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La lírica soledad de una fotógrafa octogenaria

Catalin Valentine's Lamb, Ancash, Peru, 1981 © Rosalind Solomon 2010/Courtesy Bruce Silverstei

Catalin Valentine’s Lamb, Ancash, Peru, 1981
© Rosalind Solomon 2010/Courtesy Bruce Silverstei

La campesina de la foto, una habitante de una pobrísima zona de la montaña peruana, amamanta a un cordero. La obra de la mujer que hizo la foto, Rosalind Solomon, está condensada en la imagen: ha viajado por el mundo para encontrar a quien nada tiene además de la piel y las glándulas.

Solomon tiene 83 años y sigue haciendo fotos. Todas pertenecen a la esfera de los sentimientos y buscan, además del registro documental, algunos de los secretos para que merezca la pena vivir. Los que ha encontrado la fotógrafa son muy simples: grupo, amigos, cariño, rituales

Las fotos de Solomon, un cuerpo de trabajo de varias décadas y miles de ubicaciones, son un ejercicio de reflejo, un tránsito espiritual. Le permiten seguir cuerda.

Bass and Bundle, Guatemala © Rosalind Solomon 2010/Courtesy Bruce Silverstei

Bass and Bundle, Guatemala © Rosalind Solomon 2010/Courtesy Bruce Silverstein

Esta otra imagen, Contrabajo y fardo, tomada en Guatemala, está en el libro Chapalingas, una de las más bellas fotobiografías que conozco. Solomon aprovecha el blanco perturbador de los márgenes que abrazan las fotos para escribir pequeños poemas complementarios:

Ramón, ata mi cadáver con una correa a tu mula blanca. Lleva mi cuerpo por el sendero Chavín.
Entiérrame en el cementerio Pojoc. Vísteme para la foto con mi chaleco y mi sombrero de lona.
Rasguña en una piedra para marcar la tumba: «Ella cabalgaba a las alturas guiada por un extraño».

Solomon se casó joven con un diplomático y cumplió con los usos sociales: fue madre, llevó una casa, atendió las necesidades de los suyos… Había comprado una cámara para dejar constancia de esas grandes pequeñeces y, poco a poco, empezó a dejarse cautivar por el poder de los prismas fotográficos. Para aprender a manejarse en el cuarto oscuro que había instalado en una caseta del jardín del domicilio familiar, trabajó como ayudante eventual de la tajante Lisette Model, de quien recibió un consejo técnico («no te preocupes de la luz y el encuadre, sólo importa la foto») y una recomendación radical: «Eres una artista. Debes ser egoísta y no entregar demasiado tiempo a los demás. El matrimonio es un problema porque los fotógrafos necesitan libertad. Tus hijos han crecido, tu trabajo cívico ha terminado, tu marido necesita la soledad tanto como tú… Ahora debes ser libre para hacer fotos».

Desde 1975, cuando ya tenía 45 años, Solomon se ha entregado a las fotos con una intensidad que no admite dudas. Retrató a enfermos de sida en los primeros años de la pandemia —la exposición Portraits in the Time of Aids, 1988 está ahora en cartel en una galería de Nueva York—, entró en las secciones de hospitales dedicadas a los heridos de gravedad, se desplazó a países de Centro y Sudamérica donde la adversidad es crónica, indagó en las huellas de la violencia étnica en África…

De la enorme cantidad de fotos que ha tomado, sea cual sea el tema, ninguna es cerrada: el estilo de Solomon, su grandeza, es mantener abierto un espacio vecino que nada tiene que ver con la narración descriptiva, como animando al espectador a llenarlo.

En los últimos años, ya octogeneria pero tan vital como siempre, se ha atrevido a realizar pequeños vídeos. En A Woman I Once Knew, que ganó el premio al mejor corto experimental del Festival de Cine de Nueva York de 2010, habla, medita, baila y reflexiona sobre ser vieja, ser espiada, ser un monstruo en una sociedad regida por la dictadura juvenil y la apariencia de felicidad…

Rosalind Solomon sigue manteniendo la capacidad de enfrentar la mirada a la muerte, la enfermedad, la soledad y la miseria. No lo hace para dar testimonio de lo chocante que resultan el mundo y la vida, sino porque sólo sabiendo reconocer las formas del dolor seremos capaces de repararlo.

Ánxel Grove

«La rapada de Chartres» retratada por Robert Capa se llamaba Simone Touseau

La Tondue de Chartres – Robert Capa

«La Tondue de Chartres» – Robert Capa

La joven que ocupa el centro visual de la foto es Simone Touseau. Tiene 23 años y lleva en brazos a su hijo, un bebé de menos de un año. Antes del paseo público de escarnio y venganza a Simone le habían rapado el pelo al cero y marcado la frente con un hierro candente. El pueblo la acusaba de «colaboración horizontal» con los nazis, es decir, de haber mantenido relaciones sexuales con un militar alemán en los años de la ocupación de Francia.

Un paso frente a la muchacha, con boina y una bolsa de tela, camina su padre, George Touseau. Tras él, semioculta, también rapada a la fuerza, marcha su esposa, Germaine, madre de Simone. Toda la familia es sometida a la humullación.

La fecha y el lugar son conocidos: tarde del miércoles 18 de agosto de 1944 en la calle Beauvais (que en la actualidad se llama Docteur Jacques de Fourmestraux) de Chartres, la ciudad francesa de la prefectura del Loira que goza de la bien merecida fama de una catedral gótica iluminada por un conjunto de vidrieras —considerado por algunos como el más bello de Europa— donde una virgen «linda, rubia y con los ojos azules», como dicen con orgullo los hijos del pueblo, propone los méritos de grandeza, humildad, pureza, compasión, experiencia, serenidad, tristeza, sonrisa y majestad. En la foto, tomada muy cerca del templo, no hay un ápice de ninguno de esos valores. La imagen, sin gota de piedad, es la de una purificación por la vía del escarmiento.

Quizá ya se hayan percatado ustedes de que el momento es coincidente con la liberación de París. El fotógrafo había entrado en Francia diez semanas antes, el 6 de junio de 1944, incrustado en las tropas estadounidenses que desembarcaron en la Playa de Omaha, en la operación militar de Normandía que precipitó la caída de Hitler. El reportero, asignado por la revista Life, estaba a punto de cumplir 30 años y, aunque se llamaba Endre Friedmann Erno, todos le conocían como Robert Capa.

La foto, que ha sido llamada La Tondue de Chartres (La rapada de Chartres), tiene el don de la oportunidad que le sobraba a Capa, al que avisaron de la celebración en Chartres de juicios populares y sin garantías en contra personas acusadas de haber colaborado o mantenido relaciones con los nazis. El reportero salió corriendo con una cámara Contax. No llegó a tiempo para asistir a varias ejecuciones sumarias in situ, ni al trabajo de un peluquero local que rapó a doce mujeres que ejercieron, según el tribunal del porpulacho, la «colaboración horizontal», pero hizo la foto de Simone Touseau, su hijo y sus padres acompañados por la turbamulta de adultos y niños. La imagen dió la vuelta al mundo.

"La Tondue de Chartres" - Robert Capa

«La Tondue de Chartres» – Robert Capa

Gérard Leray y Philippe Frétigné, vecinos de Chartres, quieren reconstruir los detalles de una imagen demasiado cargada de emoción irracional. Gracias a ellos sabemos que la chica rapada había trabajado como intérprete para el ejército nazi desde 1941 y que se había liado con un soldado, del que sólo conocemos el nombre de pila: Erich. Cuando él, destinado al frente del este, resultó herido en combate, Simone se trasladó a Munich para acompañarlo en la convalencencia. Fue en la ciudad bávara donde se quedó embarazada. Dedicidió regresar a Francia en 1943. Tanto la chica como sus padres, según las acusaciones verbales de algunos vecinos, simpatizaban con el Partido Popular Francés del filonazi Jacques Doriot.

Madre e hija fueron internadas en la cárcel y juzgadas, esta vez con garantías procesales, en un proceso por traición que sólo concluyó en 1947. La sentencia condenó a Simone a diez años de degradación nacional, la figura punitiva establecida tras la guerra que dejaba sin derechos y convertía en ciudadanos de segunda a los colaboracionistas. Simone se entregó a la bebida y murió en 1966, a los 44 años. El bebé al que lleva en sus brazos en la foto vive todavía en Chartres, pero ha cambiado de identidad.

La foto, de una crueldad porosa y eterna, abre algunas líneas de debate sobre las irracionalidad de la justicia popular y la necesidad de cabezas de turco que justifiquen los pecados colectivos. Casi siempre, como resulta revelador, se trata de personas débiles. Alguien ha señalado, no sin razón, el contraste del caso de Simone Touseau con los de, por ejemplo, Maurice Chevalier y Édith Piaf, que cantaron para los alemanes ocupantes; Pablo Picasso, que siguió residiendo, pintando y vendiendo óleos en su apartamento parisino durante buena parte de la ocupación nazi; el cineasta Marcel Carné, que no dejó de rodar películas, o la mecenas millonaria Gertrude Stein, que no se cortó un pelo (¡y era judía!) en mostrar su admiración por Hitler.

Ánxel Grove

El fotógrafo que encontró luz en el carbón

Norbert Ghisoland

Norbert Ghuisoland

En la comuna de Frameries, en la zona francófona de Bélgica, recibieron del destino la maldita riqueza del carbón, que conlleva, al menos para la mano de obra del pueblo llano, muchas desdichas y ningún don. La esclavitud del trabajo bajo tierra, la mortandad prematura, la acumulación de sílice en los pulmones y en la vida entera…

Vincent Van Gogh firmó en 1879 un lienzo de una de las minas. El espectador debe presentir la tragedia bajo el trazo, inevitablemente romántico, del pintor de la angustia tamizada por la luz.

En 1934, los cineastas sociales Joris Ivens y Henri Storck dejaron fuera de la mirada todo matiz poético en el documental Misère au Borinage, donde, a partir de una huelga de los mineros contra la explotación, enumeran y muestran el cuadro completo: los niños y niñas condenados, el hambre, la muerte, la sopa manchada, el pan negro… Hay otro documental reciente que sigue el trazo hasta nuestros días de aquella sangre derramada: Les Enfants du Borinage (Patrick Jean, 1999).

En La Bouverie, una de las villas de la comarca, hablan el picardo, que algunos consideran una lengua romance con todas las de la ley y otros una mera bastardía del francés. Adiós se dice A l’arvoïure; árbol, abe, y carbón, charbom. De la niña de la foto los lugareños dirían que es Un biau tion tindron, una niña guapa. El charbom está en la mirada, en los rinconces del humilde atuendo, en la rigidez del pelo de escoba.

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland —algunas fuentes dejan el apellido en Ghisoland por menudencias ortográficas— nació en La Bouverie el 17 de marzo de 1878. Tenemos derecho a soñar que Van Gogh apreció el angélico contraste entre la toquilla de punto del bebé y la espesura plomiza del aire.

El padre del niño era, inevitablemente, minero, uno de los que bajaban a las galerías del subsuelo. El mísero complemento salarial por jugarse la vida de lunes a domingo le sirvió para financiar los oficios de sus dos hijos: uno, el primogénito, estudió para fotógrafo y el otro, Norbert, para carpintero. Cuando el mayor murió en un accidente en la mina, donde trabajaba para llevar a casa unas monedas extra, el otro tomó su lugar como fotógrafo.

A los 24 años, Norbert logró alquilar una casa en la Grand’Rue de la cercana ciudad de Mons. Ofrecía retratos para tarjetas de identidad, postales familiares de recuerdo, instantáneas para enviar como regalo a los parientes lejanos… Trabajaba en un estudio mínimo que acomodó en la parte frontal de la vivienda. Los modelos posaban ante un foro pintado o, como alternativa, frente a una simple tela blanca. El cuarto oscuro en el que Norbert revelaba aprovechaba la soledad y el espacio de la bodega de la casa.

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Hasta que murió, en noviembre de 1939, hizo más de 90.000 negativos de cristal. Numeró cada uno y los guardó en tarjeteros. Allí se quedaron durante décadas los niños impávidos con sus perros mascota, los deportistas locales luciendo habilidades, las mujeres graves… Pese a la belleza nostálgica y el valor de tratado de etnografía, cada imagen parece estar fecundada por una indisoluble desdicha.

El hijo de Norbert, Edmond, combatió en la II Guerra Mundial y fue prisionero de los nazis. Cuando salió del campo de internamiento, acaso para intentar que cicatrizase el alma en carne viva, decidió reabrir el estudio de su padre y seguir retratando a los habitantes de la comarca minera. No era insólito que vinieran a hacerse fotos hijos y nietos de personas a las que Norbert había retratado años antes.

El hijo de Edmond y nieto de Norbert, Marc, mantiene la tradición que parece haberse convertido en hereditaria. Hace retratos, con moderno equipo digital, en el mismo estudio que sus ancestros.

Los negativos de Norbert Ghuisoland, uno de los grandes tesoros de la fotografía europea, fueron descubiertos por casualidad en 1969 por Marc. Estaban en el ático de la casa, en los mismos tarjeteros donde los había archivado con paciente mimo el primer fotógrafo de la saga familiar, el muchacho que iba para carpintero y terminó encontrando luz entre los restos del carbón.

Ánxel Grove

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

Norbert Ghuisoland

¿Quién es esta persona que vive conmigo?

Polly Gaillard

Polly Gaillard

Cuando Polly Gaillard se divorció de su marido, quiso poner en práctica un experimento de terapia fotográfica dada la situación desconocida que le esperaba: convivir con la hija de ambos en ausencia del padre.

El resultado, la serie Reframing; Motherhood, Memory and Loss, es un documento introspectivo sobre los espacios, recuerdos, sentimientos y fronteras de la cohabitación entre la madre y la niña. Casi todas las imágenes, como apunta la fotógrafa, parecen plantear una sola pregunta: ¿Quién es esta persona que vive conmigo?

La mirada de Gaillard es doble: los lugares que ocupa la hija y los restos que deja en esos lugares tras abandonarlos, la carga afectiva, de gestos inacabados, que permanece cuando salimos del plano.

Polly Gaillard

Polly Gaillard

Una bolsa de plástico, una fruta cortada y abandonada, la pasta de dientes sobre el cepillo, un tarro de plástico lleno de orina para un análisis…

Sombras de vida que, sin embargo, dicen la vida.

No suelen emocionarme las fotos de buena parte del documentalismo actual, me parecen frías y de una poesía tan infortunada como la existencia.

Con Gaillard hago una excepción: su empeño en rastrear la familia y lo familiar me parece de una tozudez primaria y conmovedora.

Polly Gaillard

Polly Gaillard

Un segundo valor: el nulo amaneramiento de las fotos en las que sí aparece la hija, imágenes llenas pero distantes.

No parecen tomadas por una madre, sino por un reportero ajeno a las implicaciones de los sentimientos y su mancha sobre las fotografías.

Ama mucho quien es capaz de mirar como si el amor no estuviese presente.

Reframing; Motherhood, Memory and Loss no es la única serie que me interesa de la fotógrafa estadounidense. En Re-Collecting,regresa a las fotos de los álbumes familiares para, gracias al retoque digital, regresar como adulta a los escenarios de la niñez.

Polly Gaillard (de 'Recollecting')

Polly Gaillard (de 'Recollecting')

El «adulto intruso», dice Gaillard, «interrumpe el recuerdo encapsulado en la instantánea» y nos hace ver que también las fotos son un depósito de ruido, un arañazo en el pasado.

Las fotos nunca son pruebas infalibles: su fidelidad está rota por el tiempo.

La pregunta persiste: ¿Quién es esta persona que vive conmigo?

Ánxel Grove

Leonard Freed: retratos de la sangre de aquí mismo

Leonard Freed - "Police Work", 1975

Leonard Freed - "Police Work", 1975

La página de la agencia Magnum dedicada a Leonard Freed (1929-2006) recoge esta cita: «En ultima instancia la fotografía versa sobre quién eres. Es la búsqueda de la verdad en relación contigo y esa búsqueda se convierte en un hábito».

El Museo de la Ciudad de Nueva York expone desde hace unos días Police Work 1972-1979 (Trabajo policial 1972-1979), una selección de las tremendas fotos que Freed hizo a lo largo de los años setenta, cuando trabajó como reportero siguiendo a los agentes de la Policía de Nueva York, que entonces era una ciudad violenta y más quebrada socialmente que ahora, lo que ya es decir.

El aserto del fotógrafo sobre la búsqueda de la verdad personal como hábito se hace carne en la colección. A diferencia de otros reporteros de sucesos a los que sólo interesa el teatro del drama y la sangre (Weegee  sería el ejemplo más claro), Freed indaga en el decorado para buscar las grietas por las que acaso pueda entrar un rayo de luz y redención.

Leonard Freed - "Police Work", 1978

Leonard Freed - "Police Work", 1978

Preocupado por todo tipo de cicatrices -también por las derivadas de su privilegiada condición de observador consentido de los manejos policiales-, cada imagen de la espectacular y dramática serie pone en duda los criterios de justicia, orden, violencia, moralidad y libertad y la forma en que son aplicados por el sistema.

No es casualidad que Freed haya titulado la primera exposición pública de la colección (en Londres, en 1973) El espectro de la violencia y que obligase al público a atravesar unas densas cortinas negras antes de entrar en la primera sala. Algunos viajes empiezan y acaban en la oscuridad.

Leonard Freed - "Police Work", 1978

Leonard Freed - "Police Work", 1978

¿Serían posibles hoy estas fotos? Es decir, ¿podría un fotógrafo de un país occidental y aparentemente civilizado retratar lo que sucede en los patios de atrás de las modernas babilonias y la forma en que los uniformados se mueven y conducen?

Me permito opinar que no, que el tiempo de la búsqueda se ha terminado para siempre en este campo, porque ahora son algunos policias (los agentes multimedia) quienes manejan las cámaras y hacen las fotos que desean repartir a la prensa: imágenes convenientemente seleccionadas y con los rostros ocultos y pixelados en un cínico intento de proteger la intimidad de aquellos a quienes reprime la Policía y condenamos todos.

En nuestro mundo los cadáveres y la verdad del escenario se han acabado. Nunca los vemos.

Queda la posibilidad, siempre sustancial, siempre dada a ser gestionada con el tutelaje de una beca de una fundación financiera (otra forma de criminalidad), de retratar la violencia entre los pobres, los parias de la miseria africana, asiática, centroamericana…

Es correcto y benéfico que muestren las vísceras de los pobres, pero personalmente añoro saber de la sangre de las ciudades en las que vivo.

Ánxel Grove

El mejor fotógrafo de la historia es un renegado

Robert Frank

Robert Frank, autorretrato

Lo rompió todo y de manera definitiva. Varias veces. Todo lo perdió. Varias veces.

Es desde hace décadas una sombra entre la niebla de Nova Scotia, en el Canadá más norteño. En noviembre cumplió 87 años. Vive como un ermitaño en una antigua cabaña de pescadores. Reaparece por impulsos. Tiene un genio cambiante.

Puede ser calificado como el mejor fotógrafo de la historia porque incluso cuando dejó de hacer fotos (porque le cansaban y nada le decían, porque renegó de ellas) siguió siendo el mejor.

Hoy le dedicamos la sección Cotilleando a… a Robert Frank (Suiza, 1924), cuya larga sombra, que se proyecta sobre toda la fotografía de los últimos sesenta años, es notable incluso en la ausencia.

El arte de Frank, como él mismo predicó, es objeto simple, fácil y teorizable. No se puede decir lo mismo de la persona y su reacción, porque la vida, como la fotografía, es una respuesta contra uno mismo.

Cubierta de "40 Fotos", 1946

Cubierta de "40 Fotos", 1946

1. Nace en una familia judía de buena posición económica que lo había perdido todo durante el nazismo y la II Guerra Mundial.

2. Se foguea como aprendiz de fotografía en Suiza. Autoedita su primer libro, 40 Fotos, en 1946. Es un portfolio para intentar venderse como fotógrafo. El estilo, demasiado ecléctico: contiene incluso fotos de otros autores retocadas por Frank. Fue reeditado hace unos años.

3. Viaja por Europa, pero en el continente desolado por la guerra no encuentra receptividad. En febrero de 1947 embarca en Holanda hacia los EE UU («me voy a América, ¿cómo puede ser uno suizo?», escribe). Sobrevive en Nueva York hasta que encuentra trabajo como colaborador habitual de la revista Harper’s Bazaar, donde hace bodegones de bolsos, zapaatos y otros accesorios de moda como protegido del gran Alexey Brodovitch, que dió cancha un puñado de los mejores fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX (Richard Avedon, Irving Penn, Lisette Model…).

4. Brodovitch le convence para que abandone la poco ágil Rolleiflex bifocal de medio formato y se pase a la Leica III de 135 milímetros, que permite hacer fotos con una sola mano. Esta decisión cambiará la historia de la fotografía.

"Horse and Sun" - Perú, 1948

"Horse and Sun" - Perú, 1948

5. En 1948 comienza el nomadismo de Frank. Entre junio y diciembre recorre Brasil, Cuba, Panamá y, sobre todo, Perú. Autoedita dos cuadernos de espiral con las fotos. El libro Peru, publicado años más tarde, es su primera obra maestra y predice lo que vendrá.

6. Cruza el Atlántico varias veces. Traba amistad con otros buscadores de verdad (Elliott Erwitt y Bill Brandt) y viaja a Francia, Italia, Reino Unido y España. Entre marzo y agosto de 1952 vive con su mujer, la pintora Mary Lockspeiser, y el primer hijo de la pareja, Pablo, en El Grao (Valencia). Hace fotos sobre corridas de toros. Se hospedan en el hotel El Sol y, como no tienen dinero, pagan al propietario con fotos que hace Frank y que nunca han sido localizadas.

"Sobre Valencia", 1950

"Sobre Valencia", 1950

7. En el casi inencontrable catálogo Sobre Valencia, 1950, el parco Frank -muy poco amigo de teorizar- incluye una de sus más detalladas declaraciones de principios: «Blanco y negro son los colores de la fotografía. Para mí simbolizan las alternativas de esperanza y desesperación a las que la humanidad está eternamente sujeta. La mayoría de mis fotografías son de gente, vista de un modo muy simple, como a través de los ojos del hombre de la calle. Eso es algo que la fotografía debe contener: la humanidad del momento. Esa clase de fotografía es realismo. Pero el realismo no es suficiente: ha de estar lleno de visión, y las dos cosas juntas pueden hacer una buena fotografía. Es difícil describir esa tenue línea donde acaba el tema y empieza la propia mente».

"Funeral. St. Helena, South Carolina, 1955" ("The Americans")

"Funeral. St. Helena, South Carolina, 1955" ("The Americans")

8. En 1954, con el padrinazgo de Walker Evans, fundador del moderno fotoperiodismo, Frank solicita una beca de la fundación Guggenheim. En la memoria indica que desea fotografiar en profundidad, en ciudades y pueblos de los EE UU, el rostro de una «nación cambiante». Le dan 3.600 dólares (que amplirán en una cantidad similar dos años más tarde). Frank compra un Ford de segunda mano y se embarca en un recorrido de decenas de miles de kilómetros a través de 48 estados del país, que atraviesa de este a oeste, de norte a sur, de oeste a este y en varias direcciones erráticas más. Armado con su fiel Leica dispara 767 rollos de película (unas 27.000 fotos) durante dos años y medio. El resultado será con los años el libro de fotografía más importante de la historia, Los americanos.

"Elevator. Miami Beach, 1955" ("The Americans")

"Elevator. Miami Beach, 1955" ("The Americans")

9. Proteico y metafórico, real y humano, el foto-ensayo habla de política, religión, pobreza, racismo, riqueza, alienación, redención, música, juventud, medios de comunicación, nacimiento, muerte… Pese a todo, es autobiográfico: la mirada de Frank, que fue detenido varias veces por la policía, expulsado de pueblos y amenazado, está en cada foto. «Trabajo todo el tiempo, hablo poco, trato de no ser visto», escribe en su diario. En algunas etapas embarca a su esposa y sus dos hijos (Andrea, la segunda, había nacido en 1954) en un viaje que parece comenzar eternamente y no tener fin. Duermen en el coche o en moteles baratos, se mueven por impulsos, entran en tiendas y bares, conviven con las paradojas y registran las grandezas. Nunca nadie, ni antes ni después, se tomó tan en serio un recorrido anatómico-fotográfico para diseccionar un país con ternura pero sin piedad.

"City Hall. Reno, Nevada, 1955" ("The Americans")

"City Hall. Reno, Nevada, 1955" ("The Americans")

10. Los americanos -83 imágenes seleccionadas por Frank tras un meticuloso y agotador proceso- provoca miedo. Es un espejo demasiado exacto. Las editoriales califican el libro de «perverso», «siniestro» y «antiamericano» y ninguna se atreve a publicarlo. En 1958 Frank logra editarlo en Francia. La introducción la escribe Jack Kerouac: «Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd (…) Robert Frank, suizo, discreto, amable, con esa pequeña cámara, que levanta y dispara con una mano, se tragó un triste poema desde la misma América y lo pasó a fotografía, haciéndose un sitio entre los grandes poetas trágicos del mundo», dice. En 1959, cuando el libro aparece en los EE UU, ofende a los críticos. La revista Popular Photography publica siete reseñas en un mismo número. Todas son malas menos una, que destaca el uso del contraste.

Hoja de contactos de "The Americans"

Hoja de contactos de "The Americans"

11. «Una decisión: meto la Leica en el armario. Basta de espiar, de cazar, de atrapar a veces la esencia de lo que es negro, de lo que es blanco, de saber dónde se encuentra el Buen Dios», escribe Frank en 1960. Había empezado a tantear con el cine el año anterior, con Pull My Daisy, inspirada en un texto de Kerouac.

12. Desde entonces se dedica a destruir lo descriptivo para ahondar en su propio estado de ánimo. Ha vuelto a hacer fotos con película Polaroid o cámaras desechables, pero las interviene, superpone, raya, dibuja y escribe sobre ellas. De vez en cuando acepta encargos extraños, como fotografiar un catálogo de camisas, una convención política o la contraportada para un disco de Tom Waits, pero se muestra esquivo y prefiere pasar el tiempo grabando vídeos en los alrededores de su cabaña de pescador.

13. Andrea, la hija, murió en 1974 en un accidente de avión en Guatemala; Pablo, el primogénito, padeció esquizofrenia y murió en 1994 en un centro siquiátrico. Frank vive desde 1970 con su segunda esposa, la artista June Leaf.

Fotos para el disco "Exile on Main St." (The Rolling Stones, 1972)

Fotos para el disco "Exile on Main St." (The Rolling Stones, 1972)

14. En 1972 hizo las fotos de la portada y las cubiertas interiores del mejor disco de los Rolling Stones, Exile on Main St. Siguió al grupo en la gira de ese mismo año por los EE UU y filmó el documental Cocksucker Blues (El blues de la felación), que fue estrenado en 1975 y proyectado una docena de veces antes de que Mick Jagger y Keith Richard prohibiesen la exhibición por la imagen de brutal amoralidad que se desprende del film. A la hora de escribir esta entrada, el documental está disponible online a partir de este vínculo.

15. Casi todas las películas de Frank también pueden ser encontradas en la red. Son introspectivas y radicales. «Son los mapas de mis viajes por esta vida», dijo de ellas. Inserto para terminar el bellísimo clip que rodó Frank en 1996 para Patti Smith.

Ánxel Grove

Soldados retratados antes, durante y después de la guerra de Afganistán

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Cada uno de los trípticos muestra al mismo joven en tres momentos diferentes, críticos pero no demasiado alejados en el tiempo: antes, durante y después de haber combatido en la Guerra de Afganistán.

El proyecto se titula Here are the Young Men (Aquí están los jóvenes), y es una consecuencia del miedo de una madre.

La autora, la fotógrafa holandesa Claire Felicie (45 años), tiene un hijo, Tristan Feij, que se alistó en la Infantería de Marina del Ejército de Holanda, uno de los 48 que forman parte de la llamada Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad que sigue el compás de los EE UU en la desventura bélica iniciada tras los atentados del 11-S.

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

La madre estaba segura de que tarde o temprano su hijo sería destinado a Afganistán y ella terminaría recibiendo una llamada comunicando que el joven se había convertido en una víctima más de la guerra, en la que han muerto casi 3.000 soldados de la coalición (además de unos 30.000 civiles).

Aunque Tristan nunca llegó a pisar tierra afgana y fue destinado a labores igualmente castrenses pero menos expuestas a la demencia, Claire Felicie no dejaba de pensar en otros soldados sumidos en la experiencia de la guerra.

El proyecto que llevó adelante tiene la grandeza de lo simple. Retrató a una veintena de marines de la 13ª Compañía de Infantería según un esquema rígido: blanco y negro y planos cerradísimos del rostro. Ningún elemento accesorio. Solamente miradas, piel y gestos.

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Hizo las fotos de los soldados en tres tandas: cinco meses antes de que saliesen hacia Afganistán, tres meses después de su llegada al teatro de operaciones (la fotógrafa tuvo que desplazarse a Uruzgan, una zona limítrofe con Kandahar, donde estaban destinados los marines de los Países Bajos), y tras el regreso de las tropas a Holanda, en septiembre de 2010.

El resultado, ordenado en trípticos cronológicos (antes, durante, después) es una constatación pura del trauma, un sobrecogedor testimonio de los efectos de la guerra sobre el alma.

Felicie subdivide la serie en tres colecciones: Marked (Fichados), Armoured (Armados) y Comitted (En misión). Es un error. Las dos últimas sobran y sólo añaden matices propagandísticos a la misión bélica. Parecen responder a un deseo de compensar la confianza del ejército hacia la fotógrafa al permitirle retratar a los soldados. La primera, los trípticos, es tan poderosa que merecería la soledad.

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

Claire Felicie - "Here are the Young Men (Marked)"

No hay ruido en los retratos, ni armas de asalto, ni uniformes tecnológicos, explosivos y demás instrumental de aniquilación: sólo los semblantes de un puñado de veinteañeros, militares de élite.

Hay un trastorno de base en estos chicos en apariencia sanos (sólo un perturbado opta por una profesión basada en la muerte de un semejante), pero las fotos, su historia troceada en tres tiempos, es veraz como una autopsia a la justicia diabólica de las armas. A partir de un grupo de muchachos holandeses (podrían ser futbolistas, amigos de parranda, modelos..), la guerra, inútil como todas, ha creado seres vacíos y monstruosos.

Ánxel Grove

El fotógrafo de moda que quiere soñar

Sølve Sundsbø

Sølve Sundsbø

Hace unos meses dejé en el blog mi opinión sobre las fotos de moda y su progresiva carencia de ética y moralidad.

Hoy me contradigo en esta nueva entrega de la sección Xpo, que todos los jueves aprovecho para discursear sobre fotografía, al traer de visita a un contemporáneo admirable, Sølve Sundsbø.

Noruego de 38 años, establecido en Londres desde 1994, cuando encontró trabajo como ayudante de Nick Knight, Sundsbø es un alquimista y, sobre todo, es un tipo sin ínfulas que se confiesa un «trabajador de la industria de la moda que a veces, si le dejan, va un poco más allá e intenta soñar».

Con la misma llaneza habla de sus referentes. No esperen que cite a ningún post-moderno interino en un departamento de Filosofía.

A los 15 años, Sundsbø se enamoró -y no ha cambiado de opinión- de dos suecos: el maestro de la outdoor photography (fotografía de exteriores) Felix St Clair Renard, un hippie que nunca ha pisado un estudio o encendido un strobo y cuya idea de clímax emocional es un descenso libre de esquí alpino, y el ilustrador Mats Gustafson, esquemático practicante de la elegancia zen de los nórdicos.

Sølve Sundsbø

Sølve Sundsbø

Cuenta Sundsbø que la mejor lección práctica de fotografía la recibió cuando, en sus primeros días de prácticas en un diario, tuvo que hacer fotos con el visor de su Nikon roto. Las fotos a ciegas le enseñaron que la vista no es el único sentido que interviene en la ecuación y que también con los ojos cerrados se consiguen buenas fotos.

Desde entonces practica la técnica de anular las retinas incluso en los encargos que le llegan de los más repipis de su cartera de exclusivos clientes (Yves Saint Laurent, Levis, Nike, Estée Lauder, Sergio Rossi, Boucheron, Gucci Jewellery, Iceberg, Hermes, Emanuel Ungaro, Armani, Puma, Bally, Lancome, Revlon…).

Trabaje para quien trabaje, Sundsbø permite que la otra mirada, la inexplicable, entre en el juego.

Como Harry Callahan, que nunca dejó de retratar a su mujer, tengo la sensación de que Sundsbø podría prescindir de cualquiera de las muchas top models que ha tenido ante el objetivo (Scarlett Johansson, Edita Vilkeviciute, Kate Moss, Jessica Stam, Eva Herzigova…) y elegir a la primera mujer con la que se cruzara. Las fotos tendrían el mismo impacto irradiante, de un mundo exterior. La modelo, como los ojos, es un instrumento de mediación, un puente colgante sobre el barranco.

Sølve Sundsbø

Sølve Sundsbø

Motivados como estamos a creer en la pax digital como única vía, no es difícil que la primera impresión sea la de meter a este fotógrafo entre los adictos a la alteración fotográfica por medio de softwares. Sería una falsa premisa: Sundsbø, que define su trabajo como «simple», apenas utiliza el Photoshop.

La foto de la izquierda de Karen Nelson, una de sus más habituales modelos, no tiene, por ejemplo, retoques digitales. Todos los efectos son de estudio, filtrado, iluminación y positivado analógico.

«La fotografía se ha vuelto democrática: cualquier persona con una cámara digital puede tirar algo y modificarlo en Photoshop para que se vea brillante. Hay un montón de trabajo aburrido, todo perfecto«, ha señalado el autor.

Sølve Sundsbø

Sølve Sundsbø

En los últimos años, el fotógrafo que aprendió con un visor roto se ha dedicado a algunas disciplinas paralelas: el diseño de carpetas de discos para los grupos Röyksoop y Coldplay y, sobre todo, la dirección de vídeos. No dejen de ver, si no lo han visto todavía, el proyecto Fourteen Actors Creating (2010), con microvídeos de un minuto o menos de grandes actores (Bardem, Portman, Damon…) jugando a los arquetipos.

Cuando hojeen una revista de moda al descuido repasen la lista de fotógrafos. Si encuentran a un tal Sølve Sundsbø, abran la puerta y bajen por la pendiente. La travesía nunca será aburrida.

Ánxel Grove

 

El fotógrafo no asimilable

Eslovaquia, 1966

Eslovaquia, 1966

Al ingeniero aeronáutico Josef Koudelka (1938), hijo de una aldea diminuta de Moravia, le gustaba bien poco su trabajo. Estudió porque tenía que hacerlo, porque la fortuna era equívoca en el inmenso teatro del comunismo demencial de Europa del Este, porque o eras obediente o el Estado te tiraba de las orejas y te marcaba a fuego el estigma de los incómodos.

Koudelka prefería hacer fotos. De adolescente había retratado a su familia y a los habitantes del micromundo moravio con una cámara de baquelita. En 1961 alguien le prestó una Rolleiflex de segunda mano. La cámara dió el tiro de gracia al título de ingeniero.

Cinco años antes, en las cómodas y bien decoradas salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Edward Steichen había montado The Family of Man, la exposición fotográfica más ambiciosa jamás organizada: 503 fotografías de 273 fotógrafos de 68 países, profesionales y aficionados, famosos y desconocidos, nueve millones de visitantes, todavía viva (fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 2003)… La lista de participantes en la muestra quita el hipo.

Una pregunta distópica: ¿hubiera participado Koudelka, de estar activo, en la ambiciosa exposición sobre la humanidad?

Durante la primera mitad de los años sesenta el ingeniero aburrido de ser ingeniero se dedicó a retratar a las comunidades gitanas de Eslovaquia. El Estado quería asimilarlos, forma con que todos los Estados se refieren, en aras de la corrección semántica, al aniquilamiento de los débiles.

Bohemia, 1966

Bohemia, 1966

Expuso las fotos en Praga en 1967. Tuvieron éxito. Los comisarios políticos rotularon al autor como incómodo. Koudelka respondió abordando un tren hacia Rumanía, donde había un montón de gitanos esperando.

Al año siguiente los tanques rusos entraron en Checoslovaquia para abortar la Primavera de Praga. Las mejores fotos de la revolución aplastada las hizo Koudelka. Sacó las imágenes del país con métodos de contrabandista, sin pretender cobrar por su publicación.

En 1970 se fue de su patria y el Estado le quitó la nacionalidad. Le admitieron como refugiado en Inglaterra, le invitaron a entrar en la agencia Magnum. Aceptó el halago pero impuso condiciones: nada de encargos periodísticos. Prefería vagar por Europa, por los límites, a su propio ritmo.

A Koudelka no le gusta rendir cuentas. «Muchas de mis fotografías», ha declarado, «las hago sin mirar el objetivo. Es como si no existiera la cámara, un acto sumamente mecánico». Si no miras, no te pagan. Si no miras y no te explicas, te patean.

"Gypsies"

"Gypsies"

Acaban de reeditar Gypsies en una versión ampliada (30 fotos inéditas) con respecto a la original de 1975. Los gitanos -gracias al cielo nunca asimilados– son de Bohemia, Moravia, Eslovaquia, Rumanía, Hungría, Francia y España.

Era un libro tan difícil de encontrar como necesario. Uno de los foto-ensayos más bellos de la historia.

He leído en algún lugar que Koudelka, que tiene 73 años, vive en un humilde apartamento de Praga y se dedica, sobre todo, a ordenar sus negativos.

Teniendo en cuenta que se trata de uno de los mejores reporteros del siglo XX -ojo: reportero-emocional, no de staff, no de acreditación en el bolsillo y chaleco de Coronel Tapioca-, la situación admite seguir ejerciendo la esperanza: no todos somos asimilables.

¿Hubiera participado Koudelka en The Family of Man junto a los muy asimilables (y cojonudos) Richard Avedon, Robert Doisneau o Garry Winogrand, por citar a tres sin más ánimo que establecer extremos?

"Bohemia, 1966"

"Bohemia, 1966"

Me atrevo a soñar que, como en el caso de Magnum, se sentiría halagado pero diría que los deadline no van con él, que le gustaría dar una vuelta por alguna zona tan despoblada como olvidada antes de decidirse, que quizá pero más tarde, que por qué no nos vamos a tomar café y fumar cigarrillos…

Acaso en su fuero interno pensase que la idea de compendiar a la humanidad y su interés humano sólo podría ser aceptada viniendo de una deidad celestial, jamás de un hombre tan doliente como cualquiera.

Acaso Koudelka intentaría, con los ojos cerrados, hacer otra foto inmensa, definitiva, ciega de tan luminosa, como ésta de la izquierda. Una foto no asimilable.

Ánxel Grove

 

Las húmedas fotos inapropiadas de Victor Cobo

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Emerge del negro. Implacable: el cuello alzado de bestia, el pellejo de los senos castigados, desmembrada, hembra que sufre o clama.

¿Han pagado por su celo? ¿Es la humedad sincera?¿Tiene fiebre o finge el fuego?

No tienes derecho a hacerte algunas preguntas. Mejor cállate. Tú nunca te acercarías, gallina. Ni siquiera quieres ver. Eres demasiado letrado para tan escaso verbo. Aquí mezclamos saliva y hollín. Es el único cóctel posible.

Víctor Cobo (1971) no es un testigo imparcial: bebe del vaso sucio de la noche, fuma la piel-cenicero, comparte el grito del orgasmo.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Algunos fotógrafos tocan la puerta con modales de prosélitos, aguardan a que abran, saludan, juegan al intercambio… Ceremonias inútiles cuando has llegado al callejón de las lenguas cortadas. Nadie tiene demasido que decir en estas fotos donde todo se reduce al hambre espesa de la piel.

“Las imágenes que recolecto son tanto sobre mí mismo como sobre las personas retratadas. Son una exploración de viajes reales e imaginarios que implican no sólo un desplazamiento físico, sino también pasadizos psicológicos y emocionales«, explica Cobo.

Las palabras del fotógrafo son meditadamente tibias, nos alejan de la verdad escénica y criminal de Down in the Hole, la serie de Cobo sobre la «frontera abierta» de la ciudad de San Francisco (EE UU) y sus menos jubilosas facetas: drogas, sexo, orín, desperdicios, el vinagre de las lágrimas y la sal de las falsas sonrisas.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

La serie se titula como una muy conocida canción: Tiene el fuego y la furia / Bajo sus órdenes / Pero no debes tener miedo / Porque si vamos de la mano de Cristo / Estaremos a salvo / Del trueno de Satán.

Algunas canciones son actas notariales.

Acabo de leer una reseña sobre las fotos donde se equipara a Cobo a una «versión contemporánea de Baudelaire«, hocicando calles en busca de una intriga.

No estoy de acuerdo con la comparación. Cuando el autor de Las flores del mal se entregaba al vicio, no era capaz de sacarle partido y terminaba sufriendo otra de las múltiples formas del tedio, la virtud que Europa ha convertido en ciencia.

En el gesto penitente de la muchacha inclinada hacia delante que, con los ojos cerrados, y la carne abierta, demanda todo, es decir, cualquier futuro, hay una única promesa: «no habrá aburrimiento posible entre nosotros».

Cobo me remite a Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, muerto a los 24 años después de encargar a la imprenta diez copias de Los cantos de Maldoror.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Las muchachas demandantes de Cobo conocen las consignas de Ducasse: «Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes, similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda».

Al igual que Ducasse, el fotógrafo es un desterrado: creció en el norte del estado de California pero su sangre es española.

Al igual que Ducasse, optó por renegar del academicismo: robaba las cámaras de su padrastro para practicar con los amigos la parranda teatral del travestismo y la crueldad.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Al igual que Ducasse, fue castigado por el dulce delito de la perversión: en 1999 le despidieron de su primer trabajo por llevar encima fotos inapropiadas que tomaba en las calles de San Francisco durante el break para comer.

No se equivoquen: Cobo no es un retratista de burdel a la manera de Susan Meiselas, que no es capaz de dejarse llevar por su parte animal y antepone razón a intuición.

El autor de Down in the Hole es un adicto al point and shoot a la manera de Moriyama: hizo muchas de estas fotos con cámaras de uso rápido. Pensar es perder.

A Cobo gustan el aislamiento, los recuerdos, los sueños y, está claro, la sexualidad…

No se comporta con la apática idiotez amanerada de los retratistas del eterno femenino. Está demasiado implicado y es demasiado curioso para permanecer en la contemplación y quiere, por curiosidad y riesgo, entrar en la acción.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Sus fotos rebotan: es él quien espera al otro lado del pasillo subterráneo, de paredes pintadas con sudor, que va a recorrer la mujer del otro extremo. Avanzará, como el fotógrafo-coreógrafo le ha ordenado, con las manos a la espalda. Un asalto y una entrega.

En algún lugar he leído a Cobo afirmar su compromiso con «renegados, marginales y supervivientes».

No era necesario que lo explicase. Las fotos, húmedas y locuaces, habían hablado antes.

También chillan las de otro de sus reportajes, Americam Dreams, donde retrata otra forma de prostitución: el camino hacia los EE UU de los inmigrantes centroamericanos.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

En la última foto de esta selección la mujer ha sido envuelta en film plástico alimentario.

No es una variante del sushi corporal (nyotaimori), pero se le acerca en devoción fetichista.

La foto está casi vacía: el cuerpo apretado por la tensión obstinada del plástico, los pies de otras personas que parecen esperar o tal vez sólo observan con curiosidad, un suelo que retiene demasiadas historias similares como para dar importancia a una ceremonia más…

Cobo espera y dispara.

Es uno de esos fotógrafos (y cada vez hay menos) que saben que las fotos, como las estrategias y acaso la vida, han de ser inapropiadas o no ser.

Ánxel Grove