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Fotografías duplicadas con Play-Doh

Winogrand - Derecha: versión de Eleanor Macnair

Coney Island, New York, 1952 © Garry Winogrand – Derecha: versión de Eleanor Macnair

La historia empezó como todas, al menos las divertidas: con un reto. La inglesa Eleanor Macnair aceptó el desafío de dos de sus amigos, los editores Gordon MacDonald y Clare Strand. Quizá la noche, que todo lo convierte en posible; quizá el lugar, un pub, una de esas capillas civiles que alojan tanto milagro pagano; quizá la cerveza, cuya luz, como decía la canción, puede guiarnos, llevaron a la primera a recoger el lance que le propusier0n sus amigos: reproducir fotografías famosas en Play-Doh, una de las marcas de pasta de moldear más veteranas y utilizadas por quienes tienen ganas de juego.

Ahora, un año después de la noche en que los dados empezaron a rodar y las manos a amasar, Macnair ha logrado culminar más de un centenar de reproducciones de imágenes clásicas, famosas, icónicas, de culto… Las ha ido colgando en su microblog, Photographs rendered in Play-Doh, una especie de galería fotográfica de sensibilidad preescolar. Lo anoto como cumplido: nada mejor como homenaje que revertir la seriedad en recreo.

'Woman' 1971 © Akira Sato - Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘Woman’ 1971 © Akira Sato – Derecha: versión de Eleanor Macnair

Patti Smith, 1979 © Robert Mapplethorpe - Derecha: versión de Eleanor Macnair

Patti Smith, 1979 © Robert Mapplethorpe – Derecha: versión de Eleanor Macnair

Los retadores de Macnair, cuya editorial tiene uno de los lemas más bonitos del sector —«sosteniendo lo insoportable y apoyando lo insustancial»—, acaban de editar en libro Photographs rendered in Play-Doh [144 páginas y un PVP de 19,9 libras esterlinas], publicado en cinco versiones, cada una encuadernada con uno de los colores-matriz de Play-Doh.

El libro recopila el trabajo de emulación de algunas de las fotos favoritas de Macnair y de otras que le propusieron online. La artista sólo ponía dos condiciones para aceptar: nada de porno y tampoco retratos de personas muertas. El éxito popular del blog y el suave encanto del juego de reducir fotos a pequeños murales de masilla hizo que algún fotógrafo de fama se animase a participar: Martin Parr, a quien le encantó la idea, solicitó una reproducción de una de las imágenes de su famosa serie sobre el decadente centro de veraneo inglés de Brighton.

 'Guinevere Van Seenus with cigarettes', Paris, 1996 © Paolo Roversi - Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘Guinevere Van Seenus with cigarettes’, Paris, 1996 © Paolo Roversi – Derecha: versión de Eleanor Macnair

'Christine Keele', © Lewis Morley, 1963 - Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘Christine Keele’, © Lewis Morley, 1963 – Derecha: versión de Eleanor Macnair

Pese al carácter banal de las obras en Play-Doh o acaso por esa misma intención, la colección es anticonvencional y ajena a los escrúpulos del arte fotográfico. Los fotógrafos, al menos algunos, suelen padecer en ocasiones de grandilocuencia y pomposidad. Como los ingenieros, los arquitectos, los abogados o los periodistas, creen manejar un material gnóstico y tener derecho a interpretarlo como filosofía. ¿Cuántas veces hemos leído que la fotografía es «un secreto», la «esencia de la vida», «memento mori«, una «violación»? ¿Cuántas veces se han usado esas justificiones semióticas para disfrazar a fotos carentes de vida?

Con una inversión tan insignificante —la artista gastó un presupuesto de 20 libras esterlinas, unos 26 euros, en masilla— como enorme es el amor puesto en el proyecto, en Photographs rendered in Play-Doh hay fotos inolvidables (el niño-mariposa de Jerome Liebling, el retrato de Tily Losch de E.O. Hoppé, una de las portada de Vogue del maestro Erwin Blumenfeld…)  pero esta vez despojadas de su carga funeraria y amasadas como artículos y escenarios de juego.

Con la honestidad entre divertida y tímida de quien no ha rechazado todavía que cualquier movimiento vital ha de ser un acercamiento al recreo del  alma, Macnair dice: «Siento un amor simple y naíf por las fotos y espero reflejar ese sentimiento en la colección. Es mi extraño homenaje a la fotografía».

Ánxel Grove

'The Butterfly Boy', New York 1949 © Jerome Liebling - Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘The Butterfly Boy’, New York 1949 © Jerome Liebling – Derecha: versión de Eleanor Macnair

Sin título, Kolobrzeg, Poland, July 26 1999 © Rineke Dijkstra - Derecha: versión de Eleanor Macnair

Sin título, Kolobrzeg, Poland, July 26 1999 © Rineke Dijkstra – Derecha: versión de Eleanor Macnair

'Abdullahi Mohammed with Gumu', Ogere – Remo, Nigeria, 2007, from 'The Hyena & Other Men' © Pieter Hugo - Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘Abdullahi Mohammed with Gumu’, Ogere – Remo, Nigeria, 2007, from ‘The Hyena & Other Men’ © Pieter Hugo – Derecha: versión de Eleanor Macnair

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Lisa Fonssagrives, la primera supermodelo

Irving Penn, 1950

Irving Penn, 1950

Era angulosa, culta, algo esnob y había estudiado ballet. Quizá las cinco condiciones basten para una primera aproximación a la irradiación de belleza —que debe ser, como dijo Ibsen, «un acuerdo entre el contenido y la forma»— que brota de cada una de las miles de fotos que le hicieron a Lissa Fonsagrives, la primera supermodelo de la historia, todavía no superada en magnetismo y savoir-faire pese a la epidemia de profesionales de la pasarela que nos han inundado después con el único mérito del envolotorio (la «forma» de Ibsen), la pornografía de baja intensidad y la exhibición de carne (o de la carencia enfermiza de carne).

«Soy una buena percha para colgar la ropa», decía Fonsagrives con falsa modestia. Reinó durante casi tres décadas, entre los años treinta y los cincuenta del siglo XX, cuando era exigida como modelo por los mejores fotógrafos —y hablamos de los mejores, no de los profesionales de la superproducción de estos tiempos de fashionismo envuelto en celofán binario—. Irving Penn, Richard Avedon, Man Ray, Erwin Blumenfeld… nunca se cansaron de la extraordinaria capacidad de Fonsagrives para convertir cada foto en un brote de turbadora iluminación poética.

Erwin Blumenfeld, 1939

Erwin Blumenfeld, 1939

Nacida en Suecia en 1911 como Lisa Birgitta Bernstone (tomó el nuevo apellido del fotógrafo francés Fernand Fonssagrives, que fue su primer marido), la supermodelo, hija de un dentista que también practicaba la pintura, deslumbró al mundo cuando Blumenfeld la subió a la Torre Eiffel en 1939 para retratarla como un ángel sobre París, condensando la necesidad de una epifanía colectiva a las puertas del tiempo más negro del continente europeo. A partir de entonces, Fonsagrives se convirtió en símbolo de elegancia, glamour, sensualidad y, sobre todo, liberadora y radical dignidad femenina.

Cobraba 40 dólares por sesión cuando lo habitual era recibir entre 10 y 25 y trabajó hasta pasados los 40 años, diez más que sus compañeras de oficio. Murió en 1992, a los 80, por las complicaciones de una neumonía. Se había casado por segunda vez con el amor de su vida y uno de los fotógrafos que mejor la retrató, Irving Penn, y había diseñado moda y practicado la escultura desde que se retiró sin escándalo de la vida pública.

Fonsagrives, 170 centímetros de altura, 86-58-86 de medidas para quienes se interesan por los pormenores paleopatológicos, es la antítesis de las chicas sintéticas que mandan desde los años ochenta entre las top model. Su grave belleza predijo a algunas de sus grandes sucesoras: la refinada Suzy Parker, la angulosa Dovima y la dulcemente loca Veruschka, quizá la última de una estirpe de damas que nunca se dejaron mercadear como objetos parafílicos ni vender como costillares de vacuno bajo los focos.

Un último apunte sobre Lisa Fonsagrives me parece necesario para trazar un muro entre las modelos que eran damas y las niñatas de hoy que parecen vivir en un corralito de preescolar. Cuando los estudios de Walt Disney buscaban referentes para componer al personaje de Cruella de Vil, la perversa mala que deseaba desollar a los tiernos hasta la tontuna 101 dálmatas (1961), se inspiraron en Fonsagrives. La dama también provocaba pesadillas.

Ánxel Grove

Cuando las fotos de moda no eran grosería

Portada de Vogue, 1950

Erwin Blumenfeld - Portada de Vogue, 1950

A veces algunos de mis amigos aficionados a la fotografía hablan de fotos de moda. La conclusión suele ser unánime: hieden.

Entiendo la reacción impulsiva. En mi trabajo como periodista he tenido que soportar esos productos que ahora llaman editoriales de moda: pura y simple publicidad en un packaging grandilocuente, como de pureza existencial. Me recuerdan a las personas que entran en una estancia haciendo resonar los colgantes de bisutería que pretende pasar por joyería. Dicen: «aquí estoy, soy guay y tú no lo eres».

Los quioscos están llenos de pornografía semiótica de esta calaña (algunas mentes también, pero eso es otra historia). Fotografías de valor cero.

En el bello artículo Cómo la fotografía ha arruinado la vida de millones de mujeres, Txema Rodríguez, que además de fotógrafo es un tipo que no ha perdido el alma en el marasmo, apunta a los parásitos que han llevado las fotos de moda a un «punto grotesco» y les llama «gente que construye la imagen del otro sexo sin observarlo».

Ewing Blumenfeld

Erwin Blumenfeld

Cuando mis amigos reniegan de las fotografías de moda están sobrados de razones, lo sé.

Tendente como soy a llevar la contraria (sobre todo para no terminar hablando de lo de siempre, o sea, reduciendo el lenguaje a la primera persona del singular), suelo meterme en camisa de once varas y les hago ver que no podemos, no debemos, quedarnos en Vanity Fair Vice (por citar a los dos extremos de las revistas parasitarias de lo femenino: la casta y la grosera) o cualquiera de sus muchas hermanastras, porque no son más que basura.

Entonces les hablo de Erwin Blumenfeld (1897-1969). O mejor, porque la verbalización no hace más que añadir ruido a la pureza emocional de las fotos, les enseño a Blumenfeld.

Cada una de sus fotos es una lección de moralidad y compromiso, una epifanía, una canción.

Erwin Blumenfeld - "Wet silk"

Erwin Blumenfeld - "Wet silk", 1937

La erótica, que la hay, tangible y doliente, es de seda, nunca de la basta arpillera que envuelve los editoriales de moda de los basurales de hoy.

Blumenfeld, judió berlinés, hizo fotos desde los ocho años. Fue conductor de ambulancias en la I Guerra Mundial y desertor de la carnicería. Detenido y encarcelado, se exilió en Holanda. Buscó ganarse la vida como librero y peletero, pero en ambos oficios fracasó. En 1936 se estableció en París y conoció a Cecil Beaton, que le apadrina, le considera un hermano, le introduce en el circuito de las fotos de moda.

Blumenfeld no es un esteta de hielo: envuelve a sus modelos en gasas mojadas, las retrata bajo la óptica de la imperfección, las obliga a comulgar y comprometerse, jugar

Erwin Blumenfeld, 1939

Erwin Blumenfeld, 1939

En 1939 -no sin antes firmar el más certero de los retratos de Hitler-, convence a Lisa Fonssagrives para que se cuelgue de la Torre Eiffel.

El reportaje, que publica Vogue, es un poema a la libertad, una de las obras de arte más hermosas del siglo XX.

Cuando la fotografía de lo femenino es «parafílica», como dice Txema Rodríguez, tenemos que determinarnos en la labor crucial: «La belleza se encuentra y admira, no se construye o crea, porque sucede espontáneamente a través de quien la descubre y la muestra a otros».

Se deben romper las reglas, desde luego. Para eso fueron concebidas, para encontrar la mano que las quiebre y las reinvente para que la siguiente mano vuelva a quebrarlas. Pero nada se rompe a través de la grosería. Como un escupitajo hacia el cielo, el insulto siempre retorna.

Blumemfeld opinaba que «la belleza está en el accidente, el mal balance, el tropiezo, la sensibilidad transtornada».

Erwin Blumenfeld, 1944

Erwin Blumenfeld, 1944

Su carrera -que hoy utilizo en Xpo como referente y patrón de una ética que no considero perdida pese a la afluencia de tiburones reaccionarios en el mar revuelto de las fotos de moda- fue un ejemplo de trascendencia.

Incluso en los trabajos de encargo tensó el límite, buscó las pistas de aterrizaje, el gesto sacerdotal, el baile apócrifo que debemos trazar en el mundo lleno de nosotros.

Ánxel Grove