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40 años haciendo un autorretrato de cumpleaños en ‘topless’ y con el mismo modelo de bragas

Izquierda, 1974, 29 años - Derecha, 2013, 69 años © Lucy Hilmer

Izquierda, 1974, 29 años – Derecha, 2014, 69 años © Lucy Hilmer

La misma mujer, la misma ropa interior —unas bragas lollipop de algodón blanco—, la misma piel, la misma pose, el mismo topless… Durante cuarenta años.

Lucy Hilmer ha tomado la misma foto el mismo día del año, el 22 de abril, su cumpleaños, desde 1974.

La serie de autorretratos, titulada con sorna y buen humor Birthday Suits (Trajes de cumpleaños), es un canto de amor al tiempo y a la vida, una cronología gozosa de una mujer que, como puede advertirse al contraponer las poses de la primera y la última fotos, ya no tiene miedo ni necesita colocarse a cinco metros de la cámara. Lucy Hilmer ha empleado radicalmente el derecho a exponerse.

El proyecto de Hilmer, que ahora va camino de ser un libro y quizá una película, ha ganado uno de los premios de talentos fotográficos emergentes de 2014 del prestigioso blog Lens Culture.

La mujer, una de esas aficionadas a hacer fotos que sólo admiten con cierto rubor que, «está bien, si quieres puedes decir que soy fotógrafa, pero es una palabra demasiado grande«, sólo se atrevió hace poco a sacar del encierro familiar y mostrar en público la serie de imágenes de su cita anual consigo misma.

Empezó casi en broma, en el Valle de la Muerte al que decidió viajar en 1974, cuando cumplía 29, como homenaje privado a la película de Antonioni Zabriskie PointHilmer es una hippie y no se avergüenza—. Tomó varios autorretratos, con varios atuendos y en distintas poses. «Sólo me vi a mí misma con zapatos, calcetines y las bragas Lollipop. Las demás no se parecían a mí», explica para justificar la elección de la foto que seguiría haciendo, cada 22 de abril, durante las siguientes cuatro décadas.

El resultado de la crónica de trajes de cumpleaños es «una historia codificada del viaje de una mujer a través del tiempo», añade Hilmer, a quien movió cierto espíritu de rebeldía: «Quería ir contra los estereotipos de una cultura que me marcaba como a una chica bonita, lo suficientemente delgada para ser una modelo de moda y no mucho más».

Luego, con el paso de los años tuvo la intuición de que aquel rito era una alianza que la acompañaría de por vida: «Armada con mi cámara y el trípode, encontré una manera de definirme en mis propios términos y en la forma más abierta y vulnerable que pude. Mi proyecto es a largo plazo y continuará el tiempo que viva».

Visto en conjunto, el suave viaje de autorrepresentación en topless y bragas de esta fotógrafa con la mirada iluminada, compone una narrativa superpuesta a la fotográfica. Es simple —el matrimonio, los hijos, los nietos, el inevitable avance de las arrugas…— pero de hondo consuelo: Hilmer ha sembrado el camino de señales para regresar sin drama a la casa común de la tierra que a todos nos aguarda.

Ánxel Grove

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Robert Cornelius, el hombre que hace 175 años hizo el primer ‘selfie’

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

Hay cierta altanería en la pose imperturbable del bien parecido treintañero del daguerrotipo: la mirada esquiva levemente la dirección del objetivo, los brazos están cruzados sobre el pecho y la melena desatinada anuncia rebeldía, determinación y acaso un cierto cansancio por las fallidas tentativas previas. La sugerencia que emana de la imagen es la de un espejo frío.

Robert Cornelius, el modelo y autor del autorretrato, tiene 30 años. No es consciente, ni le importa, de que está fijando en la superficie de plata que actúa como receptora de la imagen el primer selfie del que se tiene conocimiento. Ocurrió, estimados e-hedonistas de la verdad digital, hace 175 años, entre octubre y noviembre de 1938 1838.

Fascinado por la química y la metalurgia, Cornelius heredó de la estirpe holandesa de la que procedía el don de la curiosidad y su necesaria compañera, la paciencia. Cuando se enteró de que unos meses antes el francés Louis Daguerre, tambien químico, había anunciado, tras una década de desarrollo, la invención del daguerrotipo, la primera técnica fotográfica, Cornelius se hizo con una caja oscura, fabricó dos o tres lentes, pulió placas de plata hasta convertirlas en espejos perfectos y se dispuso a jugar a la experimentación.

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Aquella tarde mandaban los grises del casi naciente invierno en Filadelfia, donde los Cornelius vivían y regentaban Cornelius & Co. (más tarde Cornelius & Baker), una compañía dedicada a la fabricación de lámparas y candelabros. El joven fotógrafo decidió salir a la calle para aprovechar la iluminación natural. Se ha calculado que debió mantener la pose durante al menos cinco minutos ante la caja que le sirvió de cámara. Nada era rápido entonces y retratarse era una confesión que merecía cierto tiempo.

El autorretrato de Corneluis, que guarda con celo y orgullo la Biblioteca del Congreso de los EE UU, no es el primer daguerrotipo conocido —mérito que se lleva el del L’Atelier de l’artiste, un bodegón de Daguerre de 1837—, pero sí, la pieza fundacional de uno de los géneros más cultivados y fructíferos de la fotografía: el disparo contra uno mismo, la autoviolación, el autorretrato.

Asisto con cierta sensación que bascula entre la rabia y la vergüenza ajena a la difusión creciente de estrógenos de los selfies —lo siento, pero me niego a añadir la almohadilla que, por tácito ordeno y mando del orden vigente, debes colocar si deseas aumentar tu huella social—. No entiendo dónde está la gracia, qué se busca (¿aceptación?, ¿aprobación?, ¿automasturbación emocional?…) y cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano.

Robert Cornelius

Robert Cornelius

El progenitor del autorretrato hizo unas cincuenta fotos más de amigos y familiares —se conservan muy pocas— antes de cansarse y decidir ejercer en otros campos la imaginación que le sobraba.

En 1843 patentó una lámapara de queroseno y más tarde un método para encender los candelabros de gas con chispas eléctricas. La empresa familiar se convirtió en la más importante de los EE UU en el sector hasta que, en torno a 1860, empezaraon a comercializar quemadores mucho más baratos.

El autor del primer selfie de la historia se retiró cinco años más tarde. Podía permitirse el lujo de no trabajar merced a las ganancias acumuladas.

Cornelius murió en 1893, a los 84. Unos años antes había permitido que le hicieran un retrato, digamos, oficioso. Esta vez, a diferencia del autorretrato, los ojos sostienen la mirada de la cámara. Los crespones de la melena, aunque blanqueados por los años, siguen lanzados hacia lo lejos.

Se me debe conceder el derecho a pensar que la ironía de la media sonrisa de Cornelius en esta última foto también apunta al futuro, hacia la ridiculez global que han alcanzado los selfies fotográficos que, sin tener conciencia de ellos, inventó hace 175 años.

Ánxel Grove

¿Quién es este hombre vestido con lencería de mujer?

Martina Kubelk, untitled, Polaroid (8,3 x 10,5 cm) from the photo album "Martina Kubelk. Kleider - Unterwaesche" (Martina Kubelk. Dresses - Lingerie), 1988 - 1995, consisting of 365 Polaroids and 23 Vintage Prints, 32 x 27 x 8 cm Courtesy Galerie Susanne Zander / Delmes & Zander

Martina Kubelk, untitled, Polaroid from the photo album «Martina Kubelk. Kleider – Unterwaesche» (Martina Kubelk. Dresses – Lingerie), 1988 – 1995,
Courtesy Galerie Susanne Zander / Delmes & Zander

Entre 1988 y 1995 el hombre  que aparece en la foto vestido con lencería de mujer se autorretrató en privado y compuso un álbum de casi 400 imágenes tomadas con una cámara Polaroid de revelado instantáneo, es decir, privado.

Las imágenes, que acaban de ser mostradas en la galería Suzanne Zander (Colonia-Alemania) como inicio de una serie de exposiciones sobre artistas anónimos que bordean lo outsider, pertenecen a un autor desconocido y fallecido —eso se nos asegura— que las montó, de cuatro en cuatro, en 99 páginas cuidadosamente datadas por fechas y horas. En la portada del álbum se puede leer: «Martina Kubelk: Clothes – Lingerie» (Martina Kubelk: vestidos – lencería).

Hay muchas pistas en las fotos sobre el hombre con pasión por el transformismo que se hacía llamar Martina Kubelk: apreciamos el mobiliario, los cortinajes, el papel pintado, el póster de un gato, algunos objetos insustanciales (una lámpara de lava, un teléfono…), pero nada nos revela demasiado sobre la condición o la circunstancia del protagonista. No es injusto afirmar que no le sobraba el dinero. Tampoco que disfrutaba siendo drag queen en privado.

Martina Kubelk, untitled, Polaroid from the photo album "Martina Kubelk. Kleider - Unterwaesche" (Martina Kubelk. Dresses - Lingerie), 1988 - 1995, Courtesy Galerie Susanne Zander / Delmes & Zander

Martina Kubelk, untitled, Polaroid from the photo album «Martina Kubelk. Kleider – Unterwaesche» (Martina Kubelk. Dresses – Lingerie), 1988 – 1995,
Courtesy Galerie Susanne Zander / Delmes & Zander

Las poses son complejas y forzadas: Martina debe agacharse para aparecer de cuerpo entero en el plano, sujeta un mando a distancia para disparar la cámara, se coloca ante puertas o se sienta en butacas, la luz del flash vela las escenas con una luminiscencia forense… Podemos imaginar la noche en cualquier ciudad —todas idénticas: en el final de una se gesta el comienzo de la siguiente—, el rumor de la normalidad vecinal en la vivienda de al lado, el ceremonial del que Martina Kudelk goza en privado…

El anonimato no es novedad alguna en la historia del arte. Los viejos maestros holandeses usaban nombres de emergencia en tanto no alcanzaban la categoría necesaria para que fuese reconocida su maestría y estilo autónomo. El Maestro del Altar de San Bartolomé es un muy conocido ejemplo de aquella sombra que padecían con naturalidad los artistas. No fue hasta la edad moderna, con la emergencia de una sociedad burguesa que cultiva la personalidad con orgullo y violencia, cuando los creadores empezaron a custodiar sus nombres de marca. Algunos, bien lo sabemos —pienso en los mamarrachos Jeff Koons y Damien Hirstson poco más que una marca registrada o un símbolo de copyright.

Philipp do Brito leyó durante la exposición un bello texto sobre Martina Kudelk: «Ella es sexy , festiva, elegante y característica, con una cara que recuerda a la fallecida Diana Vreeland, se convierte tanto en la modelo como en la editora para dedicarse a las exploraciones artificiales de género, sexualidad, identidad y comportamiento. Martina es en sí misma un archivo, un anacronismo (…) El tiempo no le estorba (…) Existe frente a nosotros con una vida que es una crónica en forma de álbum fotográfico. Una vida en años, meses y días».

El álbum detallado de Martina Kubelk nos devuelve a las noches solitarias de un hombre vestido con lencería y ropas de mujer. El voyeur que todos llevamos dentro mira pero no puede responder pregunta alguna: ¿quién era?, ¿qué otra vida llevaba en la normalidad del mundo?, ¿sabían los demás, los familiares y amigos, de la pasión secreta?, ¿a quién entregó el álbum, su afilado diario, el libro de horas de una religión de un solo fiel?…

Ánxel Grove

Algo más que hacer en los baños de un avión

'Lavatory Self-Portraits in the Flemish Style'

'Lavatory Self-Portraits in the Flemish Style'

En un vuelo doméstico por Estados Unidos, la artista conceptual Nina Katchadourian (Stanford-California, 1968) fue al minúsculo cuarto de baño del avión, una de las pocas excusas que hay para estirar las piernas, curiosear y perder de vista el asiento por unos minutos.

Los clásicos protectores para sentarse asomaban de la caja discretamente insertada en el lateral del W.C. En un acto espontáneo, Katchadourian cogió uno de esos aros de papel encerado y se lo puso en la cabeza. El resultado del experimento le sorprendió recordando la pintura flamenca del siglo XV, en particular los retratos de mujeres con tocados blancos y expresión ambivalente que protagonizaron las obras de maestros como Jan Van Eyck o Rogier van der Weyden.

Hizo una foto con el móvil de su reflejo en el espejo. Así nació en 2010 Lavatory Self-Portraits in the Flemish Style (Autorretratos de estilo flamenco en el cuarto de baño), una serie de imágenes que oscilan entre la curiosidad y la burla, en las que la artista se vale solo de elementos que tiene a mano en el baño del avión para convertirse en una mujer holandesa de 1496.

Nina Katchadourian

Nina Katchadourian

Katchadourian aprovechó su siguiente vuelo, de San Francisco (California-Estados Unidos) a Auckland (Nueva Zelanda) para dar rienda suelta a su imaginación en las 14 horas que duraba el vuelo. Desde entonces sigue sumando imágenes a su colección, oscureciendo el fondo de las fotos con una bufanda negra, utilizando papel higiénico, toallitas, kleenex, vasos de plástico y hasta el cojín cervical para hacer cada vez tocados más sofisticados.

Ya ha realizado más de 70 viajes y unas 2.500 fotos. Tras exponer en varias galerías de Estados Unidos y Nueva Zelanda, el compendio de caricaturas se puede ver estos días en la Catharine Clark Gallery de San Francisco. Si llega a España y tienen ocasión de verla, no se olviden del papel higiénico.

Helena Celdrán

La mujer-buitre que no soportaba su mirada

Diane Arbus, autorretrato, 1945

Diane Arbus, autorretrato, 1944

«No puedo hacer fotos», dijo en un momento de su vida la fotógrafa Diane Arbus (1923-1971), de cuya muerte se cumplen esta semana cuarenta años.

Cuando le preguntaron el motivo respondió: «Porque quiero retratar el mal«.

Como buena lectora de Nietzsche, Arbus sabía que el mayor peligro de lidiar con monstruos es que puedes terminar siendo un monstruo.

Como buena lectora de Sir James Frazer también era consciente de que la fotografía es un ejercicio de metonimia, de rebautismo: poner un nuevo nombre a las cosas para tenerlas bajo control.

Arbus hizo fotos inolvidables -y de una tristeza profunda- de enanos, enfermos mentales, gigantes, tragadores de sables, travestidos y niños peligrosos, pero practicó muy poco el ejercicio del autorretrato, acaso porque el único freak al que temía era ella misma, el freak malvado.

Cuando se colocó ante el espejo tenía 21 años y aún no había desarrollado la belleza élfica y triste de su madurez. Era una niña con ropa interior fea y un naciente embarazo.

Diane Arbus - Autorretrato con Doon, 1945

Diane Arbus - Autorretrato con Doon, 1945

Unos meses más tarde volvió a posar con su primer hijo, Doon. En la toma de la izquierda abraza al niño con una delicadeza torpe. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo.

En los tres autorretratos sólo hay una emoción en la mirada de Arbus: miedo. Según algunos, el mejor amigo, pese a que la convivencia cobre un precio demasiado alto.

Veinte años después, cuando estaba camino de ser una de las fotógrafas más conocidas de su tiempo, celebrada como buceadora valiente de mundos subterráneos, Arbus tuvo que rellenar una solicitud de subvención para sufragar parte del coste de uno de sus reportajes de inmersión en el trasmundo.

«He aprendido a atravesar la puerta que lleva de afuera hacia adentro. Un entorno conduce al siguiente. Quiero ser capaz de seguir adelante», escribió en el formulario. Siempre que manchamos un papel con el suero de la verdad de la tinta, escribimos para nosotros mismos: formulamos un deseo y lanzamos la moneda al fondo de la charca.

Cubierta de la 'psicobiografía'

Cubierta de la 'psicobiografía'

En un mes publicarán en inglés la psicobiografía -la denominación es tenebrosa- An Emergency in Slow Motion: The Inner Life of Diane Arbus, escrita por William Tod Schultz. Los editores y el autor aseguran que aclarará los misterios de la fotógrafa, sus claroscuros (la sexualidad, la tristeza, la inseguridad, el miedo…), que revelará testimonios y notas de alguno de sus siquiatras, amigos y familiares, que, en fin, elevará a definitivo un diagnóstico.

La fotógrafa que pretendía retratar los «innumerables e inescrutables hábitos» del presente para convertirlo en «legendario» consiguió con creces el objetivo. Su obra es ceremonial, punzante, literaria, lo mejor que se puede decir de un cuerpo fotógrafico.

Sin embargo, no lograba encontrar su propia mirada en el objetivo, no tenía arrestos para soportarse. El 26 de julio de 1971 se cortó las venas después de tragar un buen puñado de barbitúricos.

Había declarado: “Yo he aprendido a mentir como fotógrafa. Ha habido ocasiones en las que he ido a trabajar con ciertos disfraces, simulando ser más pobre de lo que soy…, actuando, pareciendo pobre”.

Era un buitre y lo sabía.

Todos los fótografos lo son. Deben serlo.

Ánxel Grove