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Los mejores libros de fotografía de 2013

Quizá quieran y puedan ustedes —ambos verbos son difíciles de conjugar al mismo tiempo en estos momentos de mucho querer y poco poder— contribuir al mantenimiento de esa vieja profesión, la fotografía, regalando a otros o regalándose a sí mismos alguno de los grandes fotoensayos que han sido editados durante el año que termina.

Selecciono mis cinco favoritos. Quizá no sean los mejores (la selección es particular), pero les ayudarán a compartir las miradas de esos poetas del instante congelado que, pese a la universalización del smartphone como cámara, siguen confiando en la fotografía entendida como munición contra la banalidad.

Sergio Larrain

Sergio Larraín

Sergio Larraín [Aperture Foundation. 420 páginas, 40,30 libras en Amazon, unos 48 euros]

Este fue el año de Larraín (los gringos lo escriben sin el acento, ellos se lo pierden), el chileno del que hablé con singular pasión en este blog con la entrada: Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para “rescatar el alma”.

Le dedicaron la mejor exposición de los Encuentros de Arlés, certamen donde compararon el paso por el mundo del fotógrafo como el de “un meteorito” brutal, fugaz, contradictorio, incandescente…

El Queco, como todos le llamaban en su retiro de las montañas chilenas, vivió entre 1931 y 2012, pero desde más o menos 1968 no volvió a hacer fotos. Las que tomó son un pasmo y están entre las mejores del siglo XX.

El monográfico que ha editado Aperture —si se animan deben apurarse, está a punto de agotarse— demuestra por qué el escritor Roberto Bolaño, compatriota de Larraín, lo definió como “rápido, ágil, joven e inerme” y de mirada similar a un “espejo arborescente”.

Errático, pasajero de trenes y autobuses que abordaba sin saber el destino, iluminado, denso, simpático, cultísimo, en este tomo está la vida de un hombre que consideraría un insulto ser llamado fotógrafo. En vida advirtió su verdadero oficio: «Decidí tener profesión de vagabundo para buscar la verdad”.

Veins

Veins

Veins – Anders Petersen y Jacob Aue Sobol [Dewi Lewis Publishing, 144 páginas, 18,2 libras en Amazon, 21,7 euros]

Los más eficaces fotógrafos de Escandinavia, Anders Petersen (Suecia, 1944) y Jacob Aue Sobol (Dinamarca, 1976) —el segundo podría ser hijo del primero— han presentado este año un libro  que demuestra la idiotez de las fronteras generacionales.

Aliados para indagar en la muerte, ambos, como sostiene la prologista del libro, Gerry Badger, sufren la «compulsión de fotografiar a personas en el límite y los márgenes, pero lo hacen con una curiosidad que no tiene nada que ver con el voyeurismo o la lascivia, sino con los sentidos «psicológico o biológico», como si necesitaran ver «qué hay tras la siguiente curva de la carretera».

No se ocupan de lo social o las condiciones políticas. Les interesa «acechar dentro de todos nosotros», buscar «el recuerdo de la totalidad pérdida» y encontrar «las semillas de la muerte».

Aunque entre uno y otro hay más de veinte años de brecha generacional, sería muy difícil discernir qué fotos son de Petersen y cuáles de Sobol de no ser porque el libro está dividido en dos mitades, una para cada uno de los fotógrafos. De no ser por la certeza de la encuadernación, las imágenes serían intercambiables en temario —los márgenes sociales y la turbulencia de las vidas escondidas tras la normalidad— y también en estilo: riguroso y estricto blanco y negro, contraste elevadísimo, composiciones anormales y grano al borde de lo admisible.

Un libro para perder el miedo al memento mori.

"A Period of Juvenile Prosperity"

«A Period of Juvenile Prosperity»

A Period of Juvenile Prosperity – Mike Brodie [Twin Palms Publisher, 104 páginas, 47,88 dólares en Amazon, 35 euros]

Fotos de polizones de trenes de carga tomadas desde dentro por Mike Brodie —ex The Polaroid Kid—, que rompió un silencio de seis años para editar esta monografía de los runaways nómadas que escapan del sistema por vía ferroviaria.

Cuando me tocó reseñar el libro y la exposición paralela escribí: «En estas fotos imprescindibles hay manos sucias, la inocencia del sueño, la belleza de la juventud en estado salvaje, la voraz curiosidad de ver, sentir y conocer, la alegría de estar fuera de las normas, el alcohol barato, los alimentos que nadie quiere, la inocente inmundicia, el glamour del desastre, el deseo ardiente de seguir adelante… y, sobre todo, la elección de un sueño».

Durante cuatro años, Brodie recorrió 50.000 kilómetros practicando el train hopping (montarse a la brava en convoyes ferroviarios) junto a otros muchos jóvenes como él. Algunos huían de algo o de alguien; otros deseaban ejercer la rebeldía y algunos más simplemente se dejaban llevar por el placer de que cada día fuese un nuevo invento.Hacía fotos, casi siempre retratos, Polaroid SX-70 Sonar OneStep.

Buen tejedor de narraciones y complicidades, esta nueva serie es de entre 2006 y 2009. Las fotos, tomadas con una eficaz Nikon F3 y película de 135 milímetros, son más epopéyicas.

"Dark Knees"

«Dark Knees»

Dark Knees – Mark Cohen [Le Bal / Editions Xavier Barral, 216 páginas, 46,13 dólares en Amazon, 33,7 euros]

Mark Cohen (1943)  ejecutaba la ley de la lomografía (dispara desde la cadera) cuando los lomógrafos aún no habían sido concebidos.

Le han llamado «intruso» y «depredador» porque no tiene piedad con los sujetos que retrata y ni siquiera cruza una palabra con ellos. Los fusila como un francotirador y se aleja sin decir nada, cuanto antes mejor. «No quiero conversar. Utilizo a la gente de manera transitoria. No me interesan como personas, son solamente fotografías», dice.

Repetitivo hasta la obsesión. Sus recorridos, siempre determinados de antemano, duran dos horas y terminan cuando ha agotado los tres rollos de película que lleva consigo —siempre trabaja con film químico—. Revela los negativos, cena mientras se secan y luego pasa a papel entre ocho y nueve fotos, eligiendo directamente sobre la película. Calcula que tiene unas 800.000 imágenes que nunca ha visto más que en negativo.

Nunca ha tomado fotos fuera de su ciudad natal, Wilkes Barres, una localidad minera de medio millón de habitantes del estado de Pennsylvania.  Poco conocido en Europa, cuando este año se exhibió su obra en París, escribí: «Este artista del azar se caracteriza porque parece cortar en rodajas el mundo para esculpirlo e imponer una visión a la vez despiada y poética. Rara vez podemos ver la faz o el gesto de sus personajes porque los encuadres son incorrectos con toda la intención: una boca anciana de la que emerge un cigarrillo, un torso infantil sobre una bicicleta, unas manos entrelazadas a la altura del viente…».

Daido Moriyama [Tate Gallery, 224 páginas, 16,5 libras en Amazon, 19,8 euros]

El catálogo de la Tate es una de las pocas antologías del japonés errante Daido Moriyama que se pueden comprar por un precio razonable.

Fotógrafo del acecho, la intuición y la urgencia, Moriyama expuso a principios de este año en la galería londinense en una retrospectiva dual con otro de los grandes fotógrafos vivos, William Klein. La pinacoteca tuvo el detalle de editar un volumen temático sobre la obra del japonés, una figura admirada hasta el fanatismo e imitado con no menor intensidad.

En La mirada de un criminal, la entrada que escribí sobre Moriyama en este blog, dije: «Merodea. Podría entrar en tu casa mientras duermes, violar el orden de tus objetos, la sagrada y endeble disposición de tu normalidad».

También cité alguna de sus declaraciones: “Cuando voy a la ciudad no tengo planes. Camino por una calle, tuerzo en una esquina, en otra, en otra más… Soy como un perro. Decido mi camino por el olor”. Y esta otra: “Si un fotógrafo intenta incorporarse felizmente al mundo usando la perspectiva tradicional con la cámara, terminará cayendo en el agujero de la idea que ha excavado por sí mismo. La fotografía es un medio que sólo existe fijando momentáneamente el descubrimiento y la cognición que se encuentran en el imparable mundo exterior”,

Ánxel Grove

Las tres muertes de Masahisa Fukase, fotógrafo de cuervos

Masahisa Fukase - "Autorretrato"

Masahisa Fukase – «Autorretrato»

El fotógrafo Masahisa Fukase murió tres veces. La última ocurrió el pasado 9 de junio y será considerada como definitiva por los registros, que en este caso, como en tantos, cultivarán la imprecisión.

El cuerpo de Fukase tenía 78 años. Estaba detenido en un hospital en un coma profundo desde el 20 de junio de 1992, cuando sufrió una conmoción cerebral severa al caer escaleras abajo en un bar. Estaba borracho. Fue la segunda muerte.

En 1976, cuando Yoko, su mujer y musa durante 13 años, decidió divorciarse —estaban atados por un lazo tan apretado que abarcaba «desde el placer más profundo hasta el deseo del suicidio y la destrucción», dijo ella—, Fukase murió por primera vez. Estaba tan obsesionado con la imagen fotográfica de Yoko que a la mujer, asustada, se le hacía difícil ser alguien por sí misma y comenzó a temer al marido.

Masahisa Fukase - "Yoko"

Masahisa Fukase – «Yoko»

Entre la primera y la segunda muertes, triste y perdido, el fotógrafo pensó en dejarse arrastar por un río, ahogarse en el mar, colgarse de una viga, envenenarse… Tomó un tren hacia su lugar de nacimiento, Hokkaido, la más norteña de las islas del archipiélago japonés, pero no podía soportar la conciencia inútil del desplazamiento porque, pensó, el dolor admite todas las geografías y descendió al azar en una de las paradas. Entonces vió a un cuervo.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Con su aparatoso protocolo de relación con la naturaleza y sus ánimas, los japoneses han establecido que se debe evitar el cruce de miradas con el karasu (cuervo) porque implica que algo funesto sucederá. Acaso en espera del cumplimiento del augurio porque lo consideraba merecido, Fukase dedicó diez años a intercambiar miradas con cuervos.

Fascinado por la elegancia ominosa, la oscuridad y tristeza del ave a la que Poe llamó «vagabundo en la tiniebla«, hizo fotos de cuervos: silueteados, en sombras, reflejados en la nieve y el cemento, embrutecidos en la masa social de la manada, vigilantes en cables aéreos, desplegados sobre fracciones de cielo granuladas… «Trabajo para detenerlo todo. Mi obra es un especie de venganza contra el drama de tener que vivir«, declaró Fukase en uno de sus muy escasos testimonios.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Hasta que confluyó con los cuervos, había firmado dos fotoensayos de juventud: Oil Refinery Skies (1960) y Kill the Pigs (1961), sobre una refinería y un matadero. Heredero del estudio familiar que regentaron su abuelo y su padre en Hokkaido, compañero de estudios de dos de los grandes de la fotografía japonesa de la postguerra, Shomei Tomatsu y Daido Moriyama, Fukase era neurótico, complejo y depresivo. Sus fotos familiares, de los suburbios de Tokio y de Yoko le situaron en una posición económica cómoda, pero no era suficiente.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

El álbum que publicó en 1986 en Japón, Ravens —luego editado en Europa con un añadido inútil y explicativo: The Solitude of Ravens (La soledad de los cuervos)—, fue elegido en 2010 por un panel de críticos como el mejor libro de fotografía de los últimos 25 años. El éxito trajo exposiciones en las flemáticas o caducas urbes continentales y puso a la obra en el altar de lo selecto (un ejemplar usado puede andar por los 1.500 euros), pero el fotógrafo seguía fracturado.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Atormentadas como placas de rayos equis, peligrosas como el camión conducido por un borracho, repletas de la misma soledad que un invierno postnuclear, las fotos de Ravens no pueden ser admiradas con aplausos educados. Son demasiado silvestres y dolorosas.

Dicen que Yoko —feliz tras un nuevo matrimonio— seguía visitando una vez a la semana el hospital donde residía su exmarido, es decir, el cuerpo vegetal de su exmarido, desde que la borrachera y la caída por las escaleras le llevaron al estado anestésico que quizá había perseguido con la contemplación de los cuervos. «No puedo dejar de hacerlo, Masahisa forma parte de mí», dijo a un entrevistador hace unos años. «Sin su cámara nunca fue capaz de ver», añadió.

Ánxel Grove

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Las húmedas fotos inapropiadas de Victor Cobo

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Emerge del negro. Implacable: el cuello alzado de bestia, el pellejo de los senos castigados, desmembrada, hembra que sufre o clama.

¿Han pagado por su celo? ¿Es la humedad sincera?¿Tiene fiebre o finge el fuego?

