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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Intolerancia, pero no la de Griffith

Cuando era niño mi madre tuvo que soportar mi rebeldía frente a las comidas que ella preparaba y yo tercamente rechazaba porque no podía con ellas. Me tomó mucho tiempo, pero, felizmente, cuando maduré redescubrí los sabores de la paella, del cocido, de las lentejas o las verduras; todo aquello que antaño me sabía a rayos pasó a ser gloria bendita. Nunca supe y aún sigo preguntándome por qué y cómo cambió mi percepción de lo que era malo y lo que era bueno, pero soy más feliz desde aquel momento en que pude disfrutar de un espectro gastronómico mucho más amplio que el de mi niñez.

Con el cine me sucedió algo similar durante la adolescencia y años inmediatamente posteriores. Despreciaba muchas películas simplemente porque me parecían malísimas, al tiempo que encontraba sublimes las que me gustaban. No tenía término medio, el cine se dividía entre bodrios y obras maestras, con la particularidad, claro está, de que los primeros eran muy superiores en cantidad a las segundas. También el conocimiento que trajo ir cumpliendo años y aumentando el número de filmes que había visto, además de la cultura adquirida en el ejercicio de mi profesión, fueron atemperando mi carácter intolerante y permitiendo que pudiera reexaminar mis criterios al contacto con las opiniones de otras personas, a las que concedía crédito por su prestigio intelectual. A diferencia de lo que me pasó con las comidas, en este terreno sí fui capaz de entender el por qué de mis variaciones de gustos: con la edad fui abandonando esa actitud tan infantil de creer que uno lo sabe todo y que puede erigirse impunemente en juez supremo para calibrar las cosas que otros hacen y otorgarles los certificados de calidad sin dudarlo ni un instante. Eso fue también una cuestión de madurez.

El crítico Anton Ego con la voz de Peter O’Toole en Ratatouille. Twitter.com

No siempre resulta fácil de aplicar con corrección el principio que acabo de expresar. Lo dicho no significa que uno nunca pueda pronunciarse con rotundidad acerca de lo que opina de tal o cual obra. En ocasiones nos parece muy evidente que las consagradas como maestras en las enciclopedias lo han sido por razones que ya son incuestionables para todo el mundo y nos atrevemos, con todo merecimiento, a repetirlo nosotros sin temor a actuar como integrantes de un rebaño. En otras no nos parece tan claro. Pero nadie con un mínimo de conocimiento –he ahí la clave, saber o no saber- osaría como hice yo a la edad de quince o dieciséis años hablar mal de Ciudadano Kane, uno de los títulos que ocupan con frecuencia el primer puesto en las listas de las más grandes obras cinematográficas de todos los tiempos. Tampoco de otros muchos de los que hoy se consideran “clásicos”, cuya enumeración sería interminable, que concitan el acuerdo de tutti quanti.

Sin embargo la cosa no es tan incuestionable cuando se trata de hablar de obras contemporáneas. Ahí los críticos son legión en todo el mundo y las actitudes se diversifican. Hay críticos acreditados, profesionales, y críticos aficionados. Entre los primeros los hay de todos los colores y, por supuesto,  en ocasiones no se ponen de acuerdo sobre cuáles son los mejores o peores filmes de la temporada, o cuáles son los merecimientos de éstos o aquéllos, aunque forzoso es reconocer que otras muchas veces sí alcanzan un convenio general. Entre los segundos, como es natural, las discrepancias se multiplican exponencialmente. Ahora que cualquier espectador dispone de herramientas para dar a conocer su dictamen a través de las redes sociales, especialmente a través de Twitter o mediante sus propios canales “periodísticos”, como de facto son los blogs, el debate adquiere dimensiones desbordantes.

Orson Welles en un sello conmemorativo de Ciudadano Kane

Todo esto tiene en sí mismo un aspecto positivo, la sabiduría ya no es patrimonio incuestionable en poder de los sumos sacerdotes, los privilegiados que desde el púlpito de sus artículos de prensa, radio o televisión sentaban cátedra, a menudo muy discutible. También, como es natural, la multiplicidad de opiniones que se hacen escuchar o leer, cuya solvencia o seriedad se desconoce, presenta otros inconvenientes. Para mí, el fenómeno más fastidioso es el de la frecuente tendencia que puede se observa a pronunciarse categóricamente a favor o en contra de los autores o de las películas, a dividir el mundo cinematográfico entre el paraíso y el infierno, arriba lo que me gusta a mí, abajo lo que odio, que, sorprendentemente, no es una actitud exclusiva de simples y sencillos amantes del cine a los que no es posible exigir rigor ni rectitud en el juicio, sino que uno puede encontrarla en personas de elevado nivel cultural.

No es de esta intolerancia de la que hablamos…

Siento una gran admiración por una persona que escribe como los ángeles y vierte su don en columnas de prensa y aún más en el territorio –casi sagrado para mí- de la ficción literaria, bien que en su caso combina lo inventado con elementos biográficos que le facilitan un sello de autenticidad potenciadora de la emoción, y a pesar de esto manifiesta esta sorprendente tendencia reduccionista. Me parece increíble que su lucidez y exquisitez en la escritura sobre temas de actualidad, su finura de análisis y su capacidad de síntesis, su mordacidad y agudo sentido del humor, sinónimos de acerada inteligencia, sean compatibles con un carácter destructivo al penetrar en el ámbito cinematográfico. Le escucho o le leo manifestar opiniones sobre las películas como quien dispara a matar; bajo su fuego a discreción no hay actores o directores que se salven de recibir una ráfaga demoledora de improperios y descalificaciones sumarias. Perdón, sí que los hay, sus preferidos son intocables y los argumentos con los que canta sus excelencias despliegan un escudo protector a salvo de cualquier crítica ajena. No puede reprochársele falta de compromiso porque su pasión a la hora de amar a sus elegidos iguala en intensidad el calibre de sus fobias. Sí sería deseable una flexibilidad de la que adolece a la hora de destripar lo que no estima, un cierto sentido del respeto que considero imprescindible.

Quienes así encaran una conversación acerca de un film se comportan como si el arte pudiera ser revelado a la luz de una ciencia exacta, una postura que no puedo calificar de otra manera que de pueril. Y existen pocas cosas tan subjetivas como las que pertenecen a ese dominio, tan susceptibles de ser elevadas a lo más alto por unos y despreciadas a la vez por otros. Tal vez en ese aspecto sólo pueda comparársele la política. En fin, nadie estamos a salvo de incurrir en el pecado que estoy señalando. La línea que separa la exigencia de sinceridad u honestidad en el análisis de una película (vale decir lo mismo de cualquier otro tipo de obra artística) de la crítica que destruye y pulveriza cuando nuestra impresión es muy negativa se difumina de modo alarmante. Yo mismo debo aplicarme el aviso para estar muy atento, como puede que alguien pensara al leer un reciente post en el que hablaba de la última entrega de Star Wars.

Una película no es solo un producto en el que invierten productoras que extraen colosales beneficios o que arriesgan todo el capital, grande o pequeño, que poseen y lo pierden en una jugada mal calculada. Una película es el resultado del esfuerzo ingente de muchas personas que han dedicado gran parte de su tiempo, su trabajo y su dinero para poder llevarla a cabo. Una película puede tener ambiciones artísticas, comerciales o una mezcla en proporciones muy cambiantes de ambas cosas. En función de esas variables, nos sentimos más o menos legitimados a ser severos o indulgentes.  Por eso hablaba más arriba de respeto. Yo entiendo como ineludible la obligación de ser uno mismo y no plegarse a componendas; ni el halago fácil ni la postura intransigente que queda muy moderna porque tiene gancho. Lo verdaderamente difícil cuando una película no nos satisface es separar el grano de la paja, encontrar lo bueno, si es que lo tiene según nuestra opinión, y si no es así dejarse seducir por la elegancia y evitar ofender la inteligencia del interlocutor con exabruptos. Pero, ay, se corre gravemente el riesgo de ser tachado de tibio, o pusilánime. Y eso no vende. Convendría prestar atención a lo que Peter O’Toole nos decía cediendo su voz cansada al pérfido crítico gastronómico Anton Ego en Ratatouille, Oscar de animación de 2007:

«En cierto modo el trabajo de un crítico es fácil… Arriesgamos muy poco, gozamos de una situación superior a aquellos que nos ofrecen confrontar su trabajo y a sí mismos con nuestro juicio. Vibramos con las críticas negativas que son fáciles de escribir y de leer, pero los críticos debemos enfrentarnos a la amarga verdad de que, en el esquema gigante de las cosas, un simple bocado de basura tiene más sentido que todas nuestras críticas juntas».