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Catorce científicas e inventoras que quizás no conozcas

Por Mar Gulis

Si piensas en científicas o inventoras, ¿serías capaz de dar varios nombres? Sea cual sea tu respuesta, en este post vamos a descubrir a mujeres que han hecho historia por sus descubrimientos y avances científicos. Sin ellas, puede que no estuviésemos aquí, que no existiesen algunos de los objetos que nos rodean, que no contáramos con la atención sanitaria que recibimos o que no tomáramos ciertos alimentos.

La primera persona que vio un coronavirus al microscopio fue una mujer

Empecemos hablando de mujeres que hicieron grandes aportaciones en el ámbito de la salud. June Dalziel Hart (1930-2007), conocida como June Almeida, fue una viróloga escocesa, pionera en nuevos métodos de identificación y captación de imágenes de virus. Fue la primera persona en ver un coronavirus al microscopio. Con motivo de la pandemia de COVID-19, su nombre volvió a resonar, ya que investigadores chinos utilizaron sus técnicas para identificar el virus. Sin su trabajo, no hubiera sido posible una identificación tan temprana.

Por su parte, la genetista estadounidense Mary-Claire King (1946) identificó los genes responsables del cáncer de mama (BRCA1 y BRCA2) y aplicó la secuenciación de ADN para identificar a víctimas de violaciones de los derechos humanos. Y en su mismo país, la analista de datos de la NASA Valerie Thomas (1943) diseñó el transmisor de ilusión: un dispositivo óptico utilizado para la reproducción de imágenes de forma remota que emplea espejos parabólicos. Hoy, esta técnica se utiliza también en cirugía y en el cine 3D.

Si nos remontamos un poco en la historia, durante la Primera Guerra Mundial encontramos a la física rusa Alexandra Glagoleva-Arkadieva (1884-1945), que diseñó una instalación de rayos X para buscar restos de metal y balas en soldados heridos. Más tarde, su invención sería reutilizada para ayudar en partos.

Y un poco más atrás en el tiempo, tenemos a la médica neerlandesa Aletta Henriëtte Jacobs (1854-1929), que en 1881 realizó el primer estudio sistemático de la anticoncepción. Jacobs defendió los derechos reproductivos y sexuales de la mujer, y llegó a instalar el primer centro de planificación familiar de los Países Bajos para mujeres en situación de vulnerabilidad.

Del estudio de la caña de azúcar al agar-agar

En alimentación, la botánica Janaki Ammal (1897-1984) se centró en el estudio de la berenjena, hortaliza que le dio nombre entre sus colegas -Janaki Brengal-, y de la caña de azúcar. Fue la primera científica en cruzar esta planta con el maíz para conseguir variedades de alto rendimiento que pudieran cultivarse en su país, la India. Por su parte, la bioquímica Kamala Sohonie (1912-1998) investigó los efectos de las vitaminas y los valores nutritivos de las legumbres, el arroz y otros alimentos consumidos por los sectores más pobres del país. Además, fue la primera mujer india en recibir un doctorado en una disciplina científica.

¿Y qué sería la cocina actual sin el agar-agar? La microbiológa estadounidense Fannie Hesse (1850-1934) descubrió esta sustancia como agente gelificante de los medios de cultivo de microorganismos.

Mary Elizabeth Hallock-Greenewalt (1871-1950) ideó el órgano de color

Las máquinas llegaron para quedarse

Si hablamos de máquinas y de sus inventoras, también hay nombres para conservar en la memoria. ¿Has oído hablar del órgano de color? Fue ideado por la estadounidense de origen sirio Mary Elizabeth Hallock-Greenewalt (1871-1950) y lo llamó Sarabet. Este instrumento emitía luces de colores con intensidades y matices sincronizados con la música de un fonógrafo asociado, de un modo similar a cómo hacen ahora muchos dispositivos electrónicos. Hallock-Greenwalt también era pianista e inventó un tipo de música visual, que llamó Nourathar, de las palabras árabes nour (luz) y athar (esencia).

El lavavajillas es un electrodoméstico presente en muchas cocinas que comenzó a popularizarse en los años 50 de siglo XX. Josephine Cochrane (1839-1913), de Estados Unidos, fue la inventora de la primera máquina lavavajillas que resultó exitosa comercialmente. Eso sí, Hay que decir que estos primeros lavavajillas requerían gran cantidad de agua caliente y que las casas adaptaran su fontanería.

Josephine Cochrane (1839-1913) fue la inventora de la primera máquina lavavajillas que resultó exitosa comercialmente

Quienes trabajamos con ordenadores a diario utilizamos algún procesador de texto. Esto es gracias a la ingeniera informática estadounidense Evelyn Berezin (1925-2018), que en 1968 desarrolló la idea de un programa para almacenar y editar textos.

Y siguiendo con el almacenamiento de información, la inventora española Ángela Ruiz Robles (1895-1975) dio lugar a la Enciclopedia Mecánica, que podría considerarse el primer libro electrónico de la historia. Se trataba de un dispositivo en el que mediante pulsadores subían mecánicamente, o por aire comprimido, las diferentes lecciones; además, se podían aumentar de tamaño e incluso iluminar.

Cómo pensamos, nos sentimos o nos comportamos

El estudio de la mente humana también ha recibido importantes contribuciones de mujeres. Por ejemplo, la psicóloga estadounidense Mary Ainsworth (1913-1999) desarrolló la teoría del apego para explicar el vínculo entre niños y niñas y la primera figura, que actúa como cuidadora. La investigadora señaló la importancia de una relación sana para la salud emocional en la infancia por su impacto en la vida adulta.

Por su parte, la neurocientífica y psicóloga rusa Natalia Bekhtereva (1924-2008) desarrolló nuevos enfoques neurofisiológicos, como la medición de la actividad impulsiva de las neuronas humanas. Además, puso en marcha un método complejo para estudiar los mecanismos cerebrales del pensamiento, la memoria, las emociones y la creatividad.

Esta es solo una selección de mujeres que se han dedicado a la ciencia y la tecnología, pero la lista obviamente no termina aquí. A lo largo de la historia, ha habido numerosas científicas e inventoras, aunque sus nombres hayan quedado relegados a un segundo plano. Rescatarlas del olvido no solo contribuye a que las mujeres ocupen el lugar que se merecen en la historia de la ciencia, sino también a que cada vez haya más investigadoras y tecnólogas.

Mendeléiev, Penrose o Meitner: 6 casos de inspiración científica súbita

Por Pedro Meseguer (CSIC)*

A menudo creemos que, con la formación adecuada, estudiar en profundidad un problema es suficiente para atacarlo con probabilidades de éxito. Analizamos su historia, el contexto, las cuestiones cercanas, sus formulaciones y métodos de solución, etcétera. Y si se resiste profundizamos más. Insistimos hasta que encontramos la solución al problema que nos habíamos planteado. Pero, a veces, esto no basta y nos estrellamos contra un muro que parece infranqueable. En esas ocasiones, no es infrecuente experimentar el siguiente hecho singular: cuando nos damos un respiro o dejamos el problema a un lado, como por arte de magia, la solución aparece nítida en nuestra mente. ¿Qué ha sucedido? Se trata de la llamada inspiración súbita.

Una experiencia común

En ciencia, estas experiencias no son desconocidas. Hay diversas anécdotas sobre cómo la solución de un problema ha sido revelada a la persona que lo investigaba sin aparente esfuerzo por su parte, bien en el periodo de vigilia o bien en sueños. A continuación, detallamos seis ejemplos de inspiración súbita protagonizados por personajes relevantes de la historia de la ciencia.

William Rowan Hamilton, el matemático de cuyo nombre proviene el término “hamiltoniano”, halló la multiplicación de los cuaterniones de forma súbita, mientras se dirigía con su mujer a una sesión de la Royal Irish Academy dando un paseo a lo largo del Royal Canal, en 1843. El impacto de la idea fue muy intenso: lo describió como “un circuito eléctrico que se cierra”. Al no disponer de pluma ni papel, marcó con su navaja la fórmula de la operación en una piedra del puente de Brougham, por el que circulaba en ese momento.

August Kekulé, uno de los padres de la química orgánica, descubrió la estructura de anillo del benceno tras soñar con una serpiente que se mordía la cola. Se cree que sucedió en 1862. La composición química de este elemento se conocía, pero no su disposición en el espacio. Antes de formarse en química, Kekulé estudió arquitectura y era un delineante competente, por lo que se puede suponer que poseía una buena imaginación espacial.

Dmitri Mendeléiev, el creador de la tabla periódica, era catedrático en San Petersburgo, en 1869. Tuvo un sueño en el que vio “una tabla en la que todos los elementos encajaban en su lugar”. “Al despertar, tomé nota de todo”, declaró. Y así nació la clasificación de los elementos químicos.

Mendeléiev, el creador de la tabla periódica, tuvo un sueño en el que vio “una tabla en la que todos los elementos encajaban en su lugar”. / Imagen: Studio4rt – Freepik

Henri Poincaré, el gran matemático y físico teórico francés, fue profesor en la universidad de Caen, en febrero de 1881. Llevaba trabajando varios días sobre una cuestión que se le resistía. Frustrado, decidió tomarse un descanso y se unió a una expedición geológica. Al subir al autobús, la solución del problema —un importante descubrimiento sobre funciones fuchsianas— apareció clara en su mente, acompañada de la certeza de su validez.

Lise Meitner, física responsable de la fisión nuclear, huyó en 1938 de Berlín por su origen judío. Su antiguo jefe, Otto Hahn, bombardeó átomos de uranio con neutrinos, esperando obtener un elemento más pesado, pero sucedió al revés, obtuvo elementos más ligeros. Le preguntó a Lise por carta, y ella le contestó con la posibilidad de que el átomo se hubiera partido. Tras enviar su respuesta, Lise salió a dar un paseo por el bosque. De pronto sacó un papel del bolsillo y comenzó a hacer cálculos. Comprobó que la energía generada se correspondía con el defecto de masa observado, a través de la ecuación de Einstein E=mc2. Y así descubrió la fisión nuclear; aunque no obtuvo el reconocimiento correspondiente. A pesar de que ella proporcionó la explicación, Otto Hahn no incluyó su nombre entre las personas firmantes del artículo que lo describía, y recibió en solitario el Premio Nobel de Química en 1944.

Roger Penrose, que recibió el Premio Nobel de Física del año 2020, tuvo una experiencia singular. En 1964, un colega estadounidense lo visitó en Londres. Durante un paseo, y al cruzar la calle, a Penrose le vino la solución al problema en el que trabajaba en esa época. La conversación siguió al otro lado de la calle y ocultó la idea, pero no su alegría. Cuando el visitante se marchó, Penrose buscó la causa de su júbilo, y volvió a encontrar la idea que había tenido al cruzar la calle.

Las tres fases de la inspiración

Grandes investigadores e investigadoras se han interesado por los aspectos psicológicos del descubrimiento científico, en particular, del matemático. Han escrito obras de títulos en ocasiones autoexplicativos: Ciencia y Método, de Poincaré, La psicología de la invención en el campo matemático, de Hadamard, La nueva mente del emperador, de Penrose.

A partir de estos análisis, destacaría tres fases sobre la iluminación o inspiración súbita. Primero, hay una etapa de trabajo intenso sobre el problema en cuestión, sin que se produzcan resultados; allí es donde se realiza una labor profunda en el inconsciente. En segundo lugar, hay un periodo de relax, durante un paseo o un viaje, a veces en un sueño, donde la mente consciente está ocupada en ‘otra cosa’ y espontáneamente surge la iluminación o inspiración súbita. Por último, una nueva etapa de trabajo consciente, donde se verifica la validez de esa iluminación. Aunque la inspiración súbita haya sido acompañada de la certeza de su corrección, es un paso muy necesario para formalizar sus resultados.

En todas estas historias, se vislumbra que los procesos mentales humanos de la inspiración súbita comparten una naturaleza común y siguen circuitos similares. Estas vivencias refuerzan la utilidad del descanso para alcanzar soluciones creativas a problemas complejos. Evidentemente la mente consciente se ha de enfocar en ellos, pero solo concentra una parte del esfuerzo. La otra radica en la mente inconsciente, con unos ritmos internos que se han de respetar para que rinda sus frutos y nos permita avanzar en la comprensión del mundo.

 

*Pedro Meseguer es investigador en el Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial del CSIC.

La vuelta al mundo de Jeanne Baret

María Teresa Telleria (CSIC)*

Este año, en el que conmemoramos el quinto centenario de la culminación de la primera vuelta al mundo por Juan Sebastián Elcano (1476-1526), nada mejor para celebrar el 8 de marzo que recordar la figura de Jeanne Baret (1740-1807), la primera mujer que completó el viaje de circunnavegación. Lo hizo dos siglos y medio después, disfrazada de hombre, al servicio del botánico Philibert Commerson (1727-1773) y enrolada en la expedición marítimo-científica de Louis Antoine de Bougainville.

Ilustración del proyecto ‘Oceánicas: la mujer y la oceanografía‘, del Instituto Español Oceanográfico (IEO-CSIC). / Ilustradora: Antonia Calafat

La mujer que burló su destino

La historia de Jeanne Baret es la crónica de una mujer valiente que no renunció a sus aspiraciones y luchó por su libertad. Trasgredió las normas de su tiempo y su epopeya es la crónica de un viaje de ciencia y descubrimientos con la botánica –la ciencia que se ocupa del estudio de las plantas– como compañera.

Contra todo pronóstico, Jeanne Baret formó parte del universo de aventura y exploración que, en el Siglo de las Luces, rodeó el mundo de la botánica. Nació en la región de Borgoña, en el centro-este de Francia, mediado el año de 1740. Hija y nieta de campesinos, por generaciones su familia se había ocupado de las labores del campo y a esas faenas parecía predestinada. Una vida a golpe de estaciones, partos, arado, yugo y zapapico era su destino. Pasó la infancia ayudando a su familia en tiempo de siembra y cosecha y, el resto de las estaciones, acompañando a su madre en las de recolección de plantas medicinales.

El conocimiento empírico de las plantas y sus propiedades terapéuticas, heredado de su madre, le abrió sin sospecharlo las puertas del mundo. El botánico Philibert Commerson se fijó en ella y en su experiencia y, al quedarse viudo, la contrató como ama de llaves. Baret le entregó su vida y Philibert compartió con ella su ciencia.

Grabado de autoría desconocida, publicado en ‘Navigazioni di Cook del grande oceano e intorno al globo’, Vol. 2 (1816).

El eunuco de la Étoile

Cuando a Commerson le ofrecieron la posibilidad de enrolarse como naturalista del rey en la expedición que, comandada por Bougainville, se preparaba para dar la vuelta al mundo, ella se aprestó a seguirle. Jeanne Baret no estaba dispuesta a quedarse en París, sola, cuidando de la casa y esperando su regreso. Acompañaría a Philibert en su exploración, aunque para ello tuviera que contravenir las leyes que prohibían a las mujeres embarcarse en los buques de la armada.

Para conseguir su objetivo, preparó un plan. Se disfrazaría de hombre y se enrolaría en el viaje de circunnavegación como criado del botánico. Un plan descabellado al que Commerson se negó rotundamente para, después, acabar claudicando.

Llegaron por separado al puerto de Rochefort de donde partieron, juntos, el 1 de febrero de 1767. Jeanne quería conocer el mundo y las plantas que proliferaban en las costas del inmenso océano, pero las cosas no fueron como imaginaba. A bordo de la Étoile, la urca reducida y claustrofóbica en la que navegaron durante muchos meses, vivió el pánico, la ansiedad, la pesadilla y el horror de sentirse continuamente vigilada y acechada por una tripulación a la que su disfraz de criado no engañaba. Su apariencia, su voz y sus modales la delataban y, para defenderse, además de llevar unas pistolas, tuvo que mentir confesando que era un eunuco.

La travesía fue larga hasta arribar a Port Louis, en Isla de Francia –hoy República Mauricio–, a primeros de noviembre de 1768. Permaneció allí durante seis años, hasta finales de 1774 cuando zarpó rumbo al puerto de L’Orient, en Bretaña, a donde llegó en la primavera de 1775. Había culminado su vuelta al mundo.

En este viaje Baret se probó a sí misma. Trabajó hasta la extenuación, padeció hambre y sed, miedo y soledad. Se codeó con la bondad más noble y la maldad más abyecta y logró sobrevivir tras su bajada a los infiernos.

Recorrido realizado por la circunnavegación de la expedición de Louis Antoine de Bouganville (1776-1779).

Buganvillas y el árbol del pan

Durante el viaje, esta mujer valiente prestó un servicio a la ciencia en el campo de la botánica. A ella le debemos el hallazgo de la buganvilla, que localizó en los alrededores de Rio de Janeiro en julio de 1767.  La historia se cuenta como sigue: Commerson estaba indispuesto, recluido en el camarote de la Étoile. No se podía mover. Una antigua herida en la pierna, que se abría con recurrente asiduidad, le impedía desembarcar y Baret debía realizar sola el trabajo en tierra firme. Comenzó la labor de exploración y, según pasaban los días, debía alejarse más y más de la costa adentrándose en el bosque tropical. Fue allí, donde su esfuerzo obtuvo la recompensa al toparse con una planta, la más hermosa que jamás había recolectado. De vuelta en la urca, al presentarle a Commerson aquel arbusto de coloridas brácteas, este fue consciente de que era una especie desconocida para él y para el resto de sus colegas botánicos. Decidió dedicársela a Louis A. de Bougainville, el comandante de la expedición, y la bautizó como: Bougainvillea spectabilis.

Izquierda: Bougainvillea speciosa, zincograbado de James Andrews (1801–1876), publicado entre 1861 y 1871. / Wellcome Library (Londres). Derecha: portada del libro sobre J. Baret de María Teresa Tellería (RJB-CSIC).

Jeanne Baret conoció muchas plantas más y, entre ellas, el árbol del pan, que vio por primera vez a su paso por Tahití. Este árbol producía unos frutos del tamaño de las calabazas que con solo hornearlos proporcionaban un pan tierno y esponjoso; debió parecerle creado para satisfacer las necesidades del hombre pues, sin trabajo, suministraba el alimento de cada día. Ahora, evocarlo nos lleva a ponderar el valor de las plantas ayer y hoy y a pregonar la necesidad de su estudio y conservación.

Tras su regreso a Francia, Baret se retiró a Saint-Aulaye y ahí se pierde su rastro. Sabemos que falleció en 1807, a la edad de 67 años.

El recuerdo de Jeanne Baret, este 8 de marzo, nos proyecta una hazaña al servicio de la ciencia que abre caminos de inspiración y esperanza.

 

*M.ª Teresa Telleria es investigadora ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), y autora de Sin permiso del rey (Espasa, 2021), libro donde reconstruye la extraordinaria peripecia de Jeanne Baret. Puedes ver la presentación del mismo en el RJB-CSIC aquí.

La marquesa y el filósofo que imaginaron la vida extraterrestre en el siglo XVII

Por Montserrat Villar (CSIC)*

Otoño de un año indeterminado a finales del siglo XVII. Un filósofo dado a elucubrar sobre la naturaleza de las cosas visita a su querida amiga, la Marquesa de G., en su casa de campo cerca de París. No imaginen fiestas espléndidas ni bailes fastuosos; tampoco partidas de cartas o jornadas de caza. La marquesa, de espíritu vivaz, está deseosa de comprender qué son la Luna, los planetas y las estrellas. El filósofo la complace gustoso, compartiendo con ella sus vastos conocimientos. Dialogan refugiados en la quietud de cinco noches, una detrás de la otra, pues extravagancias como las suyas solo pueden confiarlas a los astros.

Pintura de la serie 'Señales de otros mundos' (2021), de Antonio Calleja

Pintura de la serie ‘Señales de otros mundos’ (2021), de Antonio Calleja

Esas conversaciones conforman el contenido del ensayo Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos del francés Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1757). Publicado en 1686, se convirtió en una obra de divulgación científica en la que el autor trató de explicar las teorías sobre el cosmos con un lenguaje popular e ideas sencillas inspiradas en la lógica: el heliocentrismo, los movimientos y las fases de la Luna, los eclipses… e incluso la teoría de los vórtices de Descartes. En 1796 se imprimió en España una versión en castellano, en la que se basa este artículo. El traductor, desconocido, añadió correcciones y notas teniendo en cuenta los adelantos que el estudio del universo había experimentado en el siglo trascurrido desde que la obra original viera la luz.

Uno de los temas centrales del libro es la multiplicidad de mundos habitados, como indica su título. El autor argumenta en la línea de dos principios: el de mediocridad, que sostiene que el cosmos es básicamente similar a la Tierra en todas sus partes o, dicho de otra manera, que la Tierra no es especial; y el de plenitud, que sugiere que el universo debería ser lo más rico posible. Dado que la mayor riqueza que la naturaleza puede dar es la vida, el firmamento ha de estar rebosante de ella.

Bernard Le Bovier de Fontanelle y la versión en español de su libro 'Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos' (1796)

Bernard Le Bovier de Fontenelle y la versión en español de su libro ‘Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos’ (1796), más de un siglo después del original (1686)

Ahora regresemos al jardín donde nuestros dos protagonistas conversan en la intimidad que obsequia la noche para las confidencias. ¿Existe vida en la Luna, el Sol y los planetas? Se preguntan. Aunque la marquesa reconoce “no haber oído hablar jamás de habitantes de la Luna, salvo como una quimera y una locura”, poco a poco los razonamientos del filósofo la convencerán de lo contrario. Su compañero afirma que “los sabios que han observado la Luna con sus anteojos” han hecho una descripción tan detallada que, si alguno “se hallase en ella, andaría sin perderse como nosotros en París”.  Dada la “entera semejanza de la Luna y la Tierra”, no hay por qué descartar la posibilidad de que haya seres en ella.

“¿Pues, qué clase de gentes serían?”, pregunta ella. Han de ser muy diferentes a nosotros, señala. Sobre la base de la gran variedad de rostros, figuras, costumbres, incluso de “principios de razonamiento” que hay en la Tierra, más grande ha de ser la diferencia con los habitantes de la Luna.

Mas, dudando el filósofo de sus asertos previos, se pregunta si podrían hallarse seres en nuestro satélite si la inmutabilidad de sus manchas oscuras nos descubre un mundo sin aire y sin agua. La marquesa, habiendo mudado su opinión para creer con entusiasmo que la Luna está habitada, protesta por esta nueva adversidad. Él, que tampoco quiere dejar desierto aquel globo plateado, explica que quizá un aire tenue lo circunda y allí se formen nubes imperceptibles que no caen en forma de lluvia, sino de rocíos sutilísimos. Siendo el aire tan tenue, no habrá arcoíris ni crepúsculos; ni truenos ni relámpagos. Será tan ardiente el calor en la cara iluminada que vivirán quizá en ciudades subterráneas. “¿Pues no aquí mismo en nuestro mundo, fue la Roma subterránea tan grande como la Roma que hubo sobre la Tierra?”, ilustra. La marquesa queda así satisfecha de que el filósofo haya devuelto sus habitantes a la Luna.

Amplias y ricas fueron las imaginaciones de ambos acerca de nuestro satélite, cuando decidieron que era hora de viajar más lejos. ¿Por qué no poblar todos los planetas? “¿Podemos creer que habiendo la naturaleza hecho la Tierra tan fecunda, sea tan estéril para con los otros planetas?”

Bernard Le Bovier de Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Tanta luz ilumina a los habitantes de Mercurio, el planeta más cercano al Sol, que nuestros más bellos días les parecerían débiles crepúsculos. “Tan intenso será el calor, que en lo más interior de África se helarían sin remedio alguno”. El clima de Venus, piensa la marquesa, “debe ser muy favorable al romance” y sus habitantes “dados a la galantería, siendo Venus la madre de los amores”. En Marte, Júpiter y Saturno, que están tan lejos del Sol, la luz será tan pálida y blanquecina, con un calor tan débil “que si sus habitantes pudieran trasplantarse a Groenlandia o Laponia, los veríamos sudar a mares y ahogarse de calor”. ¡Cómo se alegra la marquesa de que la Tierra sea un planeta tan templado! Él la tranquiliza: “No hay duda de que la naturaleza no pone nunca vivientes, si no es donde pueden vivir”. Aquellas gentes se habrán adaptado a esos climas terribles y “la ignorancia de otra cosa mejor quizá hace que vivan con placer”.

La marquesa, que ya se siente filósofa, está impaciente por averiguar qué ocurre en las estrellas fijas. Él le explica que son otros tantos soles, centros de otros mundos que tienen que alumbrar. Ella razona que “teniendo nuestro Sol planetas a los que enviar su luz, ¿quién ha de oponerse a que los tenga también cada estrella fija?”

La marquesa de G. y el filósofo deben despedirse. “¡Ya tengo en mi cabeza todo el Sistema del Universo! ¡Soy ya una sabia!”. “Sí, señora, ya podéis pasar por tal: teniendo la ventaja de no creer en nada de lo que he dicho en el mismo instante que se os antoje. Y lo único que os pido en recompensa de mi trabajo es que no veáis nunca el Sol, el cielo y las estrellas sin acordaros de mí”.

Montserrat Villar es investigadora del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA).

 

El clavo: la especia protagonista de la primera vuelta al mundo

Por Esteban Manrique Reol (RJB-CSIC)*

A principios del siglo XVI, se desató en Europa una verdadera vorágine por el descubrimiento de nuevas tierras y tesoros. Durante las décadas y siglos siguientes, una inmensa cantidad de información cartográfica, semillas de plantas tropicales, especias, plantas medicinales y, sobre todo, especímenes vegetales inundaron los gabinetes de historia natural y los jardines botánicos europeos. Una de las plantas más emblemáticas de este periodo fue el clavo de olor. Sin duda, tenía todos los componentes para ser protagonista de una película de aventuras: intriga, ambición, riqueza, misterio…

Las especias no solo fueron muy importantes económicamente hablando, sino que también sirvieron para impulsar el crecimiento y el desarrollo del conocimiento del mundo natural y de la ciencia botánica en particular. En los siglos venideros, especialmente durante el siglo XVIII, las expediciones a los nuevos territorios ya siempre incluirían a geógrafos, geólogos, botánicos y zoólogos, entre otros naturalistas, pertenecientes a los más prestigiosos gabinetes de historia natural y jardines botánicos. La descripción exacta de la planta o el animal para su posterior reconocimiento, así como de sus hábitats naturales, pasó a ser un elemento importante de las expediciones.

Mapa de las islas Molucas, 1594. / Petrus Plancius/Claesz

El árbol del clavo de olor –conocido popularmente como ‘clavero’ (Sizygium aromaticum)­– puede alcanzar los seis metros de altura y sus flores reúnen una serie de características (sabor, olor, capacidad de conservación de alimentos, propiedades medicinales) que hicieron que esta especia fuera ya objeto de comercio en la Antigüedad. Hay restos arqueológicos del III milenio a. C. en Terqa, Siria, que nos hacen pensar que entonces ya había un activo comercio de clavo de olor entre Oriente Medio, la India y las islas del sudeste asiático, de donde es originaria la planta.

La misteriosa procedencia del clavo

Sin embargo, y a pesar de que las referencias sobre el clavo dadas por Plinio el Viejo en el siglo I apuntaban hacia la India, el origen del clavo fue un misterio durante muchos siglos. Hay que tener en cuenta la cantidad de relatos fantasiosos que transmitían los viajeros en la época de las grandes expediciones. Y, para mayor confusión, se sabe que algunos mapas se falseaban a propósito.

Sizygium aromaticum. Köhler’s Medizinal-Pflanzen (vol II, 1890)

El clavo de olor o aromático es, de todas aquellas especias asiáticas que alcanzaban Europa, por la que se llegaba a pagar los precios más altos. Fluctuaba mucho, pero se dice que el precio del kilo de clavo se tasaba en oro. Había, pues, un gran interés en mantener oculta su procedencia. Ejemplo de ello es el Atlas Miller elaborado en Portugal hacia 1519, que mostraba datos falsos para impedir que otros navegantes, particularmente españoles, pudieran llegar al lugar de las especias.

A mediados del siglo XV, Niccolò Da Conti se convirtió en el primer europeo en informar con cierta precisión sobre la procedencia de la especia. Esta información fue presentada por el monje y cosmógrafo Fra Mauro en su obra maestra, el Mapamundi (1459). De alguna manera, Da Conti estaba poniendo en manos de los portugueses el comercio mundial de las especias y propiciando la caída del monopolio veneciano y otomano en la comercialización de los productos provenientes del Oriente.

Mapamundi o hemisferio circular del Atlas Miller (c. 1519)

El dominio portugués

A partir de 1511, los portugueses se establecieron definitivamente en Asia y así tuvieron acceso directo a los mercados y productos del Lejano Oriente. Pronto, Alfonso de Albuquerque intentó establecer relaciones amistosas con los gobernantes locales y alianzas comerciales con proveedores de drogas y especias, clavo en particular. En 1513 los viajes entre los puertos portugueses en Malaca (en la actual Malasia) y Ternate (islas Molucas, actual Indonesia) llegaron a ser regulares. Jorge de Albuquerque fue nombrado capitán general de Malaca en 1514. En enero de 1515 envió una misiva del rey de Ternate a Manuel I prometiendo lealtad al soberano portugués, y también envió un regalo peculiar: un tronco de árbol de clavo y una pequeña rama con algunas hojas y capullos de flores. A partir de este momento los portugueses conocieron en detalle el aspecto del árbol y con ello se hicieron con el control de la producción y el comercio de clavo de olor.

Eran pues las islas Molucas el misterioso lugar donde crecía de forma exclusiva (endémica) el árbol del clavo de olor, pero solo lo hacía en las montañas de cinco islas del archipiélago. En concreto, los mejores clavos eran los provenientes de la isla de Ternate.

De la primera vuelta al mundo a la expansión del clavo

La lucha por el comercio del clavo no había hecho más que empezar. De hecho, esta especia fue la protagonista absoluta de la primera vuelta al mundo. Fernando de Magallanes, tras la negativa del rey Manuel I a financiar un nuevo viaje a su cargo, pues Portugal ya tenía establecida una ruta por oriente para llegar a las islas de las Especias, presentó en 1519 a Carlos I su audaz plan de una ruta alternativa viajando hacia el oeste: fue la expedición de Magallanes y Elcano (1519-1522). Después del largo viaje transoceánico de tres años de duración, la nave Victoria retornó a Sanlúcar de Barrameda tras realizar la primera circunnavegación de la historia. Aunque Magallanes murió en Filipinas, regresaron Juan Sebastián Elcano y Antonio Pigafetta, relator del viaje. En el informe presentado al emperador, el cronista italiano incluía una muy clara descripción del árbol de clavo.

El navegante Fernando de Magallanes descubrió en 1520 el Estrecho de Magallanes, durante la expedición española a las Molucas. Cuadro del pintor chileno Álvaro Casanova Zenteno (1857-1939)

Posteriormente, debido a la relevancia económica de esta especia, franceses y holandeses consiguieron sacar semillas de clavero de las islas originarias e introdujeron la planta en otras áreas tropicales. Los primeros en plantar el árbol del clavo fuera de su lugar de origen fueron los franceses, quienes lo introdujeron en las islas Mauricio durante el siglo XVIII. Más tarde se introdujo en el suroeste de la India, Sri Lanka, Zanzíbar y Madagascar.

Propiedades químicas del clavo y su uso en la actualidad

Además de los capullos de flores aromáticos, hay otras dos partes del clavero que se utilizan como especias: los pedúnculos florales y los frutos. El aroma proviene de varios compuestos volátiles que constituyen el aceite esencial del clavo y que se obtiene por destilación en etanol. La composición en principios activos y aromas es compleja e interesante ya que es la especia que tiene más cantidad de eugenol, el principal principio activo del aceite esencial.

En relación a su peso seco, el clavo contiene entre el 15 y el 20% de aceite esencial, en el que el eugenol es el principal componente (entre el 85 y el 95% del aceite esencial). El eugenol también se encuentra en otras especias como la nuez moscada (miristicáceas) y la canela (lauráceas). El químico italiano Ascanio Sobrero (1812-1888), descubridor de la nitroglicerina, aisló el eugenol a mediados del siglo XIX y, a partir de entonces, se empleó en medicina. Una de sus mayores propiedades es la de ser un eficaz antioxidante. De ahí su utilización en la conservación de alimentos.

Hoy el clavo como especia se sigue usando ampliamente en todas las cocinas del mundo. Su mercado no ha disminuido desde el siglo XV, sino muy al contrario. Son muchos los trabajos científicos que han publicado estudios de las propiedades terapéuticas del clavo o de los componentes de su aceite esencial, principalmente del eugenol. El tipo y número de productos en los que se añade el clavo de olor o su esencia ha ido creciendo exponencialmente en todos los sectores, tanto en medicina como en cosmética y, por supuesto, en la alimentación.

 

* Esteban Manrique Reol es doctor en biología y actual Director del Real Jardín Botánico de Madrid (CSIC). Este texto es una adaptación del capítulo que firma dentro del libro de la colección Divulgación En búsqueda de las especias. Las plantas de la expedición Magallanes-Elcano (1519-1522) (CSIC-Catarata), coordinado por Pablo Vargas. El libro se presenta el jueves 13 de mayo de 2021 a las 12:00 horas en el Real Jardín Botánico, en un acto con entrada libre que también podrá seguirse online.

¿Tienes fotografías antiguas del Museo Nacional de Ciencias Naturales? ¡Puedes formar parte de su historia visual!

Por Soraya Peña Carolina Martín Albaladejo (CSIC)*

¿Cuántas personas se habrán retratado con el Megaterio, enorme cuadrúpedo del Pleistoceno, cuando se realizó su montaje en 1951 o cuando, unos años más tarde, Rocío Dúrcal volvió a ponerlo de moda con la película Acompáñame (1966), de Luis César Amadori? ¿Cuántas jóvenes volvieron entonces al Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN) del CSIC para fotografiarse como la cantante?

Y los descubrimientos del elefante en Villaverde Bajo en 1958 y del mastodonte en Toledo en 1971, ¿cuánta expectación generaron cuando llegaron al Museo? Seguro que muchas personas guardan recuerdos de esos momentos y de otros parecidos en las cajas y los álbumes de sus progenitores, de sus abuelos o de ellas mismas. Son recuerdos vinculados a las pequeñas o grandes historias personales que ahora pueden ayudar a construir un relato colectivo más amplio, más complejo, el de un Museo que es parte fundamental de la historia de las ciencias naturales en España y reflejo de la propia historia de nuestro país.

Si tienes guardadas en algún rincón fotografías hechas en el MNCN-CSIC que sean anteriores a 1990, no dudes en contribuir a la recuperación de la memoria visual de la institución y participar en el concurso “Yo estuve en el Museo de Ciencias Naturales…”. Las imágenes han de subirse a la plataforma tuphotomuseo.es a través de un formulario y deben acompañarse de una pequeña descripción. Las fotografías recibidas serán compartidas en un álbum online y, además de pasar a formar parte del Archivo Histórico del Museo, podrán ser utilizadas en exposiciones y publicaciones de tipo divulgativo y de investigación. Puedes enviar las fotografías hasta el 15 de Mayo de 2019.

Un descanso mientras se cambia la tarima en el Salón de Zoología, 1935. / Archivo MNCN

Un descanso mientras se cambia la tarima en el Salón de Zoología, 1935. / Archivo MNCN

Un Museo con más de dos siglos de historia

Aunque el actual MNCN-CSIC fue creado por el Rey Carlos III en 1771 como Real Gabinete de Historia Natural, el periodo comprendido entre 1939 y 1985 es el menos conocido de su historia visual. En 1928, Miguel Primo de Rivera, como presidente del Gobierno Militar, prometió trasladar la Escuela de Ingenieros para que el Museo ocupara todo el edificio. Promesa vana que nunca se cumplió completamente, pero que sí permitió iniciar unas obras de remodelación y ampliar el Museo al ala sur donde hoy se muestra la exposición de Minerales, fósiles y evolución humana, que incluye una reproducción emblemática de un Diplodocus, quizá todavía esperando a tomar esa prometida y ansiada nave central.

En una imagen de ese traslado tomada en 1935 se ve a unos despreocupados obreros posando en un descanso del trabajo mientras cambian el piso de madera por losa. Años más tarde, una nueva remodelación haría regresar la madera original. Un botijo y una bicicleta protagonizan el primer plano y sus sonrisas no parecen predecir la violenta historia que comenzaría al año siguiente, la Guerra Civil Española (1936-1939).

Sala de Vertebrados (antes de 1935). / Archivo MNCN

Sala de Vertebrados (antes de 1935). / Archivo MNCN

A partir de 1939, al finalizar la guerra, muchas cosas se disgregaron en nuestro país y el Museo no fue una excepción. Incorporado al recién creado Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se dividió, y el Museo quedó a cargo de las colecciones y de las exposiciones, mientras que tres nuevos centros de investigación dedicados a Zoología, Entomología, Geología y Paleontología se responsabilizaron de la investigación científica. Hubo que esperar hasta 1984 para que se volvieran a reagrupar, coincidiendo prácticamente con el final de una larga transición.

A la hora de repasar la historia del Museo, este periodo posterior a 1939 es uno de los menos conocidos. Por ello, con el objetivo de reconstruir la memoria reciente de la institución, y para dar a conocer y entender el significado de esa desconocida y quizá sorprendente trayectoria, el grupo Historia y Documentación de las Ciencias Naturales en España del MNCN-CSIC lo está sacando a la luz a través del proyecto de investigación ‘El Museo Nacional de Ciencias Naturales entre 1939 y 1985: de la disgregación a la reunificación en su contexto nacional e internacional’.

Uno de los primeros hallazgos de esta investigación ha sido comprobar la falta de documentación fotográfica de este periodo (1939-1985). No se conocen apenas imágenes y, sin embargo, seguro que hubo fotógrafos presentes en las distintas inauguraciones y que los visitantes se hicieron retratos al lado de las piezas más espectaculares o de sus animales preferidos. Es más que posible que los trabajadores que durante todos esos años poblaron sus espacios se retrataran en diferentes ocasiones… Miles de historias cruzadas que posiblemente quedaron guardadas en álbumes familiares quizá ya un poco olvidados. Esas imágenes son las que el Museo quiere recuperar para devolver el protagonismo a sus ocupantes, pero también para hacer suyo un periodo imprescindible de la historia de la institución.

Precisamente por ello se ha puesto en marcha el concurso “Yo estuve en el Museo de Ciencias Naturales…”. Apoyar este proyecto de investigación y subir las fotos recuperadas de ese baúl de los recuerdos, donde todos podemos rebuscar y reencontrarnos con nuestro propio pasado olvidado, significa integrarnos en otra historia colectiva, la del devenir de la ciencia, de lo pasado y de lo que está por venir. Entra en www.tuphotomuseo.es y sé parte del MNCN-CSIC y de su historia. En ese espacio nos encontraremos y nos redescubriremos.

 

* Soraya Peña de Camus Sáez es coordinadora de exposiciones del MNCN-CSIC. Carolina Martín Albaladejo es investigadora del grupo Historia y Documentación de las Ciencias Naturales del MNCN-CSIC.

¿Manchas difíciles? La solución está en las enzimas

Por Francisco J. Plou (CSIC)*

Ana Yacobi / Flickr

Ana Yacobi / Flickr

En la actualidad, de cada 100 gramos de cualquier detergente, entre uno y dos corresponden a enzimas, es decir, a catalizadores biológicos utilizados para acelerar las reacciones químicas. El auge del uso de las enzimas en productos para la limpieza de ropa y vajillas es tan grande que en Dinamarca, el principal productor de estas proteínas, hay un detergente que contiene hasta nueve enzimas distintas. ¿De verdad merece la pena añadir enzimas a los detergentes o se trata de una cuestión de marketing?

Antes de responder a esta pregunta, conviene saber que el empleo de enzimas en productos de limpieza es relativamente nuevo en la historia de la humanidad y que no ha estado exento de polémicas.

En 1913 el científico alemán Otto Röhm (1876-1939) patentó el uso de extractos de páncreas de animales muertos en el prelavado de prendas de vestir. Sin embargo, no fue hasta la década de 1960 cuando en los detergentes para la ropa se empezaron a introducir masivamente enzimas, cuya producción se realiza generalmente a partir de cultivos de bacterias, levaduras y hongos. Esto sucedió de forma paralela a la implantación de las lavadoras, que requerían productos cada vez más eficientes capaces de eliminar las manchas a temperaturas bajas o moderadas.

Esta innovación fue velozmente popularizada en Europa pero no en Estados Unidos, donde creció el temor de que las enzimas pudieran causar reacciones alérgicas. Los ánimos se apaciguaron en 1971, cuando la Academia Nacional de Ciencias de este país dictaminó que el empleo de enzimas en detergentes representaba un avance tecnológico sin riesgo alguno para la salud.

De hecho, en 1975 se produjo otro logro biotecnológico que impulsó definitivamente este mercado, al conseguir encapsular las enzimas en pequeñísimos gránulos recubiertos por un material inerte que se dispersaba en contacto con el agua de lavado, liberándolas poco a poco. Esta liberación a través del agua de lavado no supone ningún problema ecológico, pues su naturaleza proteica las convierte en biodegradables.

Daniel Lobo / Flickr

Daniel Lobo / Flickr

Pero entonces, ¿las enzimas son realmente útiles en los detergentes? La respuesta es “sí”. Una de sus principales ventajas es el tratamiento de manchas difíciles que de otra manera sería difícil quitar. Así, los detergentes actuales suelen incorporar al menos cuatro tipos de enzimas, la mayoría especializados en un tipo distinto de mancha:

  1. Lipasas, que sirven para eliminar las manchas que contienen sustancias lipídicas, como las procedentes de grasas y aceites alimenticios, cosméticos, pintalabios o sudor. Las lipasas, además, permiten reducir casi un 25% la cantidad de agentes surfactantes o tensioactivos presentes en el detergente.
  2. Proteasas (las primeras enzimas empleadas en detergentes), que se utilizan para degradar las manchas que tienen una base de proteína, por ejemplo las de sangre, huevo o leche.
  3. Amilasas, que eliminan los depósitos de almidón, muy abundantes en patatas, salsas, pasta o arroz, por ejemplo.
  4. Celulasas, que se añaden para un mejor cuidado de las fibras celulósicas de las prendas de algodón, proporcionando una mayor suavidad a las telas y restaurando los colores.

Algunas compañías, en aras de obtener una eficiencia todavía mayor en el lavado, añaden otros dos tipos de enzimas:

  1. Mananasas, que degradan las manchas que contienen mananos, muy difíciles de eliminar. Los mananos, también llamados gomas, se emplean como espesantes en alimentos como helados y salsas, y también están presentes en lociones corporales o pasta de dientes.
  2. Pectinasas, para eliminar los residuos de la pectina de las frutas, por ejemplo en mermeladas, zumos o yogures.

Además, las enzimas generan una serie de beneficios medioambientales. El más destacado es la posibilidad de emplear programas de lavado más cortos y a temperatura ambiente, lo que supone un notable ahorro energético y de agua. De hecho, la mayor parte de la energía consumida en un lavado se utiliza para calentar el agua.

Pero también las enzimas permiten reducir, e incluso suprimir, la incorporación a los detergentes de algunas sustancias químicas que contaminan las aguas de lavado, fundamentalmente los fosfatos, que tienen un efecto demoledor sobre los medios acuáticos y que, poco a poco, están siendo prohibidos en los productos de limpieza en todo el mundo.

Así pues, como vemos, el tambor de la lavadora es una especie de reactor químico en el que las enzimas tienen que hacer su trabajo durante el breve tiempo de lavado, sorteando todo tipo de dificultades derivadas de la presencia de tensioactivos, agentes blanqueantes y suavizantes, en un entorno alcalino de un pH entre 9 y 12. ¡Y lo consiguen!

 

* Francisco J. Plou es investigador científico en el Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC y autor del libro ‘Las enzimas’, disponible en la Editorial CSIC Los Libros de la Catarata.

¿Cómo se imaginaban la Luna en el siglo XIX?

Fotografía de un molde de escayola construido por Nasmyth recreando la región del cráter Copérnico. Publicada en ‘La Luna: considerada como un planeta, un mundo y un satélite’ (1874).

Fotografía de un molde de escayola construido por Nasmyth recreando la región del cráter Copérnico. Publicada en La Luna: considerada como un planeta, un mundo y un satélite (1874).

Por Montserrat Villar y Mar Gulis (CSIC)*

Mira esta fotografía de un cráter lunar. ¿Dirías que es real o que se trata de una maqueta? Publicada en 1874 por el ingeniero mecánico e inventor James Nasmyth (1808-1890) y el astrónomo James Carpenter (1840-1899), la imagen solo puede ser una recreación…  aunque es sorprendentemente buena para la época.

Pese a que por aquel entonces hacía varias décadas que se habían empezado a obtener fotografías de nuestro satélite, la calidad no era suficiente para resaltar los detalles de su superficie con la nitidez que los autores deseaban. En lugar de esto, Nasmyth construyó moldes de escayola del relieve lunar inspirados en observaciones telescópicas realizadas junto a Carpenter. Los moldes fueron iluminados con diferentes intensidades y desde distintos ángulos, controlando las condiciones con exquisito cuidado, y posteriormente fotografiados.

Hoy en día algunas de esas imágenes siguen dando a primera vista la impresión de haber sido tomadas in situ. Pero hay más. Nasmyth y Carpenter no limitaron su recreación de la Luna a estos moldes –que en la actualidad se conservan en el Museo de la Ciencia de Londres–. En su libro La luna: considerada como un planeta, un mundo y un satélite, donde se incluyeron las fotografías, los autores trataron de describir otras sensaciones que experimentaría en la Luna un ser humano que encontrara un método para poder respirar.

Molde de escayola de una porción de la superficie lunar realizado por Nasmyth. / Museo de Ciencias , Londre (CC-BY-NC-ND-2.0.)

Molde de escayola de una porción de la superficie lunar realizado por Nasmyth. / Museo de Ciencias , Londres (CC-BY-NC-ND-2.0.).

Detallaron, por ejemplo, los efectos de la ausencia de aire. Incluso cuando el Sol o la Tierra brillaran altos sobre el horizonte, al no haber difusión de la luz como ocurre en nuestra atmósfera, se vería un cielo totalmente negro salpicado por las luces de estrellas y planetas, que se apreciarían con mayor nitidez que en cualquier noche terrestre.

Nasmyth y Carpenter también imaginaron los cambios en el paisaje producidos por los marcados juegos de luces y sombras sobre el relieve lunar; o los contrastes de color debidos a la composición de la superficie, donde diferentes minerales darían coloraciones especiales y únicas a la escena.

Además recrearon el espectáculo de un eclipse solar producido por la Tierra. En la ilustración realizada por Nasmyth,  se aprecia el Sol en la distancia eclipsado por nuestro planeta, tal y como lo vería un observador en  la Luna. Su forma empieza a despuntar detrás del círculo terrestre, que tiene un tamaño aparente unas cuatro veces mayor. La corona aparece impresionante. La luz solar atraviesa la fina capa de la atmósfera de nuestro planeta rodeándolo de un halo brillante y rojizo que ilumina un paisaje montañoso y salvaje donde reina la desolación.