No tienes derecho a hacerte algunas preguntas. Mejor cállate. Tú nunca te acercarías, gallina. Ni siquiera quieres ver. Eres demasiado letrado para tan escaso verbo. Aquí mezclamos saliva y hollín. Es el único cóctel posible.

Víctor Cobo (1971) no es un testigo imparcial: bebe del vaso sucio de la noche, fuma la piel-cenicero, comparte el grito del orgasmo.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Algunos fotógrafos tocan la puerta con modales de prosélitos, aguardan a que abran, saludan, juegan al intercambio… Ceremonias inútiles cuando has llegado al callejón de las lenguas cortadas. Nadie tiene demasido que decir en estas fotos donde todo se reduce al hambre espesa de la piel.

“Las imágenes que recolecto son tanto sobre mí mismo como sobre las personas retratadas. Son una exploración de viajes reales e imaginarios que implican no sólo un desplazamiento físico, sino también pasadizos psicológicos y emocionales«, explica Cobo.

Las palabras del fotógrafo son meditadamente tibias, nos alejan de la verdad escénica y criminal de Down in the Hole, la serie de Cobo sobre la «frontera abierta» de la ciudad de San Francisco (EE UU) y sus menos jubilosas facetas: drogas, sexo, orín, desperdicios, el vinagre de las lágrimas y la sal de las falsas sonrisas.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

La serie se titula como una muy conocida canción: Tiene el fuego y la furia / Bajo sus órdenes / Pero no debes tener miedo / Porque si vamos de la mano de Cristo / Estaremos a salvo / Del trueno de Satán.

Algunas canciones son actas notariales.

Acabo de leer una reseña sobre las fotos donde se equipara a Cobo a una «versión contemporánea de Baudelaire«, hocicando calles en busca de una intriga.

No estoy de acuerdo con la comparación. Cuando el autor de Las flores del mal se entregaba al vicio, no era capaz de sacarle partido y terminaba sufriendo otra de las múltiples formas del tedio, la virtud que Europa ha convertido en ciencia.

En el gesto penitente de la muchacha inclinada hacia delante que, con los ojos cerrados, y la carne abierta, demanda todo, es decir, cualquier futuro, hay una única promesa: «no habrá aburrimiento posible entre nosotros».

Cobo me remite a Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, muerto a los 24 años después de encargar a la imprenta diez copias de Los cantos de Maldoror.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Las muchachas demandantes de Cobo conocen las consignas de Ducasse: «Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes, similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda».

Al igual que Ducasse, el fotógrafo es un desterrado: creció en el norte del estado de California pero su sangre es española.

Al igual que Ducasse, optó por renegar del academicismo: robaba las cámaras de su padrastro para practicar con los amigos la parranda teatral del travestismo y la crueldad.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Al igual que Ducasse, fue castigado por el dulce delito de la perversión: en 1999 le despidieron de su primer trabajo por llevar encima fotos inapropiadas que tomaba en las calles de San Francisco durante el break para comer.

No se equivoquen: Cobo no es un retratista de burdel a la manera de Susan Meiselas, que no es capaz de dejarse llevar por su parte animal y antepone razón a intuición.

El autor de Down in the Hole es un adicto al point and shoot a la manera de Moriyama: hizo muchas de estas fotos con cámaras de uso rápido. Pensar es perder.

A Cobo gustan el aislamiento, los recuerdos, los sueños y, está claro, la sexualidad…

No se comporta con la apática idiotez amanerada de los retratistas del eterno femenino. Está demasiado implicado y es demasiado curioso para permanecer en la contemplación y quiere, por curiosidad y riesgo, entrar en la acción.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

Sus fotos rebotan: es él quien espera al otro lado del pasillo subterráneo, de paredes pintadas con sudor, que va a recorrer la mujer del otro extremo. Avanzará, como el fotógrafo-coreógrafo le ha ordenado, con las manos a la espalda. Un asalto y una entrega.

En algún lugar he leído a Cobo afirmar su compromiso con «renegados, marginales y supervivientes».

No era necesario que lo explicase. Las fotos, húmedas y locuaces, habían hablado antes.

También chillan las de otro de sus reportajes, Americam Dreams, donde retrata otra forma de prostitución: el camino hacia los EE UU de los inmigrantes centroamericanos.

Víctor Cobo

Víctor Cobo

En la última foto de esta selección la mujer ha sido envuelta en film plástico alimentario.

No es una variante del sushi corporal (nyotaimori), pero se le acerca en devoción fetichista.

La foto está casi vacía: el cuerpo apretado por la tensión obstinada del plástico, los pies de otras personas que parecen esperar o tal vez sólo observan con curiosidad, un suelo que retiene demasiadas historias similares como para dar importancia a una ceremonia más…

Cobo espera y dispara.

Es uno de esos fotógrafos (y cada vez hay menos) que saben que las fotos, como las estrategias y acaso la vida, han de ser inapropiadas o no ser.

Ánxel Grove

La mirada de un criminal

Daido Moriyama - "Eros Or Something Other Than Eros", 1969

Daidō Moriyama - "Eros Or Something Other Than Eros", 1969

Dicen que nunca ha comprado una cámara.

Las toma prestadas, se las regalan.

Las rapta, las anuda, las utiliza como esclavas.

El invitado al Xpo de esta semana, Daidō Moriyama (Ikeda-Osaka, Japón, 1938) es un criminal. Tiene mirada de criminal y actitudes de criminal.

«Cuando voy a la ciudad no tengo planes. Camino por una calle, tuerzo en una esquina, en otra, en otra más… Soy como un perro. Decido mi camino por el olor».

Así hablan los criminales. A cuatro patas.

Merodea. Podría entrar en tu casa mientras duermes, violar el orden de tus objetos, la sagrada y endeble disposición de tu normalidad.

Podría retratarte, desposeerte -la forma criminal de la pertenencia-.

Sólo al despertar notarías el quebranto, el rastro del perro, la baba del diablo sobre el cubrecama de la vida que creías armónica.

Daido Moriyama - "On the bed"

Daidō Moriyama - "On the bed"

Moriyama es dios. Daría un ojo por la mitad de su talento. Sus fotos son tan brutas como una alambrada, tan serenas como la mirada abierta de un cadáver.

¿Belleza? Claro, mucha: la tenaza urbana, el mundo bajo un film de grasa, ajeno, arrugado en el marasmo, sin socorro, en estado de permanente resaca, con el olor a entrañas de la piel de asfalto. Mirada de perro.

Moriyama ocupa los bancos infantiles, es perverso al modo cándido de los gendarmes: le pagan para ayudarte pero lleva encima armamento suficiente para freirte. Es la luz y el relámpago, ilumina y quema.

Daido Moriyama

Daidō Moriyama

«Si un fotógrafo intenta incorporarse felizmente al mundo usando la perspectiva tradicional con la cámara, terminará cayendo en el agujero de la idea que ha excavado por sí mismo. La fotografía es un medio que sólo existe fijando momentáneamente el descubrimiento y la cognición que se encuentran en el imparable mundo exterior», dice el perro.

Hace fotos agónicas con maneras agónicas. Calculan que ha positivado más de 10.000 desde que empezó como freelancer, en 1964. No deja de vagar. Si eres carnívoro debes utilizar los colmillos.

Mira a través de los ojos del cuerpo, es secreto, no ves cómo llega, pinta el día de negro con el blanco de la noche, se guía por un instinto tan impredecible como un motín de hambrientos.

Daido Moriyama

Daidō Moriyama

Los críticos sostienen que en la obra de Moriyama hay náusea y vértigo. Uno de sus muchos álbumes se titula Hunter of Light (Cazador de luz), otro Farewell Photography (Fotografía del adiós). Desde hace casi veinte años ha prescindido del capricho semántico de los nombres y los bautiza como una creciente y monótona letanía  Record Nº 1, Record Nº 2… Va por el Record Nº 12.

Record significa grabar, anotar, registrar. Es un verbo mecánico porque el perro es un autómata.

En este vídeo Moriyama explica cómo funcionan los circuitos, cómo el perro asiste al espectáculo del mundo con ojos necios…

El sistema óptico, las transmisiones, el procesador, todo averiado. Echarse a andar y esperar. ¿Esperar qué? Que el mundo avance, sólo que avance. No resta una esperanza distinta.

Daido Moriyama

Daidō Moriyama

Errabundo, lamiendo la sangre al atardecer, levantando actas inútiles, Moriyama mide, registra los altares absurdos en los que escenificamos la comedia desventurada que llamamos vida.

El fotógrafo japonés es el último agrimensor. Lleva encima una cámara compacta prestada, las retinas amargas de un perro. Protégete.

Ánxel Grove