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Tanya, la profesora de yoga que levitaba para su marido

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

«Elevarse en el espacio sin intervención de agentes físicos conocidos». La acción de levitar y poner en solfa la dictadura de la gravedad tiene origen etimológico en el término latino levitas: ligero o liviano, quizá dos de las más bellas palabras conocidas. El viejo Borges recomendaba pasar por el mundo con los pies descalzos y anheló el flote supremo de la ligereza en el poema Instantes:

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

De unos años a esta parte, con la proliferación de la fotografía digital y sus herramientas de magia —y toda magia es una patraña, no por bella menos engañosa—, las fotos de personas levitando han adquirido condición de subgénero.

Introduzan levitating people (personas levitando) en el buscador de imágenes de Google y comprueben cómo quedan reducidos a chanza los trances místicos de los ancianos lamas tibetanos o los signum dei de José de Cupertino, que hacía «vuelos públicos» ante grandes auditorios y se desplazaba hasta 25 metros.

Todos podemos levitar —en este post hay más ejemplos, elegidos esta vez con cierta gracia formal— y demostrar al mundo cómo volamos con una impecable imagen donde los trucos no están a la vista, aunque todos sepamos que subyacen y se reducen a un conocimiento de nivel medio del uso de los softwares de tratamiento de imagen y la ayuda de un ventilador o un amigo con capacidad pulmonar contrastada para que sople y consiga dar a la melena un aire cinético.

Tutorial para levitar / Pinterest

Tutorial para levitar / Pinterest

Lo que sucede en la imagen que abre esta entrada es otra cosa y nada tiene que ver con capas, borradores, clonados y otras herramientas de pantomima electrónica.

En la foto aparece Tanya Binde, una profesora de yoga, actriz y bailarina nacida en Letonia. Está planeando sobre la ribera de un arroyo, a quizá poco más de un metro del suelo, con el cuerpo extendido, los brazos en cruz como alas y los dedos extendidos.

La imagen la hizo su madrido el fotógrafo, también letón, Gunārs Binde (1933) y forma parte de la serie The Flight (El vuelo), realizada en 1992. En las fotos no hay trucos ni de fotomontaje —la superposición de imágenes—, ni de retoque —la manipulación de negativos o copias impresas para, por ejemplo, borrar elementos de sujección—.

Todo lo que vemos sucedió «en directo» y sin manipulación, aseguran los implicados. Yo les creo.

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

No hay razones para dudar que las fotografías de los Binde muestran a una mujer ligera que ha sido detenida en el aire. El artificio, una intervención inocente comparada con el andamiaje de las levitaciones digitales, está en la liviandad natural de la modelo, su estudiada coreografía —con el arte de las caídas muy trabajado— y el uso de una rapidísima velocidad de disparo en la cámara.

En el el encierro de un estudio, Richard Avedon había logrado lo mismo en 1967, cuando (casi) detuvo en el aire a Veruschka —pese a la intensa luz del plató, que permite obturaciones supersónicas, el movimiento de la top model es perceptible—.

Aún antes, en 1963, Melvin Sokolsky colocó a Simone D’Aillencourt dentro de una bola de plástico que flotaba sobre el Sena y volaba sobre las calles de París, pero esta vez el trucaje, como contaron fotógrafo y modelo, jugaba un papel protagonista: la burbuja colgaba de un cable que fue borrado a posteriori y la chica ni siquiera estaba dentro de la estructura —la retrataron más tarde y la introdujeron con técnicas de fotomontaje—.

Las imágenes de Tanya volando son sólo un apunte de espectacularidad en la obra documental y poética de uno de los grandes fotógrafos europeos de la segunda mitad del siglo XX, Gunārs Binde, olvidado por la desgracia de ser de un país que perteneció al imperio soviético.

Jose Ángel González

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

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© Gunārs Binde

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‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Lisa Fonssagrives, la primera supermodelo

Irving Penn, 1950

Irving Penn, 1950

Era angulosa, culta, algo esnob y había estudiado ballet. Quizá las cinco condiciones basten para una primera aproximación a la irradiación de belleza —que debe ser, como dijo Ibsen, «un acuerdo entre el contenido y la forma»— que brota de cada una de las miles de fotos que le hicieron a Lissa Fonsagrives, la primera supermodelo de la historia, todavía no superada en magnetismo y savoir-faire pese a la epidemia de profesionales de la pasarela que nos han inundado después con el único mérito del envolotorio (la «forma» de Ibsen), la pornografía de baja intensidad y la exhibición de carne (o de la carencia enfermiza de carne).

«Soy una buena percha para colgar la ropa», decía Fonsagrives con falsa modestia. Reinó durante casi tres décadas, entre los años treinta y los cincuenta del siglo XX, cuando era exigida como modelo por los mejores fotógrafos —y hablamos de los mejores, no de los profesionales de la superproducción de estos tiempos de fashionismo envuelto en celofán binario—. Irving Penn, Richard Avedon, Man Ray, Erwin Blumenfeld… nunca se cansaron de la extraordinaria capacidad de Fonsagrives para convertir cada foto en un brote de turbadora iluminación poética.

Erwin Blumenfeld, 1939

Erwin Blumenfeld, 1939

Nacida en Suecia en 1911 como Lisa Birgitta Bernstone (tomó el nuevo apellido del fotógrafo francés Fernand Fonssagrives, que fue su primer marido), la supermodelo, hija de un dentista que también practicaba la pintura, deslumbró al mundo cuando Blumenfeld la subió a la Torre Eiffel en 1939 para retratarla como un ángel sobre París, condensando la necesidad de una epifanía colectiva a las puertas del tiempo más negro del continente europeo. A partir de entonces, Fonsagrives se convirtió en símbolo de elegancia, glamour, sensualidad y, sobre todo, liberadora y radical dignidad femenina.

Cobraba 40 dólares por sesión cuando lo habitual era recibir entre 10 y 25 y trabajó hasta pasados los 40 años, diez más que sus compañeras de oficio. Murió en 1992, a los 80, por las complicaciones de una neumonía. Se había casado por segunda vez con el amor de su vida y uno de los fotógrafos que mejor la retrató, Irving Penn, y había diseñado moda y practicado la escultura desde que se retiró sin escándalo de la vida pública.

Fonsagrives, 170 centímetros de altura, 86-58-86 de medidas para quienes se interesan por los pormenores paleopatológicos, es la antítesis de las chicas sintéticas que mandan desde los años ochenta entre las top model. Su grave belleza predijo a algunas de sus grandes sucesoras: la refinada Suzy Parker, la angulosa Dovima y la dulcemente loca Veruschka, quizá la última de una estirpe de damas que nunca se dejaron mercadear como objetos parafílicos ni vender como costillares de vacuno bajo los focos.

Un último apunte sobre Lisa Fonsagrives me parece necesario para trazar un muro entre las modelos que eran damas y las niñatas de hoy que parecen vivir en un corralito de preescolar. Cuando los estudios de Walt Disney buscaban referentes para componer al personaje de Cruella de Vil, la perversa mala que deseaba desollar a los tiernos hasta la tontuna 101 dálmatas (1961), se inspiraron en Fonsagrives. La dama también provocaba pesadillas.

Ánxel Grove

«¿Por qué no pintas un mapa del mundo en la habitación de tus hijos para que no crezcan como provincianos?»

Diana Vreeland (Foto: Horst P. Horst, 1979)

Diana Vreeland (Foto: Horst P. Horst, 1979)

No hay constancia de que esa señora alargada y excéntrica que ordenó al decorador de su apartamento: «quiero que parezca un jardín, pero un jardín en el infierno», haya tomado alguna foto durante su paso por el mundo, en el que permaneció entre 1903 y 1989. Hay pruebas suficientes para considerar que influyó en la historia de la fotografía tanto o más que los grandes fotógrafos del siglo XX.

Diana Vreeland, la Divina V, como ella prefería ser conocida, fue la santa patrona de la Youthquakeuna mezcla de las palabras inglesas, youth, juventud, y earthquake, terremoto—, la edad de oro de las revistas Harper’s Bazaar y Vogue, de la que fue editora en jefe entre entre 1963 y 1971, cuando la publicación se rindió a la estruendosa belleza de los años sesenta. Luego se encargó de montar el primer departamento de moda de un museo, en el MET de Nueva York.

Era locuaz y sabía construir lemas con tanta profundidad y, desde luego, más gracia, que los teóricos del estructuralismo: «uno puede tener fantasía cuando no se tiene nada más», «el biquini es lo más importante que ha sucedido desde la bomba atómica», «la elegancia real está en la mente, si la tienes, el resto viene solo», «¿por qué no pintas un mapa del mundo en la habitación de tus hijos para que no crezcan con un punto de vista provinciano?»…

Durante la gestión de Vreeland, Vogue fue una revolución intelectual y para los sentidos: ¿quién no recuerda la primera aparición en la revista de Edie Sedgwick, Twiggy o la gran Veruschka y los editoriales de moda de Richard Avedon, Irving Penn, Cecil Beaton y Norman Parkinson?

Este fin de semana se estrena el documental Diana Vreeland: The Eye Has To Travel (Diana Vreeland: el ojo debe viajar), dirigo por Lisa Immordino Vreeland, nieta política de la primera gran gurú de la moda y la forma de presentarla.

No sé si la pieza revelará algo nuevo sobre la Divina V, de la que todo o casi todo está documentado, pero hay un elemento que justifica la visión: casi toda la locución está narrada por ella misma, a partir de las centenares de horas de entrevistas y declaraciones que grabó para su anecdotario-biografía D.V. (1984).

Escucharla carraspeando, deglutiendo las palabras desde el fondo del alma en un inglés brumoso y de acento afrancesado, valdrá la pena: «Odio el narcisismo, pero adoro la vanidad»; «los vaqueros son la cosa más bella desde las góndolas»; «en un Balenciaga eres la única mujer en la habitación, las demás dejan de existir»; «el color rosa es el azul marino de la India»; «lo mejor de Londres es París»; «nunca temas ser vulgar sino ser aburrido»…

Ánxel Grove

El mejor fotógrafo de la historia es un renegado

Robert Frank

Robert Frank, autorretrato

Lo rompió todo y de manera definitiva. Varias veces. Todo lo perdió. Varias veces.

Es desde hace décadas una sombra entre la niebla de Nova Scotia, en el Canadá más norteño. En noviembre cumplió 87 años. Vive como un ermitaño en una antigua cabaña de pescadores. Reaparece por impulsos. Tiene un genio cambiante.

Puede ser calificado como el mejor fotógrafo de la historia porque incluso cuando dejó de hacer fotos (porque le cansaban y nada le decían, porque renegó de ellas) siguió siendo el mejor.

Hoy le dedicamos la sección Cotilleando a… a Robert Frank (Suiza, 1924), cuya larga sombra, que se proyecta sobre toda la fotografía de los últimos sesenta años, es notable incluso en la ausencia.

El arte de Frank, como él mismo predicó, es objeto simple, fácil y teorizable. No se puede decir lo mismo de la persona y su reacción, porque la vida, como la fotografía, es una respuesta contra uno mismo.

Cubierta de "40 Fotos", 1946

Cubierta de "40 Fotos", 1946

1. Nace en una familia judía de buena posición económica que lo había perdido todo durante el nazismo y la II Guerra Mundial.

2. Se foguea como aprendiz de fotografía en Suiza. Autoedita su primer libro, 40 Fotos, en 1946. Es un portfolio para intentar venderse como fotógrafo. El estilo, demasiado ecléctico: contiene incluso fotos de otros autores retocadas por Frank. Fue reeditado hace unos años.

3. Viaja por Europa, pero en el continente desolado por la guerra no encuentra receptividad. En febrero de 1947 embarca en Holanda hacia los EE UU («me voy a América, ¿cómo puede ser uno suizo?», escribe). Sobrevive en Nueva York hasta que encuentra trabajo como colaborador habitual de la revista Harper’s Bazaar, donde hace bodegones de bolsos, zapaatos y otros accesorios de moda como protegido del gran Alexey Brodovitch, que dió cancha un puñado de los mejores fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX (Richard Avedon, Irving Penn, Lisette Model…).

4. Brodovitch le convence para que abandone la poco ágil Rolleiflex bifocal de medio formato y se pase a la Leica III de 135 milímetros, que permite hacer fotos con una sola mano. Esta decisión cambiará la historia de la fotografía.

"Horse and Sun" - Perú, 1948

"Horse and Sun" - Perú, 1948

5. En 1948 comienza el nomadismo de Frank. Entre junio y diciembre recorre Brasil, Cuba, Panamá y, sobre todo, Perú. Autoedita dos cuadernos de espiral con las fotos. El libro Peru, publicado años más tarde, es su primera obra maestra y predice lo que vendrá.

6. Cruza el Atlántico varias veces. Traba amistad con otros buscadores de verdad (Elliott Erwitt y Bill Brandt) y viaja a Francia, Italia, Reino Unido y España. Entre marzo y agosto de 1952 vive con su mujer, la pintora Mary Lockspeiser, y el primer hijo de la pareja, Pablo, en El Grao (Valencia). Hace fotos sobre corridas de toros. Se hospedan en el hotel El Sol y, como no tienen dinero, pagan al propietario con fotos que hace Frank y que nunca han sido localizadas.

"Sobre Valencia", 1950

"Sobre Valencia", 1950

7. En el casi inencontrable catálogo Sobre Valencia, 1950, el parco Frank -muy poco amigo de teorizar- incluye una de sus más detalladas declaraciones de principios: «Blanco y negro son los colores de la fotografía. Para mí simbolizan las alternativas de esperanza y desesperación a las que la humanidad está eternamente sujeta. La mayoría de mis fotografías son de gente, vista de un modo muy simple, como a través de los ojos del hombre de la calle. Eso es algo que la fotografía debe contener: la humanidad del momento. Esa clase de fotografía es realismo. Pero el realismo no es suficiente: ha de estar lleno de visión, y las dos cosas juntas pueden hacer una buena fotografía. Es difícil describir esa tenue línea donde acaba el tema y empieza la propia mente».

"Funeral. St. Helena, South Carolina, 1955" ("The Americans")

"Funeral. St. Helena, South Carolina, 1955" ("The Americans")

8. En 1954, con el padrinazgo de Walker Evans, fundador del moderno fotoperiodismo, Frank solicita una beca de la fundación Guggenheim. En la memoria indica que desea fotografiar en profundidad, en ciudades y pueblos de los EE UU, el rostro de una «nación cambiante». Le dan 3.600 dólares (que amplirán en una cantidad similar dos años más tarde). Frank compra un Ford de segunda mano y se embarca en un recorrido de decenas de miles de kilómetros a través de 48 estados del país, que atraviesa de este a oeste, de norte a sur, de oeste a este y en varias direcciones erráticas más. Armado con su fiel Leica dispara 767 rollos de película (unas 27.000 fotos) durante dos años y medio. El resultado será con los años el libro de fotografía más importante de la historia, Los americanos.

"Elevator. Miami Beach, 1955" ("The Americans")

"Elevator. Miami Beach, 1955" ("The Americans")

9. Proteico y metafórico, real y humano, el foto-ensayo habla de política, religión, pobreza, racismo, riqueza, alienación, redención, música, juventud, medios de comunicación, nacimiento, muerte… Pese a todo, es autobiográfico: la mirada de Frank, que fue detenido varias veces por la policía, expulsado de pueblos y amenazado, está en cada foto. «Trabajo todo el tiempo, hablo poco, trato de no ser visto», escribe en su diario. En algunas etapas embarca a su esposa y sus dos hijos (Andrea, la segunda, había nacido en 1954) en un viaje que parece comenzar eternamente y no tener fin. Duermen en el coche o en moteles baratos, se mueven por impulsos, entran en tiendas y bares, conviven con las paradojas y registran las grandezas. Nunca nadie, ni antes ni después, se tomó tan en serio un recorrido anatómico-fotográfico para diseccionar un país con ternura pero sin piedad.

"City Hall. Reno, Nevada, 1955" ("The Americans")

"City Hall. Reno, Nevada, 1955" ("The Americans")

10. Los americanos -83 imágenes seleccionadas por Frank tras un meticuloso y agotador proceso- provoca miedo. Es un espejo demasiado exacto. Las editoriales califican el libro de «perverso», «siniestro» y «antiamericano» y ninguna se atreve a publicarlo. En 1958 Frank logra editarlo en Francia. La introducción la escribe Jack Kerouac: «Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd (…) Robert Frank, suizo, discreto, amable, con esa pequeña cámara, que levanta y dispara con una mano, se tragó un triste poema desde la misma América y lo pasó a fotografía, haciéndose un sitio entre los grandes poetas trágicos del mundo», dice. En 1959, cuando el libro aparece en los EE UU, ofende a los críticos. La revista Popular Photography publica siete reseñas en un mismo número. Todas son malas menos una, que destaca el uso del contraste.

Hoja de contactos de "The Americans"

Hoja de contactos de "The Americans"

11. «Una decisión: meto la Leica en el armario. Basta de espiar, de cazar, de atrapar a veces la esencia de lo que es negro, de lo que es blanco, de saber dónde se encuentra el Buen Dios», escribe Frank en 1960. Había empezado a tantear con el cine el año anterior, con Pull My Daisy, inspirada en un texto de Kerouac.

12. Desde entonces se dedica a destruir lo descriptivo para ahondar en su propio estado de ánimo. Ha vuelto a hacer fotos con película Polaroid o cámaras desechables, pero las interviene, superpone, raya, dibuja y escribe sobre ellas. De vez en cuando acepta encargos extraños, como fotografiar un catálogo de camisas, una convención política o la contraportada para un disco de Tom Waits, pero se muestra esquivo y prefiere pasar el tiempo grabando vídeos en los alrededores de su cabaña de pescador.

13. Andrea, la hija, murió en 1974 en un accidente de avión en Guatemala; Pablo, el primogénito, padeció esquizofrenia y murió en 1994 en un centro siquiátrico. Frank vive desde 1970 con su segunda esposa, la artista June Leaf.

Fotos para el disco "Exile on Main St." (The Rolling Stones, 1972)

Fotos para el disco "Exile on Main St." (The Rolling Stones, 1972)

14. En 1972 hizo las fotos de la portada y las cubiertas interiores del mejor disco de los Rolling Stones, Exile on Main St. Siguió al grupo en la gira de ese mismo año por los EE UU y filmó el documental Cocksucker Blues (El blues de la felación), que fue estrenado en 1975 y proyectado una docena de veces antes de que Mick Jagger y Keith Richard prohibiesen la exhibición por la imagen de brutal amoralidad que se desprende del film. A la hora de escribir esta entrada, el documental está disponible online a partir de este vínculo.

15. Casi todas las películas de Frank también pueden ser encontradas en la red. Son introspectivas y radicales. «Son los mapas de mis viajes por esta vida», dijo de ellas. Inserto para terminar el bellísimo clip que rodó Frank en 1996 para Patti Smith.

Ánxel Grove