Entradas etiquetadas como ‘fotografía analógica’

Este retrato está hecho con una cámara construida con 32.000 pajitas

Michael Farrell y Cliff Haynes - strawcamera.com

© Michael Farrell y Cliff Haynes – strawcamera.com

A primera vista y sin darle demasiadas vueltas podría ser un cuadro puntillista al estilo de Seurat, Signac o cualquiera de los defensores de las rígidas leyes del punto de color frente a la anarquía de la pincelada. También pasaría con facilidad por una imagen tratada con un programa de postproducción o un experimento de puntos tipográficos hipertrofiados.

Tiene algo también de la parafotografía sarcástica e insolente del gran Robert Heinecken —véase, en especial, The S.S. Copyright Project: «On Photography, de 1978, donde dos collages  forman, al entrecruzarse uno con el otro, un retrato de la escritora Susan Sontag, o Are You Rea?, compuesta por 25 imágenes sobreimpuestas de fotografías publicitarias o informativas tomadas de 2.000 ejemplares de revistas de gran circulación—.

Pero, pese al efecto de desplazamiento y la blanda adaptabilidad de la imagen que abre la entrada, se trata de un retrato tomado con una cámara y mediante un solo disparo. Forma parte del proyecto de dos enloquecidos por la imagen estenopéica —en inglés pinhole, agujero de alfiler—, la más básica, antigua, barata y simple de todas las técnicas fotográficas: no necesita sistema óptico y sólo requiere una caja negra agujeada en su justa proporción para dar entrada a la luz y una película o papel fotosensible.

Los ingleses Michael Farrell y Cliff Haynes, nacidos en 1964 y 1949 respectívamente, son los autores de la sugestiva foto puntillista. La aportación de este par de artistas al universo pinhole es que su cámara es una caja rellena con 32.000 pajitas de plástico, esos tubos delgados que todos usamos para sorber bebidas y hacer ruiditos, entre divertidos y groseros, cuando el líquido se agota o está a punto.

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Dejan de fabricar la Holga, la cámara-milagro, de plástico y barata

Holga 120 N, una cámara clásica

Holga 120 N, una cámara clásica

No es una cámara de fotografía: es un emisor, una vereda, un filamento, una neblina, unos anteojos…

Escribí sobre la Holga 120 N en una entrada de este blog en mayo de 2013. Como siempre que hablo de amor, entonces me dejé llevar por el exceso:

Las fotos con las que el reportero se convierte en un poeta y danza el infinito vals de la luz y la sombra son tomadas con una Holga (…) Con ese pedazo de plástico negro en las manos, Thomas Alleman es un chamán, un héroe, un niño iluminado…

Fabricada desde 1982, sin licencia ni franquicia, en Hong Kong (la diseñó un tal Lee Ting-mo del que poco se sabe y, por supuesto, no tiene Twitter), ha habido maniobras del lobby pijo de Lomography para hacerse con la distribuición mundial exclusiva de la Holga pero hay demasiados talleres en China fabricando las cámaras cada uno por su lado y tanta diversificación no permite el monopolio. Todo objeto es un objeto político y la Holga, en los tiempos de Instagram y los smarthpones, es procomún y proletaria.

Es claro que tener en las manos esta cámara de precio popular y aspecto algo torpe —100% plástica, básica, cuadrada, una especie de ladrillo— no garantiza que funcione la mecánica de fluidos del ars poetica fotográfico, porque si tienes los sentimientos de un rodamiento de plomo, harás fotos plomizas y siempre conviene que llegues al momento de hacer la foto con el alma rota y el corazón supurando, porque, amigo mío, ningún filtro va a hacer el trabajo por ti.

Acabo de recibir un aviso mortuorio: dejan de fabricar este juguete milagroso.

¿Qué es la orfandad? En mi opinión, es un vínculo dilatado en el que caben ataduras humanas, pero también extraterrenas e imprevistas: de algunos objetos dependemos como hijos.

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Tanya, la profesora de yoga que levitaba para su marido

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

«Elevarse en el espacio sin intervención de agentes físicos conocidos». La acción de levitar y poner en solfa la dictadura de la gravedad tiene origen etimológico en el término latino levitas: ligero o liviano, quizá dos de las más bellas palabras conocidas. El viejo Borges recomendaba pasar por el mundo con los pies descalzos y anheló el flote supremo de la ligereza en el poema Instantes:

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

De unos años a esta parte, con la proliferación de la fotografía digital y sus herramientas de magia —y toda magia es una patraña, no por bella menos engañosa—, las fotos de personas levitando han adquirido condición de subgénero.

Introduzan levitating people (personas levitando) en el buscador de imágenes de Google y comprueben cómo quedan reducidos a chanza los trances místicos de los ancianos lamas tibetanos o los signum dei de José de Cupertino, que hacía «vuelos públicos» ante grandes auditorios y se desplazaba hasta 25 metros.

Todos podemos levitar —en este post hay más ejemplos, elegidos esta vez con cierta gracia formal— y demostrar al mundo cómo volamos con una impecable imagen donde los trucos no están a la vista, aunque todos sepamos que subyacen y se reducen a un conocimiento de nivel medio del uso de los softwares de tratamiento de imagen y la ayuda de un ventilador o un amigo con capacidad pulmonar contrastada para que sople y consiga dar a la melena un aire cinético.

Tutorial para levitar / Pinterest

Tutorial para levitar / Pinterest

Lo que sucede en la imagen que abre esta entrada es otra cosa y nada tiene que ver con capas, borradores, clonados y otras herramientas de pantomima electrónica.

En la foto aparece Tanya Binde, una profesora de yoga, actriz y bailarina nacida en Letonia. Está planeando sobre la ribera de un arroyo, a quizá poco más de un metro del suelo, con el cuerpo extendido, los brazos en cruz como alas y los dedos extendidos.

La imagen la hizo su madrido el fotógrafo, también letón, Gunārs Binde (1933) y forma parte de la serie The Flight (El vuelo), realizada en 1992. En las fotos no hay trucos ni de fotomontaje —la superposición de imágenes—, ni de retoque —la manipulación de negativos o copias impresas para, por ejemplo, borrar elementos de sujección—.

Todo lo que vemos sucedió «en directo» y sin manipulación, aseguran los implicados. Yo les creo.

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

No hay razones para dudar que las fotografías de los Binde muestran a una mujer ligera que ha sido detenida en el aire. El artificio, una intervención inocente comparada con el andamiaje de las levitaciones digitales, está en la liviandad natural de la modelo, su estudiada coreografía —con el arte de las caídas muy trabajado— y el uso de una rapidísima velocidad de disparo en la cámara.

En el el encierro de un estudio, Richard Avedon había logrado lo mismo en 1967, cuando (casi) detuvo en el aire a Veruschka —pese a la intensa luz del plató, que permite obturaciones supersónicas, el movimiento de la top model es perceptible—.

Aún antes, en 1963, Melvin Sokolsky colocó a Simone D’Aillencourt dentro de una bola de plástico que flotaba sobre el Sena y volaba sobre las calles de París, pero esta vez el trucaje, como contaron fotógrafo y modelo, jugaba un papel protagonista: la burbuja colgaba de un cable que fue borrado a posteriori y la chica ni siquiera estaba dentro de la estructura —la retrataron más tarde y la introdujeron con técnicas de fotomontaje—.

Las imágenes de Tanya volando son sólo un apunte de espectacularidad en la obra documental y poética de uno de los grandes fotógrafos europeos de la segunda mitad del siglo XX, Gunārs Binde, olvidado por la desgracia de ser de un país que perteneció al imperio soviético.

Jose Ángel González

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

© Gunārs Binde

Gunnar Smoliansky, un fotógrafo retratando sólo dos barrios durante 50 años

© Gunnar Smoliansky

© Gunnar Smoliansky

Me gusta la fotografía de Gunnar Smoliansky por la sutileza no exenta de riesgo con que nos ha mostrado una realidad de muy escasa extensión, dos o tres barrios de Estocolmo (Suecia), durante un extenso periodo de tiempo: desde la mitad del siglo XX hasta hoy.

Nacido hace 81 años y todavía con la cámara en la mano, el fotógrafo sueco parece haberse tomado muy en serio el lema que ha citados en alguna de las escasas entrevistas que ha concedido —porque, además de su pericia fotográfica también tiene el buen gusto de no hablar demasiado—:

El mejor escenario para mí es aquel donde resulta casi imposible hacer una foto, donde tienes que conseguir algo a partir de la nada.

Teniendo en cuenta que se ha dedicado a retratar un área acotada por su propia existencia —las calles por las que transita, las barriadas en las que ha decidido vivir en la certeza de que salir al mundo no tiene sentido hasta que no has agotado tu propio mundo—, imagino que estamos ante un hombre que haría suya la afirmación de Pessoa: «El único sentido oculto de las cosas es que no tienen sentido oculto alguno».

Ante la gran obra de este fotógrafo que ha pasado por la tierra con el extremo sentido  de la timidez que provoca una melancolía que quizá esté relacionada con la falta de luz de los territorios nórdicos, es inevitable pensar en la franqueza del gran maestro sueco Christer Strömholm, de quien Smoliansky recibió las primeras lecciones.

El estilo de Strömholm —blanco y negro de gran saturación y acercamientos no convencionales— y el radicalismo que  aplicaba en el cumplimiento de los tres principios que regían su fotografía: «luz natural», sin la agresividad invasiva de focos o flashes; «momento adecuado», basado en la espera paciente, y «responsabilidad personal», que limitaba cualquier tipo de propensión hacia el amarillismo o lo morboso, hicieron que en Suecia naciera una corriente fotográfica propia, marcada por una tibia tristeza no desprovista de angustia pero sí atenuada por la dulzura del estilo.

Entre los nombres destacados del estilo sueco están los bien conocidos Anders Petersen (1944), Kenneth Gustavsson (1946-2009) y Tuija Lindström (1950). En el centro de esa movimiento de extrema pureza encontramos al menos publicitado Smoliansky, autor de largo recorrido  y dueño de una obra que busca la reacción, la elocuencia. Gana en grandeza si pensamos que ha ejercido durante las peores décadas de los dictados postmodernos de la imagen predeterminada, pensada y razonada antes que sentida.

Acercarse a la completa web de Smoliansky, que presenta al visitante las fotos ordenadas en orden cronológico, culmina en la sorpresa de contemplar, como si de un movimiento de stop motion se tratara, una senda hacia lo esencial, la pureza, la sacudida de todo accesorio.

Pero no se trata de un camino hacia el minimalismo a la moda. Al contrario, en las imágenes más recientes —dejo unos cuantos ejemplos tras esta entrada— se revela, para volver a Pessoa, que «ser hombre es saber que no se comprende».

Las fotos de Smoliansky, el melancólico sueco que ha paseado su mirada por cada rincón de un par de barrios durante medio siglo, caminan hacia la verdad metafísica de que no existen los misterios porque el único misterio nace de la impaciencia.

Jose Ángel González

Bob Mazzer, proyeccionista de cine porno y fotógrafo entre dos estaciones de metro

© Bob Mazzer

© Bob Mazzer

Aunque estoy bastante seguro de que Bob Mazzer no ha leído el opúsculo La teoría de la deriva (1958), en el que Guy Debord propuso el «dejarse llevar» por el área urbana entendida como «terreno pasional», la foto de arriba, ese hombre subido a una escalera en los intestinos urbanos y con la cabeza sustiuida por un mecanismo relojero, podría ilustrar ambas citas con propiedad. Parece, en fin, que el sujeto es el centro giratorio de varias placas psicogeográficas.

Tampoco creo que Mazzer, un londinense de 65 años sin pasión por la posteridad, haya leído una frase de Karl Marx que podría ser tomada como un pie de foto común para todas sus imágenes: «Los hombres no pueden ver a su alrededor más que su rostro; todo les habla de sí mismos. Hasta su paisaje está animado».

Durante 40 años demostró que están equivocados quienes opinan que la fotografía conlleva un perseverante cambio de escenario. El suyo se limitaba al trayecto de ida y vuelta de metro entre Whitechapel, en el East End de la capital inglesa, zona en la que vive, y King’s Cross, en el centro, donde trabajaba —se ha jubilado hace poco— como proyeccionista en una sala de cine porno. La deriva de Mazzer era modesta: entre 13 y 20 minutos en cada dirección según el journey planner oficial del Tube de Londres.

Las fotos que Mazzer hizo a diario en el subsuelo de la ciudad, las estaciones que lo puntean y los convoyes que las unen son un tratado de veracidad, buen humor, mañas cinegéticas y esplendor humano.

Donde otros elaborarían un incordiante tratado sobre formas de aislamiento, modales de socialización, errancia subterránea o incluso radiografía humana, el proyeccionista de porno y fotógrafo de commute (ese término inglés que tiene un fondo de orgullo de clase para el que han acuñado la insulsa palabra española movilidad), se limita a asombrarse del gran número de fotos que ha tomado.

«No piensas que estás metido en un proyecto, pero un día te das cuenta de que hay una docena de imágenes conectadas y dices: vaya, tal vez aquí haya algo«, explica con llaneza en una entrevista en el Daily Mail.

Ahora, convencido de que acumuló muchos más que un gran número de negativos, va a exponer por primera vez en una galería y está dándo vueltas a la posibilidad de editar un libro.

Aunque hacía fotos desde niño —sus padres le regalaron la primera cámara, una Ilford Sporti, a los 13 años como regalo de bar mitzvah—, Mazzer creció siguiendo las únicas lecciones necesarias para ser fotógrafo: llevar la cámara siempre encima, mirar con ansia y no dejar de disparar. Cuando empezó a trabajar ahorró hasta poder comprar la Leica M4 fiel y luminosa que nunca le falló.

La naturalidad casual con que hacía frente al registro de los viajes en metro —desmanes, restos de victorias y derrotas, galas de borrachos, hazañas de gandules y escenas de rara ternura que emergen de los escombros del día— se traslada necesariamente a las fotografías, libro de apuntes de la vida subterránea y nocturna de Londres desde los años setenta.

«A diario viajaba a King’s Cross y regresaba. Volvía de noche, bastante tarde y aquello era como una fiesta. Sentía que el metro era mío y que estaba allí para hacer fotos», explica como si tal cosa el proyeccionista de cine pono que se convertía en fotógrafo entre dos estaciones de metro.

Ánxel Grove

Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario

Jane Bown - Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada «fotógrafa», opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: «Se trata de callar, de permanecer en silencio».

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

Nacida en la clase baja de Dorset, dejada por los padres en manos de unos familiares de la madre soltera que podían alimentar a la cría, aficionada a la fotografía desde la preadolescencia, sólo pudo comprar una cámara decente con el préstamo que le hizo una de sus tías. No necesitó adiestramiento: por instinto y sensibilidad sabe que cada retrato ha de ser esencial, restando antes que sumando, esperando la chispa de la comunicación y la desnudez integral del alma del modelo.

Ante la lente de Bown han estado todos los notables. En este caso la frase no es un formulismo: la Reina Isabel —su alteza le encargó por decisión personal la foto oficial de su 80º cumpleaños—, Orson Welles, Samuel Beckett (el tipo esquivo hasta la paranoia de quien logró el milagro de captar la mirada más aguda del siglo XX), P. J. Harvey, John Lennon, Truman Capote, Björk, Henri Cartier-Bresson, Nelson Mandela, Margaret Thatcher… Es inútil proseguir con el listado. Este párrafo se iniciaba acudiendo a la palabra todos. Ese todos abraza lo infinito.

Acaban de estrenar un documental sobre la vida y la obra inmensa de Bown —una de las fotógrafas más olvidadas cuando se redactan listas, rankings y otras bastardías clasificatorias que necesitamos para no sé qué—. El título podría adivinarse sin esfuerzo, Looking for Light (Buscando la luz). El metraje incluye recuerdos de una difícil infancia, la extraordinaria relación simbiótica con The Observer y muchos testimonios de agradecimiento de los retratados (la siempre fotogénica Björk asegura que nunca la habían fotografiado bien hasta que conoció a Bown).

La más sopresiva, pero no chocante revelación del documental, codirigido por Luke Dodd y Michael Whyte, es saber, por primera vez, que Bown llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Quienes la han visto trabajar —todavía lo hace, aunque cada vez le cuesta más sobrellevar la carga de los casi 90 años— dicen que se mueve sin estruendo y con rapidez pasmosa. Su sesión ideal de retratos dura diez minutos porque entiende que le bastan para conectarse con el retratado, sea John Lennon o la Reina de Inglaterra. Mientras aprieta el disparador de la Olympus OM-1 no pronuncia una palabra, no da indicación alguna. «Los fotógrafos», dice una de las mejores retratistas de los últimos 65 años, «nunca deben ser vistos ni escuchados».

Ánxel Grove

En defensa de los fotógrafos octogenarios

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Cada jueves escribo en este blog sobre fotografía. Van 159 jueves consecutivos, una cifra que de ser meditada se convierte en un laberinto, y hoy, lo confieso, estoy cansado. El parte de daños —la artitris que asoma como un enjambre de navajas en rodillas y manos, la melancolía insistente, el pecho sometido a las mandíbulas del tigre… — quizá justifique la extenuación y la edad, qué demonios, da derecho a la queja.

Me he permitido tomar de la inmejorable bitácora Iconic Photos un reportaje de Vanity Fair publicado en enero de 2001. Cada uno de los diez pliegos —sí, jovenzuelos, hubo un tiempo en que las revistas consentían piezas de veinte páginas y los lectores las demandábamos así de largas, porque leer no es una ocupación de hormigas afanosas, multi task y egoístas sino de hombres—. Cada uno de los pliegos  está vinculado a un archivo de imagen en alta resolución que permite una cómoda lectura y, además, te asoma a la trama tipográfica, ese otro laberinto en el que algunos todavía deseamos perdernos. Si fuese posible, para siempre.

El reportaje, escrito por David Friend, reúne y muestra a 18 fotógrafos que en el momento de la publicación tenían más de 80 años. Casi todos han muerto desde entonces —de algunos he escrito obituarios en estas mismas páginas, por ejemplo de la costurera-fotógrafa Lillian Bassman— y de la nómina quedan vivos, si no me falla el recuento, solamente Phil Stern (1919) y Ralph Morse (1917), ambos a punto de ser centenarios.

Fotógrafos y vejez. Dicen que hay algo intrínseco entre el oficio y la longevidad porque usar la mirada como sentido primario logra que los latidos del corazón sean más distantes. El feroz Helmut Newton añadía que el contacto frecuente  con los baños químicos necesarios para el revelado de los negativos y las copias prolongaba la virilidad más allá de lo razonable. Newton, como su fotografía, era bastante fantasma, pero me subyuga la idea subsecuente de una tribu millonaria de fotógrafos digitales y, ya que no imponentes, impotentes.

Basta. Estoy cansado, repito. Lean, si les place, el reportaje sobre los viejos fotógrafos. Consideren después el panorama que nos rodea: como diría Peter Handke, el respeto «se fue al carajo» y «un tropel de muchachos y muchachas (…), que a lo largo y lo ancho del país han se­gregado una estirpe de gentecilla eternamen­te despierta como ellos, que incluso se ocu­pan de entrenar a sus nietos como ejército de gente que está al acecho».

Ánxel Grove

Cómo fotografiar con una lata de cerveza la trayectoria del sol

'St. Mary Redcliffe' - Justin Quinnell

‘St. Mary Redcliffe’ – Justin Quinnell

En la imagen curvada y azulada se distingue el perfil de una ciudad pequeña, con la torre puntiaguda de una iglesia y a la orilla de un canal o un lago. Sobre el cielo se suceden las estelas de luz, reflejadas también en el agua en un tono verdoso.

Con una lata de cerveza, el fotógrafo inglés Justin Quinnell —también docente y fiel aficionado a los experimentos en sus clases y talleres— fabricó una clásica cámara estenopéica, un sencillo ingenio que representa la técnica fundacional de la fotografía y para el que sólo hace falta poner papel fotográfico en un recipiente cerrado al que se le abre un pequeño agujero para permitir que la luz imprima la imagen del exterior.

Sin embargo le daba vueltas a algo más con la elección del envase. Quinnel adivinaba el potencial que tenía la vulgar lata: el aluminio, indestructible, era el material ideal para permanecer meses a la intemperie y preservar seca y limpia en su interior la imagen que pudiera tomar, no había que vigilarla ni cuidarla y pasaría desapercibida en un lugar solitario.

'3 months in the death of Anna Maria Williams and Mary Cecilia Biddlecombe' - Justin Quinnell

‘3 months in the death of Anna Maria Williams and Mary Cecilia Biddlecombe’ – Justin Quinnell

Las estelas de la imagen son en realidad la trayectoria diaria del Sol captada durante meses. Amarrándola con unas bridas a un poste, la lata capturó silenciosa los caminos de luz desde el solsticio de invierno hasta el de verano. En el paisaje destaca la torre de casi 90 metros de la iglesia anglicana de St. Mary Redcliffe en Brístol (Inglaterra).  La página web del autor cuenta con una galería de 10 fotos tomadas por él con el mismo procedimiento.

En un tutorial de menos de un cuarto de hora, el fotógrafo explica el proceso de fabricación de la cámara todoterreno. Sólo es necesario un poco de cartón negro, cinta americana, un alfiler, la lata y las bridas para convertirse en un artesano de la observación y cultivar una lentitud cada vez más olvidada en la era digital.

Helena Celdrán

Fotos que hablan

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

Fotos que no pueden entenderse sin dar la vuelta al papel, fotos que contienen un grito en el reverso, una anotación que no sólo les arrebata parte del anonimato, sino que te eriza el alma y te impide mantener la distancia o quedarte en los detalles.

La anotación a bolígrafo completa nuestra mirada a la joven risueña, con sombrero a la mode y vestido plisado: se llamaba Dorothy, vivía en Chicago, murió a los 15 años de leucemia.

Cubierta de "Talking Pictures"

Cubierta de «Talking Pictures»

El libro Talking Pictures (Fotos que hablan), editado por HarperCollins, es la historia de una obsesión. El autor, Ransom Riggs, colecciona fotos desde que era adolescente. Las compra en mercadillos, rastros, ventas de garaje y otras formas de esa red microcomercial en la que entran los objetos olvidados y, sin motivo aparente que podamos adivinar, entregados al azar del abandono. Riggs establece una condición para adoptar una foto: que estén escritas, rotuladas con un comentario, una frase o un epígrafe en los bordes o que contengan en el amplio terreno del envés los restos de una memoria también abandonada.

El conocimiento que la semántica añade a la imagen, el cruce de esas dos formas de parcialidad comunicativa —ni las palabras ni las fotos bastan para entendernos, para entregarnos, para ser uno en el otro—, rompe la distancia que casi siempre mantenemos con la foto que tenemos ante los ojos y nos invita al interior de una vida. Las anotaciones dejan espacios abiertos, por supuesto, pero con ellas la foto parece invitarnos a sentir algo más que fría semiótica de la imagen.

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

«A veces una palabra vale por mil fotos», dice el autor del libro —por cierto, no editado en España, donde las editoriales tienen un interés casi nulo por la fotografía anónima—. La imagen de arriba y su leyenda dan la razón a Riggs.

Una madre y cuatro de sus hijos y estos textos. A lápiz: «Pearl con Freddie, Billie, Kenneth y George en la casa de Lansing» [ciudad del estado de Michigan]. A bolígrafo, con una grafía de otra persona: «Nos mudamos a Detroit, donde Doris Jean y Elenore Ruth nacieron. Ambos murieron. Doris Jean con un mes por meningitis. Elenore Ruth a los 4 meses por malnutrición. No hay $ para comida«.

«La gente ya no escribe en las fotos», dice Riggs. «Ni siquiera tomamos fotos —quiero decir, fotos reales, impresas en papel, reveladas con emulsiones. Hay más cámaras que nunca, pero las imágenes que producen son efímeras cadenas binarias de unos y ceros, pocas veces impresas, almacenadas en chips y discos duros que se estropean facilmente borrando su contenido, susceptibles de ser dañados por por el calor, el electromagnetismo, el uso o la obsolescencia. Un disco duro tiene una vida media de cinco años y un disco compacto de diez o quince. Una foto bien impresa mantiene la imagen cien años —los negativos fotográficos duran todavía más».

Además de una defensa de las fotos en papel como vislumbre de quiénes somos, lo que somos y cómo vivimos, Talking Pictures es una reivindicación de la importancia de las «fotos de otros», esas imágenes de desconocidos que a veces encontramos en el suelo de un puesto de venta de objetos oxidados y lejanos como fósiles. Antes de pasar de largo, recomienda Riggs, deténgase y observe, entre en el mundo bidimensional del cartón, permita que el hechizo se extienda y, sobre todo, dé vuelta a la imagen y busque si hay algo escrito detrás.

Inserto abajo varias de las imágenes del libro. De escpecial intensidad son las tres primeras, que componen la serie de Janet Lee, una vivaracha niñita con tendencia a las caídas («tendré que comprarle un casco«, se lee tras la foto que da cuenta de un accidente doméstico que casi termina con la fractura de una pierna). Las últimas fotos muestran el cadáver de Janet Lee, con el reverso en blanco, porque no son necesarios los fonemas frente al estruendo de la muerte; y la niña asomada al borde del mar. «Janet tenía 10 años», se lee en el envés.

Ánxel Grove

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Esto era cuando se amaban» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Mi escritorio, donde hago todas mis tareas y te escrito cartas» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Mamá y Grace, 1953. Donde murió papá» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«África Oriental, otoño,  1943. Las langostas casi oscurecían el cielo» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Esta es una foto perfecta de nuestra hermana Marion, 27, que el tío Geo. tomó en Colorado Springs. Más o menos un mes después ella murió» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

Hellen Van Meene y su «chicas inseguras pero que parecen la Reina Isabel»

—Esto lo estoy tocando mañana.

El inolvidable Johnny Carter, personaje de ficción con todo el derecho a ser real como toda aquella proyección literaria que nos retrata, protagoniza el cuento El perseguidor, de Julio Cortázar. Johnny, una doblez del saxofonista Charlie Parker, tenía problemas para entender la forma en que se comporta el tiempo, lo que hace con nosotros, cómo nos maneja y modifica… Entras en el metro y entre dos estaciones recreas, con una precisión de detalles de atestado policial bien redactado, los detalles íntegros de un verano especialmente venturoso o las desventuras de todos los años de tu infancia o la primera visita a un templo románico en el que dejaste que cayera la noche y tal vez rezaste, pero entre las dos estaciones consecutivas que ha recorrido el convoy del metro sólo hay, digamos, un minuto y medio.

De ese mareo se quejaba Johnny, de no saber cómo es posible que la valija del tiempo sea elástica y quepa tanto en un lapso en el que apenas podrías fumar un cigarrillo . Por esa descolocación tan interiorizada que se ha licuado con la sangre, el personaje, que no en vano se dedica al  jazz, música que es una batalla a muerte contra el tiempo, Johnny interrumpe un solo de saxo porque ya lo tocó mañana.

Sospecho que las jóvenes morosas que retrata Hellen Van Meene (Holanda, 1972) podrían repetir la frase de gramática disparatada pero aplicación cotidiana: están donde ya estuvieron o donde quizá vayan a estar o donde nunca pudieron estar pero saben que están.

La fotógrafa, una mujer con mucho y buen trabajo a sus espaldas y una aproximación canónica que, en mi opinión, la ennoblece —siempre usa película química, una cámara mecánica Rolleiflex sin gadgets de ayuda electrónica y jamás mancilla con un flash o focos de apoyo el pudor de la luz natural—, explica sus retratos como un forma de «esculpir sobre un alma» sometiendo a sus modelos a un «ataque de amor».

En una larga y reveladora entrevista añade que desea buscar fuera de la belleza canónica y los patrones de las modas corporales a la «Venus que hay en cada chica» pese a la «incomodidad y el miedo» que puedan sentir ellas por la situación —porque toda foto consentida tiene una intención violadora—. También resume de modo muy plástico la intención final de cualquiera de sus retratos: «Es muy fácil hacer una foto de una chica insegura, no tiene nada de especial. Es bastante más complicado hacer que una chica insegura parezca la Reina Isabel».

No advierto la entereza regia y la «arrogancia» que la fotógrafa proclama. Al contrario, las chicas de Van Meene me resultan dotadas de una especia de bendita ignorancia, una juventud gastada. Parecen insomnes, como diría Emile Cioran,  que hayan vivido siempre «con la nostalgia de coincidir con algo, sin, a decir verdad, saber con qué».

Su presencia es fantasmagórica o, como diría un teórico, fantasmática, espectral, y contradice la legislación racional de la foto como resto detenido del pasado. Estas fotos están sucediendo mañana.

Ánxel Grove

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene