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Superalimentos: mucho marketing y poca evidencia científica

Por Jara Pérez* y Mar Gulis (CSIC)

Jengibre, espelta, guanábana, bayas de goji, amaranto o panela son algunos de los muchos productos que solemos encontrar bajo la etiqueta de superalimentos. Aunque la lista no ha dejado de crecer en los últimos años, lo cierto es que no hay una definición legal o precisa del término y que muchas de las afirmaciones que se realizan sobre sus efectos en la salud tienen una base científica cuanto menos dudosa. Se podría decir que los superalimentos son alimentos con un origen generalmente exótico que no formaban parte de nuestra alimentación habitual hasta hace pocos años, pero que se han promocionado en los últimos tiempos debido a sus efectos en la salud, aparentemente muy poderosos. A la vista de que estos supuestos efectos están más basados en campañas publicitarias que en investigaciones nutricionales, podríamos ir más lejos y decir que los superalimentos son como los superhéroes: solo existen en la ficción.

Las bayas de goji contienen polifenoles en cantidades similares a otras muchas frutas, como la ciruela.

Bayas de goji frente a zanahorias

Un clásico dentro de los top ten de superalimentos son aquellos que contienen antioxidantes, sobre todo polifenoles, un grupo de compuestos que pueden reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares y diabetes de tipo 2. Es lo que se suele decir de las famosas bayas de goji, un producto procedente de Asia del que todo el mundo ha oído hablar, a diferencia del cambrón, una planta con características botánicas similares que se cultiva en Almería y que sigue siendo un gran desconocido.

Se publicita mucho, y es verdad, que las bayas de goji contienen polifenoles, pero no se dice que lo hacen en cantidades similares a otras muchas frutas, como la ciruela. También se insiste en que el contenido en betacaroteno de las bayas de goji es superior al de la zanahoria, pero no tanto en que con el consumo de 50 gramos de zanahoria cubrimos nuestras necesidades diarias de dicho compuesto.

Tampoco se habla del precio de estos productos y de que un kilo de bayas de goji suele costar unos 15 euros, mientras que la misma cantidad de zanahorias vale algo más de uno. Que un producto sea más caro no significa que sea nutricionalmente mejor. Si nos gusta comer bayas de goji, açaí (una fruta tropical que se toma en forma de batido) o cualquier otro alimento incluido en estas listas, podemos consumirlo, pero los antioxidantes, al igual que otros compuestos que se asocian a los superalimentos, se encuentran presentes en todos los alimentos provenientes del reino vegetal, por lo que aseguraremos una ingesta suficiente si tomamos cantidades elevadas de frutas, verduras, legumbres, frutos secos y cereales integrales.

Superalimentos détox que pueden intoxicar

Otro de los grandes protagonistas de estos ‘superhéroes’ de la nutrición son los productos détox. Sin embargo, la cuestión es que nuestro cuerpo ya dispone de potentes sistemas detoxificantes como son el hígado, los riñones, los pulmones y la piel. Muchos de los alimentos promovidos bajo esta etiqueta solamente tienen buenos perfiles nutricionales y son aptos para incluir en una dieta saludable, pero no van a desintoxicarnos.

Las verduras de hoja verde, uno de los principales ingredientes de los batidos détox, son ricas en ácido oxálico y calcio. Ambos compuestos pueden formar piedras en el riñón.

Más bien al contrario. De hecho, los batidos verdes preparados a base de grandes cantidades de verduras como las espinacas o las acelgas, y que algunos gurús aconsejan tomar en cantidades de hasta un litro al día, pueden convertirse en un producto perjudicial. Este tipo de verduras de hoja verde son ricas en ácido oxálico y calcio. La unión de ambos compuestos genera oxalatos, que forman lo que conocemos como piedras en el riñón. Por eso la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA por sus siglas en inglés) identificó en 2016 los niveles de ácido oxálico en los batidos verdes como un riesgo alimentario emergente.

Supercereales, superedulcorantes y sal ‘buena’

Los cereales también tienen su hueco en este mundo. Espelta, kamut, tritordeum o trigo sarraceno llenan los carteles de nuestras panaderías, pero, una vez más, no hay que dejarse cegar por lo exótico, ni pensar que lo que sensorialmente nos resulta más agradable, puede ser más saludable. Si pensamos en términos de salud y propiedades alimentarias, lo más relevante es que el pan que consumimos sea integral. La normativa actual señala que, para que un pan reciba esa denominación, tiene que haberse elaborado íntegramente con harina integral, o en caso contrario, la cantidad empleada ha de estar indicada expresamente.

El pan más saludable que podemos consumir es el integral.

Algo similar pasa con los edulcorantes. Panela, sirope de arce o azúcar moreno se anuncian como más saludables, pero en todos los casos estamos hablando de productos que contienen entre un 70 y un 95% de azúcar. Por eso, la idea que debemos fijar es que hay que bajar la ingesta de azúcares libres en nuestra dieta, independientemente de su presentación. No se trata de tomar tres bizcochos a la semana elaborados con azúcar moreno, sino de consumirlos esporádicamente y elegir el edulcorante que más nos guste.

La sal es otro los productos cuyo consumo debemos reducir, pero de nuevo aparece una alternativa prometedora: la sal rosa del Himalaya. Para empezar, proviene de la segunda mayor mina de sal del mundo, en Pakistán, nada más lejos de un bucólico paraje. Quienes la defienden dicen que es mejor que la sal común porque es rica en minerales, pero, una vez más, las cantidades importan. Deberíamos consumir de 50 a 600 gramos de sal rosa para ingerir los mismos minerales que nos aportan alimentos saludables tan comunes como las sardinas en aceite, las judías blancas o los pistachos.

Lo importante es la dieta

Además de tener en cuenta propiedades y precios, consumir alguno de estos superalimentos no nos puede llevar a despreocuparnos del resto de productos que comemos. Lo importante es asegurar una dieta sana y equilibrada, porque en una alimentación basada en cereales refinados, productos ultraazucarados y ricos en grasa de mala calidad, la incorporación de un puñado de bayas de goji o de dos cucharadas de chía no va a tener ningún efecto beneficioso.

Por tanto, la clave es consumir alimentos que se incluyan dentro de la categoría de saludables. Los superalimentos no existen, al menos no con esa idea que llevan asociada de propiedades curativas, únicas e independientes del conjunto de la dieta. La chía es igual de ‘super’ que las lentejas o que una naranja. Debemos cuidar el perfil global de la dieta y, a partir de aquí, es una elección personal si incluir esos alimentos conocidos como superalimentos, pero nadie debería pensar que va a estar malnutrido por no poder comprar este tipo de productos, porque existen opciones equivalentes y asequibles.

Jara Pérez es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) del CSIC y autora del libro Los superalimentos (CSIC-Catarata).

 

Mira la etiqueta: en busca del chocolate más saludable

Jara Pérez Jiménez (CSIC)*

En los últimos años han aumentado las investigaciones que muestran los beneficios del consumo de cacao en la reducción del riesgo de enfermedades cardiovasculares o diabetes tipo 2. Muchas personas, al leer estas informaciones, equiparan el cacao al chocolate, y piensan que cualquier chocolate que consuman va a tener estos efectos.

Sin embargo, los chocolates que nos podemos encontrar en cualquier supermercado presentan importantes diferencias nutricionales. Para intentar saber un poco más sobre qué aspectos de las etiquetas nos pueden ayudar a elegir el chocolate más saludable, en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) desarrollamos una investigación sobre esta cuestión. Para ello, se recopilaron todas las informaciones (color, listado de ingredientes, tipo de dibujos, declaraciones sobre efectos en salud, etc.) presentes en 220 tabletas de chocolate y 147 chocolatinas vendidas en Polonia (en general, se trataba de productos muy similares a los que consumimos en España). Tras analizar todos esos datos, se obtuvieron algunos resultados interesantes que reunimos en este artículo científico.

En primer lugar, analizamos la lista de ingredientes. Aquí nos encontramos con una variedad enorme de presentaciones de los denominados azúcares libres (miel, sirope de agave, azúcar de caña sin refinar, azúcar de coco…), pero sin la mala fama de la palabra “azúcar”. Sin embargo, hay que tener en cuenta que estos otros azúcares libres tienen, finalmente, los mismos efectos adversos en la salud. Por tanto, no por ver estos términos en una etiqueta debemos pensar que el producto sea más sano, ya que lo que de verdad nos interesa es que la suma de estos azúcares sea lo más baja posible (lo que, por cierto, está muy lejos de la realidad, ya que en nuestro estudio vimos que el azúcar era el ingrediente mayoritario en la mitad de las tabletas de chocolate analizadas).

Lo natural, no siempre lo más sano

Por otro lado, nos fijamos en ciertas declaraciones que incluyen algunas etiquetas y que nos pueden hacer pensar que esos chocolates son más sanos. Por ejemplo, algunos de ellos se anunciaban como “vegetariano” cuando todos los chocolates analizados, tuvieran o no la etiqueta, eran de hecho vegetarianos (y en torno al 20% eran veganos, de nuevo independientemente de que lo pusiera en la etiqueta). Así que alguien interesado en esa característica puede acabar pagando más por un producto que por otro igual de vegetariano, aunque no lleve la etiqueta. Además, los productos identificados con esa etiqueta no eran necesariamente más saludables, como pasaba también con otros reclamos como “natural” o “bio”. Por ejemplo, encontramos una chocolatina con una etiqueta “100% natural” cuyo contenido en cacao era de solo el 1,9%; es decir, que sus ingredientes eran naturales, pero eso no quiere decir que fueran saludables.

Otro aspecto que evaluamos fue el color de los envases, ya que a veces asociamos colores más oscuros con productos de más calidad y, en el caso del chocolate, podríamos relacionarlo con productos con mayor contenido de cacao. Sin embargo, no observamos ninguna asociación entre los colores y dibujos empleados, y el contenido en cacao. Por lo que el aspecto general del envoltorio no es tampoco un buen indicador para seleccionar el producto.

Tableta de chocolate

Finalmente, decidimos explorar si había una relación entre el precio del producto y su contenido en cacao, ya que puede existir la percepción de que pagando un importe más elevado se está adquiriendo un producto con mayor contenido en cacao. Pues bien, lo que observamos fue que esto tendía a ser así para las tabletas de chocolate (aunque la asociación no se daba en todos los casos), pero no en el de las chocolatinas, donde no existía ninguna relación entre el precio del producto y su porcentaje de cacao.

En definitiva, los chocolates, chocolatinas, bombones… forman un grupo de alimentos muy distintos a las frutas o la bollería, que podemos clasificar sin problemas como alimentos sanos o malsanos, respectivamente. En este caso, en función del producto que elijamos, estaremos incorporando un alimento que puede tener múltiples efectos beneficiosos, o bien uno que puede aumentar nuestro riesgo de desarrollar sobrepeso y diversas patologías. Por tanto, la próxima vez que te encuentres en un supermercado eligiendo chocolate, no te dejes distraer por el precio, el color del envoltorio o los mensajes llamativos. Gira la tableta y busca el porcentaje mínimo de cacao, eligiendo siempre chocolates donde ese valor sea, al menos, de un 70%. Esta elección y no superar los 30 gramos de consumo diario es lo que garantizará estar haciendo una incorporación saludable a tu dieta.

* Jara Pérez Jiménez es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN), del CSIC. La investigación en la que se basa esta entrada fue realizada gracias a una beca del programa EIT Food que obtuvo la estudiante de doctorado de la Universidad de Breslavia (Polonia) Emel Hsan Yusuf.

Cómo nos puede ayudar la ciencia frente al despilfarro de alimentos

Por Ana Mª Veses (CSIC)*

El otro día fui a un restaurante con mi familia. En la mesa de al lado, un niño se puso a protestar porque no le gustaba la comida que le habían servido; inmediatamente, un camarero acudió para retirarle el plato.

Esta anécdota contrasta con la realidad que nos muestra la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO): mientras cerca de 800 millones de personas sufren desnutrición en el mundo, según datos de 2017, aproximadamente un tercio de la producción mundial de alimentos se pierde o se desperdicia.

Además, este despilfarro produce graves consecuencias para el medioambiente. Tirar comida supone una notable pérdida de recursos naturales (tierra, agua y energía) y un incremento de emisiones de gases de efecto invernadero, para producir unos alimentos que finalmente nadie consumirá. Si ‘dilapidar comida’ fuera un país, sería el tercero con más emisiones de dióxido de carbono, detrás de China y EEUU. Asimismo, los alimentos que producimos pero luego no comemos consumen un volumen de agua equivalente al caudal anual del río Volga.

¿Por qué pasa esto? ¿Alguien se ha planteado hacer algo al respecto?

En los países industrializados principalmente se desperdician tantos alimentos porque la producción excede a la demanda, porque los supermercados imponen altos estándares estéticos a los productos frescos y descartan aquellos que son más feos, y porque se piensa que tirar es más cómodo que reutilizar.

En cambio, en países en vías de desarrollo, según indican estudios de la FAO, el desperdicio de alimentos por parte de los consumidores es mínimo. En estos países, sin embargo, son los inadecuados sistemas comerciales y las escasas y deficientes instalaciones de almacenamiento y procesamiento los que provocan grandes pérdidas de alimentos.

Desde las instituciones públicas se están desarrollando diversas estrategias y planes de actuación, a distintos niveles, para controlar y reducir estos desperdicios. Se han puesto en marcha planes de sensibilización cuya finalidad es modificar hábitos y modelos de consumo en las comunidades, como la difusión de buenas prácticas de conservación de productos en los hogares a través de los medios de comunicación o aplicaciones móviles para la sensibilización e innovación social o para la redistribución de excedentes.

Ciencia y tecnología para desperdiciar menos

Por otro lado, la ciencia y la tecnología contribuyen a generar herramientas que puedan disminuir el desperdicio de alimentos a lo largo de toda la cadena alimentaria. La creación de nuevas técnicas de conservación de alimentos, diseños de envases más resistentes, así como el uso de tecnologías limpias y la identificación de dónde se producen las pérdidas de producto son algunas de las alternativas que se investigan. Por ejemplo, ya se está trabajando en el desarrollo de envases más resistentes al transporte, que puedan volver a cerrarse fácilmente o divididos en porciones que aumenten la vida útil de los alimentos.

El catálogo de iniciativas nacionales e internacionales sobre el desperdicio alimentario realizado por la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) reúne iniciativas como un papel diseñado en 2010 (por la empresa Fenugreen) que consigue duplicar el tiempo de conservación de frutas y verduras frescas. Está impregnado con distintas especias que inhiben el crecimiento de hongos y bacterias y, además, contiene un determinado aroma que informa de si el sistema sigue siendo efectivo. Este papel, utilizado tanto en la agricultura como en hogares de todo el mundo, tiene una vida de tres semanas y después se puede aprovechar como abono.

Otras iniciativas aseguran la integridad del sellado en los envases mediante la selección de materiales de difícil perforación o desarrollan envases activos que evitan la entrada de sustancias indeseables al tiempo que liberan otras beneficiosas para la conservación del producto, como biocidas, antioxidantes o compuestos que absorben el oxígeno y la humedad.

Algunas líneas de investigación se basan en la reutilización y el reciclaje de subproductos industriales para evitar la disposición en vertedero, de manera que se puedan desarrollar nuevos productos a partir de los materiales excedentarios, recuperar compuestos de interés para utilizarlos como aditivos o ingredientes en otras industrias, así como obtener nuevos productos más saludables.

En el Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) del CSIC, diversos grupos de investigación trabajan con residuos alimentarios procedentes de las industrias que usan productos vegetales y animales, con el objetivo de revalorizarlos. Uno de ellos es la okara, un subproducto de la soja que se obtiene tras extraer la fracción soluble para la producción de bebida de soja o tofu, y que antes era eliminado en las industrias de procesamiento. Al tratarla con altas presiones hidrostáticas y enzimas específicas, se consigue por un lado aumentar los carbohidratos solubles al doble de los valores iniciales y, por otro, incrementar sus capacidades prebióticas, favoreciendo el crecimiento de bacterias beneficiosas (Bifidobacterium y Lactobacillus) y la inhibición de otras potencialmente perjudiciales. Se ha comprobado que la okara tratada, suministrada a ratas que habían seguido una dieta grasa, frena la ganancia de peso, reduce los niveles de triglicéridos en plasma y aumenta la absorción mineral y la producción de ácidos grasos de cadena corta.

Estos ejemplos reflejan que se están empleando muchos recursos para frenar este problema y buscar soluciones. Pero no hay que olvidar el importante papel que tenemos los consumidores. Cada uno desde su posición, el personal investigador en sus laboratorios, los gobiernos en sus políticas y los consumidores en sus hogares, debemos colaborar para evitar que comida y productos válidos para el consumo sean desaprovechados, mientras en otra parte del mundo se pasa hambre.

* Ana Mª Veses es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición del CSIC.

¿En qué consiste un estudio clínico nutricional? Te invitamos a participar en uno

Por Jara Pérez Jiménez (CSIC)*

A menudo nos llegan mensajes que hablan de la última dieta milagrosa o del alimento que no debe faltar en nuestra alimentación para evitar alguna enfermedad. Pero lo cierto es que el proceso de investigación en nutrición, hasta llegar a una conclusión trasladable al público general, es bastante lento y riguroso.

La investigación en nutrición suele combinar distintas etapas. La primera se basa en estudios in vitro, por ejemplo en células aisladas, donde se puede hacer una primera selección de alimentos potencialmente interesantes en relación a cierto proceso biológico, o evaluar los mecanismos de acción de un compuesto alimentario una vez entra en la célula. También se realizan experimentos en animales, que pueden ser útiles para determinar si un compuesto se acumula en determinados órganos, que se convertirían en reservorios del mismo. Finalmente, llegamos a los estudios en humanos. Dentro de estos últimos, a veces se desarrollan estudios observacionales, donde grupos de individuos proporcionan información sobre su dieta habitual y se evalúa cómo ésta se asocia con distintos marcadores de salud. En otras ocasiones, se trata de estudios clínicos nutricionales. Vamos a ver en qué consisten, y te propondremos participar en uno de ellos relacionado con la uva.

En los estudios clínicos nutricionales se pretende evaluar los efectos que se producen en la salud al incorporar cierto alimento a la dieta o al seguir unas pautas alimentarias concretas. Si has oído hablar de los estudios clínicos con medicamentos, a lo mejor estás pensando “ah, es lo mismo, pero en lugar de con una medicina, con un alimento”. La respuesta es “sí, pero no”, ya que los estudios clínicos nutricionales tienen algunas características específicas.

Las dificultades de investigar en nutrición

En la investigación con medicamentos es relativamente fácil preparar un placebo, por ejemplo, produciendo una cápsula con un aspecto semejante al de la medicina que se está probando, pero sin incorporar el principio activo. Sin embargo, ¿cómo se prepara el placebo de una manzana? Y lo cierto es que en los estudios nutricionales también se produce el efecto placebo.

Otra diferencia es que, si se está testando un nuevo medicamento que se ha sintetizado en el laboratorio, los investigadores médicos pueden tener la certeza de que los sujetos no están tomando este producto por ninguna otra vía. Pero, ¿cómo hacemos con los alimentos, que contienen múltiples compuestos, muchos de los cuales forman parte a su vez de otros alimentos? Por esta razón, los participantes en los estudios nutricionales suelen recibir instrucciones sobre cómo debe ser el conjunto de su dieta durante el estudio o qué alimentos no pueden consumir, todo ello para intentar que el grupo sea lo más homogéneo posible.

Y además, resulta que mientras de un medicamento se pueden probar dosis elevadas si no implican efectos secundarios relevantes, en nutrición existe un límite en las dosis que se pueden emplear. Éste viene fijado, entre otros, por el máximo que resulte razonable consumir en una dieta habitual; es poco relevante evaluar el efecto de consumir un kilo al día de salmón porque resulta bastante improbable que alguien haga eso de por vida.

Buscamos personas voluntarias para un estudio

Investigar en nutrición no es fácil pero, a pesar de ello, se sigue avanzando en este campo, para lo que son clave los estudios clínicos y, por supuesto, las personas que forman parte de los mismos. Porque a lo mejor te estarás preguntando quiénes son los que participan en estudios clínicos nutricionales. Pues son voluntarios, que pueden tener distintas características según lo que se investigue en cada estudio: a veces se centran en personas de una determinada edad, con cierta patología o que practiquen un deporte en concreto.

En el grupo de investigación ‘Polifenoles no extraíbles, antioxidantes y fibra dietética en salud’, del Instituto de Ciencia y Tecnología de los Alimentos y Nutrición (ICTAN), un centro del CSIC, estamos buscando voluntarios para un nuevo estudio nutricional. En concreto, buscamos personas con obesidad, que no presenten enfermedades cardiovasculares ni diabetes, ni tomen medicación relacionada con la glucosa, el colesterol o la tensión.

Estamos desarrollando un proyecto de investigación financiado por la Comisión de la uva de mesa de California para evaluar si ciertos compuestos de la uva -los polifenoles- permiten regular el metabolismo de las grasas y azúcares después de comer. Y es que a continuación de cada comida, como es lógico, en nuestro cuerpo se producen aumentos de estos compuestos en sangre. Pero en función de cómo ocurra esto (durante cuánto tiempo se mantengan altos esos niveles o a qué valores lleguen), puede aumentar nuestro riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares o diabetes tipo 2. De ahí el interés en comprender mejor este proceso y evaluar si hay componentes de la dieta que lo puedan modular.

Y como lo que queremos es evaluar los efectos de la uva cuando se toma en una comida, los participantes en nuestro estudio han de tomar un desayuno y una comida que irán acompañados o de uva en polvo o de un producto placebo (una forma que tenemos para resolver el problema de cómo encontrar un placebo adecuado para los alimentos es proporcionarlos en polvo). A distintos tiempos se irán haciendo extracciones de sangre y en esas muestras podremos medir las diferencias en el metabolismo cuando se toma la uva o cuando se consume el placebo. De esta manera, podremos seguir avanzado para proporcionar información nutricional rigurosa y basada en la investigación.

Si crees que cumples los requisitos o quieres contactar con el equipo de esta investigación, puedes enviar un mensaje a uvasalud@ictan.csic.es.

* Jara Pérez Jiménez es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de los Alimentos y Nutrición (ICTAN), del CSIC.

Acrilamida, el contaminante que podemos reducir de nuestras patatas fritas

Por Marta Mesías, Cristina Delgado Francisco J. Morales, (CSIC)*

La acrilamida es un contaminante químico que se produce de forma natural cuando se cocinan determinados alimentos a elevadas temperaturas (más de 120°C) y baja humedad. Se encuentra sobre todo en el café tostado, los cereales horneados y las patatas fritas. En general, los alimentos de origen vegetal contienen tanto azúcares como un aminoácido llamado asparagina, por lo que cuando se tuestan, se hornean o se fríen, se desarrolla una reacción llamada reacción de Maillard que, además de generar el aroma y el color apetecible de los alimentos procesados, da lugar a la formación de acrilamida.

Pero, ¿por qué debemos preocuparnos precisamente ahora por la acrilamida? En el año 2002 se descubrió su presencia en los alimentos procesados y se comprobó que la dieta es la principal fuente de exposición a este contaminante. Además, la acrilamida se encuentra tanto en alimentos procesados en la industria, como en alimentos cocinados en restaurantes y en nuestros hogares.

Años más tarde, en 2015, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA por sus siglas en inglés), tras consider las investigaciones aportadas hasta la fecha, concluyó que la presencia de acrilamida en los alimentos puede aumentar la probabilidad de desarrollar determinados tipos de cáncer y, por tanto, la ingesta de este compuesto puede suponer un riesgo para el consumidor. Durante este tiempo se han desarrollado numerosos estudios para comprender por qué se forma la acrilamida y cómo podemos reducir su aparición en los alimentos.

El pasado mes de abril entró en vigor el Reglamento de la Comisión Europea donde se establecen medidas concretas que obligan a las empresas alimentarias a controlar y reducir la presencia de acrilamida en los alimentos. Además, se fijan niveles de referencia para las principales fuentes de exposición (café, cereales y patatas fritas) y, en especial, para los alimentos infantiles, ya que los niños de corta edad, por su menor peso corporal y una dieta más monótona, tienen mayores tasas de exposición que la población adulta.

¿Cómo reducir la formación de acrilamida en las patatas fritas?

La buena noticia es que en nuestros hogares podemos reducir la formación de acrilamida y, en consecuencia, bajar los niveles globales de exposición. Sólo hay que seguir unas sencillas recomendaciones durante la manipulación y fritura de la patata:

  • En primer lugar debemos seleccionar patatas frescas sanas, no dañadas, sin zonas verdes, sin heridas y sin brotes.
  • Las patatas no deben almacenarse a bajas temperaturas, ya que el frío favorece la degradación del almidón a azúcares sencillos, que incrementarán la formación de acrilamida durante la fritura.
  • Después de pelar y cortar las patatas, debemos lavarlas bien debajo del grifo.
  • Una vez lavadas, hay que dejarlas en remojo en agua al menos 10 minutos, lo que favorecerá la eliminación de un posible exceso de azúcares. Esta acción es especialmente recomendable si utilizamos patatas de conservación. El objetivo es reducir el contenido en azúcares en la patata fresca, ya que se formará menos acrilamida durante la fritura.
  • Por último, hay que freír a temperaturas inferiores a 175°C y sólo durante el tiempo necesario para conseguir un color dorado. Conviene seguir el lema de la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN), «dorado, pero no pasado», ya que la acrilamida se relaciona con la aparición del color tostado en los alimentos procesados.

El proyecto de investigación SAFEFRYING, que se desarrolla en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) del CSIC, trabaja en identificar los puntos críticos de formación de acrilamida durante las operaciones de fritura en el ámbito doméstico y de restauración colectiva. La investigación se ha centrado principalmente en las patatas fritas, ya que su fritura es habitual en nuestras cocinas y los niveles de acrilamida pueden variar hasta en un 80% dependiendo del tipo de elaboración.

 

Marta Mesías, Cristina Delgado, Francisco J. Morales son investigadores del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) del CSIC. Su grupo de investigación CHEMPROFOOD desarrolla el proyecto SAFEFRYING.

 

De los indígenas olmecas a las tropas aliadas en la II GM: historia del chocolate

Por María Ángeles Martín Arribas (CSIC)*

Muy pocos productos han sufrido tantas transformaciones a lo largo de su historia como el chocolate. Y no solo ha experimentado cambios en su producción; el chocolate ha llegado a cambiar su nombre, estatus, temperatura, sabor, forma, color y hasta sus ingredientes con el paso de los siglos. Para explicar un poco más en profundidad esta compleja transformación remontémonos a su origen.

Fruto y semillas de cacao. /Jing

El chocolate, tal y como lo conocemos hoy, es un producto derivado del cacao cuyos primeros cultivadores fueron los indígenas olmecas. Esta civilización acabó siendo absorbida por el imperio Maya, que denominó este preciado grano como kakaw, por el color rojo del fruto y las ideas de fuerza y fuego que los indígenas asociaban a él. Posteriormente, la palabra se transformó en lengua náhuatl en cacáhuatl o ‘agua de cacao’, una bebida limitada al consumo de nobles y comerciantes debido a su alto precio y su origen divino, ya que según la creencia, el dios Quetzalcóatl robó a sus hermanos el ‘árbol del cacao’ o queachahuatl. El paso del cacao al chocolate, o más bien del cacáhuatl al xocoatl (agua amarga), se produjo al combinar ambas bebidas, el ‘agua de cacao’ y el ‘agua amarga’ a base de maíz molido, extendiendo así, tras su abaratamiento,  el uso del xocoatl a todas las clases sociales. Tras la colonización española, el xocoatl derivó en ‘chocolate’, que fue el nombre que se extendió al resto de países y continentes.

Hernán Cortés fue el primer español en degustar la bebida de cacao en un banquete en honor de Moctezuma II, y tras quedar asombrado por su sabor y sus posibilidades en el continente europeo, decidió enviar un cargamento de cacao a España en 1528. Fue en el monasterio de Piedra de Nuévalos, en Zaragoza, donde se cree que se preparó el primer chocolate de Europa gracias a fray Jerónimo de Aguilar, monje que viajaba en la expedición de Cortés, quien envió cacao al abad del monasterio, Don Antonio de Álvaro, con instrucciones para su elaboración. Fueron precisamente los monjes españoles los que adoptaron la bebida al gusto de la aristocracia europea y convirtieron el frío, amargo y fuerte sabor del cacao en una bebida caliente aderezada con miel, vainilla, canela y azúcar.

Ración del ejército de EE.UU. /KingaNBM

Con el chocolate expandido ya por Europa, fue en Inglaterra donde la familia Fry construyó la primera fábrica en 1728, usando maquinaria hidráulica para moler el cacao. Ya en el siglo XIX se dio el paso definitivo para producir lo que hoy conocemos como chocolate. En 1828, el maestro chocolatero holandés,Conrad Van Houten inventó una prensa que permitía la separación de la manteca del cacao de la pasta, eliminando así su acidez y amargura y haciendo más fácil su disolución en agua. El segundo paso llegó en 1875, cuando el suizo Daniel Peter utilizó la leche en polvo de Henri Nestlé para mezclarla con cacao y crear el primer chocolate con leche del mundo y dar comienzo así a la fama del chocolate suizo. Posteriormente, en 1880, Rudolphe Lindt desarrolló una máquina de ‘conchar’ el chocolate que permitió un refinado del mismo que mejoraba su gusto, textura y cremosidad.

Ya en el siglo XX, el chocolate se abarató enormemente debido a la caída de precios del cacao y el azúcar, por lo que se hizo asequible para un número aún mayor de personas en todo el mundo. Incluso el ejército de los Estados Unidos llegó a incluirlo en las raciones de combate de la II Guerra Mundial, debido a su alto valor energético, su poco peso y su mínimo tamaño. Y así, tras el conflicto bélico, los soldados que regresaban a casa siguieron consumiéndolo y ayudaron a afianzar el mercado del chocolate.

Diferentes variedades de chocolate. /Max Pixel

En la actualidad, este alimento se ha diversificado en multitud de formatos para atender a todos los gustos y exigencias con variedades de chocolate más saludable (negro y puro), orgánico, vegano, blanco, con frutas, con frutos secos, en polvo, líquido, etc. No obstante, las sequías del África ecuatorial, las plagas de América Central y del Sur y su sustitución por cultivos más rentables pueden derivar en una previsible escasez de cacao hacia el año 2020, debido también al continuo aumento de su demanda y la incapacidad de los países productores de crear las infraestructuras necesarias para su elaboración. Como apunte final, un dato preocupante: del total del mercado del chocolate, estimado en 110.000 millones de dólares anuales, tan solo el 6% del precio final revierte en los países cultivadores.

* Esta información ha sido extraída del  ‘El chocolate’ (CSIC-Catarata) de la investigadora María Ángeles Martín Arribas, del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición ICTAN-CSIC .