El Sol eclipsado por la Tierra visto desde la Luna. / Ilustración de James Nasmyth.

El Sol eclipsado por la Tierra visto desde la Luna. / Ilustración de James Nasmyth.

Junto a sugerentes imágenes, en el libro también hay espacio para el “mortal silencio que reina en la luna”: “Mil cañones podrían ser disparados y mil tambores golpeados en aquel mundo sin aire, pero ningún sonido saldría de ellos. Labios que podrían temblar, lenguas que intentarían hablar, pero ninguna de sus acciones rompería el silencio de la escena lunar”.

 

* Montserrat Villar es investigadora en el Centro de Astrobiología (CSIC-INTA) en el grupo de Astrofísica extragaláctica. 

El médico que describió y dignificó el síndrome de Down

Por Mar Gulis (CSIC)

‘Subnormal’, ‘deficiente’ o ‘mongol’ son términos peyorativos que se han ido desterrando, al menos de los discursos públicos, a la hora de referirse a las personas con síndrome de Down u otros tipos de trastorno. Es más, poco a poco la tendencia es hablar de ‘diversidad funcional‘, en lugar de minusvalía o discapacidad.

Dos jóvenes con síndrome de Down participan en una actividad de concienciación / Foto: Reinaldo Carvalho.

Dos jóvenes con síndrome de Down participan en una actividad de concienciación / Foto: Reinaldo Carvalho. Flickr

Lo que está claro es que hoy día nadie pone en duda que han de gozar de los mismos derechos, potenciando en su caso el acceso a programas de terapia ocupacional u otros tipos de apoyo. Sin embargo, esto no siempre fue así. John Langdon Down, a quien se debe el nombre de este trastorno genético, fue el primero en describirlo de forma sistemática en el año 1866. De acuerdo con la teoría de Darwin, Down creyó que el síndrome que hoy se conoce con su nombre era un retroceso hacia un tipo racial más primitivo, una forma de regresión al estado primario del ser humano. Encontraba en sus pacientes un parecido físico con los mongoles, nómadas de la región central de Mongolia, que entonces eran considerados seres primitivos y poco evolucionados. Down buscaba explicaciones científicas y biológicas para las anomalías congénitas que, según las concepciones vigentes en aquellos tiempos, obedecían a razones divinas.

Casi un siglo después, en 1958, el genetista francés Jérôme Lejeune descubrió que se trata de una alteración genética producida por la presencia de un cromosoma extra, o una parte de él. Así, el término ‘mongolismo’ se extendió a lo largo del siglo XX hasta que Gordon Allen y colaboradores, en un artículo publicado en 1961 en la revista American Journal of Human Genetics, plantearon que ‘trisomía del par 21’ o ‘síndrome de Down’ eran nombres más apropiados.

¿Qué nos dice esto acerca de John Langdon Down? Si lo miramos con los ojos de nuestro tiempo, cualquiera pensaría que era un médico discriminatorio, racista o prejuicioso. Pero una vez más, entender la época (en este caso, pleno siglo XIX) es crucial para comprender algunos postulados que hoy día suenan anacrónicos.

El médico británico John Langdon Down (18 de noviembre de 1828 - 7 de octubre de 1896) / Wikipedia

El médico británico John Langdon Down (18 de noviembre de 1828 – 7 de octubre de 1896) / Wikipedia

Así, John Langdon Down, lejos de ser un intolerante, tenía ideas avanzadas para su época. En el libro El síndrome de Down (CSIC-Catarata), el científico Salvador Martínez Pérez, del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC-UMH), relata cómo Down se opuso fuertemente a la esclavitud, defendió los derechos de las mujeres (como su derecho al voto o el acceso a todas las profesiones, incluida la de clérigo) y señaló que se debía proveer educación especial y dar oportunidades a todos los niños con discapacidad, independientemente de su extracción social. En aquella época, a estos niños se les solía tener encerrados en los cuartos de los criados, aislados y privados de educación. Down siempre criticó esta situación e insistió en que debían recibir una formación adecuada; sostenía que podían llegar a ser socialmente útiles para desempeñar determinadas tareas.

Nacido en Inglaterra en 1828, tal era la entrega de Down hacia esta causa, que incluso renunció a una brillante carrera en el Hospital de Londres para ejercer la medicina en el Royal Earlswood Asylum, un centro para gente con discapacidad ubicado en Surrey (ciudad situada en el cinturón londinense). Este asilo fue el primer establecimiento creado para cuidar a estas personas y fue pionero en aplicar técnicas de terapia ocupacional a sus internos. Allí, Down instituyó un programa de reformas que reflejaba su creencia en la humanidad y la dignidad de los niños y adultos con discapacidad. Entre las reformas que llevó a cabo durante su mandato se pueden señalar la eliminación de la práctica de castigar a los residentes por el mal comportamiento (prefería establecer reuniones y tertulias con ellos) o el fomento del entretenimiento y la formación profesional a los residentes que podían beneficiarse de ella.

Una crónica de la época sostiene que el Dr. Down se indignó cuando la junta directiva del hospital no permitió que sus residentes mostraran sus obras de arte en una exposición en París, y esto es lo que le llevó a dimitir de su cargo, dejar Earlswood y establecer, junto a su esposa María, Normansfield: su propio hospital en Teddington para la educación de niños y adultos con trastornos mentales de familias ricas. No obstante, atendió a niños pobres hasta su muerte. Así, Normansfield se convirtió en la joya de la corona de la familia de Down, y dos de los hijos del matrimonio Down continuaron con el trabajo allí después de la muerte de Down.

Pero, ¿cómo era Normansfield? Todo lo que Down y su esposa habían querido hacer en Earlswood y no pudieron, ya fuera por dinero o porque no tenían el poder necesario, fueron capaces de lograrlo en Normansfield. Allí se luchaba por la integración de las personas con este síndrome: se hacían actividades de entretenimiento artístico con los internos que incluían el canto, la danza y el teatro; se daban lecciones de baile y patinaje sobre ruedas y había un jardín y una granja con vacas, pollos, cerdos y un huerto. Los residentes participaban en celebraciones como la Navidad, e incluso se les llevaba de vacaciones a la orilla del mar durante seis semanas al año.

El doctor Down murió el 7 de octubre de 1896. Sus dos hijos, Reginald y Percival Down, continuaron su tarea de estudio y dignificación de este trastorno, en especial Reginald, quien siguió con la descripción de algunas características más de la lista de rasgos físicos asociados al síndrome de Down, como su peculiar pliegue palmar.

 

Si quieres saber más sobre este tema, el investigador Salvador Martínez Pérez, del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC-UMH) realiza un estado de la cuestión en el libro El síndrome de Down (CSIC-Catarata).