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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de enero, 2018

Amar, antes de morir

Cuando vi por primera vez Lo importante es amar no sabía casi nada de Romy Schneider, aquella actriz que muy temprano se convirtió en estrella gracias a su papel de Sissy, primero princesa Isabel de Baviera y después Emperatriz de Austria, en la cursi, almibarada y rancia colección de estampas, en forma de trilogía, del Imperio austríaco de los Habsburgo. Menos aún me decía el nombre de Andrzej Zulawski, director polaco que ya nunca olvidaría, aposentado de manera definitiva en un rincón de mi cinefilia incipiente a partir de sus dos siguientes títulos, La posesión (1981) y La mujer pública (1984).

Zulawski se convirtió para mí en eso que ahora se denomina “director de culto”, que viene a ser como un pope de esta religión laica que practicamos sin obligación ni sentimientos de culpa, clérigo que embutió su doctrina apasionada y febril en esa trinidad fílmica con un poder de sugestión que nunca soñó el cura que nos confesaba de niños. Posteriormente, la dificultad de acceder a su filmografía con regularidad me hizo perderle un tanto el rastro que ya sólo recuperaría con menos entusiasmo que nostalgia.

Muchos años después, en 2015, Zulawski iba a presentar en el Festival de Sitges la que sería su última obra, Cosmos, basada en una novela de Gombrowicz, su regreso al cine tras quince años de silencio cinematográfico. Por desgracia, el cáncer que acabó con él tan sólo unos meses más tarde, a la edad de 65 años, se interpuso y ello me privó de conocerle de cerca y entrevistarle para el programa “Días de cine”, como tenía previsto.

Andrzej Zulawski. Fotografía F.E EFE

Lo importante es amar, flanqueada por las otras dos películas, habían sobrevivido al embate de los años y permanecido agazapadas en mi memoria, erigidas en uno de los más preciados bienes que yo salvaré si algún día tengo que abandonarlo todo en un naufragio y me hubiera gustado mucho compartir mis emociones con su autor. Porque Zulawski fue un director autor con todas las de la ley; excesivo en fondo y forma, desbordante y vehemente a lomos de una cámara que a veces parecía empujar más que seguir a los actores en su loca carrera por todos los rincones del decorado, poseídos por personajes siempre fogosos, en ocasiones violentos y siempre hechizados.

Resulta paradójico que un título que roza la cursilería merced a su extremada belleza, un título que resume en cuatro palabras el secreto que nos redime de nuestra miserable condición, que expresa tan certeramente como una flecha en el corazón de la diana el principio y final de la vida, Lo importante es amar, uno de los más hermosos títulos de la historia del arte narrativo, fuera idea de los distribuidores y de la productora y que el director, enemigo acérrimo del engaño, se lamentara porque en su opinión traicionaba a su público haciéndole creer que se trataba de un filme del estilo (entiéndase “sentimental”) de Claude Lelouch, director de Un hombre y una mujer (1966) y Los unos y los otros (1981) entre otros muchos.

Romy Schneider en un fotograma de Lo importante es amar

Ese título, adaptación libre de la novela La noche americana de Christopher Frank, encargo de la productora, Albina du Boisrouvray, a Zulawski, abraza el drama y la comedia, la tragedia y la farsa, el dolor y el gozo que encierra la patética historia de Nadine Chevalier, la actriz desgarrada que se encuentra interpretando papeles indignos para sobrevivir. Romy Schneider en el verdadero rol de su vida, en la otra esquina de la galaxia en que habitaba Sissy, triste, desmaquillada, afeada y pese a todo arrebatadoramente sensual, taladrando con su mirada a Fabio Testi para atarle sin proponérselo a su destino.

Ese papel colocó a Romy en el punto álgido de su carrera, le hizo obtener un Cesar a Mejor Actriz en 1976 y marcó el inicio de un declive personal trágico que terminaría en una muerte sembrada de dudas el 29 de mayo de 1982, un año después del espantoso fallecimiento de su hijo David, atravesado por los barrotes de la verja que intentaba saltar en su casa. Es casi imposible sustraerse a la idea de que ese dolor postrero, que algunos creen detonante de un suicidio no demostrado, despuntaba ya en la afligida mirada de Nadine Chevalier.

Romy Schneider con Fabio Testi y Jacques Dutronc en Lo importante es amar

Cuando Laurent Pétin, su último compañero, la encontró en su apartamento de París, la escena que estaba interpretando parecía haberse deslizado de las páginas de un viejo guion romántico: un trazo de tinta derramada sobre el papel en el que se disculpaba por anular una sesión de fotos, la pluma caída en el suelo, alguna botella de alcohol por aquí, unos frascos de medicamentos por allá. Los detalles diabólicos de una realidad tal vez sencilla convertidos en señuelo para imaginar un desenlace desolador. Romy tenía entonces 43 años de edad.

Nunca hubo tanto sereno desconsuelo como en los ojos de Romy Schneider clavados en los del fotógrafo free lance que interpreta Fabio Testi, entrelazadas la tristeza de una y el estupor del otro por las conmovedoras notas de Georges Delerue. “No me haga fotos, por favor… yo soy una actriz y sé actuar, esto lo hago para comer”.  Prueben a ver el tráiler que les regalo aquí debajo, o mejor aún, entréguense si les es posible a la película entera que en su primera secuencia, abreviada en el montaje publicitario, les muestra esta rara, por perfecta y sobrecogedora, conjunción de música y actuaciones.

Durante el rodaje, Romy entabló una relación con Jacques Dutronc, su angustiado marido en la pantalla, que puso en jaque su matrimonio con Françoise Hardy: “Ella ha debido ser feliz, pero no muy a menudo. Parecía desconfiada. Vivía la película fuera de ella y daba todo sin recibir nada a cambio. Era una mujer extraordinaria, nada que ver con las otras actrices, pasteurizadas. Era una mujer herida y al rodar esa película herí a otra, la mía”.

Romy Schneider y Jacques Dutronc en Lo importante es amar

Zulawski desvela que –nuevas paradojas- Romy detestaba a Fabio Testi, por entonces compañero de Ursula Andress, desde la primera vuelta de manivela y su animadversión quedó plasmada con toda crudeza sobre el rostro del italiano en la escena del depósito de cadáveres. La vida jugueteando una vez más a imitar al cine y desvanecer las líneas de demarcación entre realidad y ficción. Aún me queda en la penumbra cómo debieron ser las relaciones entre el especialísimo director polaco y el no menos singular Klaus Kinski, también presente en Lo importante es amar, dos volcanes a punto de erupción frente a frente.

Feroz ceguera

Me pilló la quinta Gala de los Premios Feroz, ese desigual encuentro entre la prensa y la fauna cinematográfica, dos mundos tan unidos y enfrentados como los océanos a los continentes, de viaje en París para asistir al sarao que Unifrance, el organismo que vela por la promoción de la envidiada, y por tantos motivos con razón, industria francesa. Obligado por mi ausencia mis impresiones son guiadas, pero de todo lo leído y escuchado me quedo con Leticia Dolera, una de nuestras actrices que ha hecho bandera con la denuncia de los abusos sexuales, la más contundente, la más clara y valiente. Se diría que en España este fenómeno nos pilla tan lejos como las costas de California, lo que mereció las ironías del presentador de la gala, Julián López («Harvey Weinstein recibía a las actrices en batín y las invitaba a una copa antes de agredirlas. Aquí nunca te invitarían a nada», dejó caer el actor emulando a Ricky Gervais en su punzante monólogo).

 

A Leticia la jugada de AICE, Asociación de Informadores Cinematográficos de España​ que organiza el evento, no le hizo perder de vista la bolita del trilero: una gala en la que todas las entregas de premios fueron realizadas por mujeres, mira qué bien. Lástima que las recogidas en su gran mayoría fueran a manos de hombres. Pero, todo se andará, igual se establecen cuotas algún día como camino de atajo para llegar a la necesaria equiparación entre féminas y varones. Hasta entonces, habrá quien crea real el espejismo de que algo ha cambiado a la vista de esta maniobra ceremonial.

«Gracias a la organización por permitirnos el honor, tanto a mi como al resto de mis compañeras, de hacer esta noche de azafatas. Digo… entregadoras”, soltó Dolera con retintín. Y no sé si ella piensa como yo en la cara oculta de estos gestos simbólicos, que si me pillan bien me dejan bastante frío, y si me pillan mal me mosquean. ¿De verdad vamos avanzando en la lucha por una sociedad igualitaria escenificando el paternalismo con que muchos hombres presumen de solidaridad? Puesto a exhibir colmillo retorcido se me ocurre que la idea de que fueran solo  mujeres quienes entregaran los premios podría tomarse como un insulto, con toda seguridad involuntario, que no sólo visualiza sino que consagra el papel secundario de la mujer: “fijaos qué progreso, apartamos a vuestros compañeros de esta envidiable tarea de azafatas de congreso para que ocupéis sólo vosotras el plano secundario y auxiliar en la fotografía del éxito”. Mientras, como señalaba Dolera, las películas allí presentadas que habían sido dirigidas por mujeres alcanzaban la cifra del 7 %. Parece maquiavélico, pero yo creo que sólo es torpeza.

Leticia Dolera durante su discurso en los premios Feroz. Twitter

En este tortuoso camino que debe conducirnos algún día, aunque sea a trancas y barrancas, a erradicar las miserias de la discriminación, la desigualdad y su manifestación más abominable, el abuso de poder para obtener favores sexuales, se cometen a mi entender muchos errores. Uno de los más graves es dejarse llevar por una corriente imparable de juicios temerarios que convierte en criminales a quienes a todas luces no lo son. El caso paradigmático es el de Woody Allen, a quien un día la ciudad de Oviedo quiso agradecer las cariñosas palabras que el cineasta pronunció en 2002, cuando recibió en la capital asturiana el premio Príncipe de Asturias, en forma de réplica en bronce de su entrañable figura. “Como un cuento de hadas”, dijo entonces que le parecía Oviedo, sin sospechar que quince años más tarde aquella pequeña ciudad podría convertirse en un escenario más del cuento de terror en que el fanatismo, la ceguera, el prejuicio, el odio -y la cobardía de muchos actores y actrices que han trabajado con él- están convirtiendo su vida y su carrera estos últimos meses.

Woody Allen en Oviedo en 2005. EFE

Fanatismo, ceguera y prejuicio se combinan en un cóctel que envenena la mente de las guerreras de la Plataforma Feminista d’Asturies, empeñadas en que el consistorio ovetense retire la popular estatua del director neoyorquino, que se pasea en una céntrica calle de la ciudad, ajena a todo el follón y rodeada siempre de turistas ante la mirada indiferente de los paisanos. “No es digno de ser homenajeado”, dicen, sin tener en cuenta que su dictamen de culpabilidad sin juicio ni derecho a la defensa es sencillamente monstruoso.

Recordémoslo una vez más: un juez desestimó, tras una investigación que duró seis meses, las acusaciones de su mujer, Mia Farrow, según las cuales su hija Dylan supuestamente cuando contaba siete años sufrió algún tipo de abuso por parte de Allen, por considerarlas fabulaciones realizadas al calor de una disputa sobre la custodia de los hijos. Ha pasado un cuarto de siglo, tiempo en el que no ha habido ninguna otra acusación de nada semejante contra el cineasta, como tampoco la hubo antes de este oscuro episodio, y ahora, de repente, una jauría de oportunistas ha decidido dar crédito a los recuerdos infantiles de Dylan Farrow, que durante años ignoraron olímpicamente, cuando esta mujer se desgañitaba repitiendo lo que bien pudo haber oído de labios de una madre vengativa.

Me lo veo venir para el próximo 8 de marzo, la locura justiciera arreciará y volverán a la carga. Menudo estruendo, si consiguen que el ayuntamiento levante la estatua: ¡fotos en todo el mundo de la primera hoguera en la que consiguen hacer quemar al genial director! Con la montaña de yesca que están apilando los miserables que ahora repudian su participación en películas de Woody Allen, aquellos que perdían el culo y renunciaban a mantener su caché con tal de abrigarse bajo la sombra y prestigio de un genio, ardería Troya y las aguerridas feministas asturianas conseguirían ser más famosas que las Pussy Riot, sin necesidad de tener que enseñar un centímetro de piel.

En Les Rencontres du Cinéma Français, la cita en París que mencionaba más arriba a la que acudí en nombre del programa Días de cine, quise preguntarle a algunas estrellas por el asunto de fondo de este artículo y en concreto por su opinión acerca del manifiesto antipuritanismo encabezado por Catherine Deneuve y publicado en el diario Le Monde. No era fácil obtener declaraciones francas y abiertas; de entrada porque a los periodistas de televisión se nos ofrecían entre siete y diez minutos de entrevista con cada actor o director para analizar la película que nos convocaba allí y eso eliminaba la posibilidad de enredarse en otros asuntos. Juliette Binoche se mostró reacia y trató de guardar una cierta equidistancia, Marion Cotillard se definió nítidamente del lado del movimiento #Me too, e Isabelle Huppert directamente nos hizo saber que no respondería a preguntas relacionadas con Harvey Weinstein.

Timothée Chalamet y Selena Gómez junto a Woody Allen en el rodaje de A Rainy Day in New York. EFE

El debate provocado por el manifiesto, con la intención de poner un poco de cordura en una lucha cuya necesidad nadie discute, sigue abierto. Hay que mantenerlo así para evitar disparates como el dolor infligido a Woody Allen y a otras víctimas, ojo, víctimas, no verdugos de mujeres, de la tendencia a mezclar churras con merinas. Es posible que Allen, con sus 82 años cumplidos, no pueda volver a dirigir más películas y que incluso no consiga llevar a buen puerto la última, en fase postproducción, A Rainy Day in New York, porque la presión sobre él está siendo brutal. Parece ser que los directivos de Amazon se estarían planteando la posibilidad de no estrenarla. El actor Timothée Chalamet, recién terminado el rodaje, le ha vuelto la espalda, al igual que hicieron antes Ellen Paige, Mira Sorvino y la directora Greta Gerwig, confesando que lamentaban haber trabajado a las órdenes de Allen. Alec Baldwin, ha sido una de las voces más firmes contrarias a este coro de desnortados y ha salido en su defensa con el siguiente tuit: «Woody Allen fue investigado por forenses en dos estados (New York y Connecticut) y no se le imputaron cargos. Renunciar a él y su trabajo, sin duda, tiene algún objetivo. Pero para mí, es injusto y triste. Trabajé tres veces con WA y fue uno de los privilegios de mi carrera.»

 

Si sucediera lo peor, si se cobraran esta pieza mayor, la caza de brujas habría alcanzado un punto de no retorno.

La gran provocación

Todos tenemos nuestra particular edad de oro musical. La señalan aquellas canciones que nos marcaron un sendero sentimental y pusieron melodías y palabras a lo que bullía en nuestro interior sin que fuéramos conscientes, antes de escucharlas, de hasta qué punto iban a configurar nuestros gustos para siempre. Y también tenemos nuestra particular edad de oro cinematográfica.

En mi educación de cinéfilo la edad de oro coincide con la década de los setenta. Es lógico, pues es en esa época cuando se asentaron los fundamentos de mi personalidad. Varias películas producidas y estrenadas en ese período ocupan el espacio privilegiado que uno concede a las obras maestras que mayores emociones y más duraderas despertaron en su corazón: El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1973), Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1975), Saló, o los 120 días de Sodoma (Pier Polo Pasolini, 1975), El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976). No es una lista exhaustiva ni cerrada, y por supuesto no cierra la puerta a otros títulos de otras épocas y directores, tanto o más grandes que los citados. Es mi lista más personal y se completa con La grande bouffe, escrita al alimón por nuestro genial Rafael Azcona y el italiano Marco Ferreri, y dirigida por éste en 1973. Si se fijan, las cinco películas tienen un elemento en común: el combate de Eros y Tánatos. Aunque Pasolini lo enmarca en un contexto de feroz efervescencia política, el execrable ascenso del fascismo.

Para referirme al inigualable poema tragicómico de Ferreri utilizo el título original, en lugar de La gran comilona, como se conoce en España, porque en mi inconsciente ese vocablo, comilona, suena más prosaico, como si todo el vuelo lírico del filme se hubiera visto sepultado en toneladas de panceta o en grandes perolos de fabada asturiana recalentada. Nada tengo que objetar a la traducción, pero durante los años que tardó en estrenarse en nuestro país, cinco, yo la conocí con su identidad francesa y con ella me quedo.

La colaboración entre Azcona y Ferreri fue tan intensa y fructífera que abarcó unos treinta años y entre pitos y flautas, obras acabadas y otras censuradas y frustradas, cortos o largos, llegaron a rodar diecisiete; desde El pisito (1958) y El cochecito (1960), que iluminan las negruras de la España predemocrática, hasta su etapa francesa, pesimista existencial, que integran, junto a La grande bouffe, No tocar a la mujer blanca (1974), La última mujer (1976) y Adiós al macho (1978), por citar las más relevantes.

Cuando uno la ve es imposible olvidarse de La grande bouffe por numerosas razones. De entrada por el impacto que provoca por muchos años que cumpla. Impacto como el que causó en su presentación en el Festival de Cannes, el 17 de mayo de 1973, debido especialmente a que se consideró como una gran provocación, un sonoro eructo y maloliente ventosidad expelidos con recochineo sobre las alfombras de palacio. La burla y la desvergüenza de sus autores fueron respondidas con insultos y pataleos, aunque la película compartió el Premio de la  Crítica Internacional con La Maman et la Putain, de Jean Eustache.

Marcello Mastroianni y los placeres de la carne

El desnudo frontal y el sexo desinhibido, hasta entonces nunca vistos con semejante osadía, la escatología sin ridículas coartadas, aunque argumentalmente justificada, la farsa anarcoide con que cuatro representantes de la burguesía acomodada se dan el placer supremo de comer hasta reventar, no fueron entendidos como un grito cínico y desencantado de nihilismo, sino como un corte mangas de tamaño imperial a la burguesía (cierto) y un vulgar afán de “epatar” (falso) al patio de butacas con la puesta en escena de vomitonas y muertes patéticas. Ni siquiera la lectura más plana que podía hacerse, la de la crítica feroz al consumismo desenfrenado –ríete tú de aquello, con lo que tenemos ahora encima- consiguió aplacar las iras y arrojar un poco de luz al interior de la caverna.

Andrèa maniobra en la bragueta de Ugo, en presencia de Philippe

La poesía de La grande bouffe, sin embargo, asoma hoy en un visionado sereno, lejos del ruido de entonces. Es poesía triste porque habla del deseo de morir cuando ya no se encuentra más aliciente a la vida que el placer del gourmet indecente. Pero esa resignada determinación de los cuatro amigos de acabar con sus vidas reunidos en el decadente caserón tampoco excluye el deleite carnal, siguiendo los deseos inaplazables de uno de ellos, Marcello, piloto de aviación, es decir, Marcello Mastroianni: “hemos venido a lo que hemos venido, pero no hemos hecho voto de castidad”, dice convincente. Morir comiendo, sí, pero también follando. O dejándose el último aliento en las maniobras que la hermosa y rotunda Andrea, maestra de escuela, es decir Andrea Ferreol, lleva a cabo dentro de la bragueta del cocinero Ugo, es decir, Ugo Tognazzi.

La tristeza suprema le invade a uno al dejarse atrapar por las melancólicas notas que Michel, productor de televisión, es decir Michel Piccoli, arranca a las teclas de un piano, con las que no consigue ahogar el sonido furioso de los últimos desvaríos intestinales. ¡Qué muerte la de Michel! Colgado primero en el balcón de la escalera que da al jardín como si fuera un cerdo balanceándose en inestable equilibrio sobre el vientre; después, cuando sus amigos le disponen más decorosamente, sentado sobre el mullido cojín de sus propias heces, compone el vivo retrato de una patética naturaleza muerta. Imagen, por cierto, muy similar al último plano de El último tango en París, con Marlon Brando derrotado por un disparo insensato.

Michel Piccoli en La grande bouffe

Philippe, es decir, Philippe Noiret, el anfitrión, juez de profesión, con su complejo de huérfano a cuestas, es un morigerado romántico dispuesto a casarse con Andrèa, en justa correspondencia por su educada disposición a coserle un par de botones del pantalón sin escandalizarse por los previsibles efectos aumentativos en su anatomía. Una bendición, la compañía de Andrèa, cuando las tres prostitutas contratadas por Marcello se cansan de comer y de no entender nada.

Philippe Noiret y Andrèa Férreol en La grande bouffe

Marcello, Michel, Ugo, Philippe y Andrea… ¡cuánto talento reunido en la más extraña bacanal que imaginarse pueda! Dos muertos asomados a la cocina desde el congelador, una jauría de perros en un jardín sembrado de piezas de carne que penden de los árboles, un bugatti con pasaporte para el más allá… imágenes paridas por las mentes de dos genios, uno italiano y otro español. La grande bouffe es una de las más obras  maestras más insólitas e inimitables de la historia del cine.

¿Hace falta subrayar lo subversiva que resulta hoy en día, en plena ola de puritanismo silencioso, de censura interiorizada en que vivimos, el visionado de La grande bouffe? Prueben a buscarla y si la encuentran ¡cómprenla! Y luego, si eso, ya me dicen…

Karl Marx, vivito y coleando

Pocos barbudos hay tan famosos en la historia de la Humanidad y pocos individuos tan influyentes en los dos últimos siglos (que se van a cumplir pronto desde su nacimiento, el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, Alemania) como el pensador, filósofo y activista revolucionario Karl Marx. Y sin embargo en la narración cinematográfica con actores, en el llamado cine de ficción, en donde tal vez resida con más fuerza la realidad humana, no se tienen noticias de que haya tomado nunca el primer plano y el protagonismo. Hasta ahora, en que un director de origen haitiano, Raoul Peck, al que debemos un excelente y combativo documental titulado I am not your negro, ha decidido aventurarse en una apuesta arriesgada y complicadísima: llevar a todos los públicos de una manera comprensible y didáctica, sí, pero lo justo, los conceptos básicos de las teorías marxistas, envueltas en una fórmula biográfica que no traicione la severidad del personaje.

Vicky Krieps, August Diehl y Stefan Konarske en El joven Karl Marx.

De los personajes, en realidad, pues a Marx le acompaña, naturalmente, Friedrich Engels, su indispensable colaborador, compañero de lucha y fatigas y amigo del alma, por un lado, y por el otro Jenny von Westphalen, su esposa, con la que se casó en 1843 y madre de siete hijos, de los cuales cuatro murieron de muy corta edad. Y si apuramos el reparto, aunque ya en un plano de menor relevancia dramática, también hay que hablar de otros personajes, tales como Joseph Proudhon, uno de los padres, junto a Mijail Bakunin, del pensamiento anarquista.

A Raoul Peck hay que reconocerle, como digo, el valor de nadar contra una corriente gigantesca que, en el ámbito cinematográfico al que nos referimos, ha pretendido ignorar a los fundadores del movimiento comunista internacional y ha vertido centenares, miles de películas atacando las bases ideológicas sobre las que éste se ha levantado. En el ámbito político, ya lo sabemos, ha sido una guerra a muerte por extirpar del mundo cualquier rastro de las ideas marxistas.

Padre de la ciencia social moderna, estudioso inigualado de los mecanismos de explotación humana sobre los que se asienta el sistema capitalista, expuestos en su inacabada y monumental obra que llamó Das Kapital, publicado por primera vez en 1867 y más vigente que nunca en sus fundamentos hoy en día, Marx es en esta película, como su título indica, un joven de 26 años, exiliado con su esposa en París, que gusta del debate y la controversia, que busca la contradicción como camino de llegada a la luz de los conceptos de economía política, y que en uno de los más venturosos encuentros intelectuales que se hayan producido nunca conoce a Engels, que acaba de publicar su brillante ensayo sobre las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, para acometer juntos la tarea de dar sentido a los movimientos revolucionarios que tratan de orientarse en Europa.

Uno lamenta que la película acote el arco temporal que cubre, no alcanza los cinco años, desde que surge la amistad entre los dos hombres hasta que cumplen el encargo de la Liga de los Justos de redactar un manifiesto que borre de un plumazo toda su jerga idealista, repleta de tan buenas como ingenuas y oscurantistas intenciones, y que se plasma en el legendario Manifiesto del Partido Comunista, publicado el 21 de febrero de 1848, en Londres. Un librito, en realidad un panfleto de agitación y propaganda con una inequívoca vocación didáctica para alentar a los obreros del mundo a unirse y a los filósofos a dejarse de pamplinas y poner sus intelectos al servicio de la causa: no solo interpretarlo, sino de transformarlo. Por cierto que resulta muy divertida la ocurrencia de colocar la famosa tesis 11 sobre Feuerbach, publicada años después de la muerte de Marx, en boca de don Carlos en una noche de borrachera.

Dos iconos, Engels y Marx.

El empeño de humanizar a los personajes míticos es un empeño que no siempre se consigue cuando la talla sobrepasa las medidas de lo imaginable, como es este caso. Han de aceptarse licencias y la primera de ellas es reconocer en el rostro y los modos de los actores. Los que encarnan a Karl Marx y a Jenny Marx me parecen muy acertados, August Diehl y Vicky Krieps. El primero posee la frente y el gesto arrogante, impetuoso y noble, y un parecido razonable con la oronda cabeza del pensador alemán. Krieps es una bella versión de Jenny, pero la aceptamos porque estamos menos familiarizados –o no lo estamos, en absoluto- con el rostro del personaje real. Sin embargo, Stefan Konarske no me acaba de convencer como Federico Engels, porque me hace pensar en un acompañante de mucha menor entidad, una especie de escudero, de Robin al lado de Batman, o de Pedrín, tras la sombra de Roberto Alcázar, y pido perdón por la frivolidad del símil.

Stefan Konarske y August Diehl en El joven Karl Marx. Pirámide Films

Pero, más allá de la verosimilitud de los actores, el guion hace malabares para no abandonar la seriedad divulgativa del materialismo dialéctico y acercar los personajes a una existencia cotidiana igualmente creíble, y además consigue que no sea un plomo de película. Créanme, no lo es. No se pierdan los títulos de crédito, que apoyados en un montaje fotográfico a los sones de la canción de Bob Dylan Like a Rolling Stone nos recuerdan la actualidad del diagnóstico marxista sobre el estupendo sistema socioeconómico en el que vivimos, que alimenta la opulencia de bancos y banqueros a base de arrojar a la miseria a millones de personas. El joven Karl Marx se estrena hoy en España. ¡Pues qué bien, no todo van a ser súper héroes de pacotilla y guerras de las galaxias!

Buenas y malas noticias

2017 se fue cargado de malos augurios para la libertad de expresión y creación, como peaje innecesario y equivocado a pagar por alzar la voz contra los déspotas y abusadores, y 2018 continúa discurriendo por la misma senda. Las malas noticias abundan y las buenas escasean. Una buena es que esta noche el programa Días de Cine, sin proponérselo, va a enmendar la plana a una Academia de Cine que colectivamente hablando ha tenido la pésima e incomprensible idea de no considerar ni siquiera nominado a Juan Diego a los Premios Goya. El programa de la 2 de TVE, por el contrario, le otorga su humilde pero muy exigente y meditado premio al mejor actor español del año por su emocionante trabajo en la dura, aunque reconfortante, No sé decir adiós, ópera prima de Lino Escalera.

Juan Diego en No sé decir adiós. Super8 Media

Lo bueno de este caso es que no se trata de un reconocimiento de los que tanta grima les causan a los artistas: “en homenaje a toda una carrera…”, que ellos, con frecuencia supersticiosos, entienden como indirecta insinuación de una jubilación forzada. No, no se trata aquí de otra cosa sino de aplaudir con todo entusiasmo un trabajo impresionante de creación, el de un individuo que ve abrirse la puerta del abismo a sus pies y trata de mantener la dignidad ante sus hijas, que intenta seguir siendo fiel a sí mismo, a su cachazuda manera, con unas maneras austeras y obstinadas como pocos actores saben recrear en la escena y ante la cámara. La buena noticia es que en la atribución de este premio no hay componendas, cálculos de comercialidad ni aliados que votan al unísono a tal o cual candidato porque es lo que corresponde y así está mandado. Aquí es limpio en fondo y forma. Un honrado saludo al trabajo bien hecho. Un ¡bravo! a Juan Diego, uno de los más grandes, que sigue superándose a sí mismo.

Les parecerá tal vez que magnifico la importancia de esta noticia positiva, pero es que cuando miro a la prensa no veo más que malos rollos. Sigue, por ejemplo el monotema cinematográfico, pues no sólo la política española y catalana los gastan. El sábado Liam Neeson se quejaba de que estamos asistiendo a una auténtica caza de brujas que persigue a los actores por auténticas tonterías, sin despreciar, por supuesto, los casos probados de barrabasadas cometidas por otros, que han despertado legítimamente la conciencia de repulsa ante los abusos sexuales en el seno de la industria norteamericana. Neeson se colocaba en la misma honda del manifiesto parisino del que yo les hablé la semana pasada, publicado en Le Monde y encabezado por Catherine Deneuve, que denunciaba el puritanismo agazapado al socaire del movimiento #MeToo. Parece que Deneuve ha sido sensible a la presión y en el diario Libération ha publicado una carta en la que afirma, sin retractarse de lo firmado: “saludo cálidamente a las víctimas de estos crímenes desdeñables que pudieron haberse sentido ofendidas por la carta que fue publicada en (el diario) Le Monde; es a ellas y nada más que a ellas a quienes les ofrezco mis disculpas». Uno piensa, que nada hay en el manifiesto que exija pedir disculpas a nadie, porque en ningún caso se alude críticamente en el mismo a las víctimas reales de abusos, mujeres y hombres, que se han rebelado con razón venciendo el miedo y el silencio.

Catherine Deneuve en Libération: «Soy una mujer libre y continuaré siéndolo»

Por si a algunos les suena exagerado lo de “caza de brujas”, rápidamente ha venido a confirmarlo la aparición de una web que ofrece a los usuarios una herramienta justiciera para que sepan hacia dónde dirigir sus dardos en campañas de boicot y otras lindezas, y así puedan conseguir triunfos tan denigrantes como la exclusión de actores de proyectos en marcha, la expulsión de sospechosos de series de éxito y la condena moral sin juicio previo de cualquiera que pueda tener a alguien cabreado por razones más o menos presentables. El sitio web en cuestión calificará de Rotten Apple, o manzana podrida, a toda aquella película que tenga a alguien de su equipo acusado de algún delito, o falta, de índole sexual. Si la producción está sana y reluciente la cinta se calificará como manzana fresca. ¿A que no se imaginaban ustedes lo divertido que puede ser este juguetito? Prueben a introducir su película favorita y comprueben el resultado. Pueden hacer apuestas. Lástima que no se abre una web similar en España para detectar ranas en la charca de los corruptos; seguro que arrasaba con la pana.

Búsqueda de Girls en Rotten Apples

No, no se escandalicen. Aún no hemos visto nada. Lo del teatro Maggio Musicale de Florencia marcará otro hito en la historia de la infamia cometida en nombre de la más noble causa. Acabemos con los acosadores, abusadores y violadores a base de borrarlos de las obras de arte. Para denunciar la lacra terrible de los feminicidios a alguien (parece ser que al director de escena Leo Muscato) se le ocurrió modificar el final de la ópera Carmen y decidió que la protagonista no muriera, sino que matara ella misma a su maltratador empuñando una pistola. Aparte del respeto obligado a la obra clásica, ¿a nadie se le ocurrió explicarle que el mal se denuncia con mayor eficacia mostrándolo tal y como es y no haciendo que el bien triunfe? ¿Hace falta ir a la Universidad para darse cuenta del disparate que supone semejante idea si se aplica a diestro y siniestro?

 

Como un resultado más de la ola de insensateces levantada como reacción pendular ante los siglos de opresión contra las mujeres, alguien se preguntaba si era lícito poder disfrutar de la obra de quien está acusado de los nefandos crímenes que guardan relación –clara u oscura, lo mismo da- con la entrepierna. ¡Nunca más me reiré con un chiste de Woody Allen! ¡No volveré jamás a pisar en una sala en la que pongan una película de Roman Polanski!… y así sucesivamente. No sabemos a cuántos artistas engullirá el sunami, cuántos justos pagarán por pecadores, pero espero que Liam Neeson no dé con sus huesos en el paro. Que son capaces de intentar borrarle de las varias películas que tiene por estrenar en 2018, como a Kevin Spacey. No le va a servir de atenuante ni haber encarnado a Oskar Schindler.

Puritanos de todo el mundo, uníos

Preparando un viaje al centro de promoción del cine francés en París me topo con dos escenas en sendas películas, por estrenar durante 2018, que serían impensables hoy en día en el cine norteamericano, protagonizadas por JulietteBinoche y Marion Cotillard. Primera imagen del filme Un sol interior, de la directora Claire Denis: primer plano de Juliette Binoche tumbada boca arriba en una cama. La composición del encuadre no escamotea la desnudez y permite ver los senos de la actriz, fotografía, por cierto, que Facebook hubiera censurado, por supuesto, como no cejaremos de denunciar hasta que el Gran Hermano cambie sus absurdas normas. El personaje de Binoche se encuentra, lo descubrimos segundos después, manteniendo una relación sexual con otro personaje, un banquero de aspecto físico poco estimulante, interpretado por Xavier Beauvois. El modo franco y honesto de presentar esta acción es el propio de unos artistas, la directora y los actores, que tratan como adulto al público adulto, ni papel couché, ni ridículas sábanas artificiosamente colocadas para cubrir la piel de los personajes.

En Los fantasmas de Ismael, dirigida por Arnaud Desplechin, Marion Cotillard, actriz tan consagrada como Binoche, multipremiada y ganadora como ella de un Oscar, se presenta ante su marido, un director de cine de nombre Ismael, el gran Mathieu Amalric, después de haber estado desaparecida 20 años. Marion porta una bata de baño que deja caer a sus pies y exhibe su magnífica, madura y sensual figura sin tapujos ante la cámara. No durante un fugaz instante visto y no visto, sino durante unos segundos. De nuevo, la puesta en escena de Desplechin es tan pura y limpia como la de Denis, sin juegos de exagerado recato. ¿Podríamos imaginar en semejantes tesituras a dos grandes divas del otro lado del Atlántico?

El contraste de ese puritanismo acendrado, característico del cine de Hollywood, con la libertad de espíritu que muestra el de nuestro vecino francés –y esto eran sólo dos ejemplos de ello- no sólo se manifiesta en la pantalla, en el modo de representar la vida erótica en la ficción. Estos días ha vuelto a quedar  evidenciado en un manifiesto hecho público el martes 9 de enero en la capital parisina, publicado inicialmente en una tribuna publicada en el diario Le Monde y replicado de inmediato, como un terremoto de muy alta magnitud en la escala de Richter, en los medios de comunicación de todo el mundo. Un movimiento de afirmación crítica frente a los excesos que pueden cometerse en defensa de la dignidad de la mujer, a partir del estallido del caso Weinstein y sus múltiples ramificaciones, y que a juicio de las firmantes, entre cuyos nombres se encuentran muy reconocidas personalidades culturales, como la actriz Catherine Deneuve, la escritora Catherine Millet, la cantante Ingrid Caven, la editora Joëlle Losfeld, la cineasta Brigitte Sy, la artista Gloria Friedmann o la ilustradora Stéphanie Blake, suponen la irrupción de una “moral victoriana” agazapada en una especie de “fiebre por enviar a los cerdos al matadero”, que no se traduce más que en coartada para “los enemigos de la libertad sexual, como los extremistas religiosos”.

Catherine Deneuve. EFE

Me encanta la melodía del manifiesto, aunque, como cualquier persona capaz de pensar por sí solo, pudiera añadir o quitar comas, sustituir ésta u otra palabra, matizar tal o cual afirmación. Pero suscribo plenamente su espíritu y me regocijo enormemente por su aparición pública. Demuestra que la sociedad no está inerme frente a algunos síntomas evidentes de brutal regresión conservadora que se ha destapado en todos los órdenes y terrenos de la expresión artística, no sólo cinematográfica y política. En este humilde blog he intentado en repetidas ocasiones ponerlo de relieve al comentar las diferentes pieles adoptadas por la sibilina serpiente de la amenaza censora y el autoritarismo. El feminismo, filosofía y práctica política liberadoras que defiendo a ultranza, ha adoptado peligrosos perfiles que, como decía la escritora Abnousse Shalmani en una columna publicada en el semanario Marianne “se ha convertido en un estalinismo con todo su arsenal: acusación, ostracismo, condena” y es imprescindible fortalecerlo con un espíritu crítico despierto que se oponga a cualquiera de estas desviaciones.

El manifiesto en cuestión hace afirmaciones muy audaces, cuyo autor, de haber sido escrito por un hombre, hubiera sido apedreado en la plaza pública o fusilado al amanecer, reo del mayor de los desprecios, no sólo por mujeres encuadradas en el espectro más radical del feminismo, sino por gran parte de hombres, dirigentes políticos de la izquierda especialmente, que vienen sumándose a la confusión en la que nos hayamos, en cuanto a medios y objetivos, para conseguir la irrenunciable igualdad entre hombres y mujeres. Delimitar conceptos hilando fino no es práctica habitual cuando se defienden los derechos de las mujeres, lo que lleva por ejemplo a preconizar la prohibición de la prostitución en un inútil intento, condenado al fracaso, de acabar con las lacras que provoca la clandestinidad de esa actividad. Por eso, afirmar, como hacen las firmantes del manifiesto, que no es incompatible defender la dignidad y derechos de las mujeres y disfrutar siendo “objeto sexual de un hombre, sin ser una puta ni una vil cómplice del patriarcado” me parece un alarde de suprema valentía en la descripción de la complejidades de la psique humana.

«Denuncia a tu cerdo» eslogan criticado en el manifiesto. Christophe Petit Tesson / EFE

Naturalmente la contrarreacción feminista no ha tardado en acudir con la manguera para apagar el fuego de la razón y hacerme rebajar el optimismo de mis primeros párrafos. También el puritanismo se enseñorea en la vieja Europa y establece vínculos con el del otro lado del Atlántico. Del calibre retrógrado de los argumentos publicados en France Info dan muestra la sutil terminología del título “Los cerdos y sus aliados tienen razones para inquietarse” y las acusaciones que esgrimen contra las disidentes a las que acusan nada menos que de «reincidentes» en la defensa de «pederastas» y “en la apología de la violación», enemigas de la mujer que aprovechan su notoriedad y presencia mediática para «banalizar la violencia sexual». El lenguaje delata la ceguera. Decir: «tenemos derecho a no ser insultadas, silbadas, agredidas ni violadas» equiparando esos términos sofoca cualquier intento de matización e insinúa que quienes con ellas discrepamos les negamos semejantes derechos. Y continúan: «¿Los cerdos y sus aliados están preocupados? Es normal. Su viejo mundo está desapareciendo. Muy lentamente, muy lentamente, pero inexorablemente”.

Calificar a Catherine Deneuve y demás firmantes como aliadas de los cerdos machistas y defensoras de pederastas y de la violación desvela su disparatada insensatez. Lamentablemente, no siguen el consejo de Marta Nebot, que con total lucidez abogaba por el entendimiento y pide “no más peleas de mujeres en el barro”. Ni son capaces de detectar la contradicción que muy certeramente señala Elvira Navarro: «el tipo de moralismo desde el que se equipara a un baboso que nos ha tocado la rodilla con un violador se parece a quien acusa a una chica violada de ir provocando con pantalones cortos. Es el mismo esquema de pensamiento: el del acusador que ve pecado por todas partes«.

Las estrellas pujan por ir al cielo

Brad Pitt pujó en una subasta benéfica y ofreció hasta 120.000 dólares de vellón por disfrutar de la compañía de Emilia Clarke y ver juntos un capítulo de la serie de HBO Juego de Tronos. Así lo ha recogido toda la prensa mundial y, por supuesto, también este periódico.

Emilia Clarke y Kit Harington en los Globos de Oro 2018. | Jordan Strauss / GTRES

La noticia me recuerda aquel sindiós de película que con el título de Una proposición indecente perpetró Adrian Lyne en 1993. Les refresco la memoria: Demi Moore, que tres años despues vendería muy cara en otro artefacto fílmico la exposición de su piel (Striptease), era una agente inmobiliaria casada con un arquitecto, interpretado por Woody Harrelson, que no quedaba en posición muy lucida porque a su mujer se le ocurre salir del atolladero económico en que se encontraban aceptando una de esas ofertas que pocos pueden permitirse el lujo de rechazar: un patético millonetis, con la máscara apergaminada de Robert Redford, les ofrece nada menos que un millón de dólares por pasar la noche con ella.

Como digo, la película sería perfectamente olvidable de no ser porque semejante punto de partida me parece a mí escandaloso. No por lo que las personas conservadoras puedan pensar, sino por lo contrario: pienso yo que ni el polvo del siglo puede cotizarse tanto porque no podría garantizarse que la velada culminara en un orgasmo que igualara esas proporciones estratosféricas. Aunque claro, los súpermillonarios, que tienen el dinero por castigo, como diría De la Morena, son así de rumbosos. ¿En qué otra cosa más glamourosa podrían derrochar los beneficios de sus acciones? En España, desde luego, hemos visto alternativas bastante más cutres con los de las tarjetas black y eso… Pero no nos desviemos…

Decía que la noticia me recordó aquel despropósito pero debo admitir que no admite comparación. Porque vamos a ver: ¿qué pretendía el ex de Angelina con esa apuesta? ¿Se trataba de comentar el trabajo de Emilia en el mencionado episodio mientras hacía manitas con ella o pensaban ambos estar muy atentos a la pantalla y sólo a la pantalla? ¿El tema era desmenuzar los intríngulis de Daenerys con sus fieles súbditos o contemplar de cerca los ojitos de la Targaryen?

Porque hay un detalle de la noticia que no se aclara y es qué pasó con la insuficiente cantidad que Brad puso sobre la mesa, habida cuenta de que el ganador de la subasta subió hasta la bonita cifra de 160.000 dólares. ¿Dijo Pitt, “ah, pues si no gano me lo ahorro” o de todos modos los donó para la bella causa a la que iban destinados los billetes verdes? Porque recordemos que la iniciativa en auxilio de los pobres más pobres del mundo, los haitianos, a los que todo se les vuelven pulgas, había sido idea de Sean Penn, que además de actor genial e interesantísimo director, es un tipo muy comprometido con estas cosas. Pero digo yo que qué falta hacía ese tejemaneje de subasta. Mejor hubiera estado que todos apoquinaran el parné directamente sin tantas ceremonias, ¿no?

Nota: un terremoto provocó 316.000 muertos en Haití en 2010. Y no contentos con ello los dioses enviaron a darse un paseo por allí a los huracanes Matthew e Irma en 2016 y 2017 para asegurarse de que los supervivientes no cayeran en la molicie y se dieran a la mala vida.

Devastación provocada por el terremoto en Haiti en 2010. EFE

Esta gente de la farándula es muy dada a estos saraos, sobre todo por aquellos lares, me dirá mi pepito grillo personal. No hay tampoco necesidad de andar metiéndose con ellos cuando deciden hacer algo positivo. Y no le faltaría algo de razón, no lo niego. Lo que pasa es que me cuesta un poquito digerir el espectáculo montado en torno a la miseria de los miserables, aunque sea para su propio bien. Da la impresión de que los ricos necesitan divertirse aunque sea con el pretexto de sacar brillo a su conciencia y entregarse al papel de buen samaritano. Hay un punto de exhibicionismo en todo esto, no me negarán. Pero, ¡ojo! ¡Que sigan haciéndolo, eh! Que menos da una piedra y no seré yo quien proteste.

A la movida de Emilia se sumó Kit Harington, que venía de pasar una noche calentita en un bar de Nueva York, empeñado en golpear las bolas de una mesa billar con su espada de Jon Snow, o Jon Nieve, sin percatarse de que él no era uno de los jugadores y de que quienes sí lo eran no caían rendidos a sus encantos, como parece que debe de estar acostumbrado a observar. Los famosos es lo que tienen, con unas copitas de más no distinguen entre fans y simples ciudadanos. Bueno, debería decir algunos famosos. Así es que queda dicho. Superada la cogorza, o vaya usted a saber si por efecto de la resaca, Kit decidió sumar generosamente su agradable compañía a la de Emilia, para que el ganador disfrutara de un lote de dos estrellas por el precio de una, aunque en la crónica no consta si eso entusiasmó al afortunado o provocó su profunda decepción.

Luego la subasta continuó con apuestas cruzadas entre la exultante Emilia (así me la imagino al comprobar el nivel de fogosidad que levantan sus huesitos) y Leonardo di Caprio, otro actor de quien sólo caben alabanzas, tanto en su desenvolvimiento profesional (¡quién lo hubiera dicho cuando se hundía con el Titanic!) como en su compromiso a prueba de maledicencias en la lucha por la preservación del medio ambiente y contra el cambio climático (subrayo que estas líneas no llevan ni pizca de ironía). Entre la khaleesi y Di Caprio intercambiaron unos envites por hacerse con unas pinturas y cada uno se llevó la suya. Mira qué bien. Una buena acción y un lienzo para las paredes, o para regalar, que así queda uno dos veces bien. Que no se diga que las estrellas no son generosas.

Intolerancia, pero no la de Griffith

Cuando era niño mi madre tuvo que soportar mi rebeldía frente a las comidas que ella preparaba y yo tercamente rechazaba porque no podía con ellas. Me tomó mucho tiempo, pero, felizmente, cuando maduré redescubrí los sabores de la paella, del cocido, de las lentejas o las verduras; todo aquello que antaño me sabía a rayos pasó a ser gloria bendita. Nunca supe y aún sigo preguntándome por qué y cómo cambió mi percepción de lo que era malo y lo que era bueno, pero soy más feliz desde aquel momento en que pude disfrutar de un espectro gastronómico mucho más amplio que el de mi niñez.

Con el cine me sucedió algo similar durante la adolescencia y años inmediatamente posteriores. Despreciaba muchas películas simplemente porque me parecían malísimas, al tiempo que encontraba sublimes las que me gustaban. No tenía término medio, el cine se dividía entre bodrios y obras maestras, con la particularidad, claro está, de que los primeros eran muy superiores en cantidad a las segundas. También el conocimiento que trajo ir cumpliendo años y aumentando el número de filmes que había visto, además de la cultura adquirida en el ejercicio de mi profesión, fueron atemperando mi carácter intolerante y permitiendo que pudiera reexaminar mis criterios al contacto con las opiniones de otras personas, a las que concedía crédito por su prestigio intelectual. A diferencia de lo que me pasó con las comidas, en este terreno sí fui capaz de entender el por qué de mis variaciones de gustos: con la edad fui abandonando esa actitud tan infantil de creer que uno lo sabe todo y que puede erigirse impunemente en juez supremo para calibrar las cosas que otros hacen y otorgarles los certificados de calidad sin dudarlo ni un instante. Eso fue también una cuestión de madurez.

El crítico Anton Ego con la voz de Peter O’Toole en Ratatouille. Twitter.com

No siempre resulta fácil de aplicar con corrección el principio que acabo de expresar. Lo dicho no significa que uno nunca pueda pronunciarse con rotundidad acerca de lo que opina de tal o cual obra. En ocasiones nos parece muy evidente que las consagradas como maestras en las enciclopedias lo han sido por razones que ya son incuestionables para todo el mundo y nos atrevemos, con todo merecimiento, a repetirlo nosotros sin temor a actuar como integrantes de un rebaño. En otras no nos parece tan claro. Pero nadie con un mínimo de conocimiento –he ahí la clave, saber o no saber- osaría como hice yo a la edad de quince o dieciséis años hablar mal de Ciudadano Kane, uno de los títulos que ocupan con frecuencia el primer puesto en las listas de las más grandes obras cinematográficas de todos los tiempos. Tampoco de otros muchos de los que hoy se consideran “clásicos”, cuya enumeración sería interminable, que concitan el acuerdo de tutti quanti.

Sin embargo la cosa no es tan incuestionable cuando se trata de hablar de obras contemporáneas. Ahí los críticos son legión en todo el mundo y las actitudes se diversifican. Hay críticos acreditados, profesionales, y críticos aficionados. Entre los primeros los hay de todos los colores y, por supuesto,  en ocasiones no se ponen de acuerdo sobre cuáles son los mejores o peores filmes de la temporada, o cuáles son los merecimientos de éstos o aquéllos, aunque forzoso es reconocer que otras muchas veces sí alcanzan un convenio general. Entre los segundos, como es natural, las discrepancias se multiplican exponencialmente. Ahora que cualquier espectador dispone de herramientas para dar a conocer su dictamen a través de las redes sociales, especialmente a través de Twitter o mediante sus propios canales “periodísticos”, como de facto son los blogs, el debate adquiere dimensiones desbordantes.

Orson Welles en un sello conmemorativo de Ciudadano Kane

Todo esto tiene en sí mismo un aspecto positivo, la sabiduría ya no es patrimonio incuestionable en poder de los sumos sacerdotes, los privilegiados que desde el púlpito de sus artículos de prensa, radio o televisión sentaban cátedra, a menudo muy discutible. También, como es natural, la multiplicidad de opiniones que se hacen escuchar o leer, cuya solvencia o seriedad se desconoce, presenta otros inconvenientes. Para mí, el fenómeno más fastidioso es el de la frecuente tendencia que puede se observa a pronunciarse categóricamente a favor o en contra de los autores o de las películas, a dividir el mundo cinematográfico entre el paraíso y el infierno, arriba lo que me gusta a mí, abajo lo que odio, que, sorprendentemente, no es una actitud exclusiva de simples y sencillos amantes del cine a los que no es posible exigir rigor ni rectitud en el juicio, sino que uno puede encontrarla en personas de elevado nivel cultural.

No es de esta intolerancia de la que hablamos…

Siento una gran admiración por una persona que escribe como los ángeles y vierte su don en columnas de prensa y aún más en el territorio –casi sagrado para mí- de la ficción literaria, bien que en su caso combina lo inventado con elementos biográficos que le facilitan un sello de autenticidad potenciadora de la emoción, y a pesar de esto manifiesta esta sorprendente tendencia reduccionista. Me parece increíble que su lucidez y exquisitez en la escritura sobre temas de actualidad, su finura de análisis y su capacidad de síntesis, su mordacidad y agudo sentido del humor, sinónimos de acerada inteligencia, sean compatibles con un carácter destructivo al penetrar en el ámbito cinematográfico. Le escucho o le leo manifestar opiniones sobre las películas como quien dispara a matar; bajo su fuego a discreción no hay actores o directores que se salven de recibir una ráfaga demoledora de improperios y descalificaciones sumarias. Perdón, sí que los hay, sus preferidos son intocables y los argumentos con los que canta sus excelencias despliegan un escudo protector a salvo de cualquier crítica ajena. No puede reprochársele falta de compromiso porque su pasión a la hora de amar a sus elegidos iguala en intensidad el calibre de sus fobias. Sí sería deseable una flexibilidad de la que adolece a la hora de destripar lo que no estima, un cierto sentido del respeto que considero imprescindible.

Quienes así encaran una conversación acerca de un film se comportan como si el arte pudiera ser revelado a la luz de una ciencia exacta, una postura que no puedo calificar de otra manera que de pueril. Y existen pocas cosas tan subjetivas como las que pertenecen a ese dominio, tan susceptibles de ser elevadas a lo más alto por unos y despreciadas a la vez por otros. Tal vez en ese aspecto sólo pueda comparársele la política. En fin, nadie estamos a salvo de incurrir en el pecado que estoy señalando. La línea que separa la exigencia de sinceridad u honestidad en el análisis de una película (vale decir lo mismo de cualquier otro tipo de obra artística) de la crítica que destruye y pulveriza cuando nuestra impresión es muy negativa se difumina de modo alarmante. Yo mismo debo aplicarme el aviso para estar muy atento, como puede que alguien pensara al leer un reciente post en el que hablaba de la última entrega de Star Wars.

Una película no es solo un producto en el que invierten productoras que extraen colosales beneficios o que arriesgan todo el capital, grande o pequeño, que poseen y lo pierden en una jugada mal calculada. Una película es el resultado del esfuerzo ingente de muchas personas que han dedicado gran parte de su tiempo, su trabajo y su dinero para poder llevarla a cabo. Una película puede tener ambiciones artísticas, comerciales o una mezcla en proporciones muy cambiantes de ambas cosas. En función de esas variables, nos sentimos más o menos legitimados a ser severos o indulgentes.  Por eso hablaba más arriba de respeto. Yo entiendo como ineludible la obligación de ser uno mismo y no plegarse a componendas; ni el halago fácil ni la postura intransigente que queda muy moderna porque tiene gancho. Lo verdaderamente difícil cuando una película no nos satisface es separar el grano de la paja, encontrar lo bueno, si es que lo tiene según nuestra opinión, y si no es así dejarse seducir por la elegancia y evitar ofender la inteligencia del interlocutor con exabruptos. Pero, ay, se corre gravemente el riesgo de ser tachado de tibio, o pusilánime. Y eso no vende. Convendría prestar atención a lo que Peter O’Toole nos decía cediendo su voz cansada al pérfido crítico gastronómico Anton Ego en Ratatouille, Oscar de animación de 2007:

«En cierto modo el trabajo de un crítico es fácil… Arriesgamos muy poco, gozamos de una situación superior a aquellos que nos ofrecen confrontar su trabajo y a sí mismos con nuestro juicio. Vibramos con las críticas negativas que son fáciles de escribir y de leer, pero los críticos debemos enfrentarnos a la amarga verdad de que, en el esquema gigante de las cosas, un simple bocado de basura tiene más sentido que todas nuestras críticas juntas».

Dos siglos de vida

Fue un guion firmado por Víctor Erice y Ángel Fernández Santos. Un director maldito, que hizo dos obras maestras y ya casi nada más, El espíritu de la colmena y El sur, no por falta de voluntad, sino por los muros que otros levantan para separar a los grandes artistas de las obras que podrían haber hecho (la última, que yo sepa, la adaptación de El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé, que terminó realizando Fernando Trueba). Y un magistral crítico de cine del que varias generaciones aprendimos a inhalar de una manera más analítica el perfume del celuloide. En la dirección del libreto Erice le puso alma y tempo y Luis Cuadrado la melancolía de su luz. Ana Torrent, sus ojazos de niña de seis años de la inmediata posguerra, asustada pero curiosa, que no paraba de hacer preguntas a su hermana Isabel, de ocho, acerca de un monstruo que, herido, se ocultaba a las gentes del pueblo castellano. Fernando Fernán Gómez, ese hombre taciturno que entierra sus penas en la colmena de abejas a la que consagra sus días. Y Teresa Gimpera, una mujer triste por un amor perdido al que dirige cartas como lanza botellas al mar un náufrago, sin apenas esperanza de que lleguen a su amado.

Ana Torrent e Isabel Tellería en El espíritu de la colmena.

Las niñas, y en particular Ana, descubren la vida al tiempo que se topan con la muerte. Han visto una película en la que un monstruo encuentra a una niña al borde del río. En el silencio de la noche Ana le pregunta susurrante a Isabel: “¿Por qué mata a la niña y luego le matan a él?”. Isabel trata de tranquilizarla con la sabiduría de hermana mayor: “No le matan. Además, en el cine todo es mentira”. Pero Ana no parará hasta ver al hombre que se esconde, el monstruo de carne y hueso que anda cerca y al que ella no teme, porque hierven sus entrañas de curiosidad. La ominosa sombra de la guerra civil y la implacable persecución a quienes la perdieron se proyectan sobre las miradas inocentes de las dos hermanas.

El espíritu de la colmena es una de las más sublimes obras de nuestro cine, en la que reverberan brillos de la obra maestra que el primer día del año cumplió dos siglos desde que se publicó por primera vez, el Frankenstein o el moderno Prometeo​ de Mary Shelley. La novela gótica, parida como resultado de una apuesta entre una joven apenas veinteañera y el poeta romántico Lord Byron, tuvo que esperar a que se inventara el cine para atravesar un velo invisible de eternidad que zurció, como tantas otras veces desde entonces, el mundo de las sombras literarias con el de las luces de la pantalla. Antes de llegar al cinema había sido adaptada al teatro, pero la proyección de decenas y decenas de películas que mamaban de la historia de aquel engendro solitario y desvalido elevaron definitivamente a la novela, transformada en cine, al olimpo de la cultura popular.

La primera vez la cosa no fue muy fiel al original. El director, J. Searle Dawley, en 1910, lo hizo hervir en un caldero y tal vez por eso la criatura, escaldada, le salió muy agresiva. La electricidad de un rayo en noche de tormenta dio el aliento al ser al que no dejaban vivir tras haber sido creado por un doctor visionario en otras traslaciones más próximas a la invención de Mary Shelley, que acentuaba el cariz de víctima entrañable aunque temida de la criatura. De entre todas sobresale aquella que deslumbró a las niñas Ana e Isabel, la de James Whale, de 1931, protagonizada por Boris Karloff. ¡Está vivo, está vivo! Fue el eslogan de El doctor Frankenstein, que la Universal proclamó para golpear con fuerza en las puertas de las salas de todo el mundo.

Boris Karloff y la niña Marilyn Harris en El doctor Frankenstein, de James Whale

Fue tan intenso el destello de la creación que las secuelas, remakes, versiones y derivaciones a las que dio lugar llegan hasta nuestros días procedentes de múltiples países y envueltas en variopintos ropajes. El área de influencia, confesada o no, abarca todas aquellas obras de ciencia ficción y horror en las que alguien, hombre o máquina,  le pregunte a su progenitor por el sentido de la vida, por el origen y el final, por la obediencia al creador o la libertad de los esclavos. Y también cualquier película que nos haga cuestionarnos por el concepto de monstruo y fealdad. Esto extiende hilos que enlazan desde El hombre elefante, de David Lynch, o A.I. Inteligencia artificial, de Steven Spielberg hasta la saga Terminator o Blade Runner 2046,  por citar rápidamente algunos títulos más conocidos; sin contar con los que vuelven directamente a las fuentes, como Victor Frankenstein (Paul McGuigan, 2015), Yo, Frankenstein (Stuart Beattie, 2014) o el Frankenstein de Mary Shelley apañado por Kenneth Branagh (1994). En la soledad del gigantón de Altzo, la recién estrenada Handia, también se perciben ecos, no virulentos, eso sí, del pobre e incomprendido Víctor.

Ya que estamos en España, Gonzalo Suárez, otro de los intrépidos cineastas que tendrá que ver reconocidos como es debido sus méritos desde el más allá, esperemos que tarde, recreó en el castillo suizo de Chillon, a orillas del Lago Leman no muy lejos de Ginebra, la velada en noche borrascosa de noviembre de 1816,  en la que Lord Byron, Percey Shelley y su esposa Mary se dedicaban a contarse historias de terror, simiente fecunda de la que surgiría el legendario relato. Suárez rodó Remando al viento en inglés, que por entonces no era algo tan usual como hoy en nuestra industria, y mezcló a Hugh Grant, Elizabeth Hurley y Lizzy McInnerny con Aitana Sánchez Gijón, Josep María Pou y Miguel Picazo en una producción que ha soportado muy bien los embates de las tormentas que el tiempo desata sobre las películas a medida que cumplen años. Doscientos son muchos para envejecer con dignidad pero hay obras vacunadas contra ese mal. Las inmortales como Frankenstein.

Juro no volver a esa galaxia

Nada, que no hay manera de que el nuevo capítulo de La Guerra de las Galaxias, Star Wars: Los últimos Jedi, consiga interesarme más allá de una o dos cositas. Por decir algo bueno, en la última entrega DJ, el personaje que interpreta Benicio del Toro, un pícaro desalmado que se vende al mejor postor, tiene la gracia y el carisma que este actor es capaz de infundir hasta a una farola, si se lo propusieran a un buen precio. En descaro y simpatía, aunque luego resulte no tan buena gente como parecía, me recuerda al Harrison Ford de las primeras entregas, allá por el pleistoceno de la saga, que yo aún conservo en soporte arcaico, el VHS que tanta ilusión nos hacía antes de que descubriéramos que con el tiempo la banda magnética se deterioraba a pasos agigantados, involuntaria metáfora de lo que le pasa a la serie.

Ese saborcito a viejo VHS… Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Pero no encuentro demasiados alicientes más. Ninguno de los actores que han venido a sustituir a los pioneros les llega a éstos a la suela de los zapatos. Daisey Ridley, en el papel de Rey, es una versión descafeinada de la heroína femenina y tanto su fuerza mental como la destreza en la lucha que exhibe no me provocan más que bostezos. Adam Driver, Kylo Ren, se supone que es el nieto de Darth Vader pero cualquier parecido en empaque y personalidad con la figura de su abuelo se esfuma cuando se quita el casco; no me extraña que el líder Snoke se ría en su mandíbula barbilampiña. Por mucha cicatriz que le cruce la cara para darle un aire de dureza, Driver está más convincente como conductor de autobús de Paterson que como malo malísimo del Imperio. Oscar Isaac, como Poe Dameron, y John Boyega, como su amigo Finn, qué quieren que les diga, no les veo capaces de conducir a los espectadores a generar altos niveles de adrenalina. A mí, indiferencia, tal vez. De Kelly Marie Tran, la sabionda Rose Tico convocada para cubrir cuota racial asiática, bueno, pues ahí está, no se me ocurre nada bueno ni nada malo que decir de ella.

Y aquí me paro, que no voy a repasar todos los personajes desde la A a la Z. Porque de Carrie Fisher, la pobre, cumplida la añoranza de aquella inolvidable Princesa Leia, tampoco puede predicarse ni exigirse demasiado; está como recordatorio para nostálgicos de que hubo una vez en una lejana galaxia un personaje que hacía saltar chispas en nuestro sistema nervioso. De Laura Dern, Emilyn Holdo vicealmirante de la Resistencia, que viene a relevar a Leia al frente de la misma, sí hemos de reconocer que nos encanta el modo en que hace frente al machito belicoso. Y de Mark Hamill nos gusta la socarronería de viejo zorro decrépito ya en camino de vuelta, que no todo han de ser críticas.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Esto dicho, claro está, desde la óptica personal de quien se dejó impresionar por los episodios IV y V en 1977 y 1980, cuando aún no podíamos imaginar que aquellos serían los lugares que ocuparían en la cronología de la saga sucesivamente ampliada tiempo después a base de precuelas y secuelas, una época en la que los efectos visuales resultaban espectaculares y hoy son ya historia cansina a fuerza de repetirse, los combates de naves espaciales y la peleas con espadas láser una aburrida y anticuada imagen de marca.

Yo no puedo evitarlo: voy con los malos. En todo momento estoy deseando que los buenos pierdan algo, una batalla, una guerra, un poquito de la altanería que lucen, sabedores, como lo sabemos todos, que hagan lo que hagan, al final siempre ganan ellos. Me pasaba, como a tantos otros, lo mismo con las películas del oeste, que no había manera de que ganaran los indios y yo odiaba a los “americanos”, siempre tan honrados y víctimas de aquellos salvajes, a los que no entraba en la cabeza que se dejaran arrebatar las tierras. Me provocaba quebraderos morales apoyar en mi fuero interno a los que eran presentados como bestias pardas, pero es que era tan previsible que el bien siempre triunfaba que yo me resistía a ponerme de parte del “stablishment”, o sea del ejército ocupante.

En Star Wars nos encontramos con que se ha convertido sibilinamente en buenos a los rebeldes y en malos al poder establecido, al Imperio, como si quisieran de ese modo hacernos olvidar quién es la verdadera fuerza imperial en el mundo en que vivimos. Como si no supiéramos las draconianas condiciones que los estudios dueños del cotarro Star Wars han impuesto a los exhibidores, el 65% de las ganancias y la exigencia de mantener la película en cartel como mínimo cuatro semanas, penalizando los incumplimientos con un 5% más de los beneficios. Lo dicho vale para Estados Unidos y no para Francia (donde las salas ceden un 40% de media, o en Alemania (máximo un 45%). Pero en la provincia Spain la cifra se parece a la de la metrópoli USA, un 60%.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

En su estreno en España este episodio VIII logró convocar a 918.603 espectadores que dejaron en caja más de 6,2 millones de euros, el mejor estreno del año, según estimaciones de ComScore. En todo el mundo ya ha alcanzado los mil millones de dólares, todo un pastizal indecente. En esa tropa de comepalomitas no me alisté al principio y me he estado resistiendo como quien dice hasta ayer a ver esta entrega de la mitología de pacotilla que se inventó George Lucas por temor a llegar a la misma conclusión que en ocasiones anteriores, que esto ya lo he visto yo antes, y al final he caído en el agujero negro para confirmarlo. Como parece que la gente siente necesidad de que le cuenten la misma historia una y otra vez, aunque sea con variaciones mínimas, pues la baranda de Disney, Kathleen Kennedy, la presidenta de Lucasfilm, se lo sirve en bandeja y a recaudar.

Sólo cambian los nombres, pero todo sigue como antes en un esquema mínimamente alterado: hijos que siguen la estela de sus padres, el enfrentamiento del Bien contra el Mal, el Imperio ahora es la Primera Orden y la Resistencia lo que antes se llamaba Alianza Rebelde, etc. Se supone que con el paso del tiempo los avances técnicos, la puesta en escena y los efectos visuales mejoran el espectáculo pero yo no veo nada que suponga un salto notable de calidad ni siquiera en esos aspectos. Y del argumento para qué hablar. La simpleza acostumbrada, las licencias más elementales para hacer que un ejército en clamorosa inferioridad triunfe o escape de las garras del poderoso. Por si no lo habían notado: a mí esto me parece un producto tan infantil que me aburre soberanamente. Ya sé que no es una crítica muy sesuda, más bien nada, y que mi colega Carles Rull le ha sacado mucho más jugo pero es que la fuerza ni para eso me acompaña. He quedado tan hartito de la pelea con espadas de colores (la roja, la mala y la azul la buena, por supuesto) que juro no volver nunca más a esta galaxia.