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La marquesa y el filósofo que imaginaron la vida extraterrestre en el siglo XVII

Por Montserrat Villar (CSIC)*

Otoño de un año indeterminado a finales del siglo XVII. Un filósofo dado a elucubrar sobre la naturaleza de las cosas visita a su querida amiga, la Marquesa de G., en su casa de campo cerca de París. No imaginen fiestas espléndidas ni bailes fastuosos; tampoco partidas de cartas o jornadas de caza. La marquesa, de espíritu vivaz, está deseosa de comprender qué son la Luna, los planetas y las estrellas. El filósofo la complace gustoso, compartiendo con ella sus vastos conocimientos. Dialogan refugiados en la quietud de cinco noches, una detrás de la otra, pues extravagancias como las suyas solo pueden confiarlas a los astros.

Pintura de la serie 'Señales de otros mundos' (2021), de Antonio Calleja

Pintura de la serie ‘Señales de otros mundos’ (2021), de Antonio Calleja

Esas conversaciones conforman el contenido del ensayo Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos del francés Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1757). Publicado en 1686, se convirtió en una obra de divulgación científica en la que el autor trató de explicar las teorías sobre el cosmos con un lenguaje popular e ideas sencillas inspiradas en la lógica: el heliocentrismo, los movimientos y las fases de la Luna, los eclipses… e incluso la teoría de los vórtices de Descartes. En 1796 se imprimió en España una versión en castellano, en la que se basa este artículo. El traductor, desconocido, añadió correcciones y notas teniendo en cuenta los adelantos que el estudio del universo había experimentado en el siglo trascurrido desde que la obra original viera la luz.

Uno de los temas centrales del libro es la multiplicidad de mundos habitados, como indica su título. El autor argumenta en la línea de dos principios: el de mediocridad, que sostiene que el cosmos es básicamente similar a la Tierra en todas sus partes o, dicho de otra manera, que la Tierra no es especial; y el de plenitud, que sugiere que el universo debería ser lo más rico posible. Dado que la mayor riqueza que la naturaleza puede dar es la vida, el firmamento ha de estar rebosante de ella.

Bernard Le Bovier de Fontanelle y la versión en español de su libro 'Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos' (1796)

Bernard Le Bovier de Fontenelle y la versión en español de su libro ‘Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos’ (1796), más de un siglo después del original (1686)

Ahora regresemos al jardín donde nuestros dos protagonistas conversan en la intimidad que obsequia la noche para las confidencias. ¿Existe vida en la Luna, el Sol y los planetas? Se preguntan. Aunque la marquesa reconoce “no haber oído hablar jamás de habitantes de la Luna, salvo como una quimera y una locura”, poco a poco los razonamientos del filósofo la convencerán de lo contrario. Su compañero afirma que “los sabios que han observado la Luna con sus anteojos” han hecho una descripción tan detallada que, si alguno “se hallase en ella, andaría sin perderse como nosotros en París”.  Dada la “entera semejanza de la Luna y la Tierra”, no hay por qué descartar la posibilidad de que haya seres en ella.

“¿Pues, qué clase de gentes serían?”, pregunta ella. Han de ser muy diferentes a nosotros, señala. Sobre la base de la gran variedad de rostros, figuras, costumbres, incluso de “principios de razonamiento” que hay en la Tierra, más grande ha de ser la diferencia con los habitantes de la Luna.

Mas, dudando el filósofo de sus asertos previos, se pregunta si podrían hallarse seres en nuestro satélite si la inmutabilidad de sus manchas oscuras nos descubre un mundo sin aire y sin agua. La marquesa, habiendo mudado su opinión para creer con entusiasmo que la Luna está habitada, protesta por esta nueva adversidad. Él, que tampoco quiere dejar desierto aquel globo plateado, explica que quizá un aire tenue lo circunda y allí se formen nubes imperceptibles que no caen en forma de lluvia, sino de rocíos sutilísimos. Siendo el aire tan tenue, no habrá arcoíris ni crepúsculos; ni truenos ni relámpagos. Será tan ardiente el calor en la cara iluminada que vivirán quizá en ciudades subterráneas. “¿Pues no aquí mismo en nuestro mundo, fue la Roma subterránea tan grande como la Roma que hubo sobre la Tierra?”, ilustra. La marquesa queda así satisfecha de que el filósofo haya devuelto sus habitantes a la Luna.

Amplias y ricas fueron las imaginaciones de ambos acerca de nuestro satélite, cuando decidieron que era hora de viajar más lejos. ¿Por qué no poblar todos los planetas? “¿Podemos creer que habiendo la naturaleza hecho la Tierra tan fecunda, sea tan estéril para con los otros planetas?”

Bernard Le Bovier de Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Fontenelle meditando sobre la proliferación de mundos, 1791./ Jean Baptiste Morret

Tanta luz ilumina a los habitantes de Mercurio, el planeta más cercano al Sol, que nuestros más bellos días les parecerían débiles crepúsculos. “Tan intenso será el calor, que en lo más interior de África se helarían sin remedio alguno”. El clima de Venus, piensa la marquesa, “debe ser muy favorable al romance” y sus habitantes “dados a la galantería, siendo Venus la madre de los amores”. En Marte, Júpiter y Saturno, que están tan lejos del Sol, la luz será tan pálida y blanquecina, con un calor tan débil “que si sus habitantes pudieran trasplantarse a Groenlandia o Laponia, los veríamos sudar a mares y ahogarse de calor”. ¡Cómo se alegra la marquesa de que la Tierra sea un planeta tan templado! Él la tranquiliza: “No hay duda de que la naturaleza no pone nunca vivientes, si no es donde pueden vivir”. Aquellas gentes se habrán adaptado a esos climas terribles y “la ignorancia de otra cosa mejor quizá hace que vivan con placer”.

La marquesa, que ya se siente filósofa, está impaciente por averiguar qué ocurre en las estrellas fijas. Él le explica que son otros tantos soles, centros de otros mundos que tienen que alumbrar. Ella razona que “teniendo nuestro Sol planetas a los que enviar su luz, ¿quién ha de oponerse a que los tenga también cada estrella fija?”

La marquesa de G. y el filósofo deben despedirse. “¡Ya tengo en mi cabeza todo el Sistema del Universo! ¡Soy ya una sabia!”. “Sí, señora, ya podéis pasar por tal: teniendo la ventaja de no creer en nada de lo que he dicho en el mismo instante que se os antoje. Y lo único que os pido en recompensa de mi trabajo es que no veáis nunca el Sol, el cielo y las estrellas sin acordaros de mí”.

Montserrat Villar es investigadora del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA).

 

Kepler o cómo detectar una mosca posada en el Empire State a 30 km

Por Mar Gulis (CSIC)

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Momento del lanzamiento de Kepler en 2009 / NASA / S. Joseph / K. O’connell

A las 10:49 del 6 de marzo de 2009 la NASA lanzó al espacio, desde Cabo Cañaveral (Florida), el telescopio Kepler. Situado a unos 120 millones de kilómetros de la Tierra, este sofisticado instrumento se diseñó para identificar planetas similares al nuestro orbitando alrededor de estrellas parecidas al Sol y en torno a la zona de habitabilidad de las mismas. En un principio, Kepler apuntó “única y exclusivamente a una pequeña región del firmamento, tomando imágenes cada 30 minutos de alrededor de 150.000 estrellas”, tal y como explicaron David Barrado y Jorge Lillo, del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA).  Pero después de varios fallos y de no poder apuntar con precisión a esa área, se entró en la denominada fase K2. Así, “Kepler realiza ahora campañas de tres meses en las que apunta a una región determinada, pero siempre en lo que se denomina la eclíptica, el plano de la órbita de la Tierra”, puntualiza Barrado.

Según estos investigadores, “la precisión del telescopio Kepler es tal que puede detectar disminuciones en el brillo de una estrella del orden de 10 partes por millón”. Para que cualquiera pueda entender estas cifras, ponen el siguiente ejemplo: la sonda sería capaz de detectar, “a una distancia de 30 kilómetros, una mosca posada en una de las ventanas del emblemático edificio Empire State”. Y es esa asombrosa precisión la que permite a Kepler obtener datos que sirven para constatar la existencia de cientos o incluso miles de planetas con tamaños y características semejantes a los de la Tierra.

Estos complejos cálculos se llevan a cabo de la siguiente manera: al medir con exactitud “las variaciones en el brillo de cada astro, se pueden detectar objetos que, al pasar por delante del mismo (como ocurre en los eclipses de Sol), lo oculten parcialmente y produzcan estos descensos de luminosidad. Este es el llamado método de los tránsitos”, afirman Barrado y Lillo. Eso mismo sucede en nuestro sistema solar cuando Mercurio o Venus se proyectan sobre el sol. Como su tamaño es mucho menor que el de nuestro astro, obviamente seguirá siendo de día, pero si se efectúan mediciones con la instrumentación adecuada, se apreciará una disminución del brillo estelar. Con los exoplanetas –aquellos planetas que están fuera de nuestro sistema solar– se procede de la misma manera y, en función de lo grande que sea esa disminución y de cuánto dure, “podemos obtener parámetros del planeta como su radio, el periodo de su órbita o la distancia a la que está de su estrella”, añaden. En general, cuando más pequeño sea el planeta (su masa), más difícil será detectarlo y confirmar su existencia.

Pese a la complejidad de estas mediciones, el pasado mayo los responsables del telescopio Kepler anunciaron el descubrimiento de 1.284 nuevos exoplanetas, el doble de los conocidos hasta la fecha. El hallazgo fue el resultado de un segundo análisis de los datos captados por Kepler en julio de 2015, que señalaban ya unos 4.302 candidatos a planetas. Los científicos emplearon un método estadístico que calcula la probabilidad de que cada planeta detectado exista realmente, es decir, que las señales captadas por el telescopio sean de naturaleza planetaria, y no causadas por estrellas u otros cuerpos celestes. Según los datos obtenidos, que fueron publicados en The Astrophysical Journal, hay más de un 99% de posibilidades de que esos 1.284 planetas sean reales, mientras que los restantes son solo candidatos probables o bien señales que habrían producido otros fenómenos astrofísicos, según la propia NASA.

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Ilustración de la NASA del telescopio Kepler / NASA

Aunque Kepler finalizará su misión en 2018, se prevé que para entonces el equipo de investigadores que trabaja con él habrá elaborado una especie de censo o catálogo de planetas en nuestra galaxia, la Vía Láctea. Kepler ha supuesto un punto de inflexión porque antes de su lanzamiento no se sabía si los exoplanetas eran algo frecuente o una rareza galáctica. “Ahora sabemos que podría haber más planetas que estrellas”, afirmó en mayo Paul Hertz, otro científico de la NASA.

No solo eso. Ya hay evidencias de que de los 1.284 planetas detectados, unas cuantas decenas podrían ser rocosos y de un tamaño similar al de la Tierra. De ellos, la comunidad científica subraya que nueve orbitan en la denominada zona habitable, es decir, la distancia adecuada respecto a su estrella para permitir que tengan agua líquida en la superficie. Así, desde el lanzamiento de Kepler en 2009, se ha constatado la existencia de 21 planetas con esas características. Son los exoplanetas más parecidos a la Tierra y con más posibilidades a albergar algún tipo de vida.

Si se extrapola el número de planetas detectados hasta la fecha a la población de estrellas conocidas, las cifras resultantes apabullan: podrían existir decenas de miles de millones de planetas ‘habitables’ en toda la Vía Láctea.

Como señalan Barrado y Lillo, “si hace solo 10 años era difícil afirmar si seríamos capaces de detectar planetas similares a la Tierra, ¿cuáles serán los siguientes logros de la ciencia en el campo exoplanetario?”. Dado que los planetas del sistema solar no están solos en el universo, tal vez, dicen, “el hallazgo de un gemelo de la Tierra, en cuanto a condiciones y habitabilidad, no esté tan lejos”.