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La artista que realiza retratos en tres dimensiones de gatos difuntos

Wakuneco invierte muchas horas en su taller de Tokio. Tiene un sentido asiático de la perfección y el realismo. Sus retratos en tres dimensiones terminan dentro de un marco que envía luego a los clientes.

Con pulso de taxidermista, la artista realiza estos trabajos. Son retratos minuciosos, fieles, y siempre por encargo. Algunos quieren, y es una rara costumbre que parece egipcia, inmortalizar a sus gatos. Entonces le mandan una fotografía del animal difunto.

Cose, teje, pega.

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真正面と、途中経過。

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Wakuneco significa en japonés: «marco de gato» o «retrato de gato». Los clientes que acuden a ella quieren mediante este culto recordarlos, casi una momificación hecha de tela.

 

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¿Cuál de estos tres retratos de mujeres pintadas por hombres es el mejor del año?

Desde la izquierda, 'Double Portrait', de Thomas Ehretsmann © Thomas Ehretsmann; 'Emma', de Antony Williams © Antony Williams, y 'Breech!', de Benjamin Sullivan © Benjamin Sullivan

Desde la izquierda, ‘Double Portrait’, de Thomas Ehretsmann © Thomas Ehretsmann; ‘Emma’, de Antony Williams © Antony Williams, y ‘Breech!’, de Benjamin Sullivan © Benjamin Sullivan

Estas tres pinturas son las finalistas del BP Portrait Award de 2017, el concurso de retratos pintados con más prestigio del mundo —pese a que ha perdido parte de su brillo por el patrocinio, desde hace 28 años, de la petrolera British Petroleum, empresa que por mucho arte que apadrine no va a limpiar la peste negra con que regaló al planeta a partir de la tragedia en 2012 de la plataforma Deepwater Horizon, el vertido más grave (780.000 toneladas de crudo) de la historia de la humanidad (visto desde satélite aún provoca lágrimas y ganas de soltar unos cuantos guantazos)—.

El premio, que gestiona la National Portrait Gallery de Londres (NPG), recibió en la convocatoria de este año, la 38ª, 2.580 obras de 87 países. El jurado acaba de hacer públicos los cuadros que pasan a la final y el 20 de junio fallará los tres premios, que se llevarán cuantías de 30.000, 10.000 y 8.000 libras esterlinas respectivamente. Entre los pintores de 18 y 30 años que hayan concurrido se otorga un galardón de 6.000 al mejor artista joven y la NPG se reserva el derecho de encargar una obra especial por comisión a cualquiera de los finalistas.

Los tres retratos que se juegan los premios de este año son realistas, de modelos femeninas y pintadas por hombres: Doble retrato, del francés Thomas Ehretsmann (1974), que pinta a su esposa embarazada Caroline; Emma, ​​retrato del inglés Antony Williams (1964) de su musa y amiga Emma Bruce, y Nacido de nalgas, donde el también inglés  Benjamin Sullivan (1977) capta su esposa Virginia y a la hija de ocho meses de la pareja.

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Retratos desfigurados con aguarrás, disolvente y alcohol

'Heavy Lies the Crown' - Brian Donnelly - Foto: briandonnelly.org

‘Heavy Lies the Crown’ – Brian Donnelly – Foto: briandonnelly.org

Después del cariño y la dedicación llega el destrozo, un desastre buscado que arrastra el trazo y los colores del retrato. Brian Donnelly logra terroríficas imágenes de caras derretidas cuando vierte sobre cada lienzo disolvente, alcohol, aguarrás o gel antiséptico para las manos.

Hay algún homenaje pop, es fácil localizar el peinado engominado de John Travolta y la coleta recatada de Olivia Newton-John en la película Grease. Las cabezas tienen un pelo lustroso, a veces de colores, presumen de tatuajes en el cuero cabelludo, de moños espontáneos y también enrevesados: caprichos que el pintor canadiense disfruta contrastando con la brutalidad de la destrucción.

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Un falso pionero de la fotografía en color

Autorretrato de Bernard Eliers con los tres filtros de color. Entre 1934 y 1936 - Todas las fotos: Bernard Eliers, Archivos Municipales de Ámsterdam

Autorretrato de Bernard Eilers con los tres filtros de color. Entre 1934 y 1936 – Todas las fotos: Bernard Eilers, Archivos Municipales de Ámsterdam

El próspero comerciante Bernardus Fredericus Aloysius Eilers, que tuvo el buen juicio de sustraer nombres de pila y reducir su filiación a Bernard Eilers nació y murió en la misma ciudad, la acuática y silenciosa Ámsterdam (1878-1951). La circunstancia implica mesura, pero no debe llevar al error de considerar al equilibrado holandés un timorato. Al contrario, fue valiente, animoso e imparable en el ejercicio de la imaginación y la iniciativa. También supo venderse con eficacia.

Durante algunos años, en torno a 1935, cuando Europa vivía la bonanza merecida tras la I Guerra Mundial y no sospechaba que faltaba poco para que la demencia alemana provocara otra vez una segunda, Eilers gozó de fama por la patente de lo que llamó foto-chroma eilers, un sistema que tardó año y medio en desarrollar para conseguir imprimir fotos a color a partir de tres negativos, cada uno de ellos tomado con un filtro distinto: azul-violeta, verde y rojo-anaranjado.

Los holandeses, tan chovinistas como los que más, le llamaron «mago del color» y se jactaron de la invención de un proceso revolucionario, pero el error puede perdonarse por desconocimiento: en aquellos tiempos primarios en lo fotográfico, los avances técnicos se reducían a círculos de enterados. Es más que probable, sin embargo, que Eilers sí supiese que las imágenes a color, de proceso complejo y lento, es verdad, ya circulaban con asiduidad desde hacía varias décadas. La primera está datada en 1861 y las de colores separados habían sido perfeccionadas en 1911.

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Malick Sibidé, el fotógrafo que recordaba el nombre de todos sus retratados

Malick Sibidé - Nuit de Noël (Happy-Club) 1963. Photograph: Franko Khoury/National Museum of African Art

Malick Sibidé – Nuit de Noël (Happy-Club) 1963. Photograph: Franko Khoury/National Museum of African Art

Frente a una cualquiera de las miles de fotos que hizo Malick Sibidé, el retratista de Malí que acaba de morir, a los 80 años por complicaciones derivadas de una diabetes, sientes que toda la armazón discursiva que con demasiada frecuencia complica la vida a los artistas es una pantomima. Las imágenes de Sibidé —para quien la fotografía era sinónimo de «juventud y alegría»— contienen todo aquello que falta y sobra en las obras de sus colegas occidentales.

En una reseña que publiqué en 20 minutos en 2012 para hablar de una exposición que confrontaba las miradas de los retratistas occidentales con la de los africanos, escribí, bajo un titular ideológicoComparan la teatralidad de los retratos fotográficos occidentales con la sencillez de los africanos algunas frases que serían acaso pertinentes en un del gran maestro maliense:

Warhol, Sherman y Mapplethorpe, grandes estrellas y figuras veneradas, trabajaron el retrato teniendo presente —en ocasiones, demasiado presente— el papel de los conceptos de identidad, sexualidad, travestismo o feminidad. Practicaron la fotografía como mascarada, manipulación y escenario de prueba de simulación de identidades y roles, convencidos de que el retrato debía mostrar de manera inequívoca una postura ideológica frente a los demás.

Al contrario, (Seydou) Keïta, Sidibé y (Samuel) Fosso hicieron de los retratos de estudio un género grácil y de enorme elegancia. En la obra de los tres hay, desde luego, una posición ideológica —como en toda fotografía—, la alegría y esperanza que despertaron en África los procesos de descolonización e independencia, pero no mediatizan el mensaje con actitudes estéticas artificiosas poque prefieren hacer uso de una mirada limpia. Es reveladora la comparación entre los autorretratos de travestismo Mapplethorpe, sobrecargados y vanidosos, con los de Fosso, naturales y mucho más potentes ante los ojos del espectador.

Un proverbio del hoy atosigado país atravesado por el Níger, río que domina al desierto en su camino hacia el océano, dice lo mismo con más humor y llaneza: «La vida es un baile que danzamos una sola vez». Un segundo, que puede considerarse complementario, añade: «Cuando los mosquitos trabajan, muerden y cantan».

El paso por el mundo del gran Sibidé fue fiel a ambas disposiciones: nunca quiso mostrar el llanto, ni siquiera cuando la vida mordía demasiado fuerte, como en los últimos tiempos, cuando el fanatismo integrista musulman ataca buena parte de la superficie de Malí.

«No nací para mostrar miserias. Nací para retratar la alegría», afirmaba Sidibé sin pretender dictar normas.

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Un gato (¡al fin!) que hizo algo decente por el arte fotográfico

Buzzer - Foto: Arnold Genthe. Dominio público

Buzzer – Foto: Arnold Genthe. Dominio público

Arnold Genthe (1869-1942) tiene asegurada una entrada en la historia de la fotografía por las desoladoras imágenes documentales con las que mostró al mundo el terremoto y posterior incendio que destruyó San Francisco en 1906. Había llegado a la ciudad en 1895 desde la natal Berlín para trabajar como profesor de fotografía y cinco años después había añadido al oficio el de retratista de estudio.

El seísmo destruyó el local, pero Genthe adquirió fama con la desgracia. Suya es la foto que quizá condense con mayor énfasis la tragedia, la titulada Looking Down Sacramento Street, San Francisco, April 18, 1906, donde la aberración no viene dada por los efectos drásticos de los entre 7,9 y 8,6 grados de magnitud del gran temblor, sino por las personas que ven las llamas y los cascotes como un espectáculo de fondo, mientras permanecen sentadas en sillas de tijera en una de las altas colinas de la ciudad de la bahía.

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Camp, paloma doméstica por accidente y musa de pintores

El huevo apareció en la encimera de la cocina, tal vez fruto del remordimiento. Los obreros que cambiaban los viejos marcos de las ventanas habían destruido sin querer un nido de palomas y quisieron reparar el error aunque sólo fuera poniendo a salvo al huevo que había en el interior.

La fotógrafa Mariah Naella y su marido el pintor George Keaton, residentes en Chicago (EE UU) se preparaban para celebrar su fiesta de compromiso en Wisconsin. Según cuenta la pareja a Splash, un suplemento del periódico Chicago Sun-Times, ni se inmutaron ante la presencia del huevo, ya era de noche y ella lo cogió con la intención de tirarlo y fue  entonces cuando notó que algo se movía en el interior. Sentir aquel balanceo fue decisivo, Naella quiso proteger a la cría que estaba a punto de nacer. A media noche la criatura ya había roto el cascarón.

Camp en su casa de Chicago - Foto: Facebook

Camp en su casa de Chicago – Foto: Facebook

No se imaginaban que ese era el comienzo de una convivencia con un animal a menudo menospreciado en las ciudades, un ave para muchos molesta y vulgar, y con fama de no tener demasiada sesera. Se llevaron al polluelo de viaje, compraron una fórmula vitaminada para pájaros recién nacidos y le dieron de comer con una jeringa.

'Camp for President' - Adele Renault

‘Camp for President’ – Adele Renault

Campbell (al que sus salvadores llaman Camp) creció y aprendió a volar, en siete semanas adoptó la apariencia de una ejemplar cualquiera de los que se ven a diario picoteando en una plaza. Sus dueños sabían que la vida en común con él duraría poco y, siguiendo el consejo del experto de un centro de rehabilitación de animales salvajes, lo liberaron. Pero la paloma no tenía intención de marcharse, tan solo aceptaba volar por los alrededores y siempre terminaba volviendo a casa.

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Carl Beazley, el arte de retratar ‘multiplicando’ cabezas

'Pigeon!' - Carl Beazley

‘Pigeon!’ – Carl Beazley

Con la agilidad de un mago que juega con una baraja de cartas, Carl Beazley (Reino Unido, 1988) multiplica cabezas. Dentro del mismo rostro se reproducen otros, nacen en la barbilla, en la sien o en la mejilla, siempre pertenecen a la misma persona y crean un crisol de gestos que completan la imagen principal.

Dice que sus óleos, bañados por una luz lechosa como de flash fotográfico, son «retratos experimentales/surrealistas». Al autor le gustan las muecas extremas y las caras corrientes y rechaza la solemnidad que muchos artistas le dan al retrato. «Parece ser muy popular mostrar emociones minimalistas en los retratos para conseguir esa mirada misteriosa tipo ‘¿qué están pensando?’. Quería intentar pintar algo tan lleno de emoción que incluso pudiera resultar ridículo o falso«, dice en una de sus últimas entrevistas.

No siempre derrochó la seguridad en sí mismo como lo hace ahora, su lado artístico estuvo dormido hasta hace poco. Beazley es autodidacta y siempre tuvo miedo de confesar su deseo de ser pintor, temía que lo vieran como a un loco idealista, incluso se engañaba a sí mismo dibujando un futuro negro si intentaba hacer carrera del arte. Mientras, en la intimidad de su cocina, garabateaba dibujos.

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Las adolescentes pavorosas de Lise Sarfati

© Lise Sarfati

Sloane #32 Oakland © Lise Sarfati

Asia #33, North Hollywood  © Lise Sarfat

Asia #33, North Hollywood © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Cuatro adolescentes para cuatro films inexistentes aunque posibles: cuatro muchachas congeladas y víctimas de la inacción, pasmadas, figuras de cera, casi inmateriales. Nada sabemos de ellas excepto el nombre de la urbanización en la que residen.

Sabemos también, por supuesto, que no son tan simples como podríamos deducir precipitadamente en un encuentro cara a cara en el que se mostrarían turbadas y nerviosas.

La fotógrafa Lise Sarfati (1958) busca en el extrarradio de las sobrecogedoras áreas metropolitanas de los EE UU a chicas solitarias a las que introduce en un mundo que no por real es menos ajeno para ellas, víctimas de las numerosas encrucijadas previas a la edad adulta.

La retratista prefiere los suburbios porque son páramos de almas sin compañía y la soledad le permite una excusa para entrar en conversación con las modelos a las que selecciona previamente mediante el infalible método del merodeo.

No le cuesta demasiado convencerlas para que entren en el juego de participar en los semicoreografiados montajes que confecciona con ayuda de las modelos: lo que muestran, después de todo, es parte de su vida y sólo necesitan el impulso para representarlo. Sarfati, que lleva retratando jóvencillos desde hace casi treinta años, ya conoce el material: gracia angelical, diabólica inseguridad y sensualidad en pleno desarrollo.

«Me gusta acercarme y mostrar a las jóvenes. Es una excusa para volver a acercarme a mí misma cuando tenía su edad», dice en una entrevista la fotógrafa francesa, convencida de que la mímesis puede conseguir el milagro de la perpetua adolescencia.

Los retratos, añade, son la prolongación de sus sueños cinematográficos —las películas de Robert Bresson, que obligaba a la repetición constante de la filmación de cada escena para conseguir evitar toda carga sentimental y convertirla en una escenificación pura— y literarios —adora la novela Ferdydurke, donde el gran Witold Gombrowicz extendió un mapa sobre el «fervor por la inmadurez»—.

Hay algo de aterrador en los retratos de Sarfati, quien no ha podido sacudirse uno de los recuerdos más morbosos de la infancia: cuando su madre la llevaba a visitar ancianas internadas en asilos o centros de cuidados paliativos. Aunque aquellas giras por las antesalas de la muerte tenían un propósito noble —acercar a la cría a lo inevitable y hacer compañía a las mujeres agotadas y solas—, algo del pavor ante el abismo retuvo la fotógrafa.

Desinteresada de los adultos, se ha dedicado a censar a chicas impávidas a las que caza con la sensibilidad de un insecto en busca de alimento. Sabe que son porosas, que todavía son capaces de quitarse de encima el pegamento unificador de la ciudadanía, la civilización, la clase, el género, la corrección…, sabe que pueden mostrar el miedo o el vacío primordiales.

Uno de los soliloquios del protagonista de la novela de Gombrowicz que cité más arriba sobre el peligro de que la individualidad se pierda bajo la acrimonia de la madurez puede describir estos retratos de teenagers de inusual severidad:

Entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy…, que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tener en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentando!; ¡que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie.

«Busco a las muchachas que me interesan, necesito verme en ellas, saber que tienen algo que enseñarme sobre mí misma, aunque sea dramático y terrible«, asegura Sarfati, buscadora de un contrapeso para los cuidados paliativos que a todos nos aguardan.

Jose Ángel González

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

El fotógrafo discreto Jake Shivery y su cámara mamut

Mr. J. Shivery and Daisy, N. Syracuse, 2009 © Jake Shivery

Mr. J. Shivery and Daisy, N. Syracuse, 2009 © Jake Shivery

Les presento a Jake Shivery y su perra Daisy. El tercer y el cuarto elementos de la foto-ecuación están vinculados entre sí, son interdependientes: el coche —¿un Oldsmobile break?— es necesario para transportar la cámara, una Deardorff Deerdorff de gran formato de 8 por 10 pulgadas, una máquina de madera que pesa casi seis kilos y está construida a mano en piezas únicas. Desde 1916 es fabricada por la misma empresa, una firma familiar de artesanos.

No crean que se trata de un capricho de millonario esnob: el modelo que maneja Shivery sale por 1.897 dólares (unos 1.500 euros), bastante menos que los cacharros digitales de gama alta ensamblados en cadenas de montaje en factorías de Extremo Oriente que no soportarían una inspección laboral y dónde cada empleado merece la categoría de esclavo.

Shivery es un fotógrafo discreto que habita, como todas las almas cándidas que no necesitan del zalamero swing de las megaciudades, en el barrio de St. Johns, un suburbio del norte de Portland (Oregon-EE UU), un lugar donde convergen dos ríos y la luz es excelente porque las nubes son constantes y el alumbrado natural tiene la empañada resplandescencia del hemisferio norte.

Hace retratos con la cámara mamut tras buscar a desconocidos que le llamen la atención o volviendo a molestar a los amigos de siempre.

Mi ambición es tener fotos de un cierto grupo de gente, siempre las mismas personas, según pasa el tiempo: seguir retratándolos cuando tengas 35, 47, 52, 68, etcétera. ¿Hasta cuándo durará? ¿Cuánto aguantaré?… Bueno, todo lo que pueda. Mi horizonte es dejar de hacer fotos cuando me muera.

Le gusta callejear a primera hora de la mañana, cuando todavía tenemos en los ojos las cenizas de lo que hemos soñado, dice en una entrevista.

También confiesa no se trata de dinero, que el oficio no le da para vivir, y que se siente suficientemente retribuido si los modelos le invitan a unos tragos de «whisky matutino». Creo que el punto canalla también ennoblece los retratos.

Las fotos de Shivery han de ser por obligación posados —con una cámara de placas que pesa un quintal y un trípode de similar carga no estás como para capturar movimientos o gesticulaciones: sólo enfocar exige uno cuantos minutos, es decir, debes ser flemático y moroso—, pero aunque sepamos que la condición de momentos helados viene dada por los condicionantes de la artilllería pesada, hay un fundamento documental en la serie.

Durante casi una década (Shivery tiene un stream de Flickr donde se pueden ver fechas y localizaciones), el merodeador de la vieja cámara de placas ha censado a personas del mismo suburbio, repitiendo spot en muchas ocasiones —el patio de su casa es uno espacio al que regresa una vez tras otra—, sin intentar forzar los retratos, buscando la sutileza antes que la fanfarria.

Nada parecen tener que decir estos sujetos identificados casi registralmente —la inicial de su nombre, el apellido, el lugar y la fecha del crimen—: para el hombre-payaso ha terminado la función, la muchacha de la bicicleta ha dejado de pedalear, la señorita T. Mille, metida en el agua del río hasta las rodillas, mueve las caderas pero sin auditorio.

Sivery es un old timer con todas las consecuencias y pasa a papel las fotos por contacto, con lo que cada copia mide lo mismo que el negativo, 8 por 10 pulgadas (20,3 por 25,4 centímetros). Se siente cómodo siendo anticuado.

En el futuro cuando alguien vea una foto en papel sabrá que es del siglo XX. Contribuyo a que sea así. Podría hacer lo mismo con una cámara pequeña e imprimiendo en alta calidad, pero soy tozudo y me divierte mucho más hacer lo que hago y cómo la hago.

Un amigo de Shivery, Blue Mitchell, fundador y hombre orquesta de One Twelve Publishing, una de esas empresas de edición que trabajan en el milagro de que la fotografía siga siendo un arte en el que te manchas las manos y no un intercambio de estampitas digitales, ha organizado una campaña de micromecenazgo para intentar publicar las fotos de su colega. Aspiran a conseguir 18.500 dólares y, en el moment0 en que escribo esto van por 16.380. Quedan cuatro días para que se cierre el plazo. Me odio por llegar demasiado tarde a lo que de verdad importa. Hagan ustedes lo que puedan.

Bajo un retrato de Shivery y su cámara les dejo un vídeo del fotógrafo trabajando. Lleva el cigarrillo en la boca, la petaca de whisky siempre cerca y la Deardorff en la trinchera. Es una de las cinco partes de un documental más extenso [aquí están los demás capítulos: 2 |3 | 4 | 5] con una máquina de escribir, una perra, una partida de póquer, vías de tren, ríos y un tipo siempre mal afeitado y con ropa que parece de su abuelo con una cámara muy grande a cuestas.

Las fotos, y no hablo de tamaños evaluables con la incompetencia sentimental de las unidades de medición, son aún más grandes.

Jose Ángel González

Jake Shivery con su mamut © Jim Hair

Jake Shivery con su mamut © Jim Hair