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Copérnico: el canónigo que revolucionó el mundo después de muerto

Por Pedro Meseguer* (CSIC)

En los talleres de narrativa se insiste en que, en un relato, el autor o la autora ha de proporcionar una forma original de ver el mundo. Pero eso no es exclusivo de la literatura, ni siquiera de las humanidades: también sucede en la ciencia. Este año se cumple el 550 aniversario del nacimiento de Nicolás Copérnico (1473-1543), un personaje esencial en la renovación astronómica de los siglos XVI y XVII. Revolucionó la ciencia europea (entonces se denominaba “filosofía natural”) porque tuvo el atrevimiento de romper con el pasado al interpretar el movimiento de los astros de una manera inédita, diferente.

Astrónomo Copérnico, de Jan Matejko (1873)

Astrónomo, canónigo y médico

Nacido en Torun (Polonia), Nicolás era el menor de cuatro hermanos. Su madre murió a los pocos años y, cuando él había cumplido diez, también falleció su padre. De su educación se ocupó su tío Lucas, un duro sacerdote canónigo en una ciudad vecina. En la universidad de Cracovia estudió astronomía, y entró en contacto con el modelo geocéntrico —en donde el Sol giraba en torno a la Tierra— de Ptolomeo, aunque Copérnico se sentía incómodo con él. Viajó a Italia y continuó su formación en la universidad de Bolonia. Y posiblemente allí tuvo una revelación —en su libro Copérnico, John Banville la cuenta así—: “…había estado analizando el problema desde una perspectiva errónea […]. Si consideraba al Sol como el centro de un universo inmenso, los fenómenos observados en los movimientos de los planetas que habían intrigado a los astrónomos durante milenios, se volvían perfectamente racionales y evidentes…”.

A partir de ese momento, Copérnico se ocupó en construir un nuevo modelo astronómico con el Sol en el centro, en torno al cual giraban los planetas en órbitas circulares. Sin embargo, difundió sus concepciones con mucha cautela, tanta que también podría decirse que las escondió. Volvió de Italia y siendo seglar consiguió una canonjía en Fraudenburg con la ayuda de su tío el entonces obispo Lucas —había ascendido—, que gobernaba Ermeland (un protectorado del reino de Polonia). Allí se dedicó a las obligaciones de trabajo mientras cultivaba en privado su modelo astronómico. También ejerció la medicina y solventó cuestiones económicas.

Pero, años después de la experiencia italiana, publicó su Commentariolus, un cuadernillo resumen de sus ideas que lanzó a modo de ‘globo sonda’ y que, para su tranquilidad, no generó reacciones adversas. Al final de su vida, urgido desde varias instancias, se avino a publicar su modelo de forma completa. Su libro De revolutionibus orbitum coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) vio la luz en 1543, muy cercano al día de su muerte.

Un libro que inspiró a Kepler, Galileo y Newton

Antes de Copérnico, imperaba el arquetipo astronómico geocéntrico desarrollado por Ptolomeo en el siglo II. Era un modelo farragoso, ya que obligaba a utilizar epiciclos para encajar las observaciones. Sin embargo, tenía una ventaja extracientífica: al colocar la Tierra inmóvil, con los planetas y el Sol girando en torno a ella, se reforzaba el concepto del ser humano como el centro de la creación. La iglesia católica hallaba adecuada esta interpretación en consonancia con El libro del Génesis: el universo conocido giraba en torno a la más excelsa obra de Dios, el ser que habitaba la Tierra.

Cuando su libro De revolutionibus se extendió, Copérnico ya había muerto. Esta circunstancia fue beneficiosa no solo para él, que obviamente no fue perseguido, sino para la obra misma, porque permaneció como una mera hipótesis: el libro era muy técnico, comprensible únicamente por astrónomos avanzados y solo entró en el índice de libros prohibidos tras el proceso a Galileo.

Esto permitió que astrónomos posteriores como Johannes Kepler (1571-1630) o Galileo Galilei (1564-1642) pudieran formarse con ese modelo y después realizar aportaciones muy relevantes. Basándose en él y manejando una buena cantidad de observaciones, Kepler postuló sus tres leyes: los planetas describían órbitas elípticas con el Sol en uno de sus focos, barrían áreas iguales en tiempos iguales y los cuadrados de los periodos de las órbitas eran proporcionales al cubo de sus distancias al Sol.

Galileo alcanzó a ir más allá: con el telescopio de su invención —a partir de un prototipo desarrollado por un constructor de lentes holandés— descubrió los satélites de Júpiter, que orbitaban en torno al planeta. Eso era más de lo que la iglesia católica podía soportar. Kepler, un luterano en reinos católicos, estaba lejos de Roma, pero Galileo se hallaba en Italia, cerca del Papa. Fue procesado por la Inquisición, pero astrónomos ulteriores trabajaron a partir de sus resultados. En particular, Newton (1642-1727) descubrió la ley de la gravitación universal apoyándose, entre otros, en las contribuciones de Kepler y Galileo.

Modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico

Los mitos caen de su pedestal

En dos centurias el modelo geocéntrico fue reemplazado por el heliocéntrico. Además, la observación del Sol o de las estrellas se popularizó en los siglos siguientes por la navegación marítima. Esto estimuló una formación astronómica básica en donde la experimentación jugaba un papel central y a su vez consolidó la aceptación general del modelo heliocéntrico.

El impacto de las ideas lanzadas por Copérnico fue enorme, tanto en el nivel científico como en el filosófico, y de larga permanencia. La Tierra dejaba de ser el centro del universo: era un astro más, sometida a las mismas leyes que los demás cuerpos celestes.

Esa concepción estaba a un paso de que el ser humano también cayera de su pedestal, lo que sucedió con las obras de medicina que lo asemejaban a otros seres vivientes. En su libro Los errantes, Olga Tokarczuk (Premio Nobel de Literatura 2018) lo refleja muy bien: “La nueva era comenzó […] en aquel año cuando aparecieron […] De revolutionibus orbitum coelestium de Copérnico y […] De humanis corporis fabrica de Vesalio. Naturalmente, estos libros no lo contenían todo […] Sin embargo, los mapas del mundo, tanto el exterior como en interior, ya estaban trazados”.

Así, en 1543 se sentaron las bases de lo que sería la ciencia moderna. Comenzó un proceso de desmitificación progresiva, que se inició cuando la Tierra dejó de ser el centro del universo, siguió con el ser humano abandonando la cúspide de la creación, continuó con una Europa descabalgada del centro del mundo y llega hasta nuestros días. Una evolución que arrancó con las investigaciones de Copérnico y se ha propagado hasta hoy, donde es moneda corriente cuestionar los roles que han sido dominantes durante siglos en nuestra visión del mundo.

 

*Pedro Meseguer es investigador en el Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial del CSIC.

La marquesa y el filósofo que imaginaron la vida extraterrestre en el siglo XVII

Por Montserrat Villar (CSIC)*

Otoño de un año indeterminado a finales del siglo XVII. Un filósofo dado a elucubrar sobre la naturaleza de las cosas visita a su querida amiga, la Marquesa de G., en su casa de campo cerca de París. No imaginen fiestas espléndidas ni bailes fastuosos; tampoco partidas de cartas o jornadas de caza. La marquesa, de espíritu vivaz, está deseosa de comprender qué son la Luna, los planetas y las estrellas. El filósofo la complace gustoso, compartiendo con ella sus vastos conocimientos. Dialogan refugiados en la quietud de cinco noches, una detrás de la otra, pues extravagancias como las suyas solo pueden confiarlas a los astros.

Pintura de la serie 'Señales de otros mundos' (2021), de Antonio Calleja

Pintura de la serie ‘Señales de otros mundos’ (2021), de Antonio Calleja

Esas conversaciones conforman el contenido del ensayo Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos del francés Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1757). Publicado en 1686, se convirtió en una obra de divulgación científica en la que el autor trató de explicar las teorías sobre el cosmos con un lenguaje popular e ideas sencillas inspiradas en la lógica: el heliocentrismo, los movimientos y las fases de la Luna, los eclipses… e incluso la teoría de los vórtices de Descartes. En 1796 se imprimió en España una versión en castellano, en la que se basa este artículo. El traductor, desconocido, añadió correcciones y notas teniendo en cuenta los adelantos que el estudio del universo había experimentado en el siglo trascurrido desde que la obra original viera la luz.

Uno de los temas centrales del libro es la multiplicidad de mundos habitados, como indica su título. El autor argumenta en la línea de dos principios: el de mediocridad, que sostiene que el cosmos es básicamente similar a la Tierra en todas sus partes o, dicho de otra manera, que la Tierra no es especial; y el de plenitud, que sugiere que el universo debería ser lo más rico posible. Dado que la mayor riqueza que la naturaleza puede dar es la vida, el firmamento ha de estar rebosante de ella.

Bernard Le Bovier de Fontanelle y la versión en español de su libro 'Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos' (1796)

Bernard Le Bovier de Fontenelle y la versión en español de su libro ‘Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos’ (1796), más de un siglo después del original (1686)

Ahora regresemos al jardín donde nuestros dos protagonistas conversan en la intimidad que obsequia la noche para las confidencias. ¿Existe vida en la Luna, el Sol y los planetas? Se preguntan. Aunque la marquesa reconoce “no haber oído hablar jamás de habitantes de la Luna, salvo como una quimera y una locura”, poco a poco los razonamientos del filósofo la convencerán de lo contrario. Su compañero afirma que “los sabios que han observado la Luna con sus anteojos” han hecho una descripción tan detallada que, si alguno “se hallase en ella, andaría sin perderse como nosotros en París”.  Dada la “entera semejanza de la Luna y la Tierra”, no hay por qué descartar la posibilidad de que haya seres en ella.

“¿Pues, qué clase de gentes serían?”, pregunta ella. Han de ser muy diferentes a nosotros, señala. Sobre la base de la gran variedad de rostros, figuras, costumbres, incluso de “principios de razonamiento” que hay en la Tierra, más grande ha de ser la diferencia con los habitantes de la Luna.

Mas, dudando el filósofo de sus asertos previos, se pregunta si podrían hallarse seres en nuestro satélite si la inmutabilidad de sus manchas oscuras nos descubre un mundo sin aire y sin agua. La marquesa, habiendo mudado su opinión para creer con entusiasmo que la Luna está habitada, protesta por esta nueva adversidad. Él, que tampoco quiere dejar desierto aquel globo plateado, explica que quizá un aire tenue lo circunda y allí se formen nubes imperceptibles que no caen en forma de lluvia, sino de rocíos sutilísimos. Siendo el aire tan tenue, no habrá arcoíris ni crepúsculos; ni truenos ni relámpagos. Será tan ardiente el calor en la cara iluminada que vivirán quizá en ciudades subterráneas. “¿Pues no aquí mismo en nuestro mundo, fue la Roma subterránea tan grande como la Roma que hubo sobre la Tierra?”, ilustra. La marquesa queda así satisfecha de que el filósofo haya devuelto sus habitantes a la Luna.

Amplias y ricas fueron las imaginaciones de ambos acerca de nuestro satélite, cuando decidieron que era hora de viajar más lejos. ¿Por qué no poblar todos los planetas? “¿Podemos creer que habiendo la naturaleza hecho la Tierra tan fecunda, sea tan estéril para con los otros planetas?”

Bernard Le Bovier de Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Tanta luz ilumina a los habitantes de Mercurio, el planeta más cercano al Sol, que nuestros más bellos días les parecerían débiles crepúsculos. “Tan intenso será el calor, que en lo más interior de África se helarían sin remedio alguno”. El clima de Venus, piensa la marquesa, “debe ser muy favorable al romance” y sus habitantes “dados a la galantería, siendo Venus la madre de los amores”. En Marte, Júpiter y Saturno, que están tan lejos del Sol, la luz será tan pálida y blanquecina, con un calor tan débil “que si sus habitantes pudieran trasplantarse a Groenlandia o Laponia, los veríamos sudar a mares y ahogarse de calor”. ¡Cómo se alegra la marquesa de que la Tierra sea un planeta tan templado! Él la tranquiliza: “No hay duda de que la naturaleza no pone nunca vivientes, si no es donde pueden vivir”. Aquellas gentes se habrán adaptado a esos climas terribles y “la ignorancia de otra cosa mejor quizá hace que vivan con placer”.

La marquesa, que ya se siente filósofa, está impaciente por averiguar qué ocurre en las estrellas fijas. Él le explica que son otros tantos soles, centros de otros mundos que tienen que alumbrar. Ella razona que “teniendo nuestro Sol planetas a los que enviar su luz, ¿quién ha de oponerse a que los tenga también cada estrella fija?”

La marquesa de G. y el filósofo deben despedirse. “¡Ya tengo en mi cabeza todo el Sistema del Universo! ¡Soy ya una sabia!”. “Sí, señora, ya podéis pasar por tal: teniendo la ventaja de no creer en nada de lo que he dicho en el mismo instante que se os antoje. Y lo único que os pido en recompensa de mi trabajo es que no veáis nunca el Sol, el cielo y las estrellas sin acordaros de mí”.

Montserrat Villar es investigadora del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA).