post, oyes. Cosas de periodistas, que ya se sabe cómo somos: todos unos hijos de puta.

Foto: Jorge París.

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Vida de un periodista musical (II): de fiesta en Ibiza

Ser periodista tiene sus particularidades. Para bien y para mal. Cobras un sueldo de risa, pero entras gratis a los conciertos y te mandan discos. Curras en horarios extraños, pero el ambiente de las redacciones es distendido y único. A veces te toca escribir temas de mierda, pero generalmente haces lo que te gusta. Y a veces, sólo a veces, te surgen cosas de lo más curiosas.

Lunes. Suena el teléfono en la redacción. Alguien me quiere vender la clásica moto para que le dé cancha en el periódico. Pero esta vez la propuesta suena de lo más interesante: para promocionar su campaña «Vive Ahora», Ron Barceló va a ofrecer a 200 universitarios un plan de lo más freak. Con lo puesto y sin pasar por casa, se tienen que montar en un autobús que les llevará al aeropuerto, y de ahí, a Ibiza, a pegarse la fiesta de su vida en Pachá. A la mañana siguiente, todos de vuelta a gozar de la resaca en casita. Y quieren contar conmigo. Suena bien. Me apunto. A vivir ahora pues.

Viernes por la mañana. Ciudad Universitaria de Madrid. El cabrón de Alan, el cámara del periódico con el que viajo, me obliga a coger la alcachofa y presentar el vídeo, pese a que le dije que no lo haría. Pronto me doy cuenta de que no soy Pablo Carbonell. Es mi primera incursión televisiva y, como tal, lo hago como el culo. Intento captar declaraciones de alguno de los afortunados. El cámara de Antena 3 me aparta el micrófono cuando trato de grabar a una muchacha a la que ellos también están entrevistando. «Cada uno que haga sus propias entrevistas», me espeta. Me callo porque mi experiencia en el campo es nula y quizá hasta tenga razón. Pero me quedo con las ganas de decirle que es un caranabo y que su cadena apesta (aunque esto último seguro que ya lo sabe él).

Es curioso ver la cara de la gente cuando le das un billete gratis. Está la pija que no se lo cree y balbucea initeligiblemente, la que tiene un problema con su novio porque habían quedado para celebrar su aniversario, el que lloriquea porque no quedan más plazas y te da la brasa para que le metas en el lote… De todo un poco. Un negro de titánicas rastas y ojos inyectados en sangre me comenta, a dos centímetros de mi cara, que él «da el perfil perfecto para un viaje así», y que no entiende por qué se ha quedado fuera. Pero le da igual. Se parte el culo.

Viernes por la tarde. Barajas es un hervidero de jóvenes con ganas de parranda. Ya en la terminal se monta el primer botellón. Nos suben a un avión exlcusivo que, tan pronto toma altura, se convierte en una discoteca flotante. Copazos, house, azafatas de buen ver. Todavía me estoy preguntando cómo coño subieron algunos tantas botellas de alcohol de toda condición. ¿Qué clase de seguridad es esta, señores de Barajas? ¿Me hacéis quitarme hasta las zapatillas y luego todo Dios os cuela botellas a tropel? Indignado estoy.

Noche del viernes. Ibiza es un lugar curioso. En el trayecto en taxi del aeropuerto a Pachá sólo veo vallas publicitarias que anuncian Djs, fiestas y discotecas. Tiesto por aquí, Carl Cox por allá. Y apartamentos, muchos apartamentos blancos por todas partes. Me incomoda la idea de que no voy a ver más que un triste garito. Me duele pensar que, a pocos kilómetros, ha de haber calas de ensueño de las que no voy a poder disfrutar. Pero qué coño, ya que nos traen aquí, pasémoslo bien con lo que hay, que no es poco.

Si hay algo que me llevó a decir que sí a este viaje fue la convicción de que, de no ser por una cosa así, nunca pisaría un sitio tan alejado de mis gustos como Pachá Ibiza. Una vez visto, lo certifico: es una discoteca como otra cualquiera. Eso sí, bastante más cara (la entrada ronda los 50 euros). Los chavalotes y chavalotas bailan lo que les echen. Muchos llevan un ciego de colores, pero su comportamiento es, por lo general, modélico. «¡Qué cabrón, cómo vivís los periodistas!» me grita uno entre risas. «Pues nada, ya sabes lo que tienes que estudiar», le contesto. Luego me cuenta que va para ingeniero industrial. Nadará en billetes de aquí a unos años, el mamón.

Hablo con un grupo de japoneses y otro de filipinos que, desde la zona vip, observan la escena sin mover un dedo. «¿Qué hacéis aquí?» les pregunto. Sonríen tímidamente. Se miran unos a otros. «Disfrutar de la noche de Ibiza» contestan finalmente. Me pregunto si en su país no habrá nada parecido como para tener que pegarse semejante paliza de viaje. Y encima ni se mueven. Ver para creer.

Ocho de la mañana del sábado. Mi habitación del Hotel Pachá parece sacada de la mansión de Al Pacino en Scarface. Sólo le falta un kilo de farlopa sobre la mesa y tres fulanas en el ostentoso sofá, de un blanco tan impoluto que hace daño a la vista. En el mueble, decenas de objetos de merchandising de las omnipresentes cerecitas de los huevos. No se pueden tocar: a poco que el precinto sufra el más mínimo desperfecto, me lo cargarán en la tarjeta. No saben ni nada. Caigo rendido en una cama inmensa. Mañana será otro día. Bueno, hoy. O dentro de un rato.

A las tres horas estoy montado en el avión de camino a casa. Por algún tipo de milagrosa razón (probablemente la calidad del alcohol), no tengo resaca. Cero. Debo estar malacostumbrado al garrafón. Al llegar a Madrid escribo estas absurdas líneas y me echo a dormir, no sin antes agradecer al fiel lector que haya sido capaz de tragarse, enterita, esta deslabazada crónica de tan absurdo fin de semana.

Ah, y gracias también a Ron Barceló por el etílico viaje.

Vida de un periodista musical (I): entrevista a El Canto del Loco

La grabadora se ha atascado. Según la enciendo se apaga sola, la hija de la gran puta. Me la vendió un tipo de Valencia a través de Internet. Y no fue precisamente barata, no. Le mando un afectuoso saludo desde aquí.

Nada de eso importa ahora. Levanto la vista y tengo a los tres miembros de El Canto del Loco mirándome fijamente. En absoluto silencio. Dani Martín, David Otero y Chema Ruiz están sentados en la planta inferior de un lujoso restaurante del barrio de Salamanca, en Madrid. Y el tiempo no me sobra precisamente. Detrás de mí se irán cagando leches a una radio o una televisión. Me veo tomando nota de toda la entevista a mano, como ya me ocurrió hace años con el dúo barcelonés The Pinker Tones. Entonces se acabaron las pilas de la grabadora y tuve que tirar de boli. Pero claro, había varias diferencias con la situación actual. Aquella vez yo era un becario (a los que estas cosas se les pueden perdonar: va en sueldo), los Pinker Tones eran medio colegas y, sobre todo, la entrevista no iba a ser la portada del periódico al día siguiente.

Pienso que estoy absolutamente perdido cuando, de pronto, el dios de la tecnología decide echarme una mano (ya era hora, mamón): la grabadora se enciende milagrosamente y la entrevista arranca como si nada hubiese pasado.

El resultado lo habéis podido leer esta mañana en el diario de papel y en la web. Y yo añado un par de reflexiones off the record de las que no se reflejan en la entrevista.

– Lo dije en una ocasión: El Canto del Loco son gente bastante maja. Seguramente muchos penséis que Dani Martín es un chulo presuntuoso. Un macarra-pijo al que la vida le ha dado todo hecho. Pero lo cierto es que parece un buen tipo, alguien que dice lo que piensa pese a que suene impopular y un joven al que se la trae floja que cientos de miles de españoles lo pongan a parir, lo que tiene un indudable mérito. David, el guaperas, parece un chaval tranquilo y afable, lo mismo que Chema. Así que destapado queda el mito: ECDL no son unos gilipollas. Sólo son famosos haciendo lo que les mola. Y eso jode, es verdad.

– La entrevista tuvo un par de contradicciones evidentes. En su apasionada diatriba contra las descargas de Internet, el propio Dani se daba cuenta de que éstas también tienen cosas buenas. «En Venezuela no hemos vendido ni un disco pero vinieron a vernos 6.000 personas. Todas se habían bajado el disco de Internet». Va a ser que en todo lo malo hay algo bueno. Al final de la conversación, Chema me aseguró que ellos llevan una vida como la mía. Pero ay, amigo. Preguntados si se verían currando ocho horas en una oficina contestan que ni de coña. Claro.

– ECDL destilan una actitud un poco a la defensiva. Sabedores de que despiertan recelo, muchas de sus respuestas parecen orientadas a intentar justificar ciertas cosas. Un compañero de trabajo dice que lo peor de ECDL es que quieren tener actitud de rockeros cuando en realidad son unos moñas. Será eso